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Pandemia 01: casos aislados

en No Consentido

La “Paciente 0”, la primera de las mujeres afectadas por la enfermedad, fue Amelia Sweetheart. Amelia, un ama de casa que no había manifestado hasta aquel momento ninguna rareza fuera de los límites de lo común, de las pequeñas particularidades de cualquier ser humano, cuyas características físicas, por otra parte, resultaban perfectamente normales en su  Londres natal: cuarenta y cinco años, 1,60 de altura, pelirroja de piel blanca, ligeramente pecosa, con un mínimo problema de obesidad en absoluto preocupante.

La señora Sweetheart paseaba a primera hora de la tarde por un parque de la ciudad junto a su marido John, de su misma edad, y su hija Daisy aprovechando una de las primeras tardes soleadas de la primavera cuando, sin que mediara síntoma previo alguno, inopinadamente, según relataron diversos testigos, comenzó a manifestar un comportamiento anómalo que derivó en pocos minutos en escándalo público. Baste para hacerse a una idea la narración de los hechos que realizó Peter Robins, testigo presencial:

  • La señora Sweetheart empezó a caminar de una manera extraña, como si estuviera mareada y, de repente, se tiró al suelo y empezó a retorcerse. Yo la conocía por que era mi vecina, y me extrañó aquel comportamiento, por que era una persona muy normal. Empezó arrancándose los botones de la blusa, como si no pudiera aguantar el calor. Su marido, John, trataba de sujetarla, pero parecía tener una fuerza anormal, por que no consiguió evitar que se arrancara hasta las bragas. La pobre debió volverse loca. Se metía la mano entre las piernas, a la vista de todo el mundo, y nos gritaba que la folláramos mientras culeaba y forcejeaba con su marido, que intentaba taparla como podía. La pobrecita Daisy lloraba viendo a su madre meterse los dedos en el coño (perdone usted la expresión), mientras se dirigía a los hombres que pasábamos por allí llamándonos “maricones” a voz en grito, y exigiéndonos que la folláramos. “¡Clávamela, maricón!”, recuerdo que me gritó a mi. Olía de una manera extraña, como dulzona. A mi, la verdad, es que me excitó mucho aquello… Bueno, se me puso muy dura, la verdad. Por lo que pude ver… Bueno, a todos nos pasaba lo mismo… Incluso su marido… Bueno, que se le notaba, que la tenía tiesa, ya sabe usted… Claro, que a él se la agarraba con mucho descaro, allí, delante de todo el mundo… Le metía mano y forcejeaba como si se la quisiera sacar… Y el hombre allí, aguantando, ruborizado, como sin saber donde mirar… Fue muy raro. Sí, muy muy raro…

La narración de Peter difiere muy poco de las que posteriormente se repetirían por toda la ciudad y, más adelante, en apenas un par de semanas, a lo largo de toda la superficie terrestre, en todos los continentes y en hombres y mujeres de toda edad y condición.

En un principio, se llegó a la conclusión de que asistíamos a un problema de carácter psiquiátrico. De hecho, fue ingresada en el psiquiátrico de Saint Mary donde la conocí. Ni siquiera se planteo en aquel primer momento la necesidad de someterla a análisis, salvo en busca de posibles intoxicaciones por drogas, que resultaron, como saben, negativos en la práctica totalidad de los casos.

El hecho fue que, una vez ingresada, cuando ya resultaba imposible el acceso por su parte a cualquier sustancia tóxica, fuera de las que yo mismo le recetaba, y a pesar de que manifestaba una actitud no ya normal, si no serena incluso durante la mayor parte del tiempo, los episodios se repetían con alguna frecuencia, apoderándose de ella un extraordinario furor sexual que la llevaba, sin previo aviso, a adoptar una actitud terriblemente provocativa, hasta el extremo de tener que llegar a despedir a dos celadores a quienes encontramos abusando de su triste condición simultáneamente. Hay que decir que aquel furor que manifestaba resultaba terriblemente sugerente, hasta el extremo de que…

Dos semanas después de su ingreso, algunos otros de nuestros pacientes, hombres y mujeres, comenzaron manifestar síntomas muy parecidos. También sucedió con los enfermeros a quienes habíamos sorprendido fornicando con la señora  Sweetheart. Aquello nos hizo contemplar la posibilidad de que nos encontráramos ante alguna enfermedad infecciosa con efectos neurológicos, y dimos traslado de nuestras inquietudes al Centro Nacional de Control de Epidemias. Todavía recuerdo la llamada y me ruborizo. Literalmente, se cachondearon de mi. Vinieron a decirme que no me preocupara, que ese tipo de enfermedades no se sabía que existieran, y a sugerirme que yo misma buscara ayuda profesional.

Como nuestra clínica carecía de laboratorio, me tuve que limitar a continuar con el tratamiento -a pesar de tener muy poca fe en él a aquellas alturas-, mientras esperaba los resultados del examen de una serie de muestras que envié a una colega y amiga, que aceptó la tarea como un favor personal y me prometió que se encargaría de ello en cuanto tuviera un rato.

Aquella misma tarde, la entrevistaba en mi consulta para comprobar cómo evolucionaba y ajustar las dosis de los fármacos con que intentábamos controlar aquellos brotes repentinos de lascivia, podríamos decir.

Como siempre entre episodios, la señora Sweetheart se mostraba extremadamente educada y amable. Era una mujer encantadora, de unos cuarenta y cinco años, educadísima y de apariencia inocente, rellenita, de facciones dulces. La extrema palidez de su piel, en vivo contraste con su cabello rojo y las pecas que adornaban sus pómulos, contribuía a reforzar su apariencia de alma cándida.

  • Yo de esas cosas que me dice, doctora, es que no me acuerdo, si es que han pasado. No tengo ni noción.
  • ¿Pero, Amelia, me cree cuando se lo digo?
  • Mujer… Claro… ¿Por qué me iba a mentir en eso.
  • ¿Y qué piensa cuando lo escucha?
  • Pues… pienso…

En aquel titubeo percibí los primeros síntomas de uno de aquellos episodios, y me dispuse a observar y anotar cuanto observara. Pensé en pedir ayuda, pero consideré que, estando solas, la crisis se manifestaría sin influencias externas. Generalmente, se limitaba a un episodio de extremo furor de deseo sexual que, salvo que algún desaprensivo decidiera sacar partido de la situación, terminaba en el peor de los casos con una maniobra masturbatoria más o menos persistente.

  • Pues pienso que tengo el coño ardiendo, zorra, y que me lo podías comer. ¡Mira!

Se levantó el camisón y se bajó las bragas en un movimiento de una eficiencia pasmosa, y me enseño su vulva que, efectivamente, aparecía abierta y húmeda. A simple vista, se apreciaba la erección evidente del clítoris, de dimensiones notables, y la inflamación de los labios. La vulva mostraba su color natural, sonrosado y de aspecto saludable.

  • ¡Vamos, cabrona! ¿No ves cómo me tienes? ¡No me digas que no te mueres por meterme los deditos!

Se había recostado en la butaca y apoyado los talones sobre el tablero de la mesa, y se acariciaba frente a mí con mucho entusiasmo, de una manera muy aparatosa. Los dedos de su mano izquierda, que brillaban empapados en sus flujos, entraban y salían de su vagina mientras que, con la derecha, se frotaba el clítoris a un ritmo trepidante, que parecía causar el efecto esperado, a juzgar por la contracción de su rostro y el movimiento sincopado de sus caderas.

  • ¡Chupameló, puta! ¡Chupameló!

No quiero que piensen que no soy profesional, pero debo confesar que la escena no me dejaba indiferente. Creo que no hubiera dejado indiferente a nadie. Se había terminado de quitar el camisón -uno de esos abiertos que usamos en los hospitales-, y se masturbaba con muchísimo furor al tiempo que se manoseaba aquellos senos grandes, de pezones sonrosados, pálidos también, cuyas areolas apenas se distinguían del resto de su piel casi lechosa. Su cuerpo, muy voluptuoso temblaba fruto de las convulsiones que experimentaba, y el rostro se le descomponía en una mueca de extremo placer y me miraba directamente a los ojos mientras me increpaba solicitando mis atenciones. La escena, como se pueden imaginar, era de muy alto contenido sexual, y me hizo sentir inquieta. Podría afirmarse que me costaba mantener la compostura. Con esfuerzo, conseguía disimular y mantener una actitud de aparente neutralidad, procurando no estimular su reacción para poder observarla sin injerencias.

  • ¡Vamos, cabrona, que lo estás deseando!

Sucedió en un instante, en un visto y no visto: de repente, se me echó encima saltando sobre mi mesa. Se me echó encima con tal violencia que hizo volcar mi silla y me encontré caída en el suelo con las piernas en alto y soportando el peso de aquella mujer desnuda, que me mordía la boca y frotaba su coño sobre mi vientre mientras me arrancaba a tirones los botones de la bata y de la blusa.

  • ¡Amelia, por favor!
  • ¡Dejate, puta, dejate!

Estaba fuera de sí. Me atacaba con una fuerza anómala que me impedía hacer nada para defenderme, más allá de manotear torpemente y tratar de cubrirme el pecho y el pubis sin éxito. Cuando me quise dar cuenta, me tenía medio desnuda, con la blusa abierta y la falda arrebujada en la cintura, y se había dado la vuelta plantándome la vulva sobre la cara y sujetándome los brazos contra el suelo con las rodillas. Me masturbaba metiéndome la mano bajo las bragas y me estrujaba las tetas mientras frotaba su coño en mi cara jadeando e insultándome, mojándome y ahogándome.

Pronto ya no fui capaz siquiera de intentar defenderme. A la excitación que había venido causándome su conducta anterior, se sumaba el manoseo brutal a que me sometía, y me encontré gimiendo con sus dedos clavados en el coño, moviendo las caderas y -me da vergüenza decirlo- correspondiéndola con mi lengua. Culeaba en mi cara y yo buscaba su clítoris, inflamado como una pollita dura, y lo succionaba. Había liberado mis manos al notar mi entrega, y yo también la follaba con los dedos y magreaba su carne mullida como una desesperada mientras me corría.

Yo misma me quité las bragas. Podría pensarse que después de correrme de aquella manera, me iba a quedar tranquila, pero el hecho cierto es que estaba fuera de control. Yo misma me quité las bragas y me senté en la mesa abierta de piernas y llamándola.

  • ¡Cómemelo tú! ¡Comemeló!

Vino de rodillas y se lanzó sobre mi coño. Comenzó a lamérmelo y a besármelo como una loca. Yo creo que podría decirse que, desde que empezara, no había dejado de correrme. Me lo comía con un ansia y a una velocidad que me volvía loca. Me metía dos de sus dedos regordetes y me follaba con ellos sin dejar de mamar mi clítoris con fuerza, y yo la llamaba puta y le pedía más culeando como una perra.

Quizás pueda parecer que la locura no podía ir a más, pero no es cierto. La incitaba. Exigía más y más. Se lo pedía a gritos, y ella respondía. Estrujaba sus grandes tetas blancas y me inclinaba sobre ella para palmear aquel culazo, que me parecía lo más que se podía desear.

  • ¡Más!¡Máaaaaaaas!

A los dos dedos con que me follaba, no tardó en incorporarse un tercero. Los metía y los sacaba con fuerza en mi coño, y presionaba mi clítoris con el pulgar al mismo tiempo. Yo no sentía dolor. Sólo un deseo insaciable. Los giraba dentro de mí cómo una barrena, y me volvía loca, aunque nada me satisfacía. Introdujo el cuarto y sentí que me desgarraba.

  • ¡No pares ahora, gorda cabrona!

Y entonces empujó con fuerza y toda su mano estuvo clavada en mi coño. Me ardía. Me follaba con ella, primero sólo empujando, después, metiéndomela y sacándomela con el puño cerrado. Me dolía y, sin embargo, lo deseaba con toda mi alma. Se había puesto de pie, a mi lado, y sujetaba mi cabeza hacia atrás mientras me mordía los pezones. Y aquel puño salía y entraba arrancándome gritos de dolor cada vez. Me deje caer. Me orinaba, temblaba, y culeaba completamente fuera de mí, chillando.

Y, de repente, todo terminó. La señora Sweetheart se vestía lentamente con una expresión desconcertada en el rostro y yo misma buscaba mis bragas bajo la mesa para imitarla. Estaban rotas. Yo sí recordaba lo sucedido, y me mortificaba. La cabeza se me llenaba de ideas idiotas. Me preocupaba la complicación de tener que irme a casa con la bata. Tenía que buscar otra. Con el abrigo por encima ni se notaría. Me faltaban más de la mitad de los botones de la blusa. Me dolía el coño. Me dolía mucho, y tenía las huellas de sus dientes en las tetas. Y, por si fuera poco, aquella vergüenza…

Tras despedirla, y prescribir un aumento en las dosis de su tratamiento, simulé tener trabajo atrasado para salir tarde. No quería ver a nadie. Con la bata puesta y el abrigo abrochado hasta el cuello, me subí al metro. En el vagón, solitario a aquellas horas de la noche, el único pasajero que me acompañaba se había sentado frente a mi. Me miraba de manera extraña y sonreía. No dejó de hacerlo cuando sacó su polla a través de la bragueta. La tenía muy dura, y se masturbaba delante de mis narices. Me quedé paralizada, inmóvil, observándole sin experimentar rechazo alguno. Tampoco parecía ir a hacer nada más que lo que hacía. La voz de la grabación que anunciaba la estación donde tenía que bajarme me sorprendió en el momento en que, jadeando, mi extraño compañero de viaje se corría gimiendo. Me sentí excitada. Ni siquiera me molestó que me salpicara un poco.

El aire frío de la noche no parecía incomodar a la pareja de muchachos jóvenes que hacían el amor en las escalinatas, frente a la puerta de mi casa. Uno de ellos, inclinado hacia delante, se apoyaba en el pasamanos. Tenía los pantalones bajados hasta los tobillos. El que estaba detrás de él le sodomizaba y me miraba a los ojos con aquella sonrisa extraña y fría. No me pareció estraño sentarme bajo ellos, en uno de los peldaños. Me metí en la boca la polla del muchacho que recibía el traqueteo rítmico y seco. Se la chupaba al mismo tiempo que me masturbaba a pesar del dolor intenso que todavía entonces padecía. Sentí que se correría cuando su capullo pareció inflamarse más. Palpitaba en mi boca y escuchaba sus gemidos. Comencé a temblar de placer esperándole. Me había clavado los dedos en el coño y apretaba fuerte causándome dolor. Mis caderas se sacudían solas en un movimiento automático cuando me escupió el primer chorro de leche en la boca. Me tragué uno tras otro cada uno de los chorretones que quiso verter. Me sentía ansiosa y confusa. Chillaba como una maricona y, en un nuevo pálpito, volvía a llenar mi garganta. Me sorprendí pensando “no pares ahora, maricona, dame más”.

Mientras se recomponían la ropa con expresiones confusas, cómo sin recordar lo sucedido, los dejé y anduve los pocos pasos que separaban la salida del metro del portal de mi casa.

Alfred se asustó al ver el estado de mi ropa.

  • ¿Qué te ha pasado, cariño?
  • Nada, un incidente con una de las pacientes.
  • ¿Te ha atacado? ¿Te ha hecho daño?
  • Sí… Bueno, no te preocupes, no me ha hecho nada.  Cosas del oficio Y las niñas?
  • Se han acostado ya. Tienen examen mañana las dos ¿recuerdas? El ingreso en la universidad.

Aquella noche hicimos el amor cómo nunca. Más bien puede decirse que le follé como un animal. Cuando terminó y se quedó dormido, me masturbé imaginándome con Linda, la mayor. De repente reparé en la anomalía: ¿por qué yo sí me acordaba?

Aquella noche no conseguí dormir.

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