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Loba 03: constancia

en Hetero: Infidelidad

La verdad es que me da un poco de vergüenza... ¿Dice usted que podrá leerlo todo el mundo? No se... Por lo menos cambiarán los nombres ¿No? No se... Es un poco... Bueno, qué más da, no se... Da igual... ¿No?

Yo... Yo lo supe desde el principio, creo. Creo que, en cierto modo, lo provoqué, o, al menos, creo que fue culpa mía. Primero fue culpa mía, después lo provoqué, o viceversa... No se, es complicado.

El caso es que todo empezó por aquel desinterés, aquella apatía que fue distanciándome de ella, de Soledad. No es que no me gustara ¿A quién podría no gustar una mujer como ella ¿Verdad? ¿A que a usted también le gusta? La cosa fue más bien como una rutina, cómo esa gente que se cansa de ser rica y acaba en un cortijo criando vacas, no se si me explico.

Fuimos distanciándonos, dejándonos, por decirlo de alguna manera. No es que nos lleváramos mal, ni que no nos habláramos, ni nada de eso. Al contrario: teníamos una relación de cariño, éramos cómplices, y amigos, pero el sexo... el sexo fue distanciándose en el tiempo, haciéndose más esporádico, hasta perderse.

Yo creo que debíamos llevar... No se, como dos años sin hacerlo, quizás más. Y, de repente, un buen día, empezó a arreglarse más, a comprarse ropa más atrevida, más sexi, barras de labios más rojas, lencería... Yo, yo soy un hombre razonablemente inteligente, no vaya usted a pensar, y no me fue difícil atar cabos. Un día aparecía con un vestido nuevo, con unos zapatos nuevos de tacón; al siguiente había quedado a cenar con las amigas, y regresaba a casa tarde y un poco bebida... Bueno, tampoco hacía falta ser un lince ¿Verdad?

Y fue una de aquellas noches, cuando, solo, en la cama, empecé a pensar en ello, a imaginar lo que pasaba, y comprobé que no me causaba ninguna... no se cómo explicarlo... ninguna “sensación desagradable”. Recuerdo que estaba solo, leyendo mientras esperaba a que me llegara el sueño, y me puse a pensar en lo evidente, en que debía estar engañándome, claro. Empecé a atar cabos, todo eso que ya le he dicho, algún cambio de carácter, como si estuviera más callada, más distante, nada muy evidente, más bien vago, difícil de precisar, pero comprendí que me engañaba.

Y, de repente, caí en que, probablemente, en aquel mismo momento, mi mujer estaba con otro hombre, quizás en su casa, o en un hotel, o bailando. La imaginé bailando, con aquel vestido rojo ceñido que se había puesto, y recordé nuestros bailes en el instituto, y me imaginé su polla dura apretándose contra ella, sus manos en sus tetas quizás; o podrían estar en un hotel, en un hotel... La imaginé tumbada, desnuda, abierta de piernas, con aquel desconocido follándola, haciéndola gemir con los ojos entornados, besándole la boca...

Pensará usted que me dio rabia, o que me entristeció. Si alguien me hubiera preguntado, seguramente yo hubiera respondido que alguna de esas habría sido mi reacción, pero el caso es que... Bueno, de repente la tenía dura... Muy dura. Hasta me daba vergüenza lo dura que la tenía. La imaginaba gimiendo, casi podía visualizar su cara contraída, sus gemidos, las manos de aquel tío en sus tetas... Y me encontré agarrándomela, sacudiéndomela como un poseso, excitado como no recordaba, corriéndome como un cerdo pensando en mi mujer gozando con otro hombre...

Cuando llegó me hice el dormido. Vi la luz del aseo encendida a través de la rendija de la puerta, la escuché asearse sin hacer apenas ruido, cuidando de no despertarme, y sentí su calor a mi lado al acostarse. La idea de que venía de follar con otro era obsesiva. Haciendo que me despertaba medio adormilado, me di la vuelta hacia ella. La besé en los labios y me devolvió el beso. Insistí, y la encontré reticente. Me pegué a ella, apretando mi polla en ella. La tenía como una piedra. Empecé a acariciar sus tetas imaginando que el otro las había chupado, que se las había tocado, y me ponía enfermo de caliente... Y me rechazó.

- No puedo, cariño, me duele un poco la cabeza -me dijo-.

Y supe que era cierto. No tuve ninguna duda de que era cierto, y no pude dormir. Tenía la polla dura como un chiquillo. Me dolía. Soledad respiraba hondo a mi lado, dormida, y no podía quitarme de la cabeza su imagen follándose a otro, y todo se convertía en un círculo infernal: Soledad follándoselo, y yo en mi cama, agarrado a mi polla, corriéndome... Soledad follándoselo, y yo mirándolos agarrado a mi polla, corriéndome...

A las cuatro de la mañana no podía más. Incluso, aprovechando su sueño profundo, acaricié sus tetas a hurtadillas. Traté de acariciar su coño, pero se dio la vuelta dormida y no pude por temor a despertarla. Me levanté en silencio, me fui al cuarto de baño, y me encontré su ropa tirada en el suelo. No puede usted imaginarse... Rebusqué hasta encontrar sus braguitas, preciosas, de color café, con unos encajes delicadísimos a los lados, por debajo del elástico, como formando una faldita diminuta, no se cómo explicarlo. Me temblaban las manos. Las cogí, las toqué, las olí... Estaban húmedas. Estaban húmedas... Me puse como loco. Me agarré la polla con ellas, me masturbé como un loco agarrándome la polla con ellas, imaginando cómo se habrían mojado, cómo aquel hombre habría bailado con ella, apretando el muslo entre sus piernas, apretando la polla en su pubis, excitándola... Imaginé el desespero cuando la hubiera desnudado, cómo le habría quitado las bragas, aquellas bragas, para follarla, cómo la habría hecho gemir... Me pregunté si se habría corrido en ella, si habría echado su leche en el coño de mi mujer mientras ella temblaba sintiéndolo, y me corrí.

Y aquello se convirtió en una obsesión: a cualquier hora del día, en cualquier lugar, en cualquier momento, en el trabajo, en casa de mis padres, por la calle... De repente la veía follando con otro, corriéndose con otro, y me excitaba. Me excitaba violentamente, de una manera incontrolable. En varias ocasiones, tuve que ir al baño y masturbarme temiendo que todos notaran mi erección. Eran unas pajas ansiosas, desesperadas. Me machacaba la polla como un mono, hasta correrme con su imagen dando vueltas en mi imaginación, a cuatro patas, boca abajo, comiéndole la polla a un extraño... Me corría ansiosamente para poder volver a donde fuera sin la presión de disimular la excitación que me causaba imaginarla... poniéndome los cuernos.

Luego hubo un cambio cualitativo. Sucedió una semana después de que empezara aquella especie de fiebre. Soledad había salido otra vez, y yo me quedé en casa, enfermo de excitación, sabiendo que había ido a verle, que volvería con su esperma en el coño, quizás en el culo, en la garganta... Me corrí hasta tres veces agarrándomela como un loco, y en una de ellas, en una de ellas apareció la palabra: “cornudo”, “cornudo”, “cornudo”... Primero resonaba en mi cerebro de una manera abstracta, como un concepto apenas, pero, enseguida, en mis fantasías fue materializándose, ocupando su lugar hasta que era ella quien la pronunciaba: Soledad arrodillada sobre él, follándole, cabalgándole excitada mientras él acariciaba sus tetas, las estrujaba, y ella se dejaba follar como una loba ansiosa, caliente. Oía el chapoteo de su polla en el coño empapado de mi mujer y yo, frente a ella, de pie, agarrando la mía, pelándomela mientras ella se reía, y me llamaba cornudo al correrse, cornudo, cabrón, cornudo... Y me corrí encontrando un extraño placer en aquella humillación infame, como una vergüenza anómala, un perverso recrearme en la miseria... No se...

Y un día sucedió aquello... Bueno, aquello ya se lo ha contado ella, supongo ¿No?... Ya... Me da un poco de vergüenza hablar de ello, y ya lo sabe ¿No? El caso es que acabé corriéndome frente a ella, meneándomela frente a ella y corriéndome mientras me contaba cómo follaban... Es difícil de explicar, por que sentía una vergüenza horrible, una sensación intensa de humillación y de ridículo, y una excitación terrible. Percibía su desprecio, su placer, visualizaba cada escena que me explicaba. Pifa... Precisamente Pifa, a quien le quité la novia. Y lo chulito que me sentí en aquel momento, como un macho ganándole a otro la hembra, la chavala más potente del Insti, como un mito, la diosa... Precisamente Pifa, tantos años después, ponía la cara al hombre que se la follaba en mis fantasías, y era ella quien me lo contaba... Nunca me había corrido así... Fue...

Y un día los sorprendí. No fue casualidad ¿Sabe? Quería verlo, quería ver la cara de aquel viejo amigo mientras se follaba a mi mujer. Quería oírla, verla correrse. No se...

Así que organicé todo un plan: un viaje de trabajo, varios días fuera... Como vivimos en esta casa, que ya ve usted que está un poco apartada, supuse que aprovecharían. No se... Di por descontado que vendrían y lo organicé todo con detalle. Incluso hice que mi secretaria me llamara un par de veces para acordar los detalles del viaje. La pobre pensaba que me estaba ayudando a organizar aquello por que era yo quien iba a ponérselos. Incluso le hice un regalo en agradecimiento, guiñándole un ojo mientras se lo daba, haciéndome el machito, ya ve usted.

Así que les pillé. No era la primera vez que venían a casa, ya lo sabrá usted. Fue todo como una locura, como una fiebre, una de esas cosas de la vida que parecen suceder en sueños: dejé el coche en el aeropuerto y volví en taxi. Me bajé lejos de casa, bien lejos, y me vine andando por una vereda... Mire, esa ¿la ve? La que viene por el encinar. Me vine andando y llegué cuando anochecía. Me quedé escondido allí, detrás de la caseta de la depuradora. Tuve que esperar casi una hora hasta que llegaron. Venían en taxi, me imagino que para que nadie viera su coche aparcado en casa, no se, igual habían bebido, da igual ¿verdad? Vi encenderse la luz del salón. Debieron estar allí... no se, media hora quizás. Se me hizo eterno. Los imaginaba tomándose unas copas, quizás besándose, caricias... Y, por fin, la de la escalera, la de la galería acristalada de arriba, la de mi cuarto... No apagaba las luces ¿Sabe? Soledad siempre apaga las luces al pasar. Pensé que estaban calientes, que subían a toda prisa, a mi cama, calientes y ansiosos, y que no pensaba en nada, solo en follarle. No se puede imaginar como me puse. Me dolía. Tenía la polla a reventar. Me la tocaba sin atreverme a sacármela. Miré el reloj para asegurarme de esperar exactamente un cuarto de hora. No quería llegar antes de tiempo. Se me hizo eterno, como si el tiempo no pasara. Le imaginaba abrazando a mi mujer, desnudándola; imaginaba sus manos en sus tetas blancas, estrujándolas; imaginaba que le mordía el cuello, y la hacía gemir; la imaginaba caliente, muy caliente, acariciando su polla, mojada...

Y, por fin, subí. Lo hice en silencio, de puntillas. El corazón parecía que iba a salírseme por la boca, y la polla me estallaba. Me detuve junto a la puerta escuchándoles. Gemían y hablaban, como seduciéndose, jugando a excitarse:

- ¿Te gusta así? ¿Es lo que querías, gatita? ¿Te gusta sentirla?

- ¿No lo notas?

- ¿No quieres que pare?

- No... seas... cabrón...

Soledad gemía, jadeaba, y se escuchaba el crujido familiar de aquella cama, de mi cama, y sus quejidos, casi como maullidos mimosos. Era extraño. Casi me daba miedo. No sabía qué hacía allí, ni como reaccionar, ni qué hacer... Estaban ahí, al otro lado de la puerta. Estaban follando en mi cama, como en mis sueños de cornudo, y no me atrevía a entrar. ¿Sabe? No me atreví a entrar hasta que el corazón pareció que iba a estallarme en el pecho. Realmente me dolía, y sentía sus latidos en las sienes. Soledad gemía ya como una loca. Jadeaba, le pedía “más, más, más”, “no te pares”, le decía con la voz entrecortada, que casi no se la entendía, y ya no pude resistirlo. Mientras entraba, sentía como si me faltara el aire. Me planté allí, delante de ellos. Soledad estaba a cuatro patas, mirando hacia la puerta, y él, detrás de ella, la follaba. Estaban sudando. Tenían las caras descompuestas.

Pifa se quedó parado. Me miraba con una expresión que no se si era de miedo, o de sorpresa, o de todo un poco. Ella parecía enfadada. Le empujó fuerte con el culo, como clavándosela.

- ¡No te pares!

Fue casi un grito, una orden tajante, y volvió a moverse, a follarla, allí, delante de mi, mirándome a los ojos, sacaba y metía su polla en el coño de mi mujer haciéndola jadear, agarrado a su caderas, y yo escuchaba el golpeteo en su culo, que temblaba al recibirlo, como un flan cuando lo mueves.

Permanecí un momento quieto, paralizado, hasta que empezó a hablarme. Lo hacía en frases cortas, entrecortadas por gemidos, o jadeos, como si le costase respirar:

- ¿Ya está?

- …

- ¿Esto era lo que querías, cornudo?

- …

Y allí, delante de ellos, me desnudé. Me desnudé sin preocuparme por la vergüenza que sentía, por aquella humillación que no hacía si no acrecentar la excitación que me causaba.

- ¿Querías verle follarme?

- …

- Míralo, cabrón.

- …

- Mira cómo folla un... hombre... ¡Ahhh!... de verdad...

Me senté allí, en el descalzador, y comencé a acariciarme sin poder dejar de mirarlos. Pifa parecía animarse por momentos, y el golpeteo de su pubis en el culo se hacía más frecuente. Mi mujer jadeaba. Tenía los ojos inflamados. Sus tetas, que colgaban péndulas entre los brazos -usted no sabe... son preciosas-, se balanceaban, chocaban entre sí. Tenía los pezones contraídos, y aquellas venas azules... A veces, él se inclinaba sobre ella y las agarraba, las magreaba mirándome a los ojos, sonriendo, y ella gemía, gemía como un quejido dulce.

- Míralo... cornu...do... Mí..raló...

- …

- Menéa... tela... como un... cerdo... hijo... de... puta...

- …

- ¿Vés... cómo... se hace?

Cada insulto suyo, cada jadeo, que resonaba en mis oídos como un insulto más, me volvía más febril, más excitado. Mi polla parecía de piedra. La sentía dura, fuerte, nudosa en la mano. La azotó. La azotó sin dejar de mirarme, sonriéndome. La azotó como insultándome, como apropiándose ante mi de mi tesoro. La azotó como para demostrarme quien era el macho ahora. Soledad ya no hablaba. Ya solo gemía, gritaba descompuesta. Los brazos habían dejado de sostenerla, y su cara descansaba sobre el colchón con los ojos entreabiertos y un rictus de placer. Gemía un solo gemido agudo y prolongado, y temblaba como deshecha, como perdida. Y se la sacó. Se la sacó mirándome, y se colocó a su lado. Le dio la vuelta. Soledad temblaba, con los muslos apretados y la mano entre ellos. Temblaba como a golpes, como a contracciones. Temblaba culeando. Se corría como nunca la había visto correrse.

- Mira, maricón -me dijo-.

Se colocó a su lado mirándome a los ojos, sonriendo, y, agarrándose la polla -aquella polla mayor que la mía-, firme y grande, que brillaba de sus flujos, la sacudió un par de veces hasta que empezó a escupir su esperma sobre la cara de mi mujer, jadeante y descompuesta, que recibía temblorosa cada chorro, abriendo la boca, como con ansia, chillando, sin dejar de frotarse, con los muslos apretados y las tetas ondulando sobre el pecho.

¿Sabe? Fue como si hubiera nacido para aquel momento. Fue una impresión brutal, como si se me parase el corazón. De repente, era como si toda mi vida tomara sentido y su sentido solo fuera correrme así, debatiéndome en una vorágine de vergüenza y de deseo; como si todo lo sucedido hasta entonces me llevara a aquel momento, a cada instante de aquel momento absurdo, a cada latigazo que daba mi polla disparando chorros impensables de esperma que dirigía hacia mi para aumentar mi humillación, a cada chorro impensable de esperma que restallaba en mi cara o en mi pecho ensuciándome más, avergonzándome más mientras mi mujer se corría al mismo tiempo, tiritando, convulsionándose, a los pies de aquel hijo de puta que se corría en su cara, clavándose los dedos en el coño dilatado por su polla, buscando con la boca, como mendigando su esperma para beberlo. Me corría, paladeando cada instante de aquel momento de vergüenza. Me corría, y cada chorro de mi esperma parecía nacer en el tuétano mismo de mis huesos.

Luego se levantó. Avanzó hacia mi sonriendo, despacio. Soledad, todavía temblorosa, le miraba. Le vi venir hacia mi, caminando lentamente, regodeándose en su triunfo. Se paró justo delante. Mirándome.

- Límpiala, cabrón.

- …

- ¿No me oyes?

Jadeando todavía, con el pulso tembloroso, agarré su polla semierecta, grande, que colgaba entre sus piernas. La agarré, me incliné, y lamí las cuatro gotas de esperma que quedaban sobre ella, la última gota cristalina que asomaba...

- Vete.

- ¿Eh?

- Que te vayas, hijo de puta.

- ¿Cómo que me vaya?

- Que te vayas ahora mismo, que no te quiero ver.

- ¿Pero qué te has creído, puta?

- Vete de mi casa, cerdo.

Pareció apoderársele la rabia. Perdió el control y, lanzándose sobre ella, la golpeó. Soltó una bofetada brutal en su mejilla que resonó en el silencio como un estallido. ¿Sabe? Yo... No se cómo sucedió. Fue un calor, como una oleada de calor, y lo siguiente que recuerdo es su cara sangrando, y yo pateándole escaleras abajo, con sus pantalones en la mano, echándole a ostias de mi casa, a puñetazos y patadas y lanzándole la ropa a la cara, y cerrando la puerta dejándole tirado en el porche desnudo, sangrando, como muerto.

Cuando regresé al cuarto, Soledad lloraba hipando boca abajo, con la cara enterrada en la almohada. Me invadió el desconsuelo, que llenaba los huecos que iba dejando la rabia al disiparse. Solo podía quererla. Me senté a su lado, al borde de la cama, y apoyé la mano en su hombro queriendo consolarla.

- No me toques, maricón.

Luego se incorporó, y me besó los labios llorando, abrazándome con fuerza y llorando, temblorosa, deshecha. Tenía el pómulo inflamado y los ojos enrojecidos, y me mordía la boca llorando.

- Vete a dormir al sofá.

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