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Poder 06: crescendo

en Orgías

Con el paso de los meses, nuestra extraña relación parecía irse normalizando. No quiero decir con ello que retomáramos la normalidad, si no que aquella forma de vida la iba sustituyendo hasta transformarse en la nueva. La normalidad anterior, sencillamente, no existía, y resultaba evidente que no volvería a existir.

Nico, por una parte, se iba transformando más y más en una nena. Había desaparecido cualquier atisbo de vello de su cuerpo y su melena rubia era cada vez más larga y estaba mejor arreglada. Su piel parecía de porcelana, y sus maneras resultaban ya absolutamente femeninas. Vestía y se maquillaba habitualmente como una muchacha de su edad, y se exhibía así en público sin pudor alguno, con frecuencia del brazo de mi marido, y a menudo en mi presencia. Parecía haberse convertido en la pareja de Carlos que, no obstante, me trataba con el mismo cariño y delicadeza de siempre. Aun así, aquella ostentación pública, igual daba si nos encontrábamos ante gente de nuestro círculo o ante desconocidos, me avergonzaba y me causaba una profunda humillación que, por extraño que parezca, despertaba en mí un deseo intenso.

Realmente, no tenía nada que reprocharle. Todo aquello sucedía con mi consentimiento, con mi participación activa, de hecho. Me engañaba a mí misma diciéndome que aquello me ayudaba a relativizar mi poder y, en ese sentido, su actitud me resultaba benefactora. La pura verdad era que gozaba de ello.

De entre todos los personajes que poblaban aquel maremagnum en que nuestra vida se iba convirtiendo, yo era quien más dificultades ofrecía a mi propia interpretación: con los años, he concluido que la única explicación razonable es que soy una zorra ¿Cual otra daría sentido a aquella sumisa entrega? Me exhibía, me ofrecía… No era yo, era él quien lo hacía y, en ese sentido, podría decirse que me eximía de responsabilidad. Era él quien, en cualquier momento, en cualquier lugar, a la vista de cualquier miembro del servicio que pasara por allí, me entregaba a Juan, el cocinero; a Andrés, su pinche; a Lucas, el portero; o a Javier, mi propio chófer. Era Carlos, y no yo, quien me hacía lamer hasta la extenuación el coño de cualquiera de aquellas muchachas sin nombre que pasaban por el servicio de la casa; quien contrataba a un grupo de hombres para que me derrotaran follándome hasta el desmayo; quien, sin disimulo alguno, solicitaba en la recepción de cualquier lujoso hotel del mundo que buscaran un hombre negro, grande, limpio y atractivo para satisfacer a su mujer, y dejaba una jugosa propina con total naturalidad sobre el mostrador. No era yo.

Yo solo era la zorra que se corría una vez tras otra; la zorra que se abría de piernas y se dejaba llenar de leche por aquellas pollas conocidas o anónimas; la que ofrecía el culo o la boca a quien él decidiera, y temblaba de placer fingiendo inocencia, como si no fuera mi responsabilidad, como si fuera la víctima de un amor incontrolable y entregado.

Él ya no me tocaba. Bueno, quiero decir que no me follaba. No volvió a hacerlo desde la misma primera noche en que los encontré juntos. O no lo hacía apenas. Siempre estaba presente de una manera u otra. Siempre observaba atentamente todo cuanto sucedía con auténtico placer. Se excitaba muchísimo viéndome correrme. Literalmente se volvía loco. Le obsesionaba mi rostro, mi expresión al temblar, el sonido de mis gemidos, mi excitación. Siempre me decía que le volvía loco. Me besaba en los labios mientras me follaban. A veces, se corría en mi boca, en mi garganta, sobre mí, y yo me corría con él llena de agradecimiento.

Aquella era quizás la más inexplicable de mis sensaciones. No le engañaba. No le ponía los cuernos. Nunca jamás, en toda mi vida, tuve una aventura, ni un romance, ni un solo encuentro que él no me hubiera mandado previamente. Cada semana pasaba, al menos, cuatro noches fuera de casa, y nunca tuve el menor deseo de engañarle. Ni siquiera en las ocasiones en que me pidió que me hiciera amante de alguno de mis asistentes, que lo llevara conmigo y conviviera con él, que le hiciera follarme cada noche, que lo enamorara, dejé que me follaran sin que él me dijera con anterioridad cuando quería que lo hiciera, y cómo.

Me hizo permanecer durante tres semanas en Hamburgo, instalada en la casa de Hans, un economista brillante, joven y guapísimo que gestionaba nuestra estructura en Alemania y parecía destinado a ocupar puestos de altísima responsabilidad en nuestra corporación. Viví allí, con él, como dos amantes, como una historia de amor. Le llamé cada tarde para preguntarle si debía y lo hice cuando me lo mandó; fingí enfadarme cuando quiso, y hacer que durmiera en otra habitación dos noches seguidas antes de hacer las paces; aquella noche le invité a sodomizarme siguiendo sus instrucciones, incitándole a palmear mi culo, a sacudirme a golpes secos y duros de su polla pálida hasta llenarme de leche… Por la mañana, cuando él dijo, le abandoné y volví a casa, donde todos los hombres del servicio me follaron en el hall en cuanto entré. Llegué triste por la desolación que había visto en aquel prometedor muchacho cuando simulé el enfadó que motivó la ruptura y derivó en su dimisión y, allí, nada más llegar, sin tiempo para cambiarme, me follaron uno tras otro, todos a la vez, haciendo que me corriera hasta perder el sentido a la vista de Mila, una criada, mientras él acariciaba, mamaba y sodomizaba a la mariconcita de mi sobrina, que se corría como una ramera riendo y mirándome. Aquella tarde me llamaba su zorrita, su putita, y se interesaba por mi placer preguntándome, obligándome a decir entre gemidos que estaba caliente, como una perra, o que me corría, que me estaba corriendo, que quería que me follaran más, que escupieran más leche en mi boca, en mi coño, en mi culo...

Pero no era yo. Era él. Yo solo era una mujer enamorada. Pensarlo, me permitía desentenderme de mi responsabilidad y soportarme. La mujer que yo era entonces, hubiera sido incapaz de asimilarse de otra manera. No hubiera podido soportarlo. Era la derivación de la culpa la que me permitía sumergirme en aquella vorágine de placer por placer sin perderme el respeto.

El hecho cierto es que, cada jueves, mientras viajaba hacia casa sin saber qué iba a encontrarme, ardía de deseo, temblaba de miedo y me moría de ansiedad por verle, por volver a estar en sus manos, al arbitrio de sus deseos. Viajaba como una colegiala: nerviosa, llena de ansiedad, con el corazón encogido, sin atreverme ni siquiera a imaginar qué podría estar esperándome y, una vez allí, me dejaba sumergir en la degradación total y absoluta a cambio de un placer agónico y violento que ansiaba, pero del que me exculpaba en él.

Todo esto, aunque rompa la linealidad del relato, viene al caso para expresar el contexto. El Lector sabrá disculparme. He tratado en las primeras líneas de este capítulo de explicarme a mí, por que entiendo que sin ello resulta difícil contextualizar la confusa realidad en que me movía, en que nos movíamos todos. Confío, ahora que me propongo retomar la sucesión física de los hechos, en haber definido en la medida de lo posible el “medio” en que se produjeron, y la naturaleza de quienes intervinimos en ellos. Supongo que de algo servirá, aunque soy consciente de mis limitaciones a la hora de dibujar una historia que para mí misma también resulta confusa.

Uno de aquellos jueves, como estaba convenido, a mi regreso de Hamburgo (faltaban semanas para la aventura con Hans), me la encontré en casa. A mi llegada, Carlos salió a recibirme al hall, atento, cariñoso, como siempre. No me dejó ni instalarme. Como un niño deseoso de enseñar su juguete nuevo, me condujo a la biblioteca, que se había convertido en su cuarto de juegos preferido.

- Tienes que conocerla, ven. Es una delicia.

Al entrar, me esperaba junto a Nico, cuya piel, completamente desprovista del poco vello que tenía ofrecía un aspecto nuevo, suave y aterciopelado, y que vestía tan solo un liguero a juego con unas medias blancas, ambos lisos, sin encajes, que enmarcaban su pollita, permanentemente erecta, y unos zapatos negros de tacón con los que se desenvolvía con sorprendente naturalidad. Imaginé que sus estudios de danza le ayudaban.

Vino a saludarme como siempre, lleno de esa alegría un poco idiota que se había adueñado de él desde que Carlos le animara a asumir con naturalidad su condición, y me besó en los labios llamándome tía.

- Se llama Sonia, tía. Ahora vive con nosotros.

La muchacha era un personaje andrógino y extraño. Llevaba la cabeza afeitada y los ojos muy pintados. Era bajita, y flaca. Apenas se entendía su género por la ausencia de bulto alguno bajo las braguitas de algodón blanco que, junto con unas medias de lana del mismo color y unas botas militares constituían su única vestimenta, y quizás por la prominencia de sus pezoncillos casi negros, como botones apenas areolados. Tenía el rostro fino, aguzado, y los rasgos fríos, carentes por completo de sensualidad. Los labios azulados completaban el aspecto extraño de una criatura que parecía prácticamente humana, sin llegar a serlo por completo.

- Hola, Sonia.

- Tiene dieciocho, es unos meses mayor que Nico, y la pobrecita ha tenido una vida muy dura. La he invitado a quedarse. Yo creo que podría ser cómo otra sobrina ¿No? La parejita.

Sentí una inmediata hostilidad hacia ella. Comprendo que pueda resultar absurdo, pero no hay que olvidar el contexto: hasta entonces, mis experiencias recientes habían consistido en encuentros con otros hombres. Nico, de hecho, era lo más parecido a una mujer. Sonia, pese a la escasez de sus atributos, lo era, y la percibí de inmediato como una rival potencial.

Era absurdo. Cualquiera menos desequilibrada que yo en aquel momento hubiera comprendido que se trataba de otro juguete, de otro capricho, pero el caso es que yo la percibí así. En cualquier caso, me abstuve de cualquier comentario. Me limite a saludarla, quizás con cierta frialdad, y me desnudé ante ella por expreso deseo de mi marido, sin dudas ni titubeos.

- Anda, Cariño, ponte cómoda y siéntate aquí, con nosotros.

Nico se apartó para cederme su sitio y me acomodé entre ellos. Carlos, como siempre, permanecía vestido. Bastó un gesto de sus dedos para que la pequeña se acercara. Se inclinó hacia ella, introdujo la mano bajo las bragas acanaladas de colegiala y comenzó a acariciarla al tiempo que me explicaba. Hablaba de ella como si no estuviera presente, y no parecía importarle. Se limitaba a mantenerse arrodillada, muy tiesa, y apretar los labios como si no quisiera que la viera gozar, aunque la creciente agitación de su respiración evidenciaba su fracaso.

- Es una putita deliciosa…

- ...

- Nunca había follado, o casi….

- ...

- No es muy sociable. Hasta ahora, se ha dedicado a chatear en internet, a tocarse el coñito viendo a otros y a otras hacer lo mismo a través de la cámara.

El minucioso trabajo de mi marido parecía resultar eficaz, por que sus jadeos se hacían cada vez más evidentes, pese a su absurdo esfuerzo por disimularlo. Su imagen extraña, la dureza que apreciaba en sus pezones, y la paulatina aceleración de su respiración, junto con la narración mi marido, comenzaron a excitarme. Ya estaba inmersa en una de aquellas situaciones irreales en que sabía colocarme. Las orlas de mis pezones se contraían, se oscurecían, y notaba ese hormigueo en el estómago que anticipaba la locura.

- Le pone todo… T O D O… Hombres, mujeres, perros, dolor…

- …

- Tenías que haberla visto correrse con la polla de Sebastián en el culo…

Temblaba de una manera cada vez más evidente, y parecía tener dificultades para mantener el equilibrio. Se había agarrado al brazo de Carlos, y culeaba gimiendo. Veía sus dedos moverse bajo las bragas cada vez más deprisa, y podía escuchar un chapoteo que ponía de manifiesto su estado de excitación. Nico se acariciaba despacio, muy serio, observando, como yo, la escena con mucha atención. Nos miraba a ambas, como si bebiera nuestra excitación. Acariciaba mis pezones con las yemas de los dedos causándome un cosquilleo excitante. A duras penas, vencí la tentación de tocarme. La idea de que Sonia me viera así, como yo la veía a ella, me avergonzaba. El hecho de saber que acabaría sucediendo, no aminoraba lo más mínimo aquella decisión condenada al fracaso.

- ¡Mira, ya viene!

Comenzó a gemir muy fuerte, muy deprisa, como si llorara, culeando, sacudiendo la pelvis con mucha violencia. Se abrazaba al brazo de Carlos como si le fuera la vida en ello, y lloriqueaba temblando. Dos gruesos lagrimones le corrían por las mejillas dibujando regueros de rimmel en sus mejillas. Su orgasmo tenía cierto aire dramático, de tragedia. Mantenía el rostro tenso, con los ojos y las mandíbulas apretados, como si su inexpresividad pudiera disimular lo que todo su cuerpo evidenciaba. Cuando Carlos la soltó, cayó a cuatro patas sobre la alfombra jadeando.

- ¿Quieres más, putita?

- Sí…

- ¿Quieres volver a correrte?

- Sí…

- Gánatelo.

Jadeando todavía, se acercó a mí, como mi marido le indicaba, y se instaló entre mis muslos. Todavía respiraba deprisa cuando, apoyando en ellos sus manos huesudas, se inclinó para comenzar a lamérmelo. La tensión extrema de la escena me había distraído del tremendo estado de excitación en que me había puesto verla. Al sentir el primer contacto de su lengua gemí. Mi culo empezó a moverse solo, como buscando un contacto mayor que la muchacha jadeando me procuró enseguida.

- Eres la primera mujer que toca.

- ¿Sí…?

- Se ha masturbado con mujeres mayores al otro lado de la línea, viéndolas…

- Ahhhhh…

- Se ha corrido con ellas…

- Ahhhhhhhhhh…!

- La han llamado puta mientras se metía los dedos en el coñito…

- Uffffff…

- Pero nunca…

- ¿Nun… ca….?

- Nunca ha tocado a una antes…

- Ahhhhhhhhhhhhhhh…!

Me ponía frenética. Me enervaba el beso intenso que me recorría entera; el modo en que frotaba su cara entera en mi coño depilado mojándose; el susurro de Carlos en mi oído, la imagen de la muchacha corriéndose delante de desconocidas, la idea de sus deditos escarbándose… Alargué el brazo los escasos dos palmos que me separaban de la polla de mi marido. La saqué de su bragueta y comencé acariciarla agarrándola fuerte, haciendo que la piel cubriera y descubriera su capullo grueso y firme. Mi culo se movía. Sujetaba su cabeza lampiña con la mano y la frotaba contra mí. Nico, arrodillado a su espalda, la follaba con los dedos. La zorrita me gimoteaba entre las piernas y sus quejidos me transmitían una vibración terrible. A veces, palmeaba su coñito con la mano abierta haciéndolo chascar, y chillaba.

- ¿Te gusta?

- Sí…

- ¿Te gusta mucho?

- Síiiii… sí…

- ¿Quieres más?

- Sí… Quiero… más…

- ¿Qué quieres?

- Hazme… daño… Haz… me… daño…

Me dejó sola, temblando, con los dedos de la muchacha clavados en el coño empapado, jadeando. Le vi situarse a su espalda, frente a mí, mirándome con una sonrisa en los labios mientras bajaba sus braguitas hasta las rodillas. Escuché su grito cuando empujó clavándosela, echándomela encima. Su mano delgada entera se me clavo al tiempo que caía sobre mi pecho, empujada, llorando, balanceándose sobre mí sin dejar de chillar. Me follaba con ella. Me hacía daño, y no podía parar de moverme, de culear, de abrazarla, de cachetear su culillo escueto y firme. Lloraba y gemía, con la cara cubierta de lágrimas negruzcas.

- ¿Así?

- ¡Síiii…!

- ¿Es lo que querías?

- ¡Aaaaaaaaaarrrrrrrrgggggg…!

- ¿Era esto?

- ¡Síiii… Síiiiiiiii… Síiiiiiiiiiiiiiii…!

Comencé a correrme escuchando sus gritos. Le incitaba, le gritaba para decirle que sí, que quería más, que la follara más fuerte. Chillaba y lloraba temblando sobre mi pecho, agarrada a mis tetas, mordiéndolas. Su mano se clavaba en mi coño con fuerza, se movía frenéticamente, y me corría. Me corría como una posesa mientras Nico, de pie sobre el sofá, una pierna a cada lado de nuestros cuerpos, se corría en mi boca, me salpicaba la cara cuando, al gritar, liberaba su polla, que golpeaba en el aire ensuciándome. Me llenaba de su lechita tibia mientras me estremecía entre espasmos escuchando chillar a aquella zorra extraña que lloraba sobre mi pecho desgarrándome.

Decidió que jugáramos durante el resto de la tarde a forzarla a correrse. Llamó a Sebestián para que la atara sobre una de las mesitas. Boca arriba, con los tobillos sujetos a sus muñecas con los cordones de las cortinas de una de las ventanas, su cuerpo tenso componía una imagen extraña. Había escuchado nuestra conversación. Carlos solía hablar de cada uno cómo si no estuviera presente. Me causaba un efecto inquietante, y comprendí que también a ella. Permanecía inmóvil, con los muslos muy abiertos, y respiraba agitadamente, como quien espera un sacrificio, asustada.

Me tocó ser la primera. Hundí mis labios entre la espesa pelambrera negra de su coño, abierto y empapado, y comencé a lamerla. Gimoteaba como una zorra y no tardó en correrse. Cuando lo hubo hecho, hice ademán de separarme.

- No, cariño. Eso ha sido fácil. Sigue.

Obedecí. Siempre lo hacía. Seguí lamiéndola, bebiendo los jugos que manaba, recorriendo con la lengua los pliegues de aquel coñito rojizo, haciéndola jadear; tomando entre los labios su clítoris diminuto y succionándolo suavemente mientras lo acariciaba con la punta. Temblaba convulsa cuando lo hacía, y chillaba nerviosa.

- ¡No! ¡Eso… noooooo! ¡Paraaaa! ¡Paraaaaaaaaa!

La ignoraba. Carlos y Nico reían observando la escena. Sebastián había hecho un buen trabajo. Aunque lo intentara, aunque los nudos de sus tobillos blanquearan la piel por la tensión, no conseguía cerrarlos. Se corrió una vez más. En aquella ocasión, no esperé su orden. Seguí lamiéndola, haciéndola chillar como a una perra. Temblaba enloquecida, suplicaba que la dejara, y terminaba corriéndose una vez más, temblorosa, exhausta.

Tras el tercer orgasmo entre mis labios, Carlos decidió que era mejor cambiar. Sebastián recibió la orden de continuar con la tarea. Comenzó a follarla muy briosamente. El espectáculo debía haber excitado al viejo cerdo. Clavaba su polla en ella como si quisiera romperla.

En aquella ocasión, pese a su empuje, el efecto fue más lento, más progresivo. Cuando empezó, parecía inerme. Su cuerpecillo menudo se bamboleaba al ritmo de sus envites como sin vida. Poco a poco, comenzó a tensarse. Jadeaba y gemía. Resultaba difícil saber si los sonidos roncos que emitía su garganta eran jadeos o quejidos. Poco a poco, comenzó a agitarse. Se tornaban en jadeos quejumbrosos. Se corría una vez más. Se corría desesperadamente, con el rostro contraído en una mueca que parecía de dolor. Sebastián pellizcaba sus pezoncillos oscuros cuando emitió un gemido ronco y se quedó clavado a ella. Al sacársela, un reguerillo de esperma comenzó a fluir de su interior.

Por un momento se detuvo. La pobre Sonia permanecía atada, evidentemente incómoda, y parecía agotada. Por encargo de mi marido, el mayordomo llamó a una de las criaditas, que se presentó con una jarra de limonada fresca y ligera. Ella misma, reprimiendo un gesto de desprecio, la ayudó sosteniendo un vaso junto a su boca. Se la bebió con una sed desesperada.

- Con su permiso…

- No, espera, Sandra ¿Se llama Sandra, verdad?

- Sí, señor.

- ¿Sabe, Sandra? Me gustaría mucho que participara en nuestro juego…

- Pero… Yo… Ella…

- Ella estará encantada ¿Verdad, putita?

- Sí…

- ¿Quieres más?

- Sí…

- ¿Ves?

Obedientemente, la muchacha se arrodilló, comenzando a lamer también ella el coño irritado de la muchacha, que volvía a gimotear. Parecía gozar más de la caricia húmeda de su boca de lo que lo había hecho cuando era la polla de Sebastián la que forzaba sus gemidos. Temblaba gimiendo, casi sin moverse, en un tono agudo, apenas audible, a medida que la joven rebuscaba entre sus labios con creciente entusiasmo. Parecía excitarla tanto como a todos nosotros.

- ¿Sabes la historia de Sandra, Cariño?

- ¿Sandra tiene una historia?

Nos habíamos sentado en el sofá para descansar y observar la escena. La polla de Carlos levantaba el tejido de su pantalón. No me pidió que la tocara. Nico parecía divertido.

- Nico sorprendió a la zorrita comiéndole la polla a Sebastián en la cocina.

- ¿De verdad?

La vi ruborizarse, pero no abandonó su trabajo. Sonia chillaba de nuevo. Se corría agónicamente, y ella seguía lamiéndola deprisa, succionándola con fuerza, desesperándola en un orgasmo que me pareció que debía resultarle doloroso. Apenas se detuvo un instante, sin atreverse a mirarnos, antes de retomarlo. La muchacha rapada lloriqueaba. Tenía la pintura de los ojos completamente corrida, y su rostro se contraía en una mueca de sufrimiento intenso.

- Increible ¿Verdad? Pues no acaba ahí. El canalla de tu sobrino amenazó a tu mayordomo con chivarse, y acabó chupándosela. Creo que el muy cerdo se le corría en la boca como un poseso.

- ¡Nico! ¡Madre mía!

- El caso es que tu hermana se acabó enterándose, y, por lo visto, decidió que lo de la mariconería del nene lo iba a arreglar ella.

- ¿Cómo?

- Follándole.

- ¿Ana?

- Debió ser una locura. Le pillaba a escondidas en cualquier parte y se la comía, se la meneaba… Por las noches se le metía en la cama y lo follaba…

- Joder…

Nico asentía. Me quedé helada. Creo que no hubiera podido escuchar nada que me causara tal sorpresa, ni tal desazón. Ana, mi hermana, tan seria, tan severa…

Pese a ello, cómo ya he dejado dicho, la irrealidad de la situación, la voluntad abrumadora de mi marido, la excitación que, hora tras hora, me conducía a una especie de embriaguez, a un ansia incontenible, transformó lo que en otra circunstancia, en aquella otra vida de la que antes hablaba, hubiera causado en mí un profundo dolor, en un motivo más para el deseo. Podía visualizarla. Podía imaginar con todo lujo de detalles cada escena que Nico ahora me narraba. Los quejidos agónicos de Sonia, que volvía a correrse, la erección evidente de Nico, de Carlos, y hasta de Sebastián, que parecía haber recuperado la energía mientras supervisaba el trabajo de su subordinada, me mantenían presa de una tensión que dominaba cualquier freno moral que en algún momento hubiera podido actuar sobre mi deseo.

- La nenita ha salido puta, como su madre…

Escuché aquella frase, que parecía pensada para dolerme, en el preciso instante en que Nico, atendiendo a un gesto suyo, se colaba entre mis piernas y enterraba en mi coño empapado su pollita, pequeña y dura, haciéndome gemir. Sebastián volvía a follar a la pobre Sonia. La había desatado. Ya no hacía falta. No tenía fuerzas para oponer la menor resistencia. La imagen de su cuerpecillo menudo sacudiéndose al compás de los movimientos del hombre que la follaba como una muñeca rota, el sonido agudo del quejido sostenido, apenas audible, que emitía; su temblor al correrse, casi imperceptible ya; la visión de Sandra, sentada en el suelo, a nuestro lado, con la mano bajo la falda, bajo las bragas, masturbándose frenéticamente, me dominaba.

Tumbada en el suelo, con las rodillas flexionadas y los talones descansando sobre la alfombra, Nico sacudía su culito follándome, volviéndome loca. Carlos, sobre él, le penetraba al mismo tiempo empujándole sobre mí. Sentía su peso y el roce húmedo de su piel. Mi sobrino me besaba los labios. Amasaba mis tetas como una loca. Me follaba freneticamente al ritmo frenético al que mi marido, al mismo tiempo penetraba su culo haciéndole chillarme en la boca. En mi cabeza, los ojos cerrados, la imagen de Ana, mi hermana, cabalgando a su propio hijo, se proyectaba de todos los modos posibles de una manera obsesiva. Su cara adusta siempre, contraída de placer al recibir su esperma en la boca, o en el coño, se me aparecía como un sueño. Me imaginaba allí, ayudándoles, acariciándoles…

Sentí el calor de su lechita estallándome entre los muslos, la repentina lubricidad del movimiento cadencioso en mi interior, que no se interrumpía, su gemido, como de niña, cada vez que un chorro nuevo me llenaba más, más adentro, el rugido de Carlos, que debía estar corriéndose en él…

Me corrí cómo jamás. Me corrí de una manera abrumadora. Agarrada a su culito, separándole las nalguitas duras, pequeñitas, como si quisiera que se las atravesara.

- Dámela, putita… mari… conci… taaaa…

Mientras nos recuperábamos, jadeando en el suelo, abrazados los tres en un abrazo confuso, la muchacha, ahora con las manos, acariciaba a Sonia, que apenas tembló un instante al correrse por enésima vez. Lloriqueaba agotada, sin fuerzas para incorporarse, temblorosa.

- Bueno, ya no parece divertido ¿Verdad?

Mandó subirla a nuestra habitación. La condujeron al baño y, mientras Carlos y Nico se acariciaban y jugueteaban entre ellos, fui la encargada de lavarla cuidadosamebte, bajo la ducha de al lado. Apenas tenía fuerzas para mantenerse en pie y se quejaba cuando acercaba la esponja a su vulva inflamada. Carlos había sido explícito al respecto.

Cuando fuimos a acostarnos, me detuvo con la mirada señalándome la puerta de mi vestidor. La ropa había desaparecido y, en su lugar, había una cama no muy grande.

- Es que cuatro es mucho para una cama, cariño, y ya sabes lo que pasa, el entusiasmo de la novedad… No te importa ¿Verdad?

- No… Claro… No te preocupes…

Cerré la puerta tras de mí. A través del tabique de madera que separaba aquel nuevo dormitorio mío del suyo, del principal, podía escuchar nítidamente cuanto decían.

- Ya estarás recuperada ¿No?

- …

- Por que ahora vamos a follarte nosotros.

- Hazme daño…

Escuchando sus gemidos, sus quejidos, las indicaciones de Carlos, casi podía ver lo que estaba sucediendo. La imaginaba tumbada boca arriba, sobre el pecho de mi marido, que barrenaba su culito mientras que Nico, mi sobrino, clavaba en su coño la pollita diminuta que apenas nunca perdía su rigidez extraordinaria. Chillaba, la putita.

Me masturbé enfebrecida. La profunda humillación de sentirme apartada por ellos, de ser desplazada por ellos, más que desincentivar mi deseo, parecía un acicate, un punto más de excitación y de deseo salvaje. Me corrí avergonzada, temblando, susurrando el nombre de mi hermana que, en mi fantasía, se masturbaba a mi lado sabiendo que Carlos era ahora el amante de su hijo.

Me despertó en la oscuridad un movimiento en mi cama. No tenía conciencia de haberme quedado dormida. Sentí su cuerpecillo flaco acurrucarse en mi regazo en silencio. No dije nada. Fingiéndome dormida, la envolví en mis brazos como si soñara. Tenía los pies fríos y sollozaba.

 

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