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La Flaca 04:

en Amor filial

Cuando llamé a Lali, tenía la sensación de que se trataba de un asunto delicado. Hacía años que hablábamos muy esporádicamente, apenas nada, y no estaba segura de por donde habría evolucionado su vida. Puede decirse que temía que hubiera abjurado de nuestra adolescencia, y que interpretara mal mi propuesta.

Lali y yo habíamos estado muy unidas, más unidas que ninguna pareja de hermanas que yo haya conocido. De hecho, despertamos a la sexualidad juntas, y, cuando digo juntas, quiero decir juntas, literalmente juntas, no a la vez.

En el pueblo, Lali y yo dormíamos en el mismo cuarto. Entonces no era tan frecuente que cada hermana tuviera su propia habitación, no se valoraba la intimidad como ahora. A menudo, durante las noches de invierno, nos metíamos juntas en la misma cama y nos dábamos calor. Lo habíamos hecho desde pequeñas y, cuando teníamos más o menos la edad de mis sobrinos, seguíamos haciéndolo. A nadie le extrañaba en casa, y a nosotras tampoco. Era natural.

Una de aquellas noches, me desperté sobresaltada por lo que resultó ser un movimiento rítmico a mi lado que no supe identificar, y encendí la luz. Por entonces, yo era más pava. Lali tenía un año más, y era más despierta. El caso es que encendí la luz.

- ¡Pero estás tonta! ¡Apaga!

- ¿Qué haces?

- ¿Y a ti que te parece?

- No sé.

- ¿Tú no…?

- ¿No qué?

- No te tocas?

Cuando quedó claro que ni me tocaba, ni sabía que la gente “se tocara”, empezó a reírse de mi, hasta que acabó por enfadarme. La llamé idiota, me di la vuelta, y me quedé toda enfurruñada hasta que se me pegó por detrás y empezó a explicármelo en voz muy baja. Estaba en ese momento de la vida en que todo cambia y una no sabe muy bien si es una niña o qué, ni cómo manejarse con ese cuerpo que empieza a cambiar, así que me mostré receptiva a sus indicaciones, y terminó por encender la luz para enseñármelo.

Imagino que, si alguien hubiera podido vernos, le hubiera parecido más divertido que otra cosa, por que la escena siempre he pensado que debía resultar absurda: allí, sentadas en la cama, con las espaldas apoyadas en la pared y los camisones subidos, mi hermana se pasaba los dedos por el chochito y me explicaba lo que había que hacer, cada vez con la respiración más agitada, mientras que yo, hecha una pava, imitaba lo que me parecía que ella debía estar haciendo sin éxito alguno, muy extrañada por el efecto que veía que le causaban sus manipulaciones, sin sentir nada más allá de una cierta excitación instintiva que yo creo que venía más de verla y escucharla que de la torpeza de mi manoseo.

- ¡Chica, es que pareces tonta! Deja, mira...

Y ahí fue donde de repente, cuando fue ella -que se daba mejor maña-, quien comenzó a tocármelo, se abrió ante mi un mundo entero de posibilidades. Supongo que a causa de una respuesta espontánea a sus jadeos, en cuanto me tocó noté cómo me entreabría y el interior estaba húmedo. Enseguida era yo quien jadeaba. Estaba alucinada, sintiendo toda aquella oleada de sensaciones desconocidas que parecían salirme de dentro hasta que me hicieron estremecerme de una manera que ni siquiera intuía que existiera.

Después de aquello, es fácil imaginarse que todo fue un descubrirnos, aprender, y una afición al deseo que nos convirtió en las mejores hermanas del mundo. Aprendimos juntas a besarnos, a acariciarnos, a lamernos, a desearnos y a gozar del propio placer, y del de la otra. De alguna manera, nos hicimos amantes.

Hay que decir que no éramos lesbianas. Aquello entre nosotras era un juego que ni siquiera interfería en ese descubrir a los chicos que sucedía en paralelo. De hecho, ninguna de las dos, al menos en aquellos años, hasta que nuestros caminos se separaron, sentimos nada hacia ninguna otra chica, ni puede decirse que tuviéramos una relación de pareja. Aquello era nuestro juego, nuestra manera de darnos placer, pero, al mismo tiempo, íbamos empezando a tontear con ellos.

Con los chicos era otra cosa. A todas las chicas nos advertían del peligro que había en esas relaciones, pero nadie nos prevenía sobre aquella otra, de manera que los avances eran más difíciles con ellos que entre nosotras. Nosotras accedíamos sin ninguna dificultad a una intimidad sin precauciones, mientras que con ellos había la intuición de un peligro aprendido.

Con todo y con eso, la naturaleza seguía su curso. Yo me enrollé con Pancho, y fue el primer chico que me tocó las tetitas. Bueno, luego me fue tocando todo lo demás, y yo empecé a tocarle también a él. Pasamos unas semanas yéndonos a casa con unos calentones de padre y muy señor mío, hasta que una tarde me convenció para que “me dejara”, y terminó follándome en el pajar de prado aquella misma noche, durante las fiestas.

Hay que decir que, comparado con las caricias de Lali, que a aquellas alturas ya tenía un arte incomparable, la experiencia con Pancho fue peor, o más tosca por lo menos, aunque a mí, la sensación de tener aquello dentro me volvió loca.

Luego la cosa se fue liando, por que se lo conté, claro, y ella quiso probar, y estuvimos una temporada que nos lo follábamos las dos, primero por separado, y al final juntos los tres. Yo no sé cómo no nos quedamos embarazadas, por que pasamos un par de meses de órdago, hasta que un día, Lali me dijo que iba en serio, que le gustaba mucho, y que se iban a vivir juntos a la sierra, a una finca que había heredado de su abuelo, y que pensaban en hacer una vida natural… En fin, un rollo jipilondio que, además de causar un disgusto tremendo a nuestros padres, terminó con la que, hasta la llegada de los chicos, fue la época más bonita de mi vida.

Yo nunca les tuve resentimiento. Me quedé triste, claro, más por ella que por él, por que me dejó un poco vacía. Pero ella creo que se sintió culpable, como si pensara que me había robado el novio, o algo así. El caso es que algo pareció romperse, y nos fuimos distanciando. Después, yo me vine a estudiar, conocí a Manu, y nuestros caminos se separaron durante cerca de veinte años.

Así que, el día que decidí, con el apoyo de mi marido, que mis sobrinos, a quienes apenas conocía, no podían pasar la vida entera como cabras en el monte, y llamé a Lali para ofrecernos a traérnoslos a casa y darles la oportunidad de estudiar y decidir por sí mismos cómo querían vivir, me preocupaba pensar que pudiera interpretar en mí alguna mala intención que realmente no tenía.

Pero no fue así. Bastó con oírnos para recuperar aquella complicidad casi infantil. Le dije lo que pensaba por teléfono y casi fue incapaz de responderme. La oí llorar y yo misma lloré. Lo maduramos durante unos meses, hasta que terminaron el curso. Ella, claro, tenía que ponerse de acuerdo con Pancho, y no debió ser fácil, por que realmente creía en su manera de vivir, pero acabó cediendo.

Y ahí estábamos: a la entrada de mi casa, abrazadas y llorando como dos bobas, perdonándonos sin decir una palabra por una ofensa que nunca se había producido, recuperándonos la una a la otra, y constatando que aquel lazo entre nosotras permanecía intacto, como si nunca nos hubiéramos separado.

Tengo que confesar que aquel primer día, hasta que los chicos se fueron a la cama, lo viví como un martirio. Me moría por besarla, por tocarla. Pasamos la tarde en la piscina, charlando y tomando un par de copas. Dentro de aquel cuerpo, que seguía siendo flaco, debajo de su piel endurecida por la vida en la montaña, adivinaba la presencia de la chiquilla con quien había descubierto el placer y con quien había aprendido a querer de un modo que nunca, ni con Manu, he conseguido repetir.

Así que, cuando al caer la noche, mis sobrinos se acostaron y nos tomamos una copa más en la salita, sentadas la una junto a la otra, enfrente de los hombres, charlando y riendo, recordando la infancia, las cosas fueron sucediendo de la única manera en que podían suceder.

Lali se fue recostando en el sofá, echándose sobre mí como cuando éramos dos chiquillas, abrazándose a mi cintura hasta que, en una de las ocasiones en que levantó la cabeza para mirarme a los ojos mientras me contaba algo, no pude contenerme y la besé. Recuerdo el momento como de una tensión abrumadora. Realmente sentí miedo de haberlo estropeado todo. Se hizo en la sala un silencio más sólido que espeso. Podía escuchar latir mi propio corazón. Y, de repente, me respondió, y fue como volvernos locas. Nos comíamos las bocas abrazadas con fuerza, apretujándonos la una a la otra, saboreándonos las lenguas, que sabían a ginebra y mordiéndonos los labios.

La cosa fue enredándose, no podía ser menos, y acabamos haciendo una pequeña orgía entre los cuatro.

Me hizo gracia comprobar lo pequeñita que la tenía Pancho. En mi recuerdo, era una cosa enorme que se me revolvía dentro y me ponía loca. Seguía siendo un animalote, eso no lo puedo negar, y disfruté follándole. También me dio mucho morbo ver a Lali empalada en la polla de mi marido. Era como una deuda pendiente.

Para terminar la noche, la follaron los dos. Yo me encargué de que sucediera. La hice subirse encima de su marido, e invité a Manu a que se la metiera al mismo tiempo. Primero, eran los dos en el coño. Había que oírla gemir. Después, le saqué la de mi macho y se la puse en el culo. Chillaba como una perra. Me senté sobre la cara de Pancho para comerle la boca a mi hermana. Se le saltaban las lágrimas. Creí que se iba a ahogar. Cuando pensé que estaban listos, la saqué de entre ellos a tirones. Se retorcía cómo una loca mientras los ordeñaba sobre su cara. Se machacaba el coño con la mano y abría la boca mientras le salpicaban.

Por la mañana, antes de irse, desayunamos juntas y solas. Lali me dio las gracias medio llorando. Yo solo sonreí mirándole a los ojos. No hacía falta. En voz muy baja, me dijo que recordaba cada día el tiempo que habíamos compartido, y que se sentía feliz de haberme recuperado. Después, titubeando, me habló de lo importante que había sido para ella descubrir el sexo conmigo, y de lo que le preocupaba que sus hijos pudieran aprenderlo de un modo más cruel. Me pidió que los cuidara, y me sugirió que, si nosotros queríamos, ella se sentiría feliz si les diera la misma oportunidad.

Cuando se fueron, tenía una hermana y dos sobrinos. Nani me recordaba mucho a ella, despierta y avispada; Aitor, de alguna manera, era como yo -entonces, todavía no me imaginaba cuanto-, inocente, un poco bobalicón. Los dos, eran criaturas preciosas.

 

Cuando amaneció, al despertar, Nani y Manoli dormían abrazadas a mi lado. Las dejé descansar. La noche había sido larga, y era comprensible que estuvieran agotadas. En el porche del jardín, Manu dormía profundamente sobre la chaiselonge. Aitor estaba sentado junto a él. Llevaba puesto el bikini de su hermana, que le quedaba extrañamente bien. Le indiqué por señas que guardara silencio y me acompañara a la cocina, y preparé el desayuno para los dos.

- Parece que nadie se durmió temprano anoche.

- …

Parecía avergonzado. Le di un beso para tranquilizarle. Al terminar, dejé los cubiertos en el fregadero y me lo llevé al cuarto de baño de mi dormitorio.

- Venga, vamos a darnos una ducha, que estamos hechos un asquito.

Nos metimos juntos bajo el chorro de agua caliente y le ayudé a enjabonarse. En realidad, nos enjabonamos mutuamente. Su pequeña  pollita no tardó en volver a estar dura. Bendita juventud…

- Te sienta muy bien el bikini.

- …

- ¿Te gustó ponértelo?

- …

Asintió con la cabeza un poco avergonzado. Me había sentado en el banco de la ducha y se la acariciaba con mucha delicadeza, apenas dejando que mis dedos resbalaran sobre la piel suave y sensible.

- Si quieres, puedo dejarte uno.

Me pareció que sonreía tímidamente. Observé que su cuerpo delgado bien podría ser el de una muchacha. Apenas tenía vello en el pubis y una delgada línea sobre el pecho plano y estrecho.

- Pero te quedaría mejor si nos deshiciéramos de todos estos pelitos…

Se dejó hacer. Salí a buscar las cosas de afeitarse de Manu , salpicando por todo el cuarto de baño, y comencé por el pecho. Apenas un instante. No había gran cosa que quitar. El pubis costó más trabajo. La maquinilla se llenaba de pelitos y costaba limpiarla. Con paciencia, conseguí dejarlo limpio, perfecto. Su pollita permaneció dura durante todo el proceso.

- ¿Y qué hacemos con esto?

Se encogió de hombros mirándome como desalentado. Me reí, y comencé a acariciarla de nuevo, envolviéndola entera con mi mano y haciéndola resbalar con la cremita hidratante que estaba utilizando para evitar la irritación. Gimió. Le temblaban un poquito las piernas. Metí un dedo en su culito, que se deslizó sin dificultad alguna.

- ¿Te gustó?

- ¿El… qué…?

- Que te follara tío Manu. ¿Te gustó sentir su polla?

- Sí…

Respondió con apenas un hilillo de voz, como si le diera vergüenza. Su capullito comenzaba a oscurecerse, a enrojecer en respuesta a mis caricias. Introduje mi dedo en él más adentro, buscando acariciar su próstata. Comprendí que había acertado al sentir el modo en que su pollita pareció dispararse con fuerza, e insistí en mis caricias sobre aquel lugar preciso.

- No tiene que darte vergüenza, cielo.

- No… ¡Ahhh!

Pese a sus escuetas dimensiones, era una pollita preciosa, de capullo prominente y redondeado, muy clarita, como toda su piel, recta,… parecía de mármol. Se recostó sobre las baldosas de la pared y tuve que arrodillarme ante él para seguir con mis caricias. Presionaba con el dedo, tiraba de sus pelotitas lampiñas, y cabeceaba ante mis ojos. Gemía como una niña.

- ¿Y cuando… se la chupabas? ¿Te gustó chupársela?

- Sí… Síiii…

- ¿Que se corriera en tu boca?

- Síiii…

Temblaba. Su pollita cabeceaba ante mis ojos y el capullo iba adquiriendo un tono violeta, brillante de piel tensa.

- ¿Te gusta tragarte la lechita de tío Manu?

- Me… gusta… mucho… mu… choooooooooo…!

Apreté con fuerza y fue cómo si pulsara el botón de correrse. Salpicaba en mi cara. Se tensaba más, cómo de piedra, y me lanzaba un chorrito de leche que me golpeaba antes de bajar un poquito, un dedito, para volver a alzarse y dispararse de nuevo. Se corría lloriqueando, hecho un manojito de nervios tembloroso, precioso. Bebí de la fuente los últimos chorritos haciéndole gemir. Quería mantenerla dura.

Cuando, tras volver a enjabonarnos, salimos de la ducha, nos untamos mutuamente de crema hidratante. Me fascinaba sentir la dureza de su cuerpo bajo aquella piel tan suave, y el contacto de sus manos me volvía loca. Me mantenía excitada a propósito, evitando correrme. Cuando su mano se entretenía entre mis muslos más allá de lo que convenía a mis intenciones, la apartaba. También evitaba que él se corriera de nuevo. Mis manos resbalaban sobre su piel evitando la pollita, que cabeceaba de nuevo. Al terminar, le llevé al cuartito junto a la piscina y rebusqué entre el montón de bañadores que guardábamos para las visitas hasta encontrar un bikini diminuto que había dejado de usar hacía algunos años. Demasiado atrevido ya para una mujer de mi edad. Apenas dos triángulos blancos sujetos por cintas, y otros tantos para el pecho. Para hacérselo valer, las cintas colgaban exageradamente. Habría que cortarlas. Le puse frente al espejo y sonrió.

- ¿Te gusta?

- Sí.

Su pollita mantenía levantada la braguita. No pude contenerme. Sentándome en uno de los bancos, recortada en la pared, me abrí de piernas frente a él y aparté la tela de la mía ofreciéndole mi coño. Comprendió enseguida lo que esperaba de él. Mientras me follaba arrodillado, besé sus labios. Jugaba con mis dedos entre su melenita rubia ensortijada. Hablaba con él fantaseando. Movía las caderas como un animal, como si solo pensara en correrse deprisa. No le contuve. No necesitaba mucho tiempo. Estaba como una perra, y quería que me follase una bestia, aunque tuviera aquel cuerpecillo delicado de chiquilla.

- Tienes… tienes que tomar el sol… con el biquini… puestoooo…

- Sí…

- Así te hará… líneas… blancas…

- Sí…

- Y estarás… preci… o… saaaaaaaaaaaaa…

Me corrí al sentir el estallido de lechita tibia en mi coño. Me abrazaba con fuerza y empujaba llenándome de aquella sensación cálida y sedosa. Mientras me dejaba llevar, recordaba su imagen cuando mi marido le follaba la tarde anterior. Gimoteaba como una niña, como en aquel mismo momento, como si correrse le causara un dolor dulce, como si lloriqueara. Vestido de nena, me cautivaba. Me deshacía.

Cuando llegamos de vuelta al jardín, Manu y Nani desayunaban. Manoli les servía muy seria, en su papel, vestida con aquel uniforme de criadita francesa demasiado apretado, que a duras penas contenía toda aquella carne y que a Manu le hacía tanta gracia. Nani, sentada en un sillón, con los pies en el asiento y las piernas muy abiertas, tenía el coñito un poco inflamado y enrojecido. Pensé que yo también debía andar así. La noche había sido dura.

- Lola, cariño, estás preciosa.

Le besó en los labios. Su polla había vuelto a inflamarse al ver a mi sobrino. Me excitaba enormemente la idea de que le atrajese tanto. Tomamos asiento y Manoli nos sirvió café. Al morder un cruasan, me di cuenta de que estaba desfallecida. “Lola”, sentada al lado de mi marido, parecía feliz.

- Tendremos que darte cremita, no queremos que se queme esa piel tan suave.

Su pollita levantaba de nuevo la braguita del bikini permitiendo ver su pubis liso. Manu no parecía poder mirar a ninguna otra parte. Nani tenía los pezoncillos duros. El día amanecía prometedor.

 

 

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