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Colette

en Hetero: General

Colette dormitaba lánguidamente recostada sobre la chaise longue de su dormitorio, dejando morir la tarde, apurando a lentos sorbos su copa de agua fresca con absenta verde perfumada, sin escuchar las gymnossiennes y gymnopédies que André desgranaba incansablemente en el piano del salón, que llegaban amortiguadas hasta su alcoba, como la luz, que atravesaba sin rasgar los altos visillos blancos del ventanal, tamizada para evitar que el sol de primavera mancillara la elegante palidez de su piel de porcelana.

 Con precisión milimétrica, en el mismo preciso instante en que se escuchaba el campanilleo musical del reloj de la coqueta, donde una lánguida muchacha de marfil de Paul Philippe casi flotaba en el aire congelada en un paso de danza etéreo, se abrió la hoja derecha de la puerta y la habitación se llenó de la familiar algarabía que causaban los muchachos al regresar de su aseo, y de las voces de Solange, su doncella, que trataba de refrenar su incontrolable alegría con órdenes breves y severas que alegremente ignoraban.

 Corrieron hasta ella y, uno a uno, fueron inclinándose sobre su dueña para recibir el beso suave, apenas roce en sus labios, para retirarse al instante y formar la breve fila de tres esperando su aprobación. Solange, en silencio ya, permaneció expectante, un paso por detrás, mirando al suelo, preocupada por la simple idea de que cualquier detalle pudiera echar a perder la estética de su obra cotidiana.

 Bebió un mínimo sorbo más mirándoles, dejándose llenar de la alegría que cada tarde la embargaba al llegar aquel momento. Dejó la copa en la bandeja, sobre la delicada mesa de caoba de líneas curvas, elegantemente sofisticada y airosa, junto a la cuchara de plata labrada en delgadas filigranas vegetales, y se incorporó lánguida, dejando que la bata de seda cayera naturalmente, con ese elegante descuido que le permitía exhibir entre los pliegues sus mínimos senos, delicados como flores.

 Avanzó hacia ellos el único paso que los separaba, y procedió a examinarlos atentamente: deliciosamente afeminados, delicadísimos, tan pálidos y delgados, formando alegremente, esforzándose por mostrar el hieratismo que, inútilmente, Solange trataba de inculcarles, sin poder evitar un brillo en la mirada, una sonrisa, aquellas flamantes erecciones de sus sexos pequeñitos.

 Adoraba a sus mascotas. Se los había regalado Florienne cuando apenas eran niños de quince años, y los había criado en su ambiente de delicada decadencia, apartados del mundo, tan dulces y tan bellos, hasta lograr que, años después, florecieran en mariquitas dulces y despreocupadas a fuerza de no tener nunca nada por lo que preocuparse.

 - Aimée, cariño, quizás debieras comer algo menos, o hacer más ejercicio...

 Solange, azorada, avanzó hasta él, desabrochó las cintas del corset blanco nacarado y, con su eficiente habilidad, fue tensando cada cruce hasta conformar la figura perfecta que Colette exigía a sus mascotas.

 - Alphonsine, mi amor... ¡Qué suave tienes la piel!

 Deslizó sus dedos delgados sobre la piel lisa y pálida de su pubis dejando que el dorso de su mano rozara apenas el glande sonrosado y descubierto, causándole un rubor y la súbita tensión de los labios perfilados, tan rojos sobre los polvos de arroz.

 - Anaïs, dulce flor mía...

 Acarició sus nalgas musculosas y firmes, aunque escuetas, arrancando al muchacho un ronroneo mimoso, casi un quejido de placer, una demanda contenida de caricias.

Volvió a su diván, a recostarse. Solange interpretó un gesto suyo apenas perceptible y preparó una nueva copa de absenta ligera y fresca. Depositó en silencio la bandeja en la mesilla, procurando no turbar la paz de la señora ni interrumpir su contemplación extática.

Estaban preciosos sus muchachos: delgados, tan elegantes, tan iguales, tan pálidos y desprovistos de cabello, de cualquier atisbo de vello que pudiera manchar su piel tan tensa y suave, delicadamente maquillados con aquel esmero que solo su doncella sabía poner en cada movimiento de sus dedos, con sus medias blancas de seda, sus corsés ajustados, tensos por los ligueros, modelando sus cinturas hasta justo debajo de los pezoncillos sonrosados dibujando irisaciones nacaradas, tan ansiosos esperando su elección, que demoraba sintiéndose mala al someterles a aquella mínima tortura de la espera, que se manifestaba en los movimientos involuntarios de sus colitas, que parecían tensarse alternativamente, oscilando a veces, disparándose otras como animadas por un resorte hacia el cielo, goteando aquel líquido cristalino y denso del deseo.

Sorbió un nuevo trago de su copa, pareció abstraerse un instante, se dejó acunar por la enésima repetición de la deuxieme rêverie, entornó los ojos, y pronunció su sentencia:

- Anaïs, dulce mía, recuéstate a mis pies. Jugad vosotras.

Ocupó su lugar reprimiendo a duras penas una sonrisa de triunfo tan difícil de esconder como el mínimo gesto de contrariedad de sus hermanas. Se hizo un ovillo a sus pies, y comenzó a lamerlos suavemente, ronroneando.

Aimée, más animosa, rodeó con sus brazos a Alphonsine, que entreabrió los labios mientras entornaba los ojos al sentir las yemas de sus dedos deslizándose entre ellos. Se situó a su espalda, y deslizó la mano sobre el vientre liso, provocando un cadencioso movimiento de caderas, buscando su sexo con las nalgas hasta acomodarlo entre ellas, acariciándolo suave y dulcemente, haciéndolo resbalar en sus propios fluidos entre los pliegues de la piel sedosa.

Colette les miraba extasiada, dejándose acariciar por Anaïs, que ascendía lentamente por sus piernas cubriéndolas de besos, dejándose envolver por la danza de las chicas, enfocando alternativamente su atención en el conjunto y sus detalles, en la sutil y lenta escenificación de su deseo, en los dientes como perlas clavándose en el cuello, en el quejido dulce, agónico, al sentirlos, en la gota dibujada en el extremo de la pequeña pollita de Alphonsine, que ya no recordaba el desencanto de no haber sido la elegida, en la huella roja que las uñas dibujaban en su muslo blanco, cómo de leche.

- Despacio, cariño, más despacio, no te dejes llevar, disfruta de la angustia.

Dirigía sus movimientos corrigiéndolos cuando, dejándose arrastrar por el deseo, sus mascotas parecían arrojarse al ansia animal de poseerse. Quería observar la evolución musical de cada movimiento, la tímida respuesta reprimida a las caricias.

Aimée, girándola hasta ofrecer a su vista sus perfiles, besaba ya los labios de Alphonsine, jugaban con sus lenguas. Se acariciaban sin urgencias, dejándose rozar apenas, deslizando los dedos en sus pieles anhelantes, permitiendo a sus pollitas tocarse y apartarse, acariciando sus nalguitas menudas, jugando a introducir los dedos apenas un instante por entre ellas, recreándose en el adorable desespero.

Empujó delicadamente a Anaïs hasta los pies del diván y se recostó en la curva del respaldo permitiendo que su bata se entreabriera. Miró con descaro a los ojos de Solange, que se arrodilló entre sus piernas, y la invitó a besar sus muslos. Acariciaba con el pie la colita de la pequeña zorrita, que ronroneaba al sentir el contacto delicado.

Alphonsine ya yacía en la alfombra gimiendo, arqueando la espalda entre lamentos dulces de amor mientras Aimée, a cuatro patas, inclinándose entre sus piernas, curvándose como una gatita en celo, lamía lentamente sus muslos. Su pollita apuntaba al cielo y fluía de ella sin cesar un hilillo cristalino que resbalaba dibujando un reguero transparente hasta su pubis. Gemía mimosa tensándose angustiada, mordiéndose los labios, acariciándose el brazo con la mano hasta el hombro, casi suplicando en silencio, con la sola ayuda de su cuerpo, la caricia más intensa que anhelaba.

Atenta a cada instante, como siempre, a cada señal en el ambiente que pudiera indicar el preciso momento de cada movimiento, Solange dejó su primer beso en la vulva húmeda de Colette justo cuando los labios de Aimée, al posarse en las bolitas contraídas de Alphonsine le arrancaban un gritito de placer, o de dolor quizás, al recorrerla un escalofrío por la espalda hasta el mismo centro del ansia. Contrajo su cuerpecillo menudo, apoyó las manos en la cabeza lisa de su hermana, y se abandonó a un concierto de gemidos armónicos suplicándo, implorando que lo hiciera, casi llorando del deseo de sentir la caricia húmeda de sus labios en la pollita erecta y firme que parecía buscar en el aire su contacto.

Sonriendo entre tímidos jadeos, Colette, se dejaba acariciar con esa entregada desidia. Llamó a Anaïs a su lado, dejándola sentarse a horcajadas en su muslo. Besó sus labios mientras rozaba apenas su pollita con la palma de la mano haciéndola resbalar en su propia babita insulsa. Gozaba de la visión de sus pequeñas empeñadas en su particular batalla de caricias: Alphonsine suplicaba una caricia húmeda de labios. Su sexo se balanceaba en el aire buscándola con ansia, aunque sin éxito, mientras Aimée besaba sus muslos, sus ingles, descendía hasta encontrar su culito con la lengua y lo besaba con pasión, con ansia. Sujetándolo en alto con las manos, su lengua exploraba entre las nalgas y jugaba a penetrarlo, a humedecerlo, a causarle calambres dulces de amor, a torturar a la dulce muchacha que gemía casi llorando de angustia desesperada.

- ¿Lo quieres?

- Sí.

- ¿Me quieres?

- Sí.

- ¿Cuanto lo quieres?

- Lo quiero todo. Lo necesito todo. No puedo vivir así.

- ¿Cuando lo quieres?

- Lo quiero ahora.

- ¿Qué me darás si te lo doy?

- Si me lo das, te daré mi placer.

- ¿Solo placer?

- Todo el placer. Y el amor. Te daré mi placer a todas horas. Te morirás del amor que puedo darte. Lloraré de placer para ti. Te regaré con mi amor. Haré que mi placer te envuelva hasta asfixiarte.

Colette se estremeció al escucharlas. Tembló al contemplar el modo sutil en que Aimée buscaba el lugar entre sus piernas. Clavó uno de sus dedos en el culito de Anaïs haciéndola emitir un gritito como una nota musical. Sujetó con la mano la cabeza de Solange entre sus piernas al contemplar el modo delicado en que su cachorrita introducía la pollita entre las nalgas, al escuchar el gemido de amor desesperado de Alphonsine, al contemplar la elegancia natural de cada movimiento de ambas. Presionó más con su dedo hasta introducirlo entero. Anaïs ronroneaba, se contoneaba cadenciosa. Su pollita chorreaba. Se inclinaba para besarle los labios deshaciéndose en gemiditos de niña consentida.

Tembló cuando vio los muslos de Alphonsine tensarse. Sus dedos se crispaban arrugando la alfombra, agarrándose a ella como si la invadiera el vértigo. Su pollita, como accionada por un resorte elástico, cabeceaba arriba y abajo, cuando comenzó a lanzar al aire sus chorritos de leche suave y templada. Sin saber cómo, la de Anaïs, entre sus labios, la llenaba de aquel fluido cremoso, casi insípido, de aquel regalo de amor que parecía equilibrar el temblor que nacía entre sus muslos recorriéndola entera, desarmándola entera, deshaciéndola.

Sus cachorritos gemían, estallaban en chorritos dulces de pasión entre gemidos mimosos. Sus cuerpecitos delgados temblaban en espasmos violentos de pasión ya incontenible derramándose a chorros.

Incapaz de soportarlo más, al tiempo que sus muñequitas cedían en la violencia de sus movimientos, recuperando el ritmo pausado que anticipaba la pereza lánguida entre sus brazos, separó a Solange de su sexo sujetando su cabeza con las manos. Estaba preciosa, con su cofia, sus gafitas, y los labios húmedos de su néctar, brillantes. Observó la turbación en su mirada y sonrió.

- Ve a buscar a André, cielo. Estoy segura de que sabrá sofocar esos ardores.

Se acurrucó en el diván y dejó que sus niñas la rodearan, que apoyaran en ella sus cabecitas brillantes, y se entregó a la túrbida desidia de la absenta acariciándolas y besando sus labios con dulzura hasta alcanzar, entre las brumas del sueño, aquel estado de conciencia tan dulce que buscaba.

A los pies de la bailarina congelada de marfil, un tintineo de campanillas desgranó las ocho de la tarde. Anochecía. Algo en su interior se relajó cuando, por fin, dejaron de sonar las notas atonales de Satie y el ambiente se llenó de un silencio perezoso.

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