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Poder 03: vínculo

en Dominación

Comprendí la situación desde el primer momento. No diré que fue una iluminación, pero, en el mismo momento en que llegó la noticia de la muerte de su hermana, supe que toda nuestra relación hasta entonces había sido una tregua, una pausa en su vida, que exigía por fin la vuelta a la normalidad.

Había nacido para ello. Había intentado escapar, y durante un tiempo lo había conseguido, habíamos vivido en una realidad inventada por nosotros, pero la real realidad, el destino de mi mujer, regresaba y exigía su tributo. Sonó la campana y terminó la hora del recreo.

Uno tiene una idea de cómo vive la gente como mi mujer, como su familia. No es una idea real, si no que el cine, la literatura, la prensa, nos contaminan y crean una imagen idealizada que no se corresponde tan literalmente como pensamos con la realidad.

Los primeros días, podríamos decir que los pasé deslumbrado. Aquella inmensa cantidad de lujo, de bienestar en su sentido más amplio, sin embargo, ocultaba una realidad que distaba mucho de ser ideal. El lujo, era tan solo una cortina que ocultaba el verdadero sentido de lo que, después fui comprendiendo, aquella gente vivía, que no era otra cosa que el poder, el simple y pudro poder, que exigía su tributo. Era una religión, un sacerdocio. Desde un punto de vista lógico, aquella concentración de riqueza no podía explicarse desde otra perspectiva. La familia de Silvia disponía de más riqueza de la que nadie pudiera gastar y, pese a ello, vivían en una tensión permanente por incrementarla más allá de toda razón que no fuera mantener aquella preeminencia, aquella capacidad de tomar las decisiones clave, las que definen el futuro y las expectativas de la Humanidad.

Así las cosas, Silvia se iba metiendo en su papel hasta transformarse en aquello de lo que había huido junto conmigo. No me extrañaba, ni me parecía reprochable. Al fin y al cabo, yo mismo había insistido en su responsabilidad cuando flaqueo en el primer momento. No había ninguna otra opción.

Sin embargo, me preocupaba. La quería, y me resistía a perderla, aunque no supiera muy bien cómo evitarlo. Semana tras semana, se sumergía en aquella vorágine y volvía, claro que volvía, transformada en otra.

Trataba de mantener un mundo puro y limpio para nosotros. Se esforzaba por ser dulce, y lo era, pero era su actitud, la normalidad con que asumía su estatus, la dureza que iba blindándola, aislándola de las consecuencias de sus decisiones, imagino que para poder permitirse tomarlas con libertad, lo que parecía aislarla, y sufría por el temor de perderla.

En ese peculiar contexto, me encontraba sin ganas de pintar siquiera. Pasaba los días en la soledad de aquel caserón enorme y lleno de gente invisible dándole vueltas a mis temores y sintiéndome impotente, cuando apareció Nico.

No había desaparecido en realidad. Estaba allí, silencioso y esquivo desde el mismo día de nuestra llegada, pero yo no me había preocupado por él. Imagino que la enorme preocupación que me embargaba me impedía fijarme en los demás. Solo Silvia y yo.

Y se presentó aquella tarde en el jacuzzi haciendo un alarde de femineidad exquisita. Apareció frente a mi, comenzó aquella especie de striptease delicioso, tan evidentemente destinado a seducirme, tan bello y tan grácil…

Alguna vez, Silvia y yo habíamos participado en orgías con gente más o menos conocida. En un par de ocasiones, en la vorágine de excitación del momento, había tenido lo que podríamos llamar un “roce” con algún hombre. Nada serio, ni que me preocupase demasiado: una mamada, había sodomizado al marido de una amiga de mi mujer… Nada serio ni buscado. Sexo casual, sin remordimientos ni repugnancia. En cualquier caso, nunca me había planteado provocarlo, ni fantaseaba con ello.

Aquella fue, en sentido estricto, mi primera experiencia homosexual, si es que acaso lo era, por que Nico, desde el mismo momento en que empezó a desnudarse en la terraza, nunca dejó de parecerme en cierto modo mujer.

Me resultó atractivo, tremendamente dulce y delicado, brutalmente sensual y dotado de una capacidad para la entrega que lo hacía fascinante.

Desde el primer instante, percibí en él la más absoluta y total sumisión. Era como si hubiera decidido dárseme, como si hubiera tomado la firme decisión de ser mío y no tuviera importancia lo que yo opinara al respecto.

Se convirtió en mi sombra. Durante tres días, vino conmigo a donde quisiera que fuese. Me hacía sentir vivo. Me asaltaba en cualquier momento en que le pareciera que disponíamos de intimidad suficiente, como si suplicara atención. Algo más quizás. Parecía necesitar saber que le deseaba, que necesitaba hacerme sentir su dueño.

Bastaba con sentarme en la biblioteca a leer alguna de las joyas que iba descubriendo en sus estantes, para que mi pequeña mascota acabara entre mis muslos tragándose mi polla. Se me ofrecía hasta el agotamiento. Su juventud parecía dotarle de un vigor que yo ya no recordaba y, en varias ocasiones, tuve que ingeniármelas para aliviar sus urgencias sin ser capaz de responder a su exigente naturaleza.

Tras una noche de sexo hasta el amanecer, Nico aparecía con aquella pequeña pollita dura suya y trataba de estimularme sin éxito. Entonces yo, conmovido, utilizaba mi mano, o mi boca, para proporcionarle aquel afecto que demandaba. No suponía un esfuerzo. Me agradaba sentir aquel placer suyo inocente cuando se la chupaba, aquel temblor entre quejiditos como de niña cuando escupía su lechita tibia en mi boca, o la lanzaba al aire mientras hurgaba en su culito pálido, como de porcelana.

Y aquella noche, cuando Silviá apareció de improviso en nuestro cuarto, fue como una iluminación. Vi primero su cara ilusionada, como de niña que va a darte una sorpresa para, al instante, traslucir esa no sé si llamarla desilusión. No sé cómo definirlo. Su expresión era la de una niña desvalida. Era como si se hubiera enfrentado a sí misma de repente, como si se hubiera asomado a sus miedos, a sus inseguridades. La gran dama era una chiquilla asustada, dubitativa. Salía de su inercia de triunfo y poder y se encontraba abandonada, sola.

Me invadió una ternura inmensa. La hubiera abrazado como una niña. La hubiera consolado y, sin embargo, tuve la viva sensación de que no era eso lo que necesitaba.

Después de aquella primera experiencia, podría decirse que empezamos una nueva vida. Inexplicablemente, aquella diosa parecía asumir mi voluntad como si al hacerlo se librara de la suya. Estaba dispuesta a atender cualquier deseo mío, hasta el extremo de admitir sin reparos que Nico entrara a formar parte de nuestra convivencia. Lo había descubierto, y no hubiera podido renunciar a aquel ángel, así que agradecí su aquiescencia.

Realmente, no entendía nada. Aquello me sucedía, y lo asumía, lo vivía sin plantearme ninguna duda. Ni siquiera experimentaba el menor conflicto moral.

Desde aquella misma semana, comencé a imponer mis reglas. La primera fue un cambio radical en su “jornada laboral”: volvería los jueves, o yo acudiría a donde fuera , pero al menos tres días de cada siete ella me pertenecería, y “pertenecerme” había pasado a adquirir su significado literal.

Al día siguiente, al abrir los ojos, la encontré despierta, despejada, duchada y perfumada, perfecta. Permanecía sentada, en silencio, en uno de los silloncitos de la terraza de nuestro dormitorio, mirándonos. Parecía feliz.

Nico dormía a mi lado.

- Buenos días, cariño.

- Buenos días ¿Has dormido bien?

- Como los ángeles.

- ¿Quieres... que hablemos?

- No… Si tu no quieres…

Sonreía tímidamente, arrobada. Me miraba cómo avergonzada, y parecía no tener más objetivo que agradarme. Se me vino a la mente su imagen a cuatro patas, su rostro descompuesto mientras Nico la follaba, y comprendí lo que quería.

- ¿Sebastián?

- Dígame, señor.

- Traiga el desayuno a nuestro cuarto, por favor.

- Enseguida mando a…

- No. Tráigalo usted.

- Naturalmente, señor.

Vi el terror en su mirada, pero no dijo nada. No hizo nada. Permaneció sentada, cubierta por aquel salto de cama delicadísimo y la bata casi transparente de pequeños encajes de cachemir de color marrón. Nos miraba alternativamente a Nico, dormido desnudo en nuestra cama, y a mí, aunque no parecía soportar el contacto directo con mis ojos. Resultaba evidente el temor a las conclusiones que su mayordomo sacaría al vernos.

- Pase, Sebastián, déjelo ahí, junto a mi mujer.

En cuanto se sobrepuso a la sorpresa, su rostro retomó aquella elegante indiferencia que parecía la marca de la casa, y comenzó a servir los cafés y a cortar los croisants para que no tuviéramos que molestarnos.

- ¿Sabe, Sebastián?

- ¿Señor?

- A mi mujer le preocupa lo que usted pueda pensar al vernos así a los tres.

- No imagino por qué habría de preocuparse, señor.

- No tenemos empleados indiscretos en casa ¿Verdad?

- En absoluto, señor.

- Excelente.

Comenzamos a desayunar. La idea me bullía en la cabeza. Sebastián permanecía de pie, discretamente apartado, observando atentamente nuestros movimientos, presto a intervenir en cuando detectara que podía hacernos la vida más cómoda de alguna manera. Observé que, bajo el tejido grueso de sus pantalones grises de pinzas, convenientemente anchos para asegurarle mantener la dignidad en cualquier circunstancia, se formaba un bulto que debía responder a lo guapísima que estaba Silvia. Yo mismo me sentí excitado al comprenderlo.

- ¡Pero hombre! ¿Cómo está usted así?

Por primera vez en mi vida, al lanzar aquella exclamación fingiendo extrañeza mientras señalaba con el dedo, vi a Sebastián perder la compostura. Azarado, trató de cubrirse con las manos mientras se sonrojaba. Silvia casi se atraganta con el diminuto trozo de pera pelada que acababa de llevarse a la boca con ayuda de un pequeño tenedor de postre.

- Yo… Señor… Lo siento…

Estaba rojo como la grana. Parecía aterrorizado, escandalizado, avergonzado…

- No, hombre, disculpe usted. No sé cómo no he caído en ello… Es que mi mujer es tremenda, usted me entiende.

- …

- ¡Qué barbaridad! Va a haber que hacer algo… No podemos consentir que se vaya usted en ese estado.

- Yo… No… no se preocupe…

- No, no, no… Nada de eso. Silvia, cariño, ayuda a Sebastián, por favor.

Me miró a los ojos con los suyos muy abiertos, asustada, pero no encontró comprensión. Solo le ofrecí la que me pareció que debía ser una mirada decidida, un gesto firme, y se arrodilló ante él. Mientras desabrochaba la bragueta del pobre hombre asustado con sus manos temblorosas, comprendí hasta qué punto nuestros roles habían cambiado desde la noche anterior. El tío tenía una buena tranca, y mi mujer comenzó a lamerla primero tímidamente, recorriéndosela con la lengua como si no supiera qué hacer, con los ojos cerrados y una expresión que no supe definir.

Nico se había despertado. Sentado en el colchón, observaba la escena con una sonrisa socarrona. Su pollita estaba dura. Le invité a acercarse con la mano y se situó divertido al lado del mayordomo, que no se podía creer lo que estaba sucediendo. Silvia agarró la suya y comenzó a acariciarla al tiempo que metía entre sus labios el grueso capullo del hombre, que mostraba un vigor que no parecía corresponderse con la edad que aparentaba.

- Es que tu tía no ha reparado en cómo andaba vestida, y ha excitado al pobre Sebastián, y claro…

- Claro.

Se dejaba acariciar divertido, y no quitaba la vista de mi mujer, que parecía entregarse a su tarea con un creciente entusiasmo que iba más allá del deber. Pude ver sus pezones señalarse bajo el tejido sutil del salto de cama y supe que estaba disfrutando. Conocía aquella mirada febril, aquel entornar los ojos y acelerarse. La polla del pobre hombre brillaba de su saliva más abajo cada vez, y su mano había conseguido que el pequeño capullo de Nico brillara también, violáceo.

Me senté a observalos. Me costaba soportar la ansiedad que me causaba la escena. Sebastián, excitado, se contenía en la medida de lo posible. Mantenía sus manos a los lados del cuerpo mientras Silvia se la tragaba ya hasta la garganta. A veces, parecía hacer ademán de adelantarlas, de sujetar su cabeza, pero se echaba atrás en el último momento. Respiraba hondo y, a veces, se le escapaba un gemido ronco que trataba de reprimir.

Llamé a Nico, que se acercó a cuatro patas. Impedí que comenzara a chupar mi polla. No quería correrme. Sujetándole por el pelo, llevé sus labios hasta mis pelotas. Me causaba un temblor violento, una tremenda angustia el jugueteo de su boca. Las tragaba, las soltaba, las lamía… Su pollita estaba amoratada, y goteaba literalmente sobre la alfombra.

De repente, Silvia se detuvo. Extrajo la polla del hombre de su boca y, agarrándola con la mano, comenzó a meneársela deprisa, muy deprisa. Resbalaba sobre ella. No tardó en empezar a correrse salpicándola. Apartó la cara. Los chorretones de esperma alcanzaban su pecho, su cuello. La sacudía histéricamente haciéndole bramar. Le temblaban las piernas.

- No lo hagas, cariño. Ven.

Había deslizado la mano entre sus muslos y comenzado a acariciarse. No quise terminar así. Mi polla permanecía rígida, congestionada. Se acercó y, sin levantarme, ocupé con mi mano el lugar que le había mandado dejar. Se mantuvo quieta y gimió cuando mi dedo se introdujo entre los labios inflamados. Estaba empapada. Hice que se inclinara hasta acercar su oído a mis labios.

- ¿Te excita?

- Mucho.

- ¿Seguirías por mí?

- Hasta donde me pidas, mi amor.

Hablábamos en susurros. Le expliqué lo que quería y me fascinó su asentimiento. Casi tímidamente, sin mirarle, se desnudó ante Sebastián, que recuperó la firmeza que en muy escasa medida había perdido. Estaba preciosa: redondeada, perfecta. Sus tetas esféricas, blancas como la leche, coronadas por aquellos pezones sonrosados, firmes, cuyas amplias areolas se ofrecían contraídas y granujientas, se balanceaban ante la mirada atenta del mayordomo ligeramente caídas.

- Sebastián…

- Señora.

- Si pudiera…

- …

- Estoy muy caliente y…

- …

- Fóllame… Por… favor…

El hombre me miró a los ojos como pidiendo mi aprobación, y la encontró. De repente, toda aquella barrera de fría ceremonia pareció estallar en pedazos ante mis ojos. Allí, de pie, apenas un par de metros frente a mí, la abrazó con fuerza. Le mordía los labios. Sus tetas se aplastaban contra su pecho. Se mantenía vestido. Apenas su polla, dura y húmeda, asomaba a través de su bragueta. Se frotaba en ella. Resbalaba sobre su vientre. Agarrado a sus nalgas mullidas y amplias, la atraía hacia sí. Las estrujaba. La manoseaba entera. Mordía su cuello y magreaba sus tetas haciéndola temblar y gemir.

- Así… no pares…

Se giró hacia mí dejándole a su espalda. Imaginaba la polla resbalando entre sus nalgas. Veía sus manos apretar sus tetas, pellizcar suavemente sus pezones, deslizarse entre sus muslos. Ella respondía facilitándole el acceso. Tenía los ojos inflamados. Jadeaban.

No sé si pueden imaginar mi ansiedad. Verla así, excitada, completamente desinhibida, caliente como una perra mientras se entregada a otro hombre tan solo por que yo se lo había pedido, me causaba un ansia, un deseo que se acercaba extraordinariamente a un sufrimiento dulce, a una especie de placer negado, a una angustia extrema que me llenaba de energía.

Cuando se dejó caer a cuatro patas ofreciéndole la grupa, creí que me volvía loco. El hombre, incapacitado ya para cualquier apariencia de contención, se arrodilló tras ella.

- ¡Fóllame! ¡Fóllame, cabrón!

Comenzó a barrenarla casi con rabia. Silvia me miraba a los ojos mientras su cuerpo se bamboleaba, traqueteaba ante mí. Sus tetas se movían deprisa, muy deprisa. Se le saltaban las lágrimas. Sebastián la hizo incorporarse y, sin dejar de follarla, comenzó a amasar sus tetas. Ella giró la cabeza buscándolo. Le besaba los labios. Gemían como posesos.

Nico acariciaba su pollita sin dejar de mirarlos como hipnotizado. Le sujeté las manos y sonrió. Sin perderme ni un segundo de aquella escena bestial, jugué a enervarle, a acariciar su pubis, a resistir la tentación cuando se movía pretendiendo que la agarrara, que se la cogiera.

- Por el culo.

- ¿Señor?

- Folle su culo, hombre ¿No me entiende?

Silvia se quedó muy quieta. Cerró los ojos apretándolos muy fuerte y se inclinó hasta apoyar la cara en la alfombra. Sebastián obedeció haciéndola apretar los dientes mientras su rostro se contraía en una mueca grotesca de una sexualidad salvaje. Comenzó a follarla despacio, como si temiera hacerle daño.

- Más deprisa.

- …

- ¡Más deprisa!

Lloriqueaba. Su culo dibujaba ondas cuando el vientre del mayordomo lo golpeaba. Nico, que se había acercado a ellos, la hizo incorporarse y comenzó a acariciar su coño. Sus quejidos se fueron entremezclando con gemidos y jadeos que evidenciaban la eficacia de sus caricias. Escuchaba el cacheteo en su culo y veía sus tetas bambolearse. Me ponía enfermo de deseo, de ese extraño placer de la continencia ansiosa.

Por fin, el hombre la abrazó con fuerza y se quedó clavado a ella, culeando todavía a golpes fuertes, secos y espaciados. A mi mujer se le pusieron los ojos en blanco. Temblaba y respiraba agitadamente. A veces, parecía que sus pulmones se detenían para, al momento, exhalar y emitir un quejido agudo entre espasmos violentos, convulsos.

Se dejó caer temblando, con la mirada perdida y los ojos brillantes. Gruesos lagrimones cubrían sus pómulos. Un reguero de esperma blanquecina manaba de su culo. Todavía se estremecía a intervalos irregulares.

- Muchas gracias, Sebastián, y perdone a mi mujer. Ya puede recoger esto.

El pobre, guardó su polla, todavía semierecta, y volvió a sus tareas. Parecía desconcertado. Llevé a Nico a su lado. Le hice tumbarse en el suelo, boca arriba, junto a ella, y clavé mi polla en su culito haciéndole chillar. Comencé a follarle como un animal. Gimoteaba. Su pollita, pequeña y firme, se tensaba como un resorte cada vez que mi polla se clavaba en él hasta el fondo. Silvia, sentada en el suelo, nos miraba sonriendo. Parecía agotada.

¿Como explicarlo? Me volvía loco verla allí, exhausta, temblorosa, excitada, mientras su sobrino lloriqueaba con mi polla en su culito firme y pálido. Descargaba en él todo aquel deseo de verla, toda aquella ansia acumulada, aquella excitación de sentirla tan entregada a mí como para dejarse follar por su mayordomo, tan excitada de saber el deseo que me despertaba y tan feliz de complacerme.

Follaba al muchacho como si quisiera matarlo. Le barrenaba como un salvaje. Y él lloriqueaba y gemía como una nena idiota.

Cuando su espalda se tensó y su polla se proyectó hacia arriba y comenzó a palpitar, amoratada y rígida, me clavé en él tan profundamente como pude. Tiraba de sus manos para atraerle. Sentí el calor de mi propia leche derramándose en su culo al tiempo que él escupía el primero de los chorros de esperma cristalina que, uno tras otro, le fueron cruzando el pecho delgado, liso y musculoso. Gimoteaba y emitía chillidos agudos, aniñados, a medida que los chorros se hacían menos abundantes y se espaciaban hasta extinguirse.

 

En la gran bañera blanca, Silvia nos lavó sonriendo. Parecía feliz. Nos besaba en los labios mientras recorría nuestros cuerpos con la esponja enjabonada. Cuando terminó, se recostó contra mí, entre mis piernas. La pollita de Nico volvía a estar dura. Mientras la follaba, su cuerpo presionaba la mía con la espalda sobre mi vientre. Volví a correrme respirando sus gemidos en mi boca, acariciando sus tetas, mordiéndola mientras temblaba haciendo salpicar el agua caliente sobre el suelo. Nico se corría en ella como una zorrita loca, chillando entre sus muslos, que lo atraían apretándolo.

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