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El ciclista y la indigente.

en Confesiones

                                                                                     EL CICLISTA Y LA INDIGENTE.

 

Aquel domingo de septiembre de hace varios años, como suelo hacer muchos otros domingos, salí de casa a media mañana para hacer una ruta en bicicleta por los alrededores de mi ciudad. El día había amanecido con alternancia de nubes y claros pero yo estaba tranquilo de que no llovería, pues las previsiones no daban agua. Vestido con mi equipación ciclista (culotte negro ceñido a mi cuerpo y maillot azul) emprendí la ruta sobre mi bicicleta. Comencé a pedalear y atravesé el centro de la ciudad hasta llegar al río. Continué unos kilómetros más y alcancé una zona muy tranquila, poco transitada, ya a las afueras de la localidad. A un buen ritmo iba recorriendo kilómetros y deleitándome con el paisaje poblado de campos y arboledas.

Me fijé entonces en que el cielo poco a poco se empezó a encapotar. Al principio no le otorgué mayor importancia pero conforme pasaban los minutos comprobé que la cosa se ponía seria: los nubarrones eran cada vez más negros y comenzaron a caer las primeras gotas dispersas. Enseguida inicié el camino de regreso a la ciudad. Montar en bicicleta con algo de lluvia no me importa pero el aspecto del cielo no presagiaba nada bueno. Con cada minuto que transcurría la lluvia se hacía más intensa. Aceleré mi ritmo de pedalada, ya con toda mi ropa empapada de agua, tratando de buscar algún lugar cubierto bajo el que resguardarme. Sin embargo, todo era campo abierto y aún me quedaban varios kilómetros para llegar a la entrada de la ciudad. El fuerte viento de cara dificultaba más mi avance. Ya no llovía, diluviaba y los goterones de agua golpeaban mi anatomía sin compasión. A lo lejos comencé a divisar al fin el primer puente que hay a la entrada de la ciudad. Pensé que sería un buen sitio bajo el que protegerme. Completamente mojado llegué hasta el puente y me puse a cubierto bajo él. Todo aquel lugar estaba solitario: nadie pasaba, ningún coche circulaba por allí.

Mientras trataba a duras penas de recomponerme un poco, escuché unos ruidos a mi espalda. Me giré y vi a una mujer de mediana edad con un carrito de los que se usan para la compra. Dentro de él llevaba varios enseres y también cartones. Se trataba de una indigente que probablemente vivía bajo aquel puente. La saludé con educación y ella me respondió el saludo. Su acento me indicaba que era una mujer extranjera. Llevaba una camiseta blanca de tirantas ajustada al cuerpo y una falda larga verde de vuelo que le llegaba casi hasta los pies. No tardé en percatarme de que los pezones de la mujer se le marcaban exageradamente sobre la camiseta. Era evidente que no llevaba sujetador. Se veían unos pezones grandes y gruesos. Inicié una breve conversación con ella para romper el hielo de la situación. Le hablé de lo mucho que llovía y de mi error de haber salido ese día con la bicicleta. Ella me escuchaba y me dijo que allí estaría resguardado hasta que pasara la tormenta. Le pregunté que de dónde era y me dijo que de Rumanía. La mujer no hablaba muy bien el español pero se le entendía más o menos.

Durante la conversación, sorprendí a la indigente lanzando una mirada a mi entrepierna. El ajustado pantalón ciclista marcaba todo mi “paquete” y más todavía mojado y pegado totalmente a mi piel como estaba. Eso era lo que estaba mirando la rumana. Después de nuestra breve conversación se hizo el silencio entre los dos. Ella dirigió una nueva mirada a mi polla; yo a sus pezones y a sus tetas medianas y algo caídas. Empecé a notar cómo mi verga comenzaba a ponerse dura y tiesa, lo que provocó que la mujer la mirase cada vez con más frecuencia. Llegó un momento en que pareció no importarle que yo me diese cuenta de sus miradas, pues se quedaba contemplando mi entrepierna segundos seguidos, cada vez de forma más descarada. La actitud de la mujer, sus miradas, sus dos pezones que parecían que iban a perforar de un momento a otro la camiseta hicieron que me excitase sobremanera. Perdí el pudor de que me viese completamente empalmado y empecé a imaginar el tiempo que tal vez haría que esa mujer no probaba una polla, no follaba, no disfrutaba del placer del sexo.

De pronto la indigente se acercó más a mí, se puso en cuclillas extendió su brazo derecho hacia mi entrepierna y con su mano palpó por primera vez todo mi bulto sobre el pantalón ciclista. Pegué un pequeño respingo al sentir su mano sobre mis atributos, porque tras el primer contacto algo suave, la rumana me apretó todo con su mano. Abría y cerraba la mano oprimiendo y liberando sucesivamente mi polla y mis testículos. Lo hacía con fuerza, con ganas, con ansia. Yo me mordía el labio inferior aguantando aquellos apretones de la mujer. Tras unos instantes, la indigente se centró en mi verga. Con la yema de los dedos la recorría de arriba abajo sin sacarla aún del pantalón ciclista. Era una delicia sentir el recorrido de los dedos de la mujer sobre mi pene y cómo hacía círculos una vez que llegaba a la punta de mi polla. Estaba deseando verle las tetas desnudas a la mujer. Con mi mano tiré del cuello de la camiseta de la rumana hacia delante y mantuve unos instantes esa parte de la prenda separada de su cuerpo: por fin pude contemplar aquellos dos pechos al desnudo, la piel clara pero unas aureolas y pezones oscuros. Solté el cuello de la camiseta y elevé la prenda por encima de las tetas de la rumana, dejándolas al descubierto. Esto sirvió de estímulo a la mujer, que con un movimiento rápido y brusco me bajó el pantalón ciclista hasta las rodillas. Mi polla salió liberada, tiesa, apuntando hacia arriba, ligeramente desviada a la izquierda y con varias venas marcándose sobre ellas. Todo mi aparato genital completamente depilado quedó a merced de la indigente. Empezó a masajearlo con su mano, acariciando mis bolas, envolviendo con la mano mi verga y recorriéndola varias veces en toda su extensión. La mujer se puso entonces de pie y aproveché para tocar aquellos dos senos que tenía ante mí. La rumana se dejaba hacer, con la vista bajada hacia sus tetas y observando cómo yo jugaba con ellas. Comencé a friccionar con mis dedos los pezones de la mujer, a tirar de ellos suavemente primero, luego algo más fuerte. Ella había cerrado los ojos y suspiraba al sentirse tocada por una mano extraña. Volvió a ponerse en cuclillas y aprisionó mi polla entre sus dos tetas. Empezó a moverse y a deslizar mi verga entre sus dos pechos. Al tercer deslizamiento mi glande rojizo salió fuera del prepucio y quedó al aire.

- ¡Sigue, sigue así, por favor!- le pedí lleno de gusto.

Ella continuaba con su práctica sin mediar palabra. Mi líquido preseminal comenzó a manchar las tetas. Al sentirse humedecida por mi flujo, la indigente paró, recogió con su dedo el líquido y lo chupó. Acto seguido acercó su boca a mi polla y se la metió hasta dentro. Empezó a mover la cabeza hacia delante y hacia atrás, recorriendo con sus labios toda la piel de mi pene. La lengua jugueteaba con mi glande, lo rozaba, buscaba con afán el agujerito. Estuvo así unos minutos más hasta que se detuvo y se puso de pie. Se quedó quieta, sin decir nada. Entendí que se me estaba ofreciendo para que le bajase la falda. Lentamente le bajé la prenda hasta que cayó a sus pies. La mujer levantó primero un pie, luego el otro y terminó por deshacerse de la falda verde. No llevaba bragas: supongo que entre sus escasas pertenencias la ropa interior no tenía cabida.

Allí tenía ante mí ese coño: con una gran mata de vello púbico, con unos gruesos labios vaginales y ya humedecido por la excitación. Varios hilitos de flujo le chorreaban por la cara interna de los muslos. Aproximé mi rostro al sexo de la rumana y el fuerte olor que éste desprendía no hizo más que aumentar mis deseos. Planté mi boca de golpe sobre el chocho y empecé a mover la cabeza de lado a lado para “comerme” todo el coño. Con mi lengua lamía sus labios, se la metía por la rajita jugando con su clítoris. La indigente comenzó a gemir, me agarraba de los pelos y apretaba mi cabeza contra su sexo para que no parase. Los labios de mi boca rozaban enérgicamente la vagina. Mi saliva se mezclaba con los flujos que salían cada vez más abundantes del coño de la rumana. Ya casi no podía ni respirar. Aparté mi cabeza de la entrepierna de la mujer e hice que la rumana se pusiera a cuatro. En esa postura y desde atrás le introduje con lentitud mi pene hasta dejarlo bien encajado en su coño. La mujer suspiró al notar mi polla gruesa dentro de su cuerpo. Comencé a bombear despacio y a impulsarme con mis caderas. Mi verga se deslizaba hacia dentro y hacia fuera. Tras unos comienzos pausados, decidí imprimirle mayor ritmo a la penetración. Sentía el ardor de la mujer, notaba mi polla cada vez más mojada y empapada . Mi pene salía del coño y volvía a entrar con rapidez, sin detenerse. En cada salida mi verga aparecía manchada por un espeso líquido blanco segregado por la vagina de la indigente.

Notaba que mi eyaculación se acercaba y desde atrás veía cómo los pechos de la mujer se bamboleaban de un lado a otro con cada una de mis acometidas. El enorme trasero estaba expuesto ante mí y no dudé en darle nalgadas y cachetadas con mi mano mientras seguía taladrando aquel coño velludo. De repente los gemidos de la rumana se hicieron más intensos: jadeaba, suspiraba, lanzaba gritos de placer con cada fuerte embestida de mi polla.

- ¡Ohhh…sí…ohhhh….yaaa, yaaaaa, yaaaaaaaaaa….!- exclamó la indigente en el momento justo de su corrida, con mi verga dentro, dándole varios puntazos secos y enérgicos. Se estaba corriendo de gusto y continué metiéndosela hasta el fondo, volviéndola a sacar, impulsándola de nuevo hacia dentro, otra vez fuera, dentro. Le dejé mi verga encajada unos segundos y con mis caderas hacía giros para que la polla hiciera círculos dentro del coño de la mujer. De repente mis testículos, mis muslos y mis piernas empezaron a llenarse de un chorro de líquido que manaba del coño de la rumana: se estaba meando de puro placer mientras terminaba de follarla. Yo ya no aguanté mucho más: impulsé un par de veces más mi verga, sentí cómo mi abdomen se contraía y a continuación varias descargas de semen salieron lanzadas de mi polla para perderse en el coño y en las entrañas de la indigente. Exhausto y jadeante dejé mi miembro metido dentro de la vagina hasta que terminé de eyacular la última gota de leche, a la vez que me mantenía agarrado a las tetas de la rumana.

La tormenta climatológica ya se había calmado y había dejado de llover. Cuando al fin saqué mi polla, la mujer limpió con su lengua los últimos restos de esperma que habían quedado sobre la piel de mi pene y probó el sabor. Me subió el culotte y me dejó listo para que reanudase la marcha de regreso a casa. Nos intercambiamos unas sonrisas cómplices y me alejé de los bajos de aquel puente, mientras la rumana trataba de volverse a poner la falda, todavía con la camiseta subida sobre sus tetas.

 

 

 

 

 

 

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