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Intimacy 04: pulsión

en Amor filial

Richi se tuvo que venir a casa cuando a Sara le salió un trabajo en Los Ángeles. Empezaba tercero del BUP de entonces, y Marga y yo estuvimos de acuerdo en que le convenía terminar sus estudios de bachillerato en España antes de trasladarse. Por otra parte, a mi hermana le sería más fácil instalarse allí sola y disponer de un par de años para asentarse sin tener que preocuparse por los problemas domésticos.

Siempre había sido un chico un poco especial: un poco afeminado, por qué no decirlo, introvertido… Por entonces, a sus diecisiete, la misma edad que nuestros gemelos, había adoptado una estética que los chicos nos dijeron que era “emo”. Nunca hemos interferido en la evolución de nuestros hijos. Más bien la hemos respetado, y no nos planteamos otra cosa para con él, así que tuvimos que acostumbrarnos a su ropa extraña y un poco dramática, a su melena lacia, a su aire distraído, a la anilla en la aleta de su nariz, y hasta a que se maquillara un poco para acentuar su palidez y se pintara los labios para salir los fines de semana. Por lo demás, era un cielo de chico: inteligente, amable, aplicado, y muy guapo. Un poco más alto que los mellis, más delgado, por que no hacía deporte, pero muy guapo, según decía Marga, que alababa sus facciones delgadas, sus labios gruesos y carnales, y sus ojos grandes muy oscuros, casi negros.

Terminado el curso, los chicos y yo nos adelantamos a Marga, que todavía tenía trabajo una semana más, y nos fuimos al mar, a nuestra casa de Rivadesella, un caserón magnífico, alejado del pueblo que heredamos de mi padre, muy cerca del faro, que cuelga sobre los acantilados al borde de una pradera extensa siempre verde.

Nada hacía suponer que aquel verano marcaría una transformación de nuestras vidas tan radical como la que entonces vivimos.

Llegamos a mediodía. Antes de subir a casa, decidimos comer un poco de pescado en un chigre en el puerto. Unos bocartes, berberechos… bueno, lo normal cuando se llega allí. Lo regamos con un par de botellas de sidra, y nos subimos a casa sorteando las curvas de la estrecha calzada que conduce al faro con mucha precaución.

Al llegar, todo estaba en orden. Marina, como siempre, aunque la habíamos avisado con solo dos días de antelación, nos tenía la casa perfectamente preparada: limpia, ventilada, y con comida en la nevera y las camas hechas. Me excusé y, dejando a los chicos instalándose, me encerré en mi cuarto para dormir la siesta cerrando las cortinas, pero dejando la ventana abierta para dejar que entrara la suave brisa marina. Hacía una tarde deliciosa. Me desnudé y, sin abrir la cama, me dormí sobre la colcha escuchando el murmullo del mar a lo lejos.

Un móscardón impertinente me despertó apenas media hora después. Traté de retomar el sueño, pero me incordiaba con insistencia y acabé desvelado, mirando al techo sin pensar en nada, dispuesto a disfrutar de la tranquilidad un buen rato más antes de dejarme zarandear por la actividad frenética a la que, sin duda alguna, me someterían los chavales en cuanto apareciera.

Una conversación en susurros en el jardín captó mi atención y despertó mi curiosidad. Desde siempre me había gustado observar a los chicos a escondidas, disfrutar de sus juegos cuando no tenían conciencia de que nadie los veía. Me contagiaba de esa manera de su alegría de vivir. Nunca supuse que aquella tarde todo sería tan distinto.

- Estaos quietos, joder, que nos va a pillar.

- Naaaaa… Si se ha bebido más de una botella de sidra él solo. No le volvemos a ver hasta la cena.

- Ya te digo…

Intrigado, me asomé discretamente a la ventana para espiarles a través de la rendija entre las cortinas. En aquel preciso instante, podría decirse que mi percepción del mundo, de mi familia, de mi vida, cambió radicalmente.

Los chicos estaban desnudos. Debían haber estado bañándose en la piscina, por que sus pieles brillaban mojadas. Richi, de rodillas sobre una toalla en la hierba, se hacía el remolón casi con coquetería, resistiéndose a… No podía creerlo. Me quedé paralizado, sin saber que hacer. Juantxo, de pie, frente a él, exhibía una erección majestuosa, y trataba de conseguir que su primo se la chupara. A su espalda, Nino acariciaba su pollita -no podría definirla de otra manera- y le incitaba a hacerlo.

- Vamos, mariquita, si lo estás deseando. Trágatela, no seas boba.

 

A juzgar por la erección de su polla diminuta, de no más de siete u ocho centímetros, y de lo que me pareció una vergüenza fingida, coqueta, no parecía desencaminado. Mantuvo el paripé durante unos minutos apenas, tratando de apartarlo sin fuerza, en un gesto casi femenino, mientras mi hijo se esforzaba por atraerlo agarrando su cabeza, restregándole la polla por la cara. Nino, mientras tanto, seguía pelándosela con los dedos y jugueteaba con la mano libre entre sus nalgas. Finalmente, entreabriendo los labios, comenzó a acariciar su capullo con ellos haciéndole gemir.

Estaba paralizado, asombrado, sorprendido, presa de un vértigo extraño. Una voz en mi interior me decía que no debía ver aquello, que era una indecencia que siguiera allí, observándoles a hurtadillas; que la decisión era entre impedirlo y abstenerme, entre detenerlos y alejarme de la ventana y dejar que siguieran con sus juegos sin interferir, pero seguía mirando hipnotizado.

Yo nunca había sentido esa pulsión homosexual que dicen que experimentan la mayor parte de los hombres en algún momento de sus vidas. Nunca había sentido el menor deseo en ese sentido. Ni siquiera me lo había planteado, y la idea, si acaso, me había causado repugnancia. Sin embargo… Allí estaba, mirándolos, sorprendido por la extraña ansiedad que me causaba la escena y espantado por la radical erección que experimentaba al verla.

- Nos va a pi… llar… Nos.. va… Gulp…

- Calla y chupa, putita.

Sin saber cómo, me encontré masturbándome, presa de una agitación febril. Me agarraba a mi polla, dura como hacía siglos que no la sentía, chorreando hasta el suelo, y la pelaba automáticamente, sin pensarlo. El corazón me latía a cien por hora cuando vi que Nino, mientras Juantxo seguía dejándosela comer, tomaba un bote de crema solar y, vertiéndose una buena cantidad de ella en la mano, la llevaba al culito escueto de su primo, que gimoteaba como una colegiala caliente.

- Ahhhh…

- Te voy a follar, putita.

- No.. no…

- Te voy a follar.

Un quejido mimoso me permitió deducir que empezaba a clavar sus dedos en él. Su pequeña pollita, terriblemente dura, rígida, goteaba, como la mía. Mi hijo no tardó en arrodillarse a sus espaldas, muy pegado a él, y atraerle hacia sí sujetando con las manos sus caderas. Sin dejar de negarse, se dejó llevar. Incluso levantó ligeramente el culito, facilitándole el acceso, y Nino guió su polla grande y dura con la mano. Emitió un quejido y permaneció quieto un momento, mirando al suelo y jadeando agitadamente antes de dar comienzo a un movimiento sensual y cadencioso, mientras sujetaba la polla de Juantxo con la mano.

- Muévete así, putita. No sé por qué te resistes, con lo que te gusta…

Sujetándole del pelo, le obligó a girar la cabeza para morderle la boca. Richi, entregado, se dejaba hacer. Juantxo avanzó un paso, hasta ponerse a su alcance y, al unísono, su hermano y su primo empezaron a chupársela, a recorrerla entera con sus labios y sus lenguas, a pugnar por meterla en sus bocas, sin dejar de culear, de follar ante mis ojos. Mi mano se movía nerviosamente cubriendo y descubriendo mi capullo. Me fascinaba el aire femenino, el contoneo femenino de mi sobrino mientras mis hijos le follaban, el modo en que su pollita, como de piedra, se adelantaba y atrasaba al compás del balanceo de su culito delgado.

Nino aceleró su movimiento. El golpeteo se hizo frenético. Richi, inclinándose hacia delante, quedó a cuatro patas. Su cuerpecillo delgado se veía sometido a un traqueteo acelerado, brutal. Sujetándole del pelo, Juantxo clavaba la polla en su boca. Sus gemidos se oían ahogados. De repente, todo se detuvo. Agarrado firmemente a sus caderas, mi hijo se clavó con fuerza en él. Se incorporó chillando. Un hilillo de esperma manaba de su boca. La polla de Juantxo, en su mano, todavía escupía chorros y chorros de esperma sobre su vientre mientras que su pequeño apéndice, amoratado, manaba un flujo continuo de lechecita que resbalaba por su superficie hasta la alfombra. Sujetándole del pelo, Juancho le mordía la boca.

Me corrí. En aquel mismo instante, al mismo tiempo que mis hijos y mi sobrino, me corrí como en mi vida. Agarrado a mi polla, me corrí sintiendo que era yo quien escupía mi leche en su boca y en su vientre, quien llenaba su culito y quien bebía de su boca mi propio esperma. Me corrí a borbotones, sintiéndome a la vez loco de deseo y avergonzado. Me corrí a chorretones violentos y abundantes, que salpicaban en mi vientre y en mi pecho atravesándome como un calambre antes de salpicarme. Me corrí enloquecido, ardiendo.

Volví a la cama desconcertado. La escena, de por sí, hubiera sido más que suficiente para sumirme en la confusión, pero mi reacción ante ella… Traté de dormir. Me resultaba imposible quitarme de la cabeza las imágenes de los chicos. Especialmente, Richi me fascinaba. Evocaba su aire discretamente femenino, el movimiento felino de sus caderas mientras la polla de Nino se clavaba en su culito menudo y pálido; la forma en que chupaba la de Juantxo, su gritito, como de niña, cuando aquella pollita diminuta empezaba a escupir su leche abundante, que supuse templada… Cada imagen, cada detalle que rememoraba, me llevaba a Richi. Mi polla se mantenía inevitablemente erecta, en una contradicción conmigo mismo que me desorientaba.

Apenas abandoné mi dormitorio un rato para la cena. Comimos cualquier cosa que Marina nos había dejado preparada, no recuerdo qué. Me sentí violento con los chicos. Me costaba seguir sus bromas. La tranquilidad que aparentaban me hizo pensar que lo que había visto no debía ser nada extraordinario.

La simple visión de Richi me causó una erección incómoda, oculta bajo el tablero de la mesa del ofice de la cocina. Desde luego, nunca le había visto como un muchacho viril, a diferencia de mis hijos, pero ahora, después de la escena de la piscina… Inexplicablemente, me resultaba atractivo. Veía en él gestos, rasgos de una femineidad que me cautivaba. De repente, su piel lampiña y tan blanca, el modo en que dejaba caer la cabeza hacia un lado, o la simple posición de sus brazos, el modo en que manipulaba al hablar, me parecieron artes de seducción. Cualquier frase suya, probablemente inocente, era una invitación, un gesto voluntario, que probablemente debía ser más achacable a aquella pulsión malsana mía que a su intención. No podía quitarme de la cabeza la imagen de aquella pollita manando mansamente su esperma.

Me excusé en el cansancio del viaje para retirarme temprano a dormir me levanté con las manos en el bolsillo. Ni siquiera la ducha fría sirvió para aliviar la excitación que me consumía. Traté de dormir infructuosamente. Di vueltas en la cama imaginándole, incapaz de quitarme de la cabeza su imagen de niña dulce y guapa. Me resistí a masturbarme pensando en él. Me daba vergüenza, aunque la excitación me resultaba dolorosa.

Hacia las tres de la mañana, no pude resistirme más. Diciéndome que solo quería verlo, que de ninguna manera me aprovecharía de mi sobrino, que solo quería verle otra vez, me deslicé hasta la puerta del dormitorio de invitados, en el extremo opuesto de la casa al que ocupaban nuestras habitaciones. Abrí la puerta sigilosamente. La luz de la luna llenaba la estancia de un tono misterioso, blanco-azulado, y la brisa del mar refrescaba el ambiente. Olía bien.

Richi dormía desnudo, sobre las sábanas. Permanecía unos minutos, o una eternidad, no sé, observándole. Tenía un cuerpo precioso, delgado y elegante, que blanqueaba como dotado de una iridiscencia mágica. Su pollita, fláccida ahora, apenas destacaba entre la mata de vello oscuro, extrañamente liso, de su pubis. Sentía latirme el corazón en las sienes y como si me faltara el aire. Me acerqué un poco.

Su respiración era serena, pausada. Su pecho se movía acompasadamente arriba y abajo. No sé cómo, me encontré arrodillado junto a la cama. Aunque me decía a mi mismo que no podía ser, que era una locura, fui incapaz de contenerme: alargué el brazo hasta tocarla. Me resultó extraño sentirla entre mis dedos tan blandita y tan pequeña. Jugueteé con ella un momento, sintiendo cómo crecía hasta adquirir aquellos siete u ocho centímetros y aquella dureza con que había soñado durante toda la tarde Mi propia polla estaba más que dura, congestionada. Notaba cómo el pantalón del pijama se humedecía gradualmente.

Me sentía eufórico, nervioso y excitado. La sujetaba con tres dedos que movía muy lenta y suavemente. Su respiración se hizo más honda. Cuando tiré de la piel un poco más hacia abajo y descubrí su capullo, lo rocé con los dedos. Estaba húmedo. Dio un respingo que me heló el corazón. Me quedé paralizado, con su pollita entre los dedos, sin saber cómo reaccionar, sintiendo un velo de sangre nublándome la vista y el corazón en la garganta. Su respiración volvió a acompasarse. Separó un poco las piernas, se acomodó en sueños, y su respiración retomó el ritmo.

De pronto fue la locura. Inclinándome sobre él, rodeé su polla con los labios lentamente. Era como si, de alguna manera, algo dominara mi voluntad contra toda lógica. Estaba ardiendo. Mi polla mostraba una erección que no recordaba desde la adolescencia. Comencé a lamerla lenta y suavemente, a succionarla un poquito. Su respiración iba agitándose. Un ligero movimiento de su pelvis empezó a acompañar mi caricia, que iba poco a poco haciéndose más intensa. Aunque le escuché emitir un gemido quedo, ya nada podía detenerme. Pronto sentí sus manos apoyadas en mi cabeza. Adelantaba el pubis obligándome a metérmela entera en la boca. De pronto pareció despertar, como si el sueño se disociara de la realidad y comprendiera.

- ¡Tío…! ¡Tí… o! ¡Tíiiiiiiooooooo…!

Lo sentí estallarme en la boca. Agarrado a mi cabeza con fuerza, empezó a escupir en mi garganta chorro tras chorro de esperma caliente. Gimoteaba como una nena, y se me corría en la boca sin parar, culeando, tensando las piernas, arqueando la espalda. Se corría en mi boca y yo me bebía su esperma con ansia, desesperado por tomarla, ansioso. Se agarraba a mi cabeza y se corría.

Me sentí extraño. Richi, apoyado sobre el codo, me miraba sonriendo, recuperando el resuello en silencio, y yo no sabía qué hacer. Estaba paralizado, debatiéndome entre el espanto por lo que acababa de hacer y la excitación brutal que padecía. Alargó su mano, tomó la mía, y tiró de mi suavemente invitándome a subir a la cama, a tumbarme a su lado. Cuando lo hice, se giró sobre mi apoyando medio cuerpo en el mío. Su muslo, flexionada la rodilla, rozaba mis pelotas. Me besó en los labios. Sus manos delgadas de dedos largos me acariciaban causándome una excitación terrible. Su cuerpo resbalaba sobre el mío acariciándome. Descendió besando mi pecho, mi vientre, hasta mi polla. Me moría por que la tomara entre sus labios y, en su lugar, escupió sobre ella. Escupió varias veces, causándome placer, y comenzó a extender su saliva suavemente con dos dedos. Me moría por sus labios. Los deseaba alrededor. Quería correrme en su boca. Volvió a tumbarse a mi lado.

- Escúpeme en la mano.

Obedecí. Sentía su piel húmeda junto a mi. Escupí sobre sus dedos. Flexionó las rodillas y comenzó a lubricarse con mi saliva volviéndome loco. Su pollita volvía a estar firme. Veía su silueta pequeñita cabecear en el aire.

- Fóllame.

- …

- ¿No quieres follarme?

Me incorporé y me puse frente a él, de rodillas, indeciso todavía, y, agarrándola, condujo mi polla a la entrada de su culito. Se movió un poco, apenas lo necesario para que mi capullo se deslizara en el interior y sentir la presión y el calor. Apoyando mis manos en sus muslos, junto a su pubis, empujé hasta sentirla entera dentro. Gimió. Emitió un quejido mínimo, mimoso, y comenzó a moverse despacio, como animándome. Su pollita, muy firme, parecía pendulear en el aire como si empujara su base desde dentro.

Poco a poco, fui follándole más deprisa, cada vez con menos miedo. Me incitaba gimiendo, hablándome. Me volvía loco de placer y de deseo. Poco a poco, mi polla se movía más deprisa en su interior. La sentía apretada, caliente.

- Fóllame… así… Es… muy… grande… Así… Asíiii…

De repente, en medio de aquel arrebato salvaje, de aquel ajetreo terrible, cuando sus quejidos, sus gemidos, sus jadeos, parecían capaces de ser todo mi mundo, percibí un movimiento a mi izquierda. Quise morirme al comprender que era Nino, mi hijo, quien observaba lo que estaba haciendo con su primo. Pero no podía parar. No podía detenerme. Nadie hubiera podido detenerme. Muerto de vergüenza, seguí follando a mi sobrino, que lloriqueaba entre gemidos ensartado por mi polla. Nino, agarrado a la suya, se masturbaba frenéticamente sin dejar de mirarnos ni un instante.

- Fo… lla.. lá… Folla.. lá…

Ni siquiera la vergüenza pudo hacer que sus palabras, el gesto de sacudir su polla deprisa, muy deprisa, excitado contemplando cómo follaba a Richi, lejos de disuadirme, me excitaba más. Tenía una polla bien grande mi chico, una polla magnífica que, de repente…

Dió dos pasos hacia nosotros y se colocó a mi alcance, muy cerca de mí. Soltó su polla para apoyar la mano en mi hombro, dejándola trempar a mi lado, al alcance de mi mano, y la cogí. Estaba dura, terriblemente dura, y húmeda. Mi mano resbalaba sobre ella haciéndole jadear. Richi movía el culo en círculos causándome un placer enervante, delicioso. Perdido de deseo, acariciaba su pollita dejando que mi mano abierta, sobre su pubis, la rozara al ritmo de sus propios movimientos. Me incliné sobre Nino sin dejar de follarle, al borde del orgasmo ya. Me incliné y comencé a chuparla, a metérmela en la boca. Gimió. En apenas un instante, comenzó a correrse en mi garganta. Richi emitió un quejido prolongado, un largo quejido al tiempo que se tensaba como un resorte. Su lechita tibia mojaba mi mano. Me llamaba corriéndose como una nena caliente.

- Tíiiio… Tíiiiioooooooooo….

Nunca en mi vida había experimentado un orgasmo como aquel. Mi esperma manaba a borbotones. Lo sentía en mi polla llenando a mi sobrino, envolviéndola en aquella sensación de calor deliciosa. Me corría a borbotones tales que parecían vaciarme cada uno y, sin embargo, se repetían una y otra vez. Me corría tragándome la leche de mi propio hijo, incapaz de poner freno a aquella locura. Me corría sintiendo latir en la mano la pollita diminuta de mi sobrino, tratando de agarrarme a ella, que resbalaba entre mis dedos. Me corría escuchándolos gemir, sintiéndolos temblar, sintiendo palpitar en mi boca aquella polla gruesa y dura de Nino, con la mano apoyada en su pubis duro y fibroso.

Tumbado sobre la cama, desconcertado todavía, respirando profundamente en esa línea delgada entre la vela y el sueño, con uno a cada lado, abrazándome, Richi besaba mis labios y sonreía.

- ¡Venga, vamos a nuestros cuartos! Que son las seis, y como nos encuentre aquí Marina le va a dar algo.

Obedecí a Nino. Le seguí como en una nube. Creo que no tenía una percepción clara de la realidad en aquel momento.

Tumbado sobre mi cama, dejé que el sueño me invadiera despacio. Flotaba en una nube de escenas entrevistas bajo la luz de la luna y de recuerdos de sonidos y caricias. Sobre la línea del horizonte, a lo lejos, en el mar, empezaba a alborear.

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