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La posesión de Ana Gayarre 02: consumación

en Dominación

Pues yo creo, por mucho que se lo contemos, no hay manera de que ustedes lo comprendan. Ni se pueden imaginar la sensación. Todo tan contradictorio, tan absurdamente contradictorio…

Cuando me desperté, Amaia seguía sentada en la cama. Miraba a los prados por la ventana, aunque no parecía que viera nada. Como hipnotizada ¿Saben?

Recuerdo que se balanceaba un poco, adelante y atrás, abrazada a sus rodillas, como espantada. Yo ni ánimo tenía para hablar. No me quitaba de la cabeza lo que había pasado. Joder, si es que… Me da vergüenza decirlo, pero se me ponía dura. No sabía ni cómo ponerme para que Amaia no me viera.

El caso es que, dirán ustedes, ella también se lo había estado tocando como una loca. Ya lo sé, pero es que… No saben, la vieja… Yo no había visto a una mujer de su edad nunca así, ustedes me entienden… Debía tener cincuenta y cinco, o más, y estaba llenita, muy maja la mujer, ya saben, con un culazo y unas tetas… Y es que no se hacen idea de cómo se movía, ni de cómo se corría… Ni de cómo se me la tragaba, con los ojos en blanco y dando aquellos chillidos…

Luego estaba aquello… Les juro que veía cómo le aplastaba el culo cada vez que la empujaba, y hasta se le marcaban las manos cuando la azotaba, o cuando le estrujaba las tetas… Y nada, que le daba un viaje y la vieja chillaba, y se venía para delante y me ponía la nariz en la tripa. Vamos, que se la tragaba entera, hasta la garganta… Y Amaia como una perra, con los dedos clavados y culeando, y gritándole aquellas cosas a la pobre mujer…

Bueno, pues que no se me olvidaba, que me la imaginaba tragándose mi leche, como una puta, y no se me bajaba ni un momento.

No me interpreten mal. Aquello me había dejado una sensación terrible, un miedo exagerado. Lo tuve todo el tiempo mientras pasaba, y no se me iba la sensación, pero no podía evitarlo.

Bueno, por no enredarme les digo que Edurne se hartó de esperar a que nos levantáramos y vino a sacarnos de la cama por que tenía que limpiar el cuarto, decía. Una mujer tremenda, pequeñita, pero con un poderío como para decirle que no.

Pasó el día sin pena ni gloria. No teníamos ánimo ni para mirarnos a la cara. Mi suegra se había quedado muy seria, y nos esquivaba evidentemente. Nosotros no hicimos nada por ayudarla. Nos daba vergüenza a los dos, y miedo.

Edurne parecía comprender que algo había pasado, así que andaba también seria por la casa poniendo orden en todo. Era una campesina de treinta y cinco o cuarenta, recia y guapa, con el pelo recogido bajo un pañuelo, que se movía por la casa como un huracán. Parecía mantener un interminable diálogo interior, y no resultaba difícil escucharla farfullar en un euskera que debía ser de otro sitio, por que yo no la entendía muy bien. Entonces no era como ahora, que se enseña a los chicos en la escuela. Entonces la gente de las ciudades lo hablábamos poco (y mal), y la del campo lo hablaba bien a su manera, casi distinto en cada valle.

Por la tarde llovía mansamente. Por la ventana de la sala grande apenas se atisbaba el verde del prado ante la casa una docena de metros. La bruma velaba el paisaje como dejándolo entrever, y se escuchaba el goteo del tejado golpetear el acerado empedrado que rodeaba la casona.

Seguíamos en silencio cuando Edurne terminó de servirnos la merienda: café con leche en grandes tazas, unas pastas, y unos vasitos pequeños de aguardiente. Allí no se preguntaba a nadie lo que quería comer. Se servía “lo de siempre”.

- Señora… Yo ya he terminado… Si no manda más, me voy a marchar a casa.

Titubeaba. Pese a su brava presencia, parecía percibir la tensión en el ambiente, que no lograba interpretar, y temer ir a meter la pata. Mi suegra sabía ser amable y educada, y generalmente lo era, aunque era de general conocimiento en la comarca, que gastaba un genio cuando se la contrariaba de “agárrate y no te menées”.

La miró sonriendo de una manera extraña.

- ¡Qué ostias te vas a ir, hija de puta!

Me quedé helado. Amaia dio un respingo y les juro que pude ver cómo su rostro empalidecía a una velocidad increíble. Doña Ana no parecía consciente de lo que acababa de decir y aquellas, desde luego, no eran sus maneras habituales. Edurne permaneció en pie, mirando al suelo desconcertada, sin saber cómo reaccionar. El fuego crepitó con fuerza avivándose.

- ¿Perdón?

- Ni perdón ni cojones, puta. Tú te quedas.

Se había incorporado y, acercándose a ella, comenzó a girar a su alrededor muy despacio, obervándola con un detenimiento casi escandaloso, sin dejar de sonreír, y hablándola sin levantar la voz. La mujer parecía asustada, y no era para menos. Sus ojos, de pupilas dilatadas hasta hacer desaparecer el iris, reflejaban la lumbre, y su sonrisa insinuaba el trasfondo de una maldad inabarcable.

- ¿Creías que nadie lo sabía?

- ¿El… el qué…?

- No te hagas la despistada, puta.

- Pero…

- Lo sabemos, zorra. Sabemos lo de Aitor.

- ¿Cómo…?

- Lo sabemos todo, puta. Sabemos que empezaste cogiéndosela: “por relajarle”, te engañabas, para que no anduviera por ahí de putas…

- Es que…

- Ni es que ni ostias, ramera. ¿No se te mojaba el coño? Tú lo hacías por calentarte, por que eres una zorra.

- …

Lloraba como una chiquilla cogida en falta. Incapaz de responder, temblaba como un flan. Parecía imposible que aquella mujer, sólida como una roca, pudiera renunciar a su dignidad de aquella manera sin oponer la menor resistencia.

- No se lo diga… No…

- ¿Al cornudo de tu marido? ¿Es que pensabas en él cuando le dejaste agarrársete a las tetas, perra? ¿Te preocupas por él cuando le dejas metértela y te corres culeando? ¿Le llamas Jaco, no?

- Pero…

Había abierto su blusa de un tirón haciendo saltar los botones sin encontrar apenas resistencia. Parecía emanar un vigor que no hacía aconsejable contrariarla. La pobre Edurne, trató de cubrirse los grandes pechos blancos con los brazos y recibió un bofetón que la disuadió de oponerse a sus deseos. Mi suegra la insultaba sin parar. Le hablaba con detalle de escenas que no podía conocer.

- ¿No se la has chupado esta mañana, puta? ¿Te gusta tragarte su leche? Te tocabas mientras ¿No?

- …

Asentía descompuesta por el miedo y la vergüenza sin dejar de llorar. Yo, que permanecía junto al ventanal, donde me había sorprendido el inesperado arranque de la escena, me di cuenta de que mi polla volvía a estar como una piedra. Amaia, sentada en el tú a tú, las observaba con los ojos abiertos como platos. Me pareció percibir que sus pezones se marcaban sutilmente bajo el polo.

- Te va a matar el cornudo de Jokin, ramera.

- Por… por favor…

No opuso resistencia cuando tiró de su falda dejándola con aquellas bragas grandes, blancas y limpias que contenían a duras penas su culazo. Me sorprendí imaginándola. Me excitaba la escena. Comprendía la maldad de lo que mi suegra hacía, y, aún peor, sabía de su origen, de la profunda perversión del ser que hablaba a su través. Sin embargo, de alguna manera, superponiéndose al espanto que me causaba, se alzaba una voluntad que me dominaba, que se imponía a la mía.

De repente, le hablaba en susurros, con cariño, casi podría decirse. Sururraba junto a su oído, y la mujer temblaba de miedo. Acercó los labios a los suyos mientras introducía la mano bajo sus bragas y, la pobre, cometió el terrible error de pretender resistirse.

- ¡Grandísima hija de puta! ¿No quieres ahora, zorra? ¿No te apetece polla ahora? ¿Le eres fiel al hombre que se los pone a tu marido o a tu marido? ¿Es por eso?

Agarrándola del pelo con una furia inusitada, la lanzó sobre la mesa. Su cabeza, al golpear el tablero, hizo un ruido tremendo, y quedó conmocionada, caída boca abajo, con las piernas colgando. Lloriqueaba negando mientras doña Ana la bajaba las bragas hasta los tobillos. Lloraba tratando en vano de agarrárselas casi sin fuerzas. Mi suegra la azotaba con rabia, riendo, ignorando aquella fútil resistencia.

- ¿Ahora te haces la estrecha? ¿No quieres que te veamos el coño?

Comenzó a follarla con los dedos. Sujetaba su cabeza sobre la mesa aplastándole la cara, y clavaba dos dedos en su coño sin dejar ni por un segundo de vejarla, de insultarla, de reprocharle cada gesto, cada polvo que había echado con el tal Aitor.

Y, de repente… Fue un fogonazo, una especie de explosión silenciosa en el hogar, como un destello cegador, y apareció aquella presencia maligna que, a diferencia de la noche anterior, parecía haber adquirido una cierta entidad material. No es que pudiéramos llamarlo sólido, si no más bien una forma de alteración de la luz, que ahora, al atravesarlo, permitía intuir el aura oscura de un ser magnífico, grande como dos hombres, que emitía una violenta impresión de poder. Volvimos a escuchar su risa infame.

Un olor intenso a humo azufrado llenó la habitación y la temperatura subió repentinamente muchos grados. Mi suegra había abandonado la tortura de la pobre mujer y esperaba arrodillada, mirando al suelo con una expresión de intensa felicidad. La camisa se me pegaba al cuerpo y el sudor me hacía cosquillas al resbalarme por la frente.

- ¡¡¡Arrrrrrg!!! ¡¡¡No!!! ¡¡¡Por Dios!!! ¡¡¡Noooooooooo!!!

Apenas tuvo un segundo desde que intuyó la presencia de aquel demonio maligno. Apenas pudo gritar desesperadamente unos segundos antes de que los dedos de la criatura se marcaran profundamente en su culo separándole las nalgas, y pudiéramos ver cómo lo que parecía un gigantesco falo de humo gris las atravesaba causándole un shock que la dejó casi inane sobre la mesa. Su cuerpo comenzó a zarandearse rápidamente. Gemía en voz baja, con los ojos en blanco, mientras aquello la taladraba. Lloraba.

Doña Ana, que permanecía a su lado observando la escena con un gesto de arrobo, de repente, se incorporó. Miró hacia Amaia, que la miraba con un aire entre el espanto y la ansiedad. Su pecho se agitaba rápidamente cuando su madre se acercó hacia ella. Me encontré con la polla en la mano, sin saber donde mirar hasta que, inclinándose hacia ella, comenzó a besar sus labios con una pasión desmedida a la que mi mujer cedía sin oponer resistencia alguna. Los gemidos de Edurne pasaron a ser un sonido de fondo incapaz de imponerse a la visión de las manos desabrochando las blusas, de los labios devorándose, del desnudarse mutuo y frenético de aquellas mujeres cuya voluntad parecía dominada por una fuerza superior a ellas que las anulaba.

La vieja pronto estuvo a cuatro patas, entre los muslos de Amaia. Su boca parecía comer, más que lamer su coño. Se estremecía con los ojos entornados, a veces en blanco. Conservaba su blusa, muy abierta, que dejaba al aire uno de sus hombros. Sus pezones estaban contraídos, oscuros. Bajo la falda arrebujada en la cintura, su madre la hacía correrse una y otra vez. Agarrada a su pelo, la sujetaba con fuerza.

No pude soportarlo más y, arrodillándome tras mi suegra, comencé a follarla. Se escuchó una vez más aquella risotada estremecedora y salvaje. La vieja gemía ahogadamente sin dejar de lamer a Amaia. Sus nalgas ampulosas y blancas se ondulaban al impacto del golpeteo rítmico a que las sometía al hundir mi polla en ella una vez tras otra. Me agarré a sus caderas con fuerza.. La follaba con rabia, como queriendo romperla, y respondía con entusiasmo a mis movimientos. Me incliné para amasar sus tetas enormes. Dejé caer mi cuerpo sobre ella y la derribé. Tumbada boca abajo, mi polla no alcanzaba su coño. Lo impedían aquellas nalgas tremendas. La introduje entre ellas buscando y la escuché gritar.

- ¡Rompemelo, cabrón! ¡Rompemelo!

Me arrastraba una fuerza que no podía comprender. Quería destrozarla. La follaba a una velocidad anormal rebotando en sus nalgas mullidas. Ella chillaba. Gritaba como una zorra pidiéndome más. Perdí la perspectiva. Solo ella, y yo, y aquella urgencia de follarla, de clavársela más y más deprisa. Escuché un grito a lo lejos, un chillido desgarrador que no hizo si no excitarme más. Me corrí en su culo llamándola zorra, agarrado con fuerza a sus tetas. Ella chillaba, culeaba como si quisiera ordeñarme. Me sentía ir como jamás, deshacerme en ella.

Cuando reaccioné, y poco a poco fui volviendo a tener conciencia de lo que me rodeaba, Edurne yacía en el suelo. De su culo, terriblemente dilatado, manaba aquel extraño esperma brillante anaranjado. Tenía la mirada perdida.

La criatura parecía haber ganado sustancia. Era como si cada mujer que poseía lo dotara de una mayor consistencia. Ya tenía el aspecto ya de una monstruosa figura traslúcida de color gris que incluso proyectaba alguna sombra. Permanecía sentado en el sofá, que casi llenaba entero con su presencia enorme. Sobre su pubis, elevándose airoso, podía apreciarse perfectamente un falo de dimensiones mitológicas, grueso, venoso, y dotado de un anillo de protuberancias en el borde del capullo gigantesco, que tenía un fascinante brillo violáceo. El conjunto debía medir sus buenos dos palmos, quizás más, y era grueso como para no poder abarcárselo con ambas manos.

Amaia, arrodillada entre sus piernas, lo acariciaba como hipnotizada. Lo abrazaba, lo lamía, y dejaba resbalar las manos sobre su superficie. Parecían diminutas.

Sus caricias tenían un efecto notable sobre la consistencia de aquel demonio. Ya no había duda de lo que era. Poco a poco se iban conformando sus volúmenes. Su cuerpo, de aspecto humano, aunque de una textura áspera y un volumen descomunal, aparecía musculado, perfecto. Sus ojos brillaban con aquella tonalidad anaranjada que parecía recorrerle entero como un flujo de energía bajo su piel. Lucía dos grandes cuernos negros, retorcidos como los de un carnero, y su boca monstruosa exhibía una dentadura terrible, donde destacaban dos pares de enormes colmillos blancos entrecruzados.

Me miraba sonriendo, como si se burlara de mi, mientras mi reciente esposa adoraba su polla gigantesca. Chascó los dedos y Edurne, como podía, comenzó a arrastrarse hacia mí. Me di cuenta de que mi polla se mostraba de nuevo firme. La mujer parecía rota, como si aquella bestia la hubiera reventado y, pese a ello, se recomponía y se acercaba a cuatro patas, con los ojos en blanco, buscándome. De su culo manaba todavía aquel semen luminoso.

- ¿Qué… haces…?

Comenzó a comérmela. Su boca se tragaba mi polla entera. La engullía, la albergaba en su garganta, y parecía acariciarla dentro contrayéndose. Parecía no necesitar del aire. A veces, la sacaba y succionaba mi capullo con fuerza haciéndome perder la respiración a mí. Me dominaba.

Entonces, entre temblores de piernas y jadeos, lo comprendí: aquel monstruo se apoderaba de ellas. De alguna manera, parecía hacerse dueño de sus voluntades una vez que había vertido su semilla en su interior, e incluso antes. Y era así, tomándolas, como adquiría aquella materialidad que mi mujer parecía estar rematando. La vi levantarse, subirse de pie al sofá dándole la espalda. Quise decirle que no, que no lo hiciera. Comprendí que la perdería para siempre, pero no logré articular palabra. El demonio me miraba sonriendo mientras ella, con su mano, se clavaba lentamente aquel rabo monstruoso sin emitir un quejido, como presa de un fervor religioso que la llevaba al sacrificio. La boca de Edurne intensificaba sus caricias y mi cuerpo entero temblaba sintiendo en su interior un calor anormal que casi me quemaba.

Se fue dejando caer. Lentamente, centímetro a centímetro, la vi desaparecer en su coño. Respiraba agitadamente, como si hiperventilara para afrontar un dolor que, sin embargo, parecía desear más que nada en este mundo. Me miraba a los ojos con la mirada perdida, y dudé de que me viera.

Cuando lo consiguió, cuando todo aquel rabo estuvo dentro de ella, comenzó el baile frenético de follarla. Parecía imposible que aquello pudiera alojarse en su cuerpo menudo y delgado sin romperlo.

- Puta…

La voz de mi suegra, o más bien un vozarrón que emitía la garganta de mi suegra, y que no parecía corresponderle, me sacó de la ensoñación de ver el rostro de Amaia descompuesto. Arrodillada tras Edurne, que seguía mamando mi polla incansablemente, empujaba su puño contra el coño de la pobre mujer, que apretaba los ojos sin abandonar su tarea, a la que no parecía poder negarse. Lo clavó con fuerza en él arrancándole un grito agónico y desesperado que reverberó en mi cuerpo entero. Seguía tragándosela entera, albergándola en su garganta, ahora con el rostro descompuesto y los ojos crispados. Lloraba.

- ¿Se lo vas a contar a tu chulo, puta? ¿Le vas a decir cómo has follado?

La Bestia se había incorporado. Sujetaba a Amaia por los brazos, muy cerca de nosotros, y la follaba salvajemente. Su cuerpecillo se sacudía pero, a diferencia de las otras mujeres, no parecía experimentar dolor alguno. Su rostro aparecía desfigurado en un rictus de placer violento y sus pezones se mostraban contraídos y oscuros. Sus piernas y sus tetas se bamboleaban, entrechocaban, y su cabeza se sacudía de tal modo que parecía que se iba a romper el cuello. Comencé a correrme en la garganta de la pobre Edurne, que se estremecía en violentos espasmos sin soltarla mientras doña Ana, con una sonrisa malvada, seguía follándola, metiendo el brazo hasta el codo en su coño velludo y oscuro.

Y entonces escuché el grito desgarrador de mi mujer al sentir en su interior aquel esperma ardiente. La bestia la sujetaba con fuerza, abrazándola a su pecho. Temblaba, la pobre, con los ojos en blanco, mientras la parte visible del falo monstruoso de aquel demonio parecía palpitar. Su vientre se movía adelante y atrás, como buscándolo. Comenzó a chorrear cuando mi polla todavía disparaba sus últimos latigazos de esperma en la garganta de Edurne. Rezumaba hasta el suelo y humeaba al tocarlo.

El monstruo se había tornado ya completamente corpóreo. La dejó en el suelo con una delicadeza que no parecía corresponderse con aquel cuerpo gigantesco de piel casi negra, de brillo satinado. Me observaba sonriendo, mostrándome sus enormes colmillos. Su cuerpo entero, aunque de extrañas proporciones, no absolutamente humanas, mostraba una musculatura impresionante. Edurne y mi suegra, dejándolo todo, permanecían arrodilladas ante él, humilladas como si rindieran culto a su falo asombroso, que permanecía erecto, gigantesco. Sus gruesas venas anaranjadas irradiaban aquella misma luz intensa, como de ascuas, y las protuberancias verrucosas que bordeaban su capullo magnífico, de un rojo bermellón, se movían en una danza ondulante.

Sentí su voluntad abrumadora. De repente, mi ser entero parecía entregado a sus deseos. Me miraba sosteniendo aquella sonrisa monstruosa, y me sentí irremediablemente atraído hacia él. En algún momento que no recordaba, yo también me había hincado de rodillas, y avancé hacia él sometido a su atracción abrumadora.

Se sentó en el sofá, junto a Amaia, que se giró para recostarse en su pecho. Le besaba la boca. Separó sus piernas y me introduje entre ellas. Mis manos acariciaban aquella polla enorme. Las que me habían parecido verrugas, que desde cerca tenían más bien el aspecto de diminutos tentáculos, se retraían al contacto con mis manos causándome un cosquilleo. Estaba caliente y tenía la consistencia de una piedra. Sin plantearme duda alguna, la acariciaba y la lamía bajo la atenta mirada de mi suegra y Edurne, que permanecían arrodilladas rodeándome. Su contacto me causaba una quemazón intensa que, de alguna manera, me llevaba a una forma distinta de la excitación, del deseo. Parecía obtener de mí lo que deseaba con solo desearlo. Yo actuaba impelido en cada momento por una voluntad que me era ajena. Lamí su capullo. Introduje mi lengua en él. Acaricié sus pelotas grandes, que colgaban de dos bolsas separadas. Las lamí también. Carecía de vello, y el tacto de su piel resultaba aterciopelado, ligeramente áspero. Recorrí con mis manos cada milímetro de aquel falo magnífico que, sin saber por qué, ni planteármelo, me cautivaba. Lamí aquellas gruesas venas anaranjadas recorriéndolas con la lengua, quemándome con ellas.

Cuando los pequeños tentáculos se hubieron erizado hasta aparentar una corona de delicadas espinas violáceas y brillantes, supe qué era lo siguiente. Como antes hubiera hecho Amaia, y yo hubiera querido evitar, me incorporé frente a él, que sonreía, y mirándole a los ojos avancé un paso hasta apuntar aquella monstruosidad hacia mi culo. Mi mujer me miraba como ausente con la cabeza apoyada en su pecho descomunal. La sentí penetrarme. Me desgarraba sin dolor. Me quemaba sin dolor. Me atravesaba tan lentamente como yo mismo descendía. De alguna manera, sentía que era yo quien lo hacía, aunque ni un ápice de mi propia voluntad intervenía en ello. Me llenaba. Sentía la presión enorme de aquel falo que parecía ir a destrozarme. No me importaba. Solo podía cumplir aquel deseo que parecía formularse en el centro mismo de mi cerebro.

Cuando mis nalgas reposaron por fin sobre sus muslos, ya no tenía fuerzas. Ni siquiera me resultaba fácil respirar. Me dejé caer hacia atrás exhausto. Su polla monstruosa me sostenía en una postura absurda, como a un pelele. La mía parecía ir a reventar, como si todo aquello de mí que su falo desplazaba presionara sobre ella. Comenzó un movimiento cadencioso. Me destrozaba sin dolor. Le deseaba como nunca jamás había deseado a nadie o a nada. Mi cuerpo se desplazaba a cada empujón cómo si fuera a salir despedido hacia el techo y, al caer, sentía que alcanzaba el mismo centro de mi placer. Me quemaba.

El traqueteo se volvió frenético. Amaia me miraba con los ojos entornados. Acariciaba la base de su verga, y sentía el roce de sus dedos en mis pelotas cuando el rebote me devolvía. Edurne y mi suegra, todavía de rodillas, se acariciaban como poseídas por un furor violento. La imagen de sus dedos enterrándose en sus coños, frotándolos, o estrujando sus tetas como con rabia; sus rostros descompuestos por aquel placer enfermizo que yo mismo sentía, contribuían a mantener aquella brutal excitación que parecía no poder resolverse hasta que, sin previo aviso, se quedó inmóvil.

Caí sobre él, Su polla me atravesó entero. Parecía crecer en mi interior. Literalmente estalló en mi interior llenándome. Creo que grité. Me quemaba. Si existe una sensación de muerte, esa fue la que yo experimentaba. Parecía disolverme por dentro, quemarme causándome un dolor exasperante.

Y empecé a correrme. Como un caudal inextinguile, me corría a borbotones. Salpicaba todo a mi alrededor, salvo a él. Salpicaba a Amaia, que se relamía; salpicaba a mi suegra, que chillaba con media mano clavada en el coño, caída en el suelo, culeando espasmódicamente; salpicaba a Edurne, que se corría con los ojos apretados, temblando todavía de rodillas, sin gemir. Me corría a borbotones sintiéndole quemarme, destrozarme. Me corría como si fuera mi última vez.

Cuando quiso, me apartó de un empujón que me lanzó sobre la alfombra. Me sentí vacío, sin fuerza. Apenas reuní las justas para arrodillarme entre ellas. Le mirábamos con arrobo. Apoyó su dedo sobre el vientre de Amaia, que chilló al sentirlo. Cuando lo retiró, un símbolo intrincado, lo que parecía una letra imposible, de color negro y rojo fuego, brillaba sobre su piel y humeaba levemente. Parecía desmayada.

- Ahora cuidaréis de ella.

Y, de repente, no estaba, al menos fuera de nosotros, que sentíamos su voluntad y la perversión de sus deseos como una voz interior.

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