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Gordita, ¿quién te quiere más que yo?

en Hetero: General

GORDITA, ¿QUIÉN TE QUIERE MÁS QUE YO?

Tengo unos amigos que no me los merezco, de verdad. Menudo detallazo tuvieron conmigo el mes pasado, coincidiendo con el primer aniversario de la refundación de las timbas de póker en mi casa: el vinilo de Jorge Cafrune, en formato single, con la canción de "La Gorda" en la cara A.

El estribillo, a ritmo de chacarera, me viene que ni pintado para abordar el tema que nos ocupa:

Señores yo soy muy flaco,

pero de corazón tierno,

y tengo una novia gorda

para pasar el invierno.

Pesa ciento ochenta kilos,

se come un lechón entero,

¿qué me importa que sea gorda

si p´a correr no la quiero?

Tranquilos sufridores, aunque el folclore argentino del siglo pasado sea una de mis rarezas, el relato de hoy no versa sobre tan apasionante tema. Me conformaré con hablarles de mi novia Gertru, la gorda, y el cúmulo de despropósitos por los que hoy me encuentro peleándome con el ayuntamiento de mi localidad. El cabrón del alcalde se niega a reformar la puerta de acceso al salón noble del ayuntamiento…y Gertru se muestra inflexible: si no cabe de frente, de lado no entra. ¡Joder, que ya tengo apalabrado el restaurante y repartidas las invitaciones!

El caso es que hasta hace poco no me iban las gordas, y menos aún las gordas y feas. Pero Gertru lo compensa con otras cualidades: es simpática, optimista, cocina de puta madre, me tiene la casa muy limpia –por eso me cuesta 90 € al mes, desde que hace tres años me la recomendaron como empleada de hogar- y sus mamadas son de auténtico lujo. Además, no se vayan a creer ustedes que es un fenómeno de la naturaleza, porque sólo pesa 130 Kg –después de adelgazar veinte en tres meses- y lleva una dieta hipocalórica con abundante ejercicio físico. Si la cosa no se tuerce a última hora, seguro que entra en el traje de novia. Respecto a lo que dije antes sobre que es fea, no es que yo sea un cabrón –vale, un poco sí, pero con buen fondo- ni ella una atracción de feria –aunque de pequeña actuó en una función circense-, pero tengo que reconocer que es fea de cojones.

Tras una obligada pausa, motivada por el desabastecimiento de puros –es que sin combustible no me concentro-, releo lo escrito y me doy cuenta que, para variar, es un auténtico caos. Bueno, procuraré ser más ordenado, de aquí en adelante, pero lo anterior se queda como está –también soy vago-. Además, tengo un cabreo de la hostia. ¿Porqué cojones tienen que cerrar los estancos los domingos? Aprovecho la ocasión para pedir –no, exigir- que los citados establecimientos tengan un régimen de guardias similar al de las farmacias. Coño, sin analgésicos puedo vivir, pero no sin puros.

En lo que a mí respecta, no me avergüenza confesar que soy un treintañero emancipado. Treintañero terminal -un par de tacos más y tendré que vigilar la crisis de los cuarenta-, emancipado desde hace una eternidad –tres años- y sin apenas relación con mis viejos. Me sentó muy mal que aprovechasen la escapadita que hice a los sanfermines –y los dos meses que tardé después en volver a casa- para cambiar la cerradura. Cuando me convencí que la cosa iba en serio, tras una semana de tener plantada la tienda de campaña en el jardín, le puse al viejo una denuncia por apropiación indebida de mi colección de pelis guarras. El cabronazo alegó que eran descargas piratas y me libré por los pelos de que me abrieran ficha policial. Consecuentemente, tengo prohibido pedirle a la vieja que me planche las camisas ni que me prepare algún tupperware con algo comestible…puta orden de alejamiento.

Salvo este incidente, y el trauma de tener que buscar un apartamento en alquiler, mi vida apenas cambió: un curro aburrido de lunes a viernes y decentemente pagado –sub-bi-mileurista, así que no me quejo-, botellón de viernes a lunes, partidita de póker con los colegas los jueves por la noche y un desfile de guarrillas que no me aguantaban más de tres meses seguidos. Además, hablando de tías, tengo que reconocer que nunca fui muy exigente: una vez probadas por delante y por detrás, verificadas sus habilidades buco-faríngeas, y tras convencerlas de un bukake con los amigotes –no siempre aceptaban-, perdía rápidamente el interés y me dedicaba a acosar a sus amigas. Es que nunca se me dio bien terminar una relación; así que prefiero ahorrarles el disgusto y dejar que sean ellas las que me borren del messenger.

Hasta que apareció Amelia, sub-inspectora de Hacienda. Y recalco lo de funcionaria de tan tétrica institución, por el morbazo que siempre me dio joder a la administración que nos chupa la sangre a los asalariados.

-Siempre tuve una duda: Dar po´l culo a Hacienda, o en su defecto, rompérselo a una inspectora, ¿se considera delito?-, se me ocurrió soltarle a la cara, el día que nos presentó un amigo común…en pleno botellón, así que tengo la eximente de quintuplicar el límite de alcohol en sangre permitido para conducir.

Lo normal es que me hubiera partido la cara, por borde y borrachuzo. Pero si hay algo que ya tengo claro a mis años, es que abundan las tías raritas. Y Amelia, sub-inspectora de Hacienda –cosa que me recalcó clavándome la uña de su dedo índice en la frente- estaba buenorra y como un puto cencerro.

Excuso decir que el día del botellón –amanecía, así que técnicamente era de día-, no estaba yo en condiciones de intentar echar un polvo con mínimas garantías de éxito. Todo lo más que hice, aparte de darle cuerda y dejar que me contara jugosas anécdotas de su miserable curro, fue meterle mano con bastante desidia, entre cubata y cubata…más que nada por cumplir el expediente y que mi amigo no pudiera echarme en cara que soy un desagradecido por no hacerle los honores a sus amistades.

Respecto a las anécdotas que me contó mientras duró la metida de mano –ella hablaba, se retorcía un poco, se acomodaba las bragas para facilitar la maniobra, gemía bajito y seguía charlando; mientras que a mí se me congelaba el culo, después de dos horas sentados en un banco de piedra-, sólo recuerdo una, pero bastó para confirmarme en mis convicciones sobre la catadura moral de la institución.

¿Hay o no hay que ser una hija de puta con mala entraña para denunciar a tu peluquera de toda la vida? ¿Eh? Pues eso mismo. Después de tirarle de la lengua, interrogándola insidiosamente durante varias sesiones de tinte de pelo y mechas, consiguió que la pobre peluquera –autónoma, y con el crédito que tuvo que pedir para montar el negocio, a medio pagar- le confesase que no se podía quejar de las recaudaciones y que, por supuesto, las clientas de confianza pagaban sin ticket.

El caso es que aún no tengo claro si le excitaba más contarme el paquete que le cayó a la peluquera o los pellizcos que le di en el clítoris –con muy mala hostia-, en solidaridad con las desgracias de la clase obrera.

Una semana después de tan original presentación –y después de haberme desinfectado a conciencia el corte que me dejó en la frente-, volví a tropezarme con ella. Me habían citado en la sede local de la secta de vampiros –perdón, delegación de Hacienda-, por un asunto poco claro sobre desgravaciones por aportaciones a una ONG ilegal.

¿Qué culpa tengo yo si "Apadrina un asno" no figura en el Registro Nacional de Organizaciones No Gubernamentales? ¿Acaso no merecen los borriquillos –también en peligro de extinción- el mismo respeto que los osos pandas?

Desde mi punto de vista, que el total de las aportaciones superase ligeramente mis ingresos netos anuales, no dejaba de ser un detalle menor. Además, que el fundador, tesorero y único miembro reconocido de la fundación, fuera uno de mis amigotes, era una prueba puramente circunstancial.

Amelia se descojonó con mi argumentación, pero se encargó de traspapelar el expediente y, tiempo después -cuando ya me tenía bien trincado por los huevos-, hacerlo desaparecer. Al día siguiente se mudó a mi apartamento y lo redecoró en tiempo record, los amiguetes dejaron de gorronearme las birras y las timbas de póker pasaron a mejor vida. Lo peor de todo es anduve lentos de reflejos, con el resultado de que mi colección de tangas, cuidadosamente numerados y etiquetados con los datos de sus antiguas propietarias, terminaron en la basura. Pero no abrí la boca…por si terminaba igual que la peluquera.

También me hizo contratar a una asistenta, al quinto intento. Las cuatro candidatas iniciales las rechazó, una tras otra, con excusas de lo más imaginativo: "de ésta no me fío, está demasiado buena" –y me jodió el plan-, "ésta tiene pinta de guarra" –y cuánta razón tenía, porque la entrevisté yo primero-, "ésta es muy cara" –coño, pero la chica lo valía-, "y ésta otra no me entiende lo que le digo" –pues a mí me entendió a la primera…en cuanto cogió confianza en la cama-. Finalmente, harto de la situación, pedí asesoramiento profesional a una agencia de contratación, insistiendo en que cuánto más fea, mejor. Así entró Gertru en mi vida.

Sinceramente, una vez que te acostumbras a que te jodan la existencia, ya te da todo igual. Amelia empezó a considerar la posibilidad de institucionalizar nuestra relación, vía eclesiástica, y yo seguía sin oponer resistencia. ¡Increíble! Los colegas flipaban conmigo. Los que ya estaban divorciados –alguno reincidente- procuraban que me entrara en la mollera que, entre Hacienda y la perpetua, mejor arriesgarse con la primera. Y uno –esos son amigos y lo demás cuentos- hasta se ofreció a liarse con ella, dándome así motivos para hacerme el ofendido –y anular el compromiso-, el comprensivo –"No, si no te culpo. Tendría que haber sido más considerado contigo" y, por último, lo más importante, el interesado –"Pero antes de que te vayas, tienes que darme pruebas de que cierto expediente sancionador ha desaparecido".

Pues no tuve necesidad de llegar a esos extremos. Curiosamente, la solución a mis problemas vino de la mano de la propia Amelia: se empeñó en aprobar las oposiciones de inspectora de Hacienda.

¡Joder, qué morbazo! Yo que me había quedado un poco desilusionado, el día que le entré por la puerta trasera y ni se inmutó –lo que me llevó a pensar que mi fantasía de dar por el culo a Hacienda debía ser de lo más corriente-, redescubrí que mi libido volvía por sus fueros. Así que ya me frotaba las manos, pensando en el día que aprobase las oposiciones.

Y las aprobó, a la primera, después de joderme un año de mi vida, sin apenas salir de casa y demasiado agotada, después del trabajo y las clases, como para pensar en revolcones. Recuerdo el año de oposiciones como el de las pajas. ¡Joder, debí de gastar kilómetros de papel higiénico!

Así que el mismo día que salió la nota, me vengué. Lo que ya no fue nada divertido fue pasarse la noche en urgencias, mientras reparaban el destrozo en el culo de la señora inspectora con un zurcido.

Con lo que no contábamos ninguno de los dos, fue que aprobase por los pelos, quedando de las últimas de la lista. ¡Benditos sean por siempre los procedimientos administrativos de adjudicación de plazas! Y, por cierto, ¿a alguien le suena por dónde coño queda Carboneras de Guadazaón?

Ya saben lo que dicen de la distancia el olvido. Y menos mal que el pueblo carecía de cobertura de telefonía móvil –del ADSL ni hablamos, claro-. La única noticia suya que me llegó, seis meses más tarde, fue una carta en la que me anuncia que se había liado con el notario del pueblo de al lado –a cincuenta kilómetros de distancia, con lo que no quiero pensar a qué llamarán "lejos" por esos pagos-.

Y, aún me queda la duda de si iba en serio o me estaba tomando el pelo, me preguntaba del modo más fino posible si me ofendería dar por liquidado nuestro compromiso.

"Si tú no lo quieres, preséntame al notario, que yo me caso con él. Besos", le conteste, en un derroche de locuacidad epistolar. Aún estoy esperando contestación.

Y después de tanto rollo con Hacienda, llevo ya cuatro folios y aún no les he hablado de Gertru. Bueno, también es posible que después me agradezcan el que no haya entrado en demasiados detalles. Pero, para ser del todo sincero, lo que ocurre es que me da apuro empezar a largar, le doy vueltas al asunto y escribo otra cosa.

Venga, ¿quién dijo miedo? Valor y a por la gorda.

Estoy convencido que la culpa de mi obsesión con Gertru la tiene la calefacción. La falta de ella, quiero decir. Ya me extrañaba a mí que me alquilaran un apartamento tan barato. No es por exagerar, pero ahora que sale por la tele el anuncio de Gas Natural, con el tipo ése tan simpático haciendo slalom por el pasillo de casa, esquivando los carámbanos de hielo que caen del techo, la película me suena de algo.

Ahora ya no me quejo. El calor que desprenden los procesos metabólicos de Getru, son capaces de derretir un iglú. Lo malo fue que la primera vez que nos metimos los dos en la cama, no provocamos una catástrofe porque el forjado resistió. El forjado sí, pero no las patas de la cama. Retumbó la casa entera. Los vecinos, convencidos de que el jubilado del quinto había seguido la moda vigente –abrir la espita del gas y que se joda el vecindario-, salieron de estampida escaleras abajo, en pijama y camisón. Hasta que alguien reparó en que D. Luis, el jubilado del quinto, temblaba como el que más, dando explicaciones a la dotación de bomberos que acudió en tiempo record al lugar de los hechos. Desde entonces, pasé a convertirme en el principal sospechoso del incidente, teniendo que desmentir los insistentes rumores que circulan por la escalera, referentes a un laboratorio clandestino de sustancias de diseño.

Como no me fío un pelo de que la estructura del edificio resista una segunda prueba de carga, el somier que tenemos ahora no tiene patas.

En lo que estará pensando el sufrido lector, desde hace ya un buen rato –y con la íntima satisfacción de poder vengarse después pulsando compulsivamente el botón de la valoración, además de poder expresar su indignación con un comentario adecuado al desaguisado cometido…aunque seguro que aparece algún iluminado pidiendo la segunda parte-, será en cómo cojones se lía un fulano como yo, de probada solvencia a la hora de enrollarse con tías cojonudas, con el feto mal parido de la Gertru. Pues no tengo una explicación razonable, aparte del virtuosismo de sus mamadas y el mencionado ahorro en calefacción.

A la hora de describir físicamente a Gertru, intentaré que no me ciegue la pasión y ser lo más objetivo posible. Los ya citados 130 Kg, se reparten armoniosamente en 155 cm de altura –no, no da la talla mínima para poder comprar en Zara, pero tampoco le importa: la ropa se la hace de encargo una costurera, especialista en cortinas y faldones de mesa camilla-. Y con armoniosamente, me refiero a que se reparten proporcionadamente por toda su anatomía; es decir, que te puedes entretener en contar las lorzas de sus michelines: siete en el abdomen, cinco en sus muslos –cinco en cada uno-, cuatro en los antebrazos y tres en el cuello. Vamos, que le gana por goleada al muñequito de los neumáticos. Y para más huevos, en casa usa camisetas ajustadas –ajustadas a sus dimensiones, claro está- y pantaloncitos cortos. Es que en cuanto da dos pasos, le sudan hasta las uñas y prefiere andar fresquita.

Ya repetí hasta la saciedad que es fea, increíblemente fea, fea de cojones, y si me apuran, monstruosa. Pero tiene un corazón muy tierno y le encantan los niños. Lo que explica que sólo salgamos de paseo por la noche y por zonas poco transitadas…para evitar que algún tierno infante sufra pesadillas el resto de su vida. Es tan comprensiva que apenas tuve que insistir en el tema.

Respecto a nuestra rutina sexual, digamos que es atípica. Después de más de un año de relaciones, sigue siendo virgen. Bueno, le he metido de todo, incluso el bazo…hasta el codo. De todo, menos la polla; así que, técnicamente sigue siendo virgen, ¿no? Que lo fuera antes, no me extraña nada: no conozco a ninguno tan desesperado, y con el suficiente estómago, como para intentarlo. Y aunque hubiera alguno, seguro que no calza los veinticinco centímetros de polla necesarios para alcanzar su chochito.

Ante tal sacrilegio a los sacrosantos principios del relato erótico, ruego al sufrido lector que sea comprensivo, abierto de mente y atienda a la explicación, porque la tiene.

Hemos probado todas las posturas, con ella boca arriba, boca abajo, tumbada de lado…incluso probamos una vez en la piscina –coño, si hasta los elefantes marinos pueden-, pero no hay manera: la masa de grasa es de tal espesor que no alcanzo. Ya, algún listillo me dirá que se ponga ella encima, pero tengo una escasa vocación suicida.

La opción más obvia: arrodillada, con el culo en pompa y las manos separando sus nalgas, sí, la hemos probado, pero hay un problemilla técnico que comentaré a continuación.

No me extraña nada que en Nueva Zelanda, donde hay bastantes más vacas que neozelandese, estén muy preocupados con el efecto invernadero que provocan los pedos de sus vacas. No es para tomárselo a broma, y hablo con conocimiento de causa, ahora que soy un experto en gases y vacas. Al igual que en el párrafo anterior, ya hablaré del asunto cuando venga al caso.

Dado lo peliagudo del tema, consulté el problema con los colegas…y no se me descojonaron en la cara, demostrando que son amigos de verdad. Vale, se descojonaron después, cuando fui a buscar las birras a la cocina, revolcándose por el suelo y pataleando de risa, pero sin hacer ningún destrozo en el mobiliario.Y Mario, el ingeniero aeronáutico –según dice él, aunque aún le quedan un montón de asignaturas para aprobar la carrera-, por aquello de es el mayor de la panda y acumula grandes conocimientos técnicos, tuvo una brillante idea: aprovechar la fuerza de la gravedad.

El invento consiste en una estructura metálica tubular de considerables dimensiones, pero como es desmontable, se arma y se desarma rápidamente y cabe perfectamente en cualquier armario.

Según el croquis que me dibujó, se fijan un par de abrazaderas a los tobillos del sujeto –en este caso, sujeta…y bien sujeta, si no quiero que se rompa la crisma en el intento-, se la iza cabeza abajo, con las piernas bien separadas, mediante un juego de poleas…y la fuerza de la gravedad se encarga de despejar el camino. Queda aún por resolver el pequeño detalle de cómo me encaramo al artefacto y procedo a la penetración. Mi amiguete me ha explicado que, con un arnés atado a la cintura, y manejando el juego de poleas con habilidad, puedo elevarme hasta el objetivo…pero yo sigo sin visualizar la jugada. ¡Joder, si ya me cuesta programar el video!

Me parece que sigue sin estar del todo claro cómo nos lo montamos Gertru y yo. Aunque sólo pensarlo se me revuelven las tripas, intentaré ser contarlo con pelos y señales, aunque ya aviso que deberían echar a mano una bolsa de plástico…por si no les da tiempo a llegar al lavabo.

Suelo llegar a casa a media tarde –cuatro y media de la tarde y con la digestión a medio hacer-, anímicamente agotado tras una jornada laboral estresante –según la mayoría, no doy un palo al agua, pero eso son habladurías de los envidiosos-; así que ni saludo, tiro los zapatos y me lanzo de cabeza al sofá. Coño, hasta la bruja de Amelia respetaba la venerable tradición hispana de la siesta, pero no Gertru. Ésta espera a que me amodorre para pillarme desprevenido y poder bajarme la bragueta sin tener que recurrir a métodos violentos.

Si, tal como dicen algunos, hay un Dios justo y ecuánime, que reparte equitativamente dones y carencias entre sus hijos, a Gertru la compensó con una boca en la que cabe entero un melón y una lengua prensil de palmo y medio de largo.

A efectos prácticos, la lengua la usa para enrollarla en la polla con un par de vueltas, el buzón de correos para meterla toda dentro y, después, con un habilidoso tirón de lengua, te deja todos los terminales nerviosos temblando. Tres o cuatro meneos de este calibre, y se corre hasta la momia de Tutankamón, lo juro. ¡Joder, como que más de una vez me he corrido antes de despertarme!

Legados a este punto, siempre que no se me ocurra abrir los ojos, soy capaz de mantener tiesa la polla, aunque me cuesta dios y ayuda abstraerme del fétido tufo que desprende Gertru cuando suda. ¡Sí, joder, suda a chorros! Suda aunque esté quieta, así que ni les cuento después de esforzarse con la madada…pero es un hecho científicamente demostrado que un tío empalmado pierde capacidad de raciocinio y soporta cualquier cosa con tal de correrse. Lo jodido viene después, cuando recuperas la consciencia, te das cuenta de lo que has hecho –es decir, dónde la has metido- y terminas vomitando.

A continuación, con Gertru a cuatro patas, meneando lúbricamente sus nalgas –y debe costar un gran esfuerzo mover con soltura sesenta kilos de grasa-, me grita lo de "¡Métemela, campeón!" y el campeón la mete, pese al riesgo de explosión.

Yo la meto, aunque nunca sé dónde. Lo que sí tengo claro, es que en su chochazo, no…porque no alcanzo. Pero da igual, algún pliegue de grasa pillo –me gusta pensar que cerca del objetivo-, empujo con ganas… y el peligro de detonación aumenta en progresión exponencial. No, no es ninguna metáfora, es una amenaza contra la salud pública.

La primera vez que lo intente, me soltó una andanada de pedos en plena cara. Caí redondo al primer acierto. Ahora, después de haber comprobado con un medidor de gases que me prestó un amiguete, que la concentración de metano supera ampliamente el margen de seguridad que permite la normativa minera vigente, ventilo el apartamento a conciencia, me tapo la nariz con un pañuelo impregnado en perfume…y aún así me desmayo en tres de cada cuatro intentos. En uno de cada cuatro, no. Me concentro, me corro y salgo corriendo hacia el lavabo. Por eso les aconsejaba antes lo de la bolsa de plástico…truquis del oficio.

He intentado prohibirle comer cualquier tipo de legumbre, pero eso es algo superior a sus fuerzas y yo no tengo el valor suficiente para soportar sus lágrimas.

Y así estamos: enamorados, haciendo planes de boda –siempre que el alcalde entre en razón- y ansiosos por probar el aparato que inventó mi amigo Mario.

¿No es maravillo el amor?

Apostillas del autor.

Vale, reconozco que esta vez me he pasado cuatro pueblos, pero todo tiene su explicación. La tiene, de verdad, y pensaba contárselo, pero ahora resulta que no me dejan…estos cabrones. Para no desvirtuar los resultados del ensayo, dicen. Así que, por el bien de la ciencia, aguántense y valoren. Tampoco puedo decirles cómo…sí, eso mismo, para no contaminar el estudio; aunque estoy seguro de que no necesitan que los anime, ¿verdad?

A lo que le he dado muchas vueltas, es a la sección en la que publicar el relato, dado que no existe la de fenómenos paranormales o expedientes X. Vale, tenemos un HomoFX en la página, pero por sí solo no llega a la categoría de sección; aunque por su inagotable energía, verbo fácil y sabios consejos en todos los relatos publicados –todos, salvo que alguien me demuestre lo contrario-, se lo merece.

Así pues, descartada la idea inicial de escoger una sección de consumo masivo –Filial, Dominación o Zoofilia-, pese a las innegables ventajas que ofrecen y vencida la natural tendencia que muestro a la gamberrada, me quedaban Erotismo y Amor y Hetero General. Me decanto por la última, pese a que el argumento cuadra perfectamente con la primera, pero es que el estudio –para ser fiable- necesita más cuatro muestras.

Y hasta aquí puedo contar, salvo que queda por aparecer otro ensayo de las mismas características e idéntico propósito. No se preocupen, es otro autor mucho más cualificado. Y si de verdad existen los milagros, igual son tres. De una autora…de ahí la mención al milagro.

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