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Nota media 01: revisión de exámenes

en Hetero: General

Cada día, llego temprano a la facultad y permanezco un ratito en la puerta, fumando, hasta que llega el autobús. Es un vicio menor, los tengo mucho peores: me gusta ver bajarse a los rebaños de putillas asustadizas de primero. A primera hora, los autobuses vienen cargados de chiquillas de primero, todavía impresionadas por la universidad, que se mueven titubeantes en grupos, en rebaños, con ese aire de niñas de instituto.

Qué se le va a hacer. Me gusta verlas. Me gustan todos los modelos: la sabidilla que pastorea a sus amigas -siempre un poquito más feas-; la intelectual de las gafas de pasta negra, con los libros abrazados en el pecho; la hipi de la falda india y el pelo rizado y largo recogido en una cinta; incluso me gusta la feita que no sabe vestirse y saca unas notas tremendas.

Me gusta mirar las piernas de las que llevan falditas (si llevan también calcetines, ya es el acabóse). Me gusta fijarme en el vellito decolorado de sus piernas de piel de melocotón. Me imagino sus coñitos peludos, casi vírgenes; sus tetillas de pezones esponjosos, blanquitas, con esas marcas del bikini que están para comérselas; sus culos apretados, o gorditos, de piel de naranja o de melocotón; sus muslos alargados, o sus muslos de yegua; sus boquitas de labios brillantes barnizados con perfume de frambuesa…

  • Pase, pase, no se quede en la puerta.

La muchacha entra en mi despacho como asustada, con una carpeta pegada al pecho y pinta de estar haciendo un esfuerzo sobrehumano para seguir respirando. Me gusta sentir su miedo. Me gusta asustarla y sentir que la aterrorizo.

  • Bueno, ¿va usted a sentarse o nos pasaremos la mañana esperando a que se decida? Supongo que habrá venido por algo ¿no?

Tiembla, la putilla. Se ha puesto preciosa para la ocasión. Adoro las revisiones de exámenes. No comprendo a los colegas que protestan por tener que hacerlas. Si tuviera que renunciar a estos momentos, creo que dejaría la enseñanza. Esto no da dinero, como el ejercicio liberal. Lo único que tiene son las putitas de primero.

  • Usted dirá qué desea.
  • Yo… Mi examen…
  • Ya, ya, ya… Claro, ya me imagino que no ha venido a la revisión a charlar sobre el tiempo ¿Su nombre?
  • Carlota.. Carlota Medina de Arza
  • Es que ya no le ponen un nombre normal ni a una niña…

Me encanta. Delgada, morenita, de cabello rizado (media melenita negra, rizada y brillante). Se ha puesto una falda cortita, crema, con una cinturilla ancha y tablas que la abren a la altura de sus caderas, un poco demasiado amplias para una chica tan delgada. Va a ser una buena jaca cuando termine de crecer. Está aterrorizada. Transpira. Unas perlitas de sudor se dibujan en sus sienes y resulta evidente que la incomodan. Miro su ficha: dieciocho; ni más ni menos que precisamente dieciocho… ¡Coño, si los ha cumplido ayer!

  • Vamos a ver… Mmmmmm…

Prolongo la lectura del examen más de lo necesario. Quiero oler su miedo, descomponerla, hacerla titubear. Hago señales al azar con un lapicero azul, para distinguirlas de las rojas de la corrección original. La miro por encima de las gafas de cuando en cuando, procurando que resulte evidente, con el ceño fruncido. Ni siquiera lo leo. Me importa una mierda su examen. Me preocupan mucho más las tetillas menudas que marcan sus pezones en el top elástico de tirantes. Me la comía ahí mismo.

  • Tiene usted un tres. ¿Cual es su pretensión?
  • Yo… Yo creo que el examen merece un poco más de nota… Si pudiera… No sé… Un trabajo…
  • ¿Usted cree?
  • Yo… sí…

Ya balbucea. Se agarra a los brazos de la silla con tal fuerza que le blanquean los dedos. La voz se le escapa entre una especie de jadeo, como si le faltara el aire. Creo percibir que tiembla un poco. ¿Le damos un poco más?

- Mire usted, Carlota, su examen es de una mediocridad que ofende a la disciplina. Un tres es, a mi entender, una nota generosa. De hecho, si no mejora muy notablemente, creo que va a ser muy difícil que apruebe esta asignatura. No se ni cómo se atreve a hacerme perder el tiempo revisando esta birria.

  • Yo… Yo… pensaba…

Está a punto de llorar. Tiene un mohín delicioso, un quiebro en la comisura de esos labios carnosos, y los ojos húmedos. Balbucea sin llegar a ser capaz de expresar una sola idea coherente. Imagino sus pechitos temblorosos, su culito blanco… Lo que daría por sentirla lloriquear así mientras clavo un dedo en su coño sonrosado de colegiala venida a más.

Me levanto de mi sillón. Procuro adoptar un aire de enfado. Doy una vuelta por el despacho, como pensando. En mi cabeza, interpreto el papel de quien quiere contenerse, de quien hace un esfuerzo superior por contenerse para no montar en cólera. Gestiono la pausa. Siente pánico.

  • Usted pensaba que no hacía falta. Usted ha oído los rumores y pensaba que con “la Torti” no hay problemas, que se viene a la revisión con una faldita corta y una camiseta ceñida, se menea el culito, y a mi se me mojan las bragas y le subo la nota sin problemas.
  • Yo… Yo… no…

Ahora sí, está llorando. Balbucea e hipa. Tiene las manos recogidas en el regazo y es incapaz de pronunciar una palabra completa. Le corren dos lagrimones por los pómulos y le tiemblan los labios. Tiene razón. Tengo las bragas empapadas. ¿Cómo serán las suyas?.

  • Yo la conozco, jovencita. La he visto en clase, y sé que no anda por ahí enseñando el culo en minifalda. Usted se ha tomado en serio esas cosas que dicen de mi y ni se ha molestado en estudiar la asignatura.
  • Por… favor… yo… yo no…

Hace casi veinte años que enseño en la Facultad. Conozco a estas putillas. Finjo un enfado que no sufro. Gozo torturándola, viendo sus tetitas agitadas por el llanto. ¿Y si lo comprobamos?

  • ¿Pues sabe lo que le digo?
  • Que es verdad.

Se lo escupo por sorpresa mientras me inclino sobre ella por detrás y muerdo el lóbulo de su oreja. Apoyo en su pecho las manos, las acaricio: duras, pequeñitas, apenas destacadas sobre sus costillas delgadas como de gatita. Beso su cuello, lo lamo, y bajo hasta su falda. Tiene una tanguita blanca diminuta, la putilla. Viene dispuesta a todo. Deslizo la mano bajo la tela hasta encontrar su pubis velludo, plano. Da un respingo y tiembla más. Hipa. Chupo su cuello y su hombro, dibujo sus pezones con los dedos, escarbo hasta separar los labios de su coño, apenas levemente humedecido todavía.

  • ¿Quieres subir nota follándote a la profesora, putita? ¿Es eso lo que quieres?
  • Yo…

Le tiembla la voz. Sus pezoncitos empiezan a endurecerse y mi dedo se desliza en el interior de su coño, tan liso. Gime y tiembla. Busco su boca. Besos sus labios, los muerdo, y responde sacando la lengua, que sabe a menta al chuparla. Separa los muslos.

  • Enseño un poco el culito, muslitos morenos, y “la Torti” me aprueba seguro ¿no?
  • … ¡Ahhhh!

Se moja. Clavo mi anular en su coño, aprieto su pubis con la palma, la muevo despacio, y gime. Tartamudea, tiembla. Culea un poquito. La he pillado por sorpresa.

  • ¿Creías que bastaba con exhibirte un poquito para ponerme cachonda y aprobar?
  • ¡Ahhhh! ¡Ahhhhhhh!

Se va deslizando del asiento. No se pueden abrir más las piernas. Está como una perra. Me devuelve los besos con una pasión sorprendente. Se agarra a mi brazo y culea. Está empapada. Mis dedos entran y salen de su coñito peludo sin fricciones

  • Pues eso, putita, vas a tener que ganártelo.

Aprieto con fuerza. Clavo dos dedos hasta el fondo mismo de su coño, hasta donde llegan. Presiono con fuerza su clítoris con la palma. La muerdo en el cuello, pellizco uno de sus pezones. Da un gritito ahogado, tiembla. Sus piernas se estremecen violentamente por un instante. La dejo y vuelvo a mi asiento. Me mira sorprendida, con los ojos muy abiertos y la respiración agitada, temblando, desconcertada, medio caída en la silla, despatarrada, como una muñequita rota. Me coloco las gafas, la miro muy seria por encima de la montura, como si no hubiera pasado nada. Busco en un cajón, saco una tarjeta y se la alcanzo.

  • Venga esta tarde a mi casa, a las cinco, y discutiremos sobre sus notas, señorita. Y… hágame un favor….
  • ¿S.. sí?
  • Arreglese un poco antes de salir, parece que acabaran de follarla a usted.

Se ruboriza hasta la caña de los huesos. Azarada, se le cae la carpeta. Es como si se diera cuenta de repente. Se coloca la tanguita torpemente con las manos temblorosas, con prisa; tira hacia arriba del top y del sostén para cubrir sus tetillas pequeñas y picudas; se baja la falda. Evita mirarme. Se muere de vergüenza. Se seca las lágrimas, se recompone la ropa. La escena dura demasiado. Sufre una vergüenza monstruosa. Recoge la carpeta y se marcha casi corriendo, evitando mi mirada, con las mejillas de grana y la tanguita húmeda clavada entre los labios de su chochito velludo.

  • Como haya alguien en la puerta, esta aumenta la leyenda.

Miriam, mi becaria de doctorado, levanta la mirada de los papeles que estudia y sonríe. Le brillan los ojos. Sé que está mojada.

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