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Merche 03: No es pedir mucho

en Grandes Relatos

A mi, de aquellos primeros tiempos, me queda una sensación ambigua. Creo que los viví sumido en el desconcierto, dejándome llevar por lo que sucedía, por aquello de que, al menos aparentemente, yo mismo había desencadenado con la extraña idea de contratar a Marco y Max para que se follaran a Merche delante de mí.

Después, cuando supe lo de Carlos, comencé a cuestionármelo. No es que me arrepintiera, no quiero que se me malinterprete. No. Más bien es que, de repente, la idea de que Merche me hubiera puesto los cuernos desde el primer día de nuestro matrimonio, me hizo concebir la posibilidad de que lo sucedido no fuera casual, de que hubiera sido ella quien hubiera, de alguna manera, tirara de los hilos para conducirme hasta allí. Reflexionando sobre ello, recordé que la idea de verla follar con otros no había sido mía, sino que había sido ella quien la había vertido en mi cerebro susurrándomela al oído una noche, mientras hacíamos el amor.

En cualquier caso, tras la tarde de Carlos, asumí que aquello era lo que deseaba, que quería vivir sometido a aquella humillación. Me fascinaba su placer, y la vergüenza, ignoro todavía por qué. Me excitaba de una manera superior, me llevaba a un nivel superior del placer.

- ¿Sabes, cariño? Si tú no eres capaz de contenerte, tendremos que poner los medios para evitar que suceda.

- Yo…

- No, no te excuses. Tú eres un cerdo, y no quiero que andes por ahí toqueteándote y llenándolo todo de esa leche insulsa tuya.

- Pero…

- No hay peros, cariño. Quiero que seas mi cornudito, y que te corras cuando yo quiera. No es pedir mucho. Al fin y al cabo… Es lo único que tienes que hacer para seguir casado con una mujer como yo.

- Ya…

- Por que querrás seguir casado conmigo, supongo ¿No?

Tuvimos aquella conversación al día siguiente, cuando volví del trabajo. Merche sujetaba entre sus dedos un casquillo de plástico, una especie de funda de plástico transparente de unos seis o siete centímetros, curvada hacia abajo, que presentaba en su parte inferior un anillo articulado del mismo material y varias perforaciones a lo largo de su superficie, una de ellas en el extremo opuesto, evidentemente destinada a permitir orinar a quien lo utilizara. Las otras, supuse, debían servir para poder transpirar.

- Claro, que el problema es cómo te lo ponemos, por que así…

Como casi siempre, y desde luego siempre que me encontraba ante ella desnudo, mi polla mostraba una erección incontenible. Me resultaba imposible pensar en Merche sin verla en mi imaginación corriéndose con la polla de alguno de los hombres a quienes había visto follarla clavada en su coño. De hecho, me había llamado al aseo de nuestro dormitorio para explicarme sus planes mientras se arreglaba, y me hablaba semidesnuda, cubierta por unas medias marrones de costura y un liguero a juego, calzada con aquellos zapatos negros de tacón de infarto, y se pintaba los labios mientras sin mirarme.

- Pero se me ha ocurrido una idea. Mira…

Al abrir la mampara de la ducha, pude ver que había dispuesto una banqueta en el plato. Me indicó que debía sentarme en ella y obedecí. De algún sitio, sacó una jarra de agua en cuyo interior flotaba un buen número de cubitos de hielo a medio deshacer. La condensación perlaba su superficie de diminutas gotitas y tintineaba al moverla. Me estremecí al pensar en ello.

- Cógete las manos a la espalda, cariño.

Obedecí, claro. A aquellas alturas, y salvo el episodio nocturno de incontinencia, del que parecía haberse percatado y por el que me castigaba, aunque intuyo que forzarlo formaba parte de su juego, obedecía cualquier sugerencia suya como una orden. Bastó con que vertiera lentamente el contenido helado de la jarra para que mi polla quedara reducida a su mínima expresión, y aprovechó para colocarme el accesorio, que resultó que se abría gracias a una bisagra, y lo cerrara alrededor de ella. El anillo inferior, al parecer, estaba destinado a cerrarse atrapando mis pelotas al otro lado, y se bloqueaba con un pequeño candado constriñéndolas por la base de tal manera que resultara imposible quitarse el invento sin disponer de la llave o romperlo.

- Perfecto. Ahora, con esto, ya no hay peligro de que caigas en la tentación.

Me besó los labios sonriendo. De todo aquello, lo que más me desconcertaba era su actitud cariñosa para conmigo, aquella condescendencia dulce y mimosa con que me expresaba su desprecio. Funcionaba como un mecanismo a través del cual manifestaba discretamente su superioridad, y resultaba más eficaz, más humillante de lo que hubiera sido un insulto abiertamente pronunciado con la intención de ofender. Era más sutil. Digamos que no se me imponía. Sencillamente, me hacía saber de sus deseos, y yo la obedecía. Me trataba como a un perro, como a una mascota a quien se aprecia, pero que no por ello se hace humana.

- Bueno, y ahora ven.

Me hizo seguirla hasta el pequeño despacho junto a nuestro dormitorio donde solía atender mi correo o pasar algunos ratos leyendo tiempo atrás. Utilizando un lubricante que olía terriblemente a fresa, una especie de gel transparente, introdujo en mi culo un dildo con forma de falo, con hasta sus venitas en relieve, y me sentó en la silla de escritorio y, utilizando para ello unas muñequeras de cuero que sacó de uno de los cajones de la mesa, cuyos mosquetones fijó a los brazos y al pie, me inmovilizó piernas y brazos.

- Esta noche voy a salir por ahí, a ver lo que me encuentro, y es posible que vuelva acompañada, cariño. No quiero tener que dar explicaciones a quien sea, así que te vas a quedar aquí quietecito ¿Vale?

- …

- Supongo que puedo contar con que estarás también callado, claro.

- Claro…

- Mira: esto es un inventazo. Va con mando a distancia. Si eres bueno, lo haré funcionar.

Para demostrármelo, pulsó un botón del pequeño mando del color del dildo, que comenzó a vibrar y moverse en mi interior causándome un extraño placer que hizo que mi polla, al intentar recuperar sus dimensiones, quedara constreñida en el estrecho espacio que ahora tenía a su disposición. Lo desactivó enseguida.

- Bueno, mi amor, un beso, que tengo que terminar de vestirme o me van a dar las tantas.

Me besó los labios y salió cerrando la puerta tras de sí. Anochecía, y el despacho quedó en penumbra. La escuché trastear por la casa, taconear por el pasillo, cerrar la puerta, girar la llave, y dejarme allí solo, ya en completa oscuridad. El dildo, sobre el que descansaba, me hacía daño, y tuve que colocarme como pude para evitar cargar mi peso sobre él.

Aquello fue un suplicio: por una parte, la presencia permanente de aquella especie de cinturón de castidad, que constituía un recordatorio de mi condición; y por otra, la idea de saber que andaba por ahí sola, buscando a otro hombre, me hacía enfermar de excitación. Mi polla pugnaba por crecer, por conseguir una erección que se veía contenida por aquel adminículo que lo impedía. Me dolía, como me dolía el dildo clavado en el culo.

No sé cuanto tiempo pasó antes de que regresara. Me pareció una eternidad durante la que traté de dormirme sin éxito. La imaginaba en algún pub, quizás bailando, coqueteando con alguien, frotándose, calentándole, haciendo que su polla babeara, dejándose acariciar las tetas, quizás tocándole la polla a hurtadillas en cualquier sombra… Cada uno de los agujeritos del plástico parecía clavarse en mi piel y la postura forzada, doblada hacia abajo, hacía que la excitación me causara un dolor insoportable. Las horas transcurrían entre una sucesión interminable de frustradas erecciones que terminaban cuando se hacía insufrible.

- Ven, por aquí, pasa. ¡Huy, qué brioso! ¿Así estás, cariño?

Su voz, alegre y divertida, acercándose por el pasillo, me sacó del ensueño en que había conseguido sumirme. Deduje que, tal y como prometió, había regresado con un hombre. Un golpe en la puerta me hizo comprender que alguno de ellos había empujado al otro contra ella. Durante unos minutos, escuché un frotarse en la madera, el golpeteo y el leve chirrido de las bisagras al recibir su peso con mayor intensidad.

- Ahhhh… Ahhhhh… Ahhhhh… Para, para, paraaaaa… Vamos, vamos a la cama…

Oí sus pasos al otro lado del tabique, el ruido de sus zapatos al caer, los gemidos ahogados, que parecían escaparse por entre los bordes de un beso. Oí el sonido apenas perceptible de sus cuerpos sobre el colchón, sus quejidos. Merche parecía empeñada en hacerme saber cada movimiento que hacían. El hombre, en cambio, permanecía en silencio.

- Uffffff… ¡Cómo la tienes!

- …

- ¿Quieres que siga?

- ...

- Me muero por tragármela...

Permanecieron un rato en silencio. Casi en silencio. Escuchaba la voz grave de un hombre gemir. A veces, en voz baja, animarla.

- Así, así… No pares… Ahhhhh…

- Llámame puta…

- No pares, puta… Zorraaaaa…

- ¿Quieres correrte en mi boca?

- Sí… sí… síiiii… Traga… te… láaaaaaaaaaaa…

Cada sonido tomaba forma en mi imaginación. Podía verla tragándose hasta la garganta la polla del hombre sin rostro, succionándola, bebiéndose su leche. Podía imaginarle temblando, inclinado hacia atrás, culeando mientras, uno detrás de otro, Merche se bebía aquellos chorros de leche densa que escupía en su boca. Inconscientemente, aun sabiendo que era inútil, forcejeaba. Mi polla luchaba por liberarse y me dolía. El dildo se clavaba profundamente en mi culo. A veces, parecía acertar con él en el lugar adecuado, y me causaba un calambre de placer frustrado, que moría en mi polla comprimida.

- Cómemelo tú a mi… Estoy muy caliente… Aaaaaasíiiiiiiiii… Ah… Ah… aaaaaahhhhhhh…!!!

La cama sonaba ahora evidentemente. Merche debía culear como una perra. La imaginaba excitada después de haberle hecho correrse, de haber sentido su polla latiéndole en la boca y escupiendo sus chorros de esperma, mojada, abierta de piernas, clavando las uñas en la cama mientras el hombre sin cara lamía su coño mojándose en él, volviendo a excitarse al verla contorsionarse, al sentir su olor, su sabor salado. El dolor era un suplicio y, pese a ello, lo deseaba. Gozaba de aquel sufrimiento a cambio de poder imaginarla, de saber que era mi mujer quien, al otro lado del tabique, se corría culeando, que sus tetas se movían como flanes blancos sobre su pecho, que el tipo las apretaba con los dedos, que pellizcaba sus pezones…

- Ven… Ven… Métemela… Métemelaaaaaaaaaaaaaa!!!

El traqueteo se hizo más intenso. El cabecero de la cama golpeaba la pared provocando un sonido sordo y rítmico, que cada vez se aceleraba más. Aquel cabrón la follaba. Podía imaginar su polla entrando y saliendo de su coño empapado. Merche debía estar abrazándole con fuerza, arañando su espalda, rodeándole con las piernas como queriendo clavárselo entero, con ese ansia suya, poniendo los ojos en blanco cada vez que uno de esos miniorgasmos, como ella los llamaba, la hacía ponerse rígida y temblar por un instante para, después, seguir con ansia redoblada.

- Follame… Asíiii… Cabrón… Fóllame más… deprisaaaaa… Más… fuerte… Llámame… puta… Llama… me… putaaaaaaaa!!!

- Córrete, zorra. Mueve el culo así… Puta… Puta… Putaaaaa...

Resultaba desesperante. Los dedos de las manos se me dormían de forcejear. Notaba mi polla húmeda, babeante. Me dolía. Me dolía mucho. Merche, Merche, Merche… Fóllale así… Puta… puta… puta… Me moría por verlos, aunque podía imaginar cada minuto. Ni siquiera me preocupaba el dolor, solo la excitación, la brutal excitación de saberla así, hecha una perra, dejándose follar en mi cama con un desconocido, dejando que barrenara su coño con el rabo, que imaginaba grande y duro, que la hacía gemir, que chapoteaba en ella.

- Pu… ta… Pu… taaaaaaaaaaa…

- Así… así… dámela… llename… de le… che…

- Putaaaaaaaaaaaaa…

Su coño inundado... Podía imaginar la sensación, recordar el calor, la repentina lubricación adicional, la polla resbalando dentro, el esperma saliéndose por los bordes, formando en los bordes esa espuma densa, producto del rozamiento. Y Merche con los ojos en blanco, agarrándose muy fuerte a él, empujando su vulva hacia él como si no quisiera dejar ni un milímetro de su polla fuera, boqueando, jadeando, corriéndose, ahora sí, como una perra, como una zorra ardorosa, caliente. Apretando su pecho, haciéndole chafar sus tetas con el pecho, aplastarla. Mordiéndole la boca, ahogándose…

- Uffffff…

- ¿Quieres un cigarro?

- Enciéndemelo, anda.

- Tienes que irte en cuanto lo acabes.

- ¿No me vas a dejar dormir contigo?

- No, cariño. Mi marido está a punto de llegar.

- ¿Tu marido?

- Sí, mi marido ¿Qué pasa?

- Nada, mujer, nada… Pues sí que es verdad que eres muy puta.

- La más puta de todas.

- Pobre cornudo…

Jadeaba en el asiento de una manera febril. Era como si yo mismo hubiera participado en ese polvo, como si hubiera sido mi polla la que la follara. De algún modo, me sentía exhausto, aunque seguía comprimida dentro de aquel casquillo infernal cuyos vértices se me clavaban en la piel. Oí sus pasos por el pasillo camino de la puerta. Oí que la abría. Tardó un momento en cerrarse. Imaginé a Merche besándole en el rellano de la escalera, medio desnuda, apostando mi vergüenza a la posibilidad de que un vecino bajase. Imaginé a los vecinos rumoreando, hablando en voz baja sobre mis cuernos, apiadándose de mi…

- Has sido muy bueno, cariño.

La luz, al encenderse por sorpresa, me cegó. Merche, bajo el quicio de la puerta, con el liguero puesto todavía, solo una de las medias, y el elástico de las bragas rotas todavía alrededor de la cintura, me miraba sonriendo. Estaba despeinada, y tenía los ojos inflamados, esa mirada especial de cuando ha follado, como de paz, con ese brillo. En una de sus tetas podía distinguirse perfectamente la marca rojiza de un mordisco. Tenía un chupetón en el cuello. Nada exagerado, solo un óvalo enrojecido.

- ¡Qué animal, mi amor! Me ha follado como una bestia. Uffffff… cosas de la juventud… Debe tener veinte años.

Sonriéndome, se acercó y me besó los labios. Llevaba en la mano el pequeño mando rosa. Volvió a incorporarse sonriendo, mirándome fijamente. Pulsó el botón y el dildo comenzó a vibrar en mi interior. Parecía girar al mismo tiempo. Lo sentía vibrando en mi polla, que babeaba. Comencé a jadear ante ella. Sentía un calor en la cara, un rubor.

- Tenias que haberle visto la polla… Una cosa impresionante… Y cómo me follaba… Parecía a motor…

Accionaba una rueda del mando que parecía incrementar la intensidad de la vibración. Pulsando alternativamente varios botones, se desataban en mi interior movimientos diferentes. Me dolía. Mi polla parecía poder hacer estallar el casquillo. Palpitaba y pugnaba por enderezarse. En sus giros, en algunos momentos parecía vibrar sobre el lugar aquel disparando un latigazo de placer y de dolor.

- Dime, cornudito… ¿No te da vergüenza?

- ¿Ver… ver… güen… zaaaa?

- Sí. Ponerte así de caliente escuchándome follar, ver cómo me follo a quien me da la gana, cómo me trago cualquier polla que quiero delante de ti…

- Sí…

- Estar ahí… a punto de correrte como un maricón, atado, con un vibrador en el culo… ¿No te da vergüenza?

- Sí… sí…

- Eres un cielo de cornudo maricón.

Empecé a correrme como un loco. Mi esperma se acumulaba en el estrecho habitáculo que encerraba mi polla haciéndome sentir calor. Me corría a borbotones, con dolor por constreñido. Me corría abundante y violentamente ante ella, que me miraba con una sonrisa burlona dibujada en los labios, sin inmutarse. Me corría temblando y jadeando, y el esperma que rezumaba por los agujeros del casquillo manchaba la silla. Merche ni siquiera se movía. Solo me observaba. Solo me miraba, y a mi me daba vergüenza mirarla. Me sentía despreciable, y aquello me causaba a la vez alguna extraña forma de placer.

- Anda, vamos. Tendré que quitarte eso para que te laves, no vaya a ser que se te pudra ahí dentro, por que a partir de ahora lo vas a llevar siempre.

- No… claro…

- Te lavas sin pasarte. Como te corras te mato.

- Ya…

- Con agua fría, mejor con agua fría.

- Cómo tú quieras, mi amor.

- No me llames amor, cerdo.

- Ya…

- Y no llores.

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