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Loba 04: Milton

en Hetero: Infidelidad

Yo, al principio, estuve muy confusa, muy desconcertada. Hay que entender mi contexto, mi educación, yo no soy una muchacha de ahora, si no que me eduqué al final de la Dictadura, en un colegio de monjas, y no tenía una relación natural con el sexo, no se si me explico. Bueno, si le soy sincera, bastante trabajo me costó empezar a disfrutarlo con Jorge cuando nos hicimos novios, por que las primeras veces, era más bien un sacrificio. Era lo que me habían enseñado, una especie de sacrificio que hacíamos las mujeres, una cosa asquerosa, por que ellos eran unos cochinos y teníamos que soportarlo para retenerlos y que no anduvieran buscándolo fuera de casa. ¡Qué tontas! ¿Verdad?

Bueno, el caso es que esa tontería me la quitó Jorge enseguida, y debo confesar que lo cogí con mucha afición, así que, cuando empezó a “abandonarme” -solo en ese aspecto, por que, por lo demás, era un cielo de hombre-, no lo llevé bien.

La cosa de cómo empezó ya la sabe usted, así que no voy a aburrirle contándosela otra vez. Lo que sí puedo, es contarle lo que pasó después, el cómo fueron las cosas encajando.

Después del lío con Pifa -que menudo hijo de puta-, aquello entró en una especie de callejón sin salida. Era una de esas situaciones absurdas que no sabe una como manejarlas. Por una parte, yo, cuando le vi abalanzarse encima de él -ya sabe, cuando me pegó- y defenderme de esa manera, darle esa paliza, que creí que iba a matarle, fue como si me enamorara otra vez. Tendría que haberlo visto: aguantó por él aquella... ¿humillación? sin rechistar, como si no se valorase, pero, cuando vio que me hacía daño a mi, se transformó por completo. Reaccionó como un animal salvaje. El imbécil aquel no veía ni por donde le caían los golpes. Si hasta le tiró por las escaleras. Fue una cosa impresionante, y me sentí tan querida...

Pero luego estaba lo otro. No podía olvidar que le había visto allí delante, mirando cómo me follaba sin hacer nada, tocándose, como si le diera igual. Mientras aquel cerdo se corría encima de mi cara, y yo misma me corría como una perra, con una mezcla de rabia y de placer muy desconcertante, le vi correrse también a él, hecho un cornudo, como si disfrutara de verlo.

Y luego vino lo otro, aquella humillación. Aquello sí que me dio una rabia... No se cómo explicarlo, pero verle ahí, el pobre cabrón, chupándole la polla a aquel hijo de puta...

El caso es que no conseguía quitarme aquellas imágenes de la cabeza, y me daba asco. ¿Si le quería? Claro que le quería. Nunca he dejado de quererle. Cualquier otro sentimiento que haya sentido hacia él ha sido además de quererle. Jorge es mi hombre, mi camarada, mi amigo. Yo he hecho mi vida con él, me he hecho mujer con él, es el hombre de mi vida.

Después de aquello, empezó una temporada extraña. Yo, que estaba muy inestable, por decirlo de alguna manera, empecé a salir muchísimo, casi a diario, por lo menos tres o cuatro noches por semana, cuando no más. Salía de casa decidida a follar, sin más, sin otra idea en la cabeza que buscar a alguien, a cualquiera que no diera asco, y follármelo. Enseguida comprendí que estaba “buena”, como dicen ellos, y que me resultaba facilísimo enrollarme casi con cualquiera. Al principio con hombres de mi edad, maduros, hasta que comprendí que también gustaba a los muchachos, y aquello no tenía comparación.

Me acercaba a cualquier sitio, por la noche, y enseguida conseguía un chiquillo, o dos, o tres. A veces, me los follaba allí mismo, en el aseo, o donde fuera. Aquellos muchachos jóvenes eran inagotables. Me ponía como loca con sus pollas duras, capaces de correrse una vez tras otra. Me encerraba con ellos, o me los llevaba a un hotel, y les hacía follarme hasta que no podía más, hasta que se me inflamaba el coño, o estaba tan agotada que ya no quería seguir. Salía a follar con desesperación.

Algunas veces, cuando no me apetecía el barullo, me iba aquí cerca, al hotel Lepanto, y cogía una habitación. Le daba unos billetes al recepcionista, y se encargaba de que alguien subiera a “acompañarme”, cómo él decía.

Una noche me follé a todo el hotel: no debía haber muchachos disponibles, por que me mandó al botones. El pobrecito, venía como con prisa. Supongo que no podía abandonar el trabajo mucho tiempo. Subió, se me presentó en la puerta todo rojo, diciéndome que le mandaban de recepción, y yo me lo llevé a la cama, sin más preámbulos. Fue un poco decepcionante, por que acabó en un momento. Se me corrió en la boca en cuanto empecé a chupársela. Como era joven, ni se le ablandó, así que le invité, y se me echó encima, pero tampoco duró mucho, así que, al despedirse, le pregunté si no tenía algún compañero más.

Bueno, y aquello fue una locura. Subieron a verme el aparcacoches, el recepcionista, uno a uno los tres camareros del bar,... En algún momento, yo creo que estuvo la puerta abierta y entraba a follarme hasta la clientela que pasaba por allí. Llegué a tener a tres desconocidos dándome de lo lindo al mismo tiempo. Terminé tan agotada, que el último polvo me lo echaron estando medio muerta, como desmayada en la cama. Estuve durmiendo hasta mediodía, y ya no pude volver más, por que al salir noté que se reían y sentí una vergüenza espantosa.

Al principio era muy violento: llegaba a casa, y allí estaba él. Me miraba, yo le miraba, y los dos sabíamos de donde venía, pero no hablábamos de ello. Indefectiblemente, al llegar, al encontrarnos, tenía la polla como una piedra. A mi me daba un poco de asco, no sé cómo explicarle. A menudo, cuando empezaba a quedarme dormida, notaba el movimiento del colchón, y sabía que se la estaba tocando. Sabía que venía de follar, y le excitaba. Se masturbaba pensando en que otros me follaban, era una sensación muy desconcertante.

Y el caso es que terminó siendo lo normal, o pareciéndolo, que lo mismo da. Las cosas, ya lo sabe usted, acaban siendo lo que parecen casi siempre.

Así que, un día, cuando sentí que empezaba, encendí la luz y, efectivamente, me lo encontré agarrado a su pollita, tumbado a mi lado y mirándome. Ni siquiera paró de hacerlo. Yo me senté en la cama, y le pregunté:

- ¿Por qué haces eso?

- …

Al principio ni me contestó. Me resultaba extraño, verle ahí, tumbado boca arriba, subiendo y bajando el pellejo. Incluso alargó la mano, como para tocarme las tetas, y yo se la aparté, y empezó a preguntarme, como si no me hubiera oído:

- Ni me toques, cerdo.

- ¿Lo has hecho?

- ¿El qué?

- ¿Has estado follando?

En un primer momento, no supe qué decirle. Supongo que no debería haberme extrañado, por que, al fin y al cabo, le había visto meneársela viéndome hacerlo, pero el caso es que fue como un aldabonazo, como esas ideas que se tienen y, pese a ello, te sorprendes cuando las constatas. Fue como comprobarlo, tener necesariamente que afrontar que estaba acariciándose imaginándome en brazos de otro. Una cosa inquietante y extraña, pero el caso es que le contesté:

- Sí.

- ¿Con quién? ¿Cómo se llama?

- No lo se.

- ¿No lo sabes?

- No. Un desconocido, un chiquillo. Lo he encontrado en una discoteca, y hemos estado follando en el parque, ahí al lado, sobre la hierba. No sé cómo se llama.

- ¿Te has corrido?

- Como una perra.

- ¿Y él?

- Tres veces.

- ¿En tu coño?

- Y en mi boca, y en mi culo.

- ¿Dejas que te follen el culo?

- Dejo que me follen por todas partes, y a veces al mismo tiempo.

Mientras hablábamos, él seguía tocándose, y a mi me causaba una sensación extraña verle así. Me... me excitaba. Me excitaba de una manera anormal. Contárselo, en cierto modo, era como volver a vivirlo, y ver lo caliente que le ponía, lo dura que se ponía su polla, el modo en que goteaba mientras escuchaba cómo le describía la manera en que el muchacho me jodía, vestida sobre el césped, con el culo apoyado en la hierba, despatarrada, escuchándole gemir y hablarme de lo puta que era, y diciéndome que moviera el culo, con sus manos en las tetas... Me excitaba mucho.

Me dio vergüenza tocarme. Lo hubiera hecho, por que la situación, inexplicablemente, me excitaba muchísimo, pero me dio vergüenza, ya ve usted que absurdo, como si no fuera bastante vergonzosa la situación en sí. Cuando, de pronto, le vi tensarse, y le escuché gemir, y vi cómo empezaba a correrse ensuciándose el pijama, sin dejar de mirarme, jadeando, me dio asco, y vergüenza, y calor...

Y la cosa empezó a ser así: yo me vestía “de batalla” -Jorge me seguía observando todo el proceso de arreglarme-, salía, me iba a cualquier antro, buscaba, me hacía follar por uno, por dos, por tres hombres, a veces por más, y regresaba a casa. A veces, tardaba más en volver, regresaba al día siguiente, o el domingo por la noche tras irme un viernes. Y Jorge me esperaba. Al llegar, me seguía como un perrito, me observaba mientras me duchaba, mientras me miraba en el espejo comprobando si había daños, si tenía chupetones, o moratones, arañazos... Me seguía en pijama, con la polla dura, levantando el pantalón, sin decir nada, mirándome con ojos de cordero degollado, hasta que me sentía limpia de nuevo, y entonces se lo contaba.

A veces se lo contaba en la cama, si llegaba todavía de noche, o en el salón, sentados en el sofá, con una taza de café en la mano si la noche se había prolongado, o había dormido fuera. A menudo, me hacía rogar, por torturarle un poco, por humillarle obligándole a pedírmelo.

- ¿No... no me lo vas a contar?

- ¿El qué?

- Lo que has hecho.

- Pues lo de siempre, ya lo sabes.

- ¿Con... con quien?

Y entonces le explicaba cómo era, le decía su nombre, si es que había llegado a saberlo, le contaba los detalles, cómo le había conocido, cómo habíamos empezado... A menudo, si algún aspecto del relato no quedaba suficientemente explicado, él mismo me preguntaba. Me volvía loca su atención, aquella necesidad de conocer hasta el mínimo detalle, como si necesitara visualizar la escena completa.

- ¿Cómo de grande?

- Pues no se... veintitantos centímetros, quizás.

- Muy grande.

- Sí, mucho. Cuando me la he metido en el culo, he pensado que me partía en dos.

Y él se acariciaba, muchas veces con mis bragas en la mano, con las que me había puesto aquella noche. Agarraba su polla desde el primer momento, sin envolverla en ellas, solo sujetándolas entre la mano y su polla dura, y a veces ni eso, sujetándolas con la mano izquierda mientras la derecha, muy despacio, por que siempre lo hacía muy despacio, bajaba y subía por su polla, cubriendo y descubriendo su capullo, que iba poniéndose más rojizo primero, más azulado después, hasta que, cuando llegaba a estar casi amoratado, ralentizaba sus movimientos como regulándose, incluso llegando a soltarla si era necesario, para correrse en el momento justo en que le explicaba cómo mi acompañante había llenado mi coño de leche, o mi culo, o mi boca... Esa parte, tenía que explicársela detalladamente, con precisión.

- He notado que se hinchaba mucho, hasta que casi no me cabía en la boca, y he sabido que se iba a correr. Gruñía, y me sujetaba la cabeza con las manos. Entonces me ha dicho “Tragatela, puta”, y ha empezado a salir a chorros. Era terrible, casi me ahogaba. Hasta me salía por la nariz, muy densa, y a chorros exagerados. Cada vez que iba a soltar uno, notaba en la lengua que se tensaba, que crecía un poquito, como si se estuviera cargando, y, entonces, lo lanzaba. Yo tenía los dedos clavados en el coño, mira, así, y me corría como una perra, y él no paraba de decirme “Tragatela toda, puta, trágatela”...

Y él se corría entonces sin mirarme, suavemente. De pronto, bajaba el pellejito por completo, hasta que incluso el frenillo tiraba un poco de su capullo hacia atrás, lo dejaba así, ya sin mover la mano, y su polla parecía adquirir vida propia, y empezaba a rezumar leche. Primero era un chorrito transparente, que resbalaba hasta su mano de repente, y, a continuación latía visiblemente, y a cada latido, manaba otro chorro, ya los siguientes más densos, más espesos...

 

La verdad es que, aunque casi nunca me acariciaba, aquello me excitaba muchísimo. Me ponía como una perra. Yo creo que él lo notaba. A menudo, al terminar, estaba mojada, excitadísima, evidentemente excitada, y él lo sabía, podía verlo, por que solía contárselo sentada en la cama enfrente de él, así, y lo veía. Seguro que veía que mis labios se separaban y me mojaba. A veces, intentaba acercarse, sobre todo al principio, pero yo no le dejaba.

- Ni me toques, cerdo.

Y así estuvimos más de dos meses, hasta que apareció Milton, Milton Lustao da Quinta Preta, Milton, el hombre más fascinante que he conocido nunca.

Apareció una noche, cuando yo acababa de entrar en el “Daisy” en busca de emociones fuertes. Allí, no se si lo sabe, van... vamos, sobre todo, personas maduras, como yo, hombres y mujeres y, a menudo, muchachos jóvenes buscando sexo, a veces remunerado. Yo, que no suelo hacerlo, en alguna ocasión he pagado a uno de aquellos chicos a cambio de un polvo rápido en el aseo. No es caro.

Bueno, que me disperso: acababa de entrar en el “Daisy” y estaba echando un vistazo por allí antes de acercarme a la barra a pedir una copa, cuando vi que se producía una pequeña conmoción. No es que se liara la marimorena, pero sí que tuve la sensación de que el ambiente se tensaba de alguna manera, como que se extendía una cierta expectación. Los hombres murmuraban, y algunas de las mujeres parecían mirar con fastidio hacia la puerta.

Como aquello despertó mi curiosidad, me cerqué a ver qué era lo que causaba aquella inquietud entre la concurrencia, y allí le vi por primera vez. Era realmente impresionante: un brasileño negro, alto, de cerca de dos metros, terriblemente musculoso, como un héroe mitológico, impecablemente vestido con un traje de alpaca color crema, con corbata, una sonrisa radiante, y unas gafas de sol que no se quitó ni siquiera en aquel lugar oscuro. Ante él, muy seria, como molesta por tener que rebajarse a visitar aquel lugar, caminaba una mujercita menuda y delgada, subida a unos tacones impresionantes, que caminaba como una bailarina y a quien llevaba sujeta por lo que parecía una correa negra de perro, que colgaba de una gargantilla delgada que parecía de brillantes.

No se si se hace una idea, pero la entrada en escena de la pareja era espectacular. Remedios, que luego supe que se llamaba así, mantenía una actitud desafiante. Era una mujer preciosa, de unos cuarenta años muy bien llevados, pequeñita, como de uno cincuenta, delgada y moderadamente musculada, rubia, de pelo corto, con el culito respingón y unas buenas tetitas operadas, que se veían a través del escote de un vestido sencillo que parecía de raso, de color burdeos, muy corto y escotado, con mucha caída, que permitía observar sus costados bajo la sisa y dejaba muy poco espacio a la imaginación.

Muerta de curiosidad, busqué un lugar en la barra desde donde podía observarlos. Franky me puso mi gin-tonic de siempre sin que tuviera que pedírselo, y un tipo que parecía bebido, al otro lado, lo pagó con un gesto grandilocuente. Ni le miré.

Bueno, ya me estoy yendo por las ramas otra vez, no tengo remedio. La cosa es que Milton se detuvo en el centro de la sala, muy cerca de donde me encontraba. Miró alrededor, y se acercó a una mesa cualquier, donde dos hombres tomaban unas copas. Se detuvo, les miró, y les dijo algo, que no conseguí escuchar. Sin decir palabra, el primero de ellos sacó algunos billetes de su cartera y los puso sobre la mesa. Su compañero hizo lo mismo. Milton hizo un gesto, y Remedios se inclinó para mirar el dinero sin tocarlo. Dándose la vuelta, hizo un gesto a Milton, que tiró suavemente de su correa, y se la llevó hasta la mesa de al lado, donde un grupo de tres repitió la ceremonia.

Aquella vez, la oferta pareció satisfacerle. Hizo un gesto, soltó la correa, que quedó colgando del cuello, a su espalda, y la dejó allí dándose la vuelta y caminando hacia mi. Uffff... me va a permitir la burrada, pero se me hizo el coño agua. Mientras se acercaba, vi que Remedios, sin preámbulos, se arrodillaba ante uno de los tíos que habían, por lo visto, pujado por ella, desabrochaba su bragueta, y empezaba a comerse su polla sin mudar ni un milímetro más de lo necesario el gesto. El tipo trató de alargar la mano para acariciarla y ella le dio un cachete y le reconvino antes de volver a su trabajo.

- ¿Te gusta?

- Es... interesante...

- ¿Excitante?

- Bueno, eso habrá que irlo viendo.

Milton ocupó un asiento junto a mio, pidió vodka con lima y otra copa para mi, aunque la que tenía estaba llena. Franky nos sirvió, retiró la que anterior, y nos quedamos mirándonos, como valorándonos durante un momento. El tipo ebrio del fondo de la barra, con cara de frustración, pagó lo que debiera y se fue desanimado.

- Es una delicia, la adoro. Y muy eficiente, mira.

Ni siquiera habían pasado dos minutos. El hombre tembló un poco mordiéndose los labios. Movía las rodillas convulsivamente. Remedios se levantó, se limpió las comisuras de los labios delicadamente, con cuidado de no estropearse el carmín, cogió uno de los paquetes de dinero que había sobre la mesa, y vino hacia donde estábamos. Al llegar, mirándome con expresión de odio, se lo entregó a Milton. Uno de los hombres de la primera mesa, mirándole, hizo un gesto, como si llamara al camarero.

- Muy bien, cariño. Acércate a ese, que te está llamando. Si no te ofrece el doble te das una vuelta.

La naturalidad con que trataban el asunto me pareció fascinante. Remedios fue hacia allá. Pese a los tremendos tacones de aguja, caminaba con gracia. Se plantó ante el hombre con los brazos en jarras, comprobó su nueva oferta, y pareció satisfecha, así que, allí mismo, delante de todo el mundo, se dio la vuelta y se levantó el vestido. Llevaba una mancha de vello pequeña y arreglada sobre un triángulo de piel pálida. Se sentó sobre la polla del hombre, que la aguardaba, y comenzó a follarle. Era extraño: el hombre, sentado, permanecía quieto, sin tocarla, mientras ella, aparentemente impasible, le follaba sin una mueca ni un gesto, casi como si fuera un ejercicio gimnástico, manteniendo esa aparente indiferencia sutilmente despectiva. Cuando el hombre terminó, se incorporó, se recompuso la ropa, y volvió a donde estábamos con un nuevo fajo de billetes. Milton lo recogió con una sonrisa y la encargó seguir con su trabajo. Varios hombres más agitaban en el aire las manos levantadas exhibiendo sus billetes.

- Perfecto. Sigue a lo tuyo un rato más y no nos interrumpas.

Seguimos charlando, como si no pasara nada. Remedios seguía recorriendo la sala, masturbando a unos, mamándoselas a otros, follándose a los más afortunados... La selección del placer concreto parecía depender tan solo de su voluntad, no guardaba relación con la cantidad de billetes exhibidos, aunque esta sí definía el orden en que atendía a los interesados. Empezó a aburrirme, y me concentré en Milton.

- ¿Te pone caliente verla?

- Despierta mi curiosidad.

- Es una putita casada, la mujer de un cornudo, Carlos , creo que se llama. Trabaja para mi, yo creo que por gusto, o por que me quiere, vete a saber.

- ¿Está casada?

- Sí.

- ¿Y su marido sabe que hace esto?

- Supongo, por que lleva a casa un buen montón de pasta cada noche que sale.

- Ya...

- ¿Y tú? ¿Qué haces aquí tan sola?

- Yo estoy casada también. Salgo de vez en cuando a buscar buenas pollas que me follen.

- ¡Vaya! ¿Y lo sabe tu marido?

- Lo sabe, y le gusta.

Aquello pareció despertar su curiosidad. Conversamos tranquilamente durante un par de horas. Remedios iba y venía sin mostrar síntomas de cansancio, aunque su vestido, poco a poco, iba estando más arrugado, y mostraba aquí y allá goterones de esperma. También le escurría por los muslos. Parecíamos sintonizar muy bien. Charlábamos, nos reíamos, y Milton pedía una ronda de cuando en cuando, aunque no hubiéramos terminado nuestras copas.

- No me gusta cuando el hielo se deshace.

A medida que intimábamos, y que el alcohol, aunque procuré no beber mucho, iba haciendo su efecto, fui contándole más detalles de la extraña relación que Jorge y yo manteníamos. Observé que, bajo el pantalón de alpaca, se iba formando un bulto de dimensiones mitológicas, que no se esforzaba por disimular en absoluto. Me preguntaba si lo conseguiría, y si podría meterme aquello.

- Bueno, y... ¿Has encontrado lo que buscabas?

- ¿Tú qué crees?

Una sonrisa deslumbrante le iluminó el rostro oscuro cuando apoyé mi mano en su entrepierna, abarcando apenas una mínima fracción de aquello que llenaba la pernera hasta más allá de la mitad del muslo. Pensé que quería sentir esos labios carnosos y sensuales en mi coño.

- ¿Y Remedios?

- ¿Remedios?

- Sí ¿No se molestará?

- Jajajajajajaja... No la follaría ni loco.

Permanecimos un rato tonteando, seduciéndonos. Salimos a la pista cuando sonaban unas bosanovas dulces y tranquilas, bailamos... Me apretaba contra él para sentir la presión de aquella polla enorme. Él, llegó a levantar mi vestido hasta el culo para acariciármelo. Me sentía chorreando. Le besaba la boca jadeando, excitada como una perra, sintiéndome una puta, dejando que todos vieran cómo me metía mano, cómo casi me desnudaba en el centro de la sala y me estrujaba, cómo me restregaba en su polla comiéndole la boca.

- Necesito que me folles -susurré a su oído-.

- Pero no querrás que sea aquí ¿no?

- ¿Donde quieres que vayamos?

- A tu casa.

¿Sabe? Me pareció lo normal, la conclusión razonable de todo aquello, y acepté. Bueno, más que aceptar, casi le saqué a rastras de allí. Remedios dejó lo que estaba haciendo. Devolvió a un hombre su dinero, se levantó, y se vino tras de nosotros dejándole con cara de pasmado y con la polla amoratada balanceándose.

En el coche, mientras su chofer conducía hacia casa, le dio un fajo de billetes. No sé cuantos, pero miles de euros, una cosa impresionante.

- Muy bien, cariño, hoy has sido una puta perfecta. Toma, esto para ti.

Yo, cuando entramos en el dormitorio, me sentí un poco violenta, la verdad. Jorge nos miraba sin dar crédito a lo que veía. Milton se manejaba por allí como si fuera su casa, como si todos fuéramos suyos y pudiera disponer de nosotros como quisiera. Pasó delante, saludó a mi marido con naturalidad, dándole la mano, y comenzó a disponerlo todo a su antojo.

- Hola, supongo que eres Jorge, claro. Yo soy Milton. Siéntate ahí, anda. Bueno, desnúdate primero. Tú, Remedios, ven aquí. ¡Mira, si es verdad que le gusta!

Le obedeció sin rechistar, sin decir ni una palabra. Me miró como asustado y se encontró un muro de piedra, y se quitó la chaqueta del pijama y los pantalones. Su polla apuntaba hacia arriba, como un palo. A remedios, que acudió sin rechistar, la desnudó tirando al mismo tiempo de las lazadas que sujetaban el vestido en sus hombros. Sencillamente cayó al suelo, a sus pies. Como había visto, no llevaba ropa interior.

Era una mujercita preciosa. Me sentí un poco abrumada por su delgada perfección, por su culito respingón, por las formas tan correctas, tan armónicas de su cuerpo. Tenía la piel morena, ligeramente más clara en los pechos, como si no siempre los alcanzara el sol cuando se bronceaba, y blanca como la leche en el triángulo del pubis y el que debía haber dibujado la braguita del bikini en el centro de su culito perfecto. A un gesto suyo, ocupó su lugar junto a Jorge, de pie, con solo la gargantilla, la correa colgando a su espalda, y los zapatos de tacón, que torneaban sus piernas moldeándolas.

- Ven, puta -me dijo-.

Y acudí, claro. Me acerqué a él, que me envolvió entre sus brazos. Era sencillamente impresionante el modo en que aquel hombre era capaz de envolverme por completo, hasta hacer que me sintiera perdida en medio de aquella enormidad de músculos duros. Sin dejar de besarme los labios, moviéndose a mi alrededor con una sensualidad exquisita, impropia de su cuerpazo gigantesco, me bajó el vestido ceñido de punto negro hasta la cintura y acarició mis pezones con delicadeza, haciéndolos ponerse como de piedra. Me besaba, me mordía la boca lentamente, me desnudaba haciéndome girar, como enseñándome, sin dejar ni por un instante de sonreír.

- No me lo explico, Jorge ¿De verdad prefieres que me la folle yo y tú mirar?

Jorge no contestaba. En su lugar, hablaba el cabeceo de su polla, que goteaba. Nos miraba apabullado, y Remedios, de cuando en cuando, le miraba a él con un rictus de desprecio.

- Estas tetas, este culo, este coñito empapado, estos muslos, esta boca... De verdad que no lo entiendo.

Acariciaba cada parte de mi cuerpo que mencionaba. Me hacía girar mientras lo hacía mostrándome, exhibiéndome ante mi propio marido como si quisiera demostrarle lo mucho que se perdía. Yo me sentía abrumada por su dominio, por su presencia, por su seguridad... Quería ser su esclava, y mi cuerpo respondía a cualquier mínima indicación, a la menor presión de sus dedos indicándome cómo debía ponerme, cómo debía estar, enseñando a mi cornudo el tejido, dejándome tratar como un animal de feria, ofrecerme como si me vendiera.

- Vamos, putita, enseña a este cornudo lo que se pierde.

Y yo... Obedecí sin dudar. Le fui desnudando como si fuera mi dueño. Le quitaba la americana besándole los labios, y me acercaba a colocarla en el galán, con cuidado de que no se le hiciera una arruga; repetía la operación con la camisa, los pantalones... Besaba su boca carnal a cada instante, muerta de deseo, empapada.

Cuando aquella polla apareció ante mi... No se imagina. Me daba miedo. Traté de inclinarme,de arrodillarme, pero me lo impidió. Me hizo girarme, abrazando mi cintura, besándome el cuello y los hombros, haciéndome gemir.

- Vamos, putita, dile lo que quieres hacer con ella, explícaselo.

- Quiero... quiero comérsela... -le dije entre jadeos-.

- Más.

- Quiero... que me folle con ella,... que me parta en dos.

- Más.

- Quiero... Quiero... que reviente mi culo, que lo destroce, que me haga gritar...

Mientras hablaba, la sentía colocada entre mis nalgas, gigantesca, dura, firme, y me dejaba cubrir casi entera por sus brazos, acariciándolos. Jorge nos miraba con los ojos abiertos como platos. Cuando, por fin, me hizo dar la vuelta, y empujó mis hombros suavemente, suspiré de alivio y de deseo, y me arrodillé. No cabía en mis dos manos. La agarré sin conseguir unir mis dedos, con ambas manos a la vez, tan grande, tan oscura... La agarré y comencé a pelarla, sin atreverme a más.

- Hazlo, putita.

Sus palabras parecían condensar la autoridad que le daba aquel cuerpo magnífico, aquellos relieves maravillosos que parecían moverse al unísono bajo la piel como danzando. Me incliné. En la punta brillaba una gotita que lamí antes de abrir la boca cuanto pude para poder alojar aunque fuera el capullo gigantesco, de empujar hasta el fondo de la boca sin conseguir hacerla pasar más, ni ocultar siquiera la parte que asomaba por encima de mis manos. La lamí, la succioné con ansia, sin dejar de moverlas arriba y abajo, fascinada por ella, que parecía la consecuencia lógica de aquel cuerpo de dios de leyenda.

- No pares,putita. No pares... ¿La quieres? ¿Quieres mi leche en tu boca? Díselo a tu marido.

- Quiero... que se corra... en mi boca...

- ¿Estás muy caliente?

- Tengo el coño ardiendo... chorreando... Me tienes...

- No pares, putita, chúpala así, sigue chupándola... Tú... tú esta... te … quieto...

Se lo ordenó en el mismo instante en que empezó a derramarse en mi boca. Quería tener más manos. Quería poder tocarme sin dejar a agarrar aquella polla enorme. Quería seguir sintiendo aquella catarata de esperma que me vertía en la boca, que no conseguía tragar, y me resbalaba por el pecho. Jorge, el cornudo, el puto cabrón de Jorge, soltó la suya como si se lo hubiera ordenado el mismo Satanás. Milton se corría a borbotones, y su polla parecía ir a estallar cada vez que se disponía a disparar uno de aquellos chorros de esperma espesa, y Jorge ni se atrevía a acariciarse, por que aquel hombretón se lo había ordenado como de pasada, mirándonos. Remedios nos miraba impasible, sin un gesto que no fuera de fastidio, aunque sus pezones, como avellanas parecían sospechosamente prominentes.

Yo me moría de caliente. Notaba mi coño chorrear, un ardor como de fiebre, una locura, que se desató cuando, como si no pesara, me levantó por los brazos, apoyó sus manos enormes en mi culo, y, alzándome, apoyó aquella monstruosidad entre los labios.

- ¿Estás segura de quererla, putita?

- Cláva... mela...

- ¿De verdad quieres que lo haga?

- Por fa... vor... Fóllame...

Estaba aterrorizada, asustada imaginando que aquello iba a desgarrarme, que me atravesaría entera y, pese a todo, la quería. Quería sentirla dentro, sentirla dilatándome, desgarrándome si era necesario. Sentía latir el corazón entre mis piernas, y nada podía aplacarme que no fuera sentirme atravesada por aquel rabo monstruoso.

- Mira, Jorge. Mira y escúchala. ¿Alguna vez has oído a tu mujer cuando la clavan una polla de verdad?

Me dejó caer despacio. Centímetro a centímetro, su falo gigantesco fue abriéndose paso en mis entrañas. Sentí un dolor intenso cuando rompió la primera resistencia, un dolor que hizo que se me saltaran la lágrimas y, sin embargo, le rogaba, le suplicaba que siguiera, que me clavara entera aquella monstruosidad, que me matara con ella. Jorge, escuchándome, parecía hipnotizado. Sin atreverse a tocarse, sus manos temblaban, los ojos parecían ir a salírsele de las órbitas, y su polla se movía en una pulsión frenética, como si tuviera el corazón acelerado.

- ¿Crees que debo hacerlo, Jorge?

- …

- Vamos, responde, ¿Crees que debo metérsela entera?

- Sí...

- ¿Sí qué?

- Métesela entera. Clávasela.

- ¿A quien?

- A... a mi... mujer...

Me sentí caer, y aquello se abrió paso. Me faltaba el aire. Me debatía entre el dolor, la sensación anómala de tener alojado aquello hasta yo no sé donde, y el placer de saberla mía. Me llevó así hasta la luna de espejo del armario, apoyó mi espalda en ella, y empezó a moverse, a clavarla y sacarla, clavarla y sacarla, clavarla y sacarla... Yo había perdido el sentido de la realidad. Ni siquiera creo que pudiera seguir viendo lo que había alrededor. Solo abrazarme a su cuello, abrazarme a su cuello con fuerza, morderle la boca lloriqueando, y luchar desesperadamente por el aire, por respirar en medio de aquella tormenta de polla que parecía estallarme en las entrañas. Me follaba como un animal. Sentía sus manos, tan fuertes, estrujándome el culo, apretándolo mientras su polla me destrozaba, y solo podía temblar, chillar a veces y temblar, estremecerme sintiéndola pasar, clavarse, atravesarme una vez tras otra, más deprisa cada vez, más fuerte. Me sentía follada por un animal salvaje, tan bello, sujeta por aquellos brazos enormes, aplastándose mis tetas en aquel pecho grande, duro, que me aprisionaba dejándome si aire, resbalando en sus músculos brillantes, que le tensaban la piel.

Cuando, de nuevo, empezó a correrse, a llenarme entera, su leche era como un bálsamo en mi interior. Le abracé con fuerza con los brazos y las piernas, y dejé caer mi cuerpo sobre ella, clavándola hasta el fondo para sentirla así, lloriqueando cómo una niña y temblando mientras aquello rebosaba por mi coño goteando. Temblé hasta casi perder la conciencia y, al recuperarla, me encontré medio tumbada en la cama, arrodillada en el suelo y con el cuerpo caído sobre el colchón. Miltón me ataba las manos a la espalda con el pantalón del pijama de Jorge enrollado.

- ¿Qué vas a hacer?

- ¿Tú qué crees?

Por primera vez, veía a Remedios sonreír. Me miraba, y sonreía con una sonrisa dura y fría. Sus pezones, pequeñitos y duros como avellanas, parecían apuntarme desde el centro de sus tetas de silicona, no demasiado grandes.

- No... Por favor...

No me hizo caso. Se inclinó a mi espalda y comenzó a besarme, en el cuelo, en la espalda. Sus manos me recorrían acompañando sus besos y mordiscos, deslizándose por mis costados, colándose bajo mi cuerpo para acariciarme las tetas, para rozar la delgada línea de vello de mi pubis. Y fue bajando, bajando, bajando... Cuando llegó a mi culo, mi cuerpo temblaba otra vez. Me sentía chorrear.

- ¿Realmente no lo quieres?

- No lo hagas...

- ¿No quieres saber qué se siente?

Sus manos separaban mis nalgas y su lengua comenzó a resbalar en el agujerito, alrededor... A veces, descendía hasta mi coño, separaba los labios con los dedos, y lo lamía como besándolo, pegando los suyos a ellos y haciendo que su lengua jugueteara en mi interior, para volver a follar mi culo con ella en un instante, haciéndome perder el límite.

- ¿Por qué no la quieres, puta?

- Me... me da... miedo...

Me preguntaba, preguntaba a mi marido, y Jorge respondía que sí, que quería verlo. Me preguntaba, y su lengua volvía a perderse entre mis glúteos, y sus dedos a clavarse en la carne, y descargaba un azote, no muy fuerte, lo suficientemente apenas para hacerlo rebotar, uno tras otro, hasta hacérmelo arder, y me lamía, y yo gemía.

- ¿Y por qué tienes miedo?

- Me harás... daño...

- Sí. Te haré mucho daño, muchísimo. Querrás estar muerta cuando mi polla rompa tu culo de ramera, y el cornudo de Jorge se pondrá como loco escuchándote gritar ¿De verdad que no lo quieres? Te correrás como una perra.

Y su lengua se clavaba ya en mi agujerito, receptivo y sensibilizado, que parecía contradecirme, y sus dedos grandes, como porras, se clavaban en mi coño, sustituían a veces a su lengua en mi culo, uno, dos, pacientemente, estimulándolo, haciéndome temblar...

- ¿No quieres que te haga daño?

La pollita de Jorge, ridícula, oscilaba como un metrónomo, acelerada. Chorreando, se balanceaba golpeando su vientre. Algunas veces, una gotita salía disparada al manar en el preciso momento en que daba uno de aquellos latigazos en el aire. No se tocaba, pero casi podía verse cómo el corazón le agitaba el pecho. Y sus dedos, follando mi coño empapado...

- ¿No lo quieres?

- Clava.. me... lá... cabrón... Destroza... mé...

Aquello fue como desatarse una hecatombe. Apoyó la punta en la entrada, empujó hasta conseguir que alojara su capullo, grueso y negro, y grité. Volvió a empujar, otra vez, una vez más, y aquello parecía quemarme por dentro. Yo lloraba. No lloriqueaba, lloraba, a moco tendido, con desconsuelo. Su polla tremenda iba clavándose en mi culo interminablemente, y lloraba. Me destrozaba, parecía rebasar barreras una tras otra, causándome un dolor intenso en cada una. Pataleaba, pero él, abrazado a mi cintura, aplastándome con su cuerpo gigantesco, me sujetaba, y su polla iba, centímetro a centímetro, empotrándose en mi cuerpo. Sentía un dolor monstruoso, como si me desgarrara. A veces, sus manos golpeaban los cachetes, restallaban en mi culo haciéndolo temblar.

Fueron unos minutos eternos, hasta que noté su pubis apoyándose y comprendí que ya estaba, que le tenía dentro entera, que me había clavado toda aquella monstruosa pieza de carne negra. . Me incorporó, me besó el cuello, acariciaba mis tetas amasándolas, las estrujaba, pellizcaba mis pezones, su mano avanzaba hacia mi coño, resbalando por mi vientre, y yo lloraba. Lloraba con desesperación, hipando angustiosamente mientras Remedios sonreía.

Y entonces comprendí que aquello no había sido nada. Comenzó a moverse, despacio al principio. Comenzó a moverse sin sacar casi su polla de mi culo, como deslizándola tan solo por dentro de su piel, y sentía su pubis azotándome. Y, de pronto... De pronto aquello era un infierno. Me sujetaba del pelo, y su polla se me clavaba una y otra vez, muy deprisa, y parecía ir a romperme por dentro. Yo gritaba, gritaba como una loca, suplicándole que parase, llorando, mientras clavaba mis propios dedos en mi coño. Lloraba, y las lágrimas me impedían ver nada. Solo podía concentrarme en el dolor, en el dolor y en aquella excitación que me causaba, en aquel calor entre las piernas... Lloraba a moco tendido follándome con los dedos, chillando y temblando, sintiendo mis tetas balancearse, chocar entre ellas. Me azotaba. A veces me azotaba, y se reía, y redoblaba la fuerza de sus embates como queriendo romperme, atravesarme, y yo gritaba más, hasta que sentí faltarme el aire y comprendí... Comprendí que me estaba corriendo en medio de aquel infierno de dolor, que me corría padeciendo el dolor más monstruoso que había conocido, sintiéndolo a mi espalda, tan fuerte, tan macho, haciendo de mi lo que quería, taladrándome, riéndose de mi dolor, de mi placer...

- ¿Ves cómo vale la pena, puta? ¿Lo ves?

Cuando la sacó, cuando me la arrancó, más bien, arrancándome al tiempo un grito de dolor, me convulsionaba, me corría salvajemente clavándome cuatro dedos en el coño, como si quisiera arrancármelo, como si pudiera neutralizar así el dolor. Sujetándome del pelo, me obligó a girar la cabeza, a sacarla de entre las sábanas, donde la había enterrado como buscando esconderme, y se corrió sobre mi cara, sobre mis ojos, sobre mi boca. Yo temblaba, y boqueaba buscándola, caliente como una perra, llorando todavía, para beberla.

Me quedé allí, donde me dejó, lloriqueando temblorosa. Jorge me miraba en silencio mientras Milton y Remedios se vestían. Cuando estuvieron listos, dejó sobre la mesilla una pequeña cartulina y mirándome con aquella sonrisa encantadora, con ese acento suave y silbante suyo, me dijo:

- Te dejo aquí mi tarjeta, putita, por si vuelve a apetecerte. Ehhhh... La primera vez invita la casa, pero la próxima...

Ayudó a Remedios a vestirse. Con esa amabilidad suya tan dulce, anudó delicadamente los tirantes del vestido y, antes de salir del cuarto, pareció recordar algo y se detuvo.

- ¿Donde están nuestros modales, cariño? No vamos a dejar así a este hombre ¿verdad?

Haciendo equilibrios sobre el tacón gigantesco de su zapato izquierdo, llevó el derecho hacia Jorge. Clavó la aguja entre sus pelotas, presionó con la puntera su polla contra su vientre, la movió mínimamente y, con un gritito, mi marido empezó a correrse como si estuviera vaciándose. Las manos le temblaban. A verdaderos chorros de esperma espesa y abundante, se corría a latigazos, temblando y gimoteando como un cabrón.

Yo no podía moverme. Caída sobre la cama, de rodillas, exangüe, escuché el golpe de la puerta al cerrarse y el ruido del motor que se alejaba.

- ¿Te ha gustado..., maricón?

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