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Poder 01: arriba y abajo

en Dominación

La súbita muerte de Ana, mi hermana, y su marido, en un accidente absurdo de tráfico al volver de una cena en no sé qué pueblo de la Sierra, fue la excusa que necesitábamos para regresar a España. Alguien tenía que hacerse cargo de los negocios, y ya solo quedaba yo.

La verdad es que me sentí aliviada, al menos en cierto modo. Desde que me fuera a Canadá a estudiar, veintitantos años atrás, me había desentendido de todo. Mi padre, que no comulgaba con mi manera de enfocar la vida, se sintió tan aliviado como yo ante la idea de perderme de vista. Me asignó una cantidad más que razonable a cambio de deshacerse de mí, de sacarme de la mirada de su amplísimo círculo de amistades, y me facturó sin alterar ni un milímetro su expresión fría y severa. La misma con que, imaginaba, se dirigía a sus consejos de administración, a sus accionistas, a sus empleados…

Ni siquiera volví a su funeral. Ni al de mamá, pocos años después, aunque su muerte sí me doliera. La recordaba dulce, sumisa, infantil, dando siempre por bueno lo que su marido decidiera… Me quería, y yo la quería a ella. Fue la única razón que dificultó mi partida. Supongo que me sentía en el deber de cuidar de ella, de protegerla.

Sin embargo, me fui.

Tampoco regresé para la boda de Ana. No habíamos vuelto a vernos. Sabía, por que esas cosas se saben, por mucho que se empeñe una en evitarlo, que se había hecho cargo de “los negocios”, como decía papá. No me importaba. Respetó mi asignación y a mí me bastó con eso. Nunca había habido afecto entre nosotras y a mi no me interesaba aquello.

- ¿Doña Silvia de Guzmán?

- ¿Con quien hablo?

- Disculpe: me llamo Andrés Caballero. Soy el CEO de IRINA, y pregunto por doña Silvia de Guzmán.

- Dígame.

- Bueno… Lamento tener que decirle… Su hermana, doña Ana, y don Pedro, su marido… Han fallecido la semana pasada en accidente.

- ¡Joder!

- Permítame que le manifieste mi pesar…

- Ya… ¿Y Nicolás?

- El joven Nicolás está bien, aunque, ya se imaginará, es un joven en una edad difícil…

- ¿Diecisiete, no?

- Sí, tiene diecisiete años… Y luego está…

- ¿…?

- Comprendo que la situación no debe ser cómoda para usted. Sepa que no lo es para mí tampoco…

- ¿La situación?

- Bueno, en ausencia de su hermana… Usted es la única adulta propietaria del capital de su familia…

- ¿Yo?

- Claro… Y, el caso es que… Bueno, en algún momento tendrá que hacerse cargo de sus bienes…

Había vivido bien. Tanto mi padre, como mi hermana después, habían sido generosos conmigo, y había podido permitirme una muy buena vida sin responsabilidades. La idea de que, de improviso, todo aquel imperio pasara a pertenecerme, a ser mi responsabilidad, me causó un vértigo que me hizo un nudo en el estómago.

La verdad es que lo primero que pensé fue en deshacerme de todo, liquidarlo, meter el dinero en cualquier sitio, y mantener mi vida sin preocupaciones. Fue Carlos, mi pareja, quien me hizo comprender que eso no era posible.

- Eso no se puede, cielo.

- ¿Por qué?

- Por que el mundo no está preparado para la venta de un imperio.

- Pero…

- ¿Quien lo va a comprar? ¿Con qué?

- Yo que sé…

- No, mi amor, no se puede. Ni se sabe cuantas empresas, fondos, inversiones… El fin del mundo.

Tres días después, cuando Carlos me hizo ver que no importaba dejar el piso alquilado, y que tampoco necesitaba un montón de equipaje, desembarcamos en Madrid. Súbitamente me arrollaron los recuerdos a medida que el coche que fue a buscarnos al aeropuerto recorría las calles camino de la casa de mis padres.

Dejamos el coche en el portalón y alguien lo hizo desaparecer, como siempre. Reparé en que nunca había sabido donde los llevaban. Sebastián no parecía mayor que el día que me fui. Como siempre, resultaba imposible descubrir un sentimiento en su rostro, tan serio y tan formal.

- Buenas tardes, señora. Me alegra mucho verla de regreso en casa.

- Buenas tardes, Sebastian.

- Imagino que vendrán cansados del viaje. Si quiere acompañarme… Me he tomado la libertad de habilitar para ustedes las que fueron sus habitaciones. Algo provisional, naturalmente, mientras usted decide donde prefiere instalarse y ordena los cambios que considere…

- Sí… Bueno, no nos preocuparemos hoy por eso ¿Verdad? ¿Nicolás, mi sobrino?

- Les espera en la biblioteca.

En aquel momento, el muchacho era lo único que me importaba. Recorrí pasillos y salones seguida por Carlos, que parecía asombrado por lo que veía. Nuestro equipaje había desaparecido en el aeropuerto. Veintitantos años después, recordaba aquella sensación de no preocuparse por las minucias. Supe que estaría en casa cuando llegara, colocado en los armarios.

Lo encontré tirado sobre uno de los sillones de lectura, abatido. Era un muchacho de aspecto delicado, alto, delgado, pálido, lampiño, de facciones bellas, y cabello rubio rizado que dejaba caer en una melena hasta los hombros. Tenía enrojecidos los ojos azules. Comprendí que aquellos días de soledad en aquel caserón, solo, rodeado tan solo por el servicio, que se mantenía perfectamente impasible, de acuerdo a los gustos de mi padre, debían haber sido un infierno para él.

Se incorporó al verme. Me abrazó muy fuerte cuando me acerqué a besarle. Rompió a llorar. Temblaba como un flan y sollozaba roto. Mis ojos también se humedecieron. Carlos comprendió la gravedad de aquel encuentro y permaneció respetuosamente apartado, haciendo girar su vista alrededor de las decenas de miles de libros que cubrían los estantes.

Durante meses, aquel fue el último momento en que no me vi acuciada. Desde que, a primera hora de la mañana siguiente, viniera a buscarme Andrés en un gran coche con chófer para conducirme a mi despacho en la torre que albergaba el gobierno de mi patrimonio, como pomposamente gustaba decir, se desencadenó la locura.

- Como sabe, aunque haya cedido durante años la gestión a su hermana, usted es propietaria de un cincuenta por ciento del patrimonio familiar por herencia de su madre, y otro veinticinco como heredera de su padre junto con su hermana, cuya herencia pasa a su hijo Nicolás y usted administrará como tutora suya al menos durante el año que resta para su mayoría de edad.

Tuve una sensación abrumadora de responsabilidad. Aunque me había criado en ese ambiente, y había escuchado cientos de conversaciones durante mi juventud sobre “los negocios” y “las inversiones”, me había distanciado de todo aquello durante más de veinte años, y en absoluto estaba preparada para hacer frente a aquel desafío.

- Naturalmente, cuenta con un equipo altamente especializado para apoyarla y para hacer frente a la gestión. Se trata de personas brillantísimas a quienes luego le presentaré, y que han llegado aquí desde distintos lugares del mundo para ponerse a su servicio y ponerla a usted al día del estado de las cosas. En cualquier caso, ya en su día se preparó un voluminoso dossier para explicar a su hermana la estructura de sus empresas y, por su iniciativa, me he encargado de que mi propio equipo lo mantuviera actualizado.

Señaló hacia una pila de carpetas cuidadosamente etiquetadas y numeradas que me causó la impresión de constituir una empresa inabarcable.

- En realidad, resultará más sencillo de lo que parece. El primer volumen contiene un esquema general que puede servirle para hacerse una visión de conjunto. Los demás, detallan empresas concretas, esquemas de inversión, y son llamados por aquel, de manera que la consulta no resulta tan difícil. Aunque me esté mal decirlo, debo admitir que me siento muy orgulloso del método descriptivo. Creo que algún día se estudiará en las universidades del mundo.

El mes siguiente fue una locura. Permanecía más de diez horas al día en mi despacho reuniéndome con un ejército de directores ejecutivos, CEOs, abogados, agentes… Al llegar a casa, por la tarde, solía esperarme el decorador a quien habíamos encargado la reforma de las habitaciones que habían sido de mis padres y que mi hermana había mantenido con pocos cambios.

Vivir en un palacio está bien, pero, al final, una tiene que hacerse un espacio habitable, un “apartamento”, por decirlo de alguna manera, de una escala más razonable. Yo no quería despertar cada mañana en aquel museo. Necesitaba algo más humano, más acogedor.

Carlos había encontrado el estudio de mi madre. Me preguntó si podía instalar el suyo en él y pasó unos días callejeando por Madrid, buscando caballetes, pinceles, brochas, paletas, y todas aquellas cosas que necesitaba para pintar. Le envidié por poder experimentar aquella libertad que a mí se me negaba.

- Oye, cielo ¿Y los cuadros de mi madre?

- ¡Huy, si no lo sabes! Hay un edificio, como lo oyes, un edificio, en no sé qué calle. Me llevó hasta allí un chofer por indicación de Sebastián. Una barbaridad de almacén lleno de muebles, de antigüedades, obras de arte, coches… Por lo visto, no somos los primeros que cambiamos la decoración. Los muebles de nuestro apartamento, y los cuadros que has dicho, también los han llevado allí.

Me hacía gracia el entusiasmo con que mi marido afrontaba aquel radical cambio de vida. Él no se había criado en nuestro ambiente. Era el estudioso y talentoso hijo de una familia burguesa normal, que había destacado como artista y vendía su obra muy bien, pero nunca había conocido aquel nivel de lujo. Incluso me consultaba sobre alguna compra que quería hacer y cuyo coste le parecía que quizás pudiera ser excesivo. Creo que no comprendía que ni una isla hubiera sido excesiva, ni un barrio de una ciudad. Me reconfortaba escucharle cada noche contándome sus descubrimientos. Parecía albergar una inocencia que a mí se me escapaba entre los dedos cada día en mi despacho.

Nico, mi sobrino, había retomado sus estudios. Aunque agradable, no resultaba muy comunicativo. Me desconcertaba un poco su distancia, que no podría calificarse de frialdad. Sus modales, como no podía ser menos, eran exquisitos. Había conseguido ese nivel de estudiada cordialidad espontánea. Me recordaba a mi hermana. Incluso, en cierto modo, estaba dotado de aquella femineidad suya, tan elegante, aunque parecía carecer de su carácter. A diferencia de mí, también era blanca, rubia y delgada, como su madre, la primera mujer de papá, a quien yo no había conocido.

Estudiaba ballet en la mejor escuela de la ciudad, claro, al parecer con excelentes resultados, y ya había actuado, en papeles poco relevantes, haciendo prácticas con algunas compañías de prestigio. Estaba dotado para ello, y mi hermana sabía cómo manejar las “influencias”. Encargué a Andrés que procurara seguir apoyando su carrera con discreción y sin abusar, tan solo allanándole el camino para que pudiera conseguir lo que él fuera capaz de desenvolver con dignidad. Si no podía, pensé, tampoco iba a tener problemas en la vida.

Pese a sus “rarezas”, sentía un intenso afecto hacia aquel muchacho de apariencia frágil que -me hacía sentir un poco desolada pensarlo-, era ya mi única familia carnal. Sentía el impulso de protegerle. A mi edad, era evidente que ya no iba a tener hijos, y Nico, de alguna manera, parecía ir ocupando su lugar.

Tres meses después, aquella especie de master intensivo empezaba a dar resultado -no en vano tenía a mi disposición a la que probablemente pudiera considerarse la mejor selección de directivos del mundo-, y Andrés me propuso una serie de viajes para estrechar la red de contactos y comprobar sobre el terreno el funcionamiento de todo aquello que había empezado a comprender. Aunque la idea de alejarme de mi casa, de Carlos y de Nico me disgustaba, comprendí que era la conclusión lógica de aquel proceso antes de realmente hacerme definitivamente con las riendas.

Así comenzó una serie interminable de viajes no demasiado largos (nunca más de una semana laboral, pues esa fue mi condición), que me llevaban de una punta a otra de la Tierra, de capital en capital, conociendo a hombres y mujeres, sin duda alguna más capacitados que yo para el que iba a ser mi trabajo y que, pese a ello, me ofrecían un grado de reverencia que me violentaba. Utilizaba mi propio avión para los desplazamientos y Aurora, mi asistente, se encargaba de gestionar cada cita, cada alojamiento y cada reserva con una eficacia que no dejaba de sorprenderme.

La quinta o sexta de mis excursiones, a nuestra sede en Canberra, resultó un poco decepcionante. Pese a haber planeado una semana, como siempre, decidí cancelar mis actividades el miércoles y regresar a Madrid. Calculé la hora de llegada y decidí no avisar de mi regreso. La idea de sorprender a Carlos dormido y acostarme junto a él me pareció terriblemente seductora. Aunque nuestro matrimonio siempre había sido muy “abierto”, la tensión de la aventura en que estaba embarcada, y la conciencia clara de las responsabilidades que asumía no me habían facilitado la debida atención a mis “necesidades”. Esperaba cada fin de semana con auténtica ansiedad, y aquella vuelta sorpresa me tenía muy excitada.

Aterricé poco después de las doce. Pedí al chófer que me dejara en la puerta lateral, la que daba acceso a la zona de servicio de la casa, y entré con mi propia llave sin hacer ruido. La casa estaba prácticamente a oscuras, y la recorrí en silencio agitada como una cría. Por la rendija de la puerta de mi dormitorio entreabierta se veía luz. Me decepcionó un poco la idea de que mi marido pudiera estar despierto, pero no renuncié a la sorpresa.

Al abrirla, sin embargo, fui yo la sorprendida: Carlos descansaba recostado en el cabecero de la cama, rodeado de almohadones. Nico, tumbado, lamía su sexo haciéndole gemir. La mano de Carlos jugueteaba entre sus piernas. Me quedé helada. Ya he dejado dicho que formábamos una pareja “liberal”, y no era la primera vez que le veía con otra persona. Él también me había visto a mí, y nunca nos había molestado, pero aquel… Aquel era mi sobrino.

Me miró sonriendo, y me desarmó. Supongo que la excitación que traía pensando en mi plan tuvo que ver con ello. Paralizada, me quedé prendada de la escena: Carlos, grande, fuerte, de piel oscura y velludo, tan varonil, contrastaba vivamente con Nico, delgado, pálido, lampiño, con aquellos rizos rubios angelicales. Sus labios subiendo y bajando cerrados alrededor del grueso tronco oscuro, sus ojos azules entornados, como si disfrutara extáticamente de lo que hacía me parecieron la imagen misma del deseo. Me debatía entre la indignación y una excitación malsana. Traté de decantarme hacia la primera, pero Carlos, sorprendentemente, ofreció una respuesta para la que no estaba preparada.

- ¡Carlos! Pero…

- ¡Shhhhh…!

- Es…

- Cállate, cariño.

Obedecí. Inexplicablemente, obedecí. Permanecí allí, de pie, junto a mi cama, espantada, observando cómo mi sobrino le comía la polla a mi marido, incapaz de organizar mis ideas para dar una respuesta a aquella situación, aparentemente tan clara. Durante meses, había sido la reina del mundo, pero bastó que mandara callar para desarmarme, y quedé allí, inmóvil, mirándoles, escuchándole en silencio.

- ¿Es precioso, verdad? Cómo una muñeca. Por lo visto, es así desde niño. Creo que a tu hermana la llevaban los demonios ¿Verdad, cielo? ¿Sabes que lleva braguitas?

- …

- Debió pillarle un día comiéndosela a tu mayordomo, cielo. Dice que no le despidió para no organizar un escándalo, la muy idiota…. Para, para, princesita, que no quiero correrme todavía.

Se levantó de la cama y vino hacia mí. Por alguna razón, sentí miedo quizás; respeto… No sabría definirlo. Carlos parecía tan seguro de sí mismo, tan fuerte… Durante meses, había respirado el temor al dirigirse a mí de hombres y mujeres que eran auténticos líderes en sus campos, de directivos de prestigio, leones de los negocios que se sometían a mis deseos como si fuera mi derecho dominarlos. De repente, Carlos, mi marido, mi pintor, mi dulce Carlos se me encaraba con una tranquilidad y un aplomo inesperados. Me miraba a los ojos sonriendo, tomaba mi barbilla entre sus dedos, y me hablaba con voz serena y ni una duda.

- ¿Sabes, cariño? Te estás acostumbrando mal. Nadie te lleva la contraria, nadie te disgusta, nadie se enfrenta a ti… Esto no es bueno. Necesitas una perspectiva que te impida perder el sentido de la realidad. “Es mi sobrino”; “¿Cómo te atreves?”; … Bla, bla, bla, bla… No sirve, cielo. Tu sobrino es una putita. Mi putita, para ser exactos. Y tú también.

Había metido la mano bajo mi falda y sus dedos acariciaban mi coño. Sentí un calor en las mejillas que me hizo saber que me ruborizaba. Nico, sentado sobre el colchón, con aquella pollita pequeña y pálida dura como una piedra, me miraba con una media sonrisa burlona que me humillaba hasta un extremo insoportable. Traté de protestar, y apenas alcancé a balbucear. No me atreví a mirarle a los ojo. Me limité a girar la cabeza y mirar hacia el suelo.

- Vas, vienes… Si tengo suerte me avisas un par de días antes de que vas a marcharte, y te presentas de vuelta cuando quieres. Llegas y esperas que esté aquí, esperándote, dispuesto a dejar que me folles, por que, por lo visto, eres la dueña de todo, la todopoderosa doña Silvia de Guzmán ¿No?

- Yo… No… Yo…

- Tú, cariño, eres una puta sobrevalorada, y has tenido suerte, por que voy a ponerte en tu lugar. Y algún día, lo comprenderás, y me agradecerás que haya impedido que te conviertas en una perfecta idiota ¿Lo entiendes?

Había ido desnudándome mientras hablaba. Parsimoniosamente, desabrochó los botones de mi americana, de mi blusa; abrió la cremallera de la falda de tubo y tiró de ella sin prisa hasta vencer la resistencia que oponían mis caderas; desabrochó el sostén dejando que mis tetas cayeran esos tres o cuatro centímetros que empezaban a preocuparme y, finalmente, tuve que ayudarle a quitarme las bragas color gris de humo, quedando ante Nico cubierta tan solo por las medias y el liguero.

Traté de cubrirme con las manos y bastó una mirada suya de desaprobación para que me resignara a mostrarme. Me sentía incapaz de sostener la mirada a ninguno de los dos.

Permanecieron unos minutos eternos observándome sentados en la cama. Me ardían las mejillas. Carlos besó a Nico en los labios. Sus pollas se mantenían erguidas.

- ¿Te excita?

Acarició mi vulva con los dedos. Los sentí resbalar y me invadió la vergüenza. Estaba desnuda delante de mi sobrino, humillada de un modo que nunca antes había experimentado, dejándome llevar por una personalidad de mi marido que desconocía, y mi respuesta fisiológica consistía en mojarme. Mis pezones estaban duros, como de piedra, y respiraba agitadamente. Casi jadeaba. Me sentía violentamente humillada.

- Sí... Te excita. Ven.

Siguiendo sus instrucciones, subí a la cama con ellos y, obedeciendo a un par de palmadas, me coloqué a cuatro patas, apoyando las manos en el borde del colchón. Le vi sonreír a Nico, que se colocó a mi espalda. Supe lo que iba a pasar y se me enturbió la mirada de lágrimas. Pese a ello, gemí al sentir aquella pollita pequeña y terriblemente firme penetrarme. Comenzó a follarme despacio. Inexplicablemente, sentía un placer confuso al que parecía contribuir decisivamente el monólogo con que Carlos me aleccionaba. A veces, agarrándome del pelo sin violencia, me obligaba a alzar la vista, a mirarle a los ojos. Ni siquiera entonces podía dejar de gemir, de jadear.

- Has perdido la perspectiva, cielo. Te has dejado arrastrar a ese mundo de oropeles y servidumbres, y te has transformado en una Silvia que está dejando de gustarme, y no quiero. Y lo peor es que no pareces ni siquiera darte cuenta. “Doña Silvia” por aquí, “lo que usted mande” por allá… Y te parece que es tu derecho, aunque nunca hayas hecho nada por merecerlo. Te parece que puedes decirme por la mañana que te marchas, que volverás el viernes si puedes…

No podía dejar de llorar. Le escuchaba mientras mi sobrino chapoteaba en mi interior y, junto al placer, junto a la vergüenza, se entrecosía una pena honda, una profunda desazón y, por encima de todo, un inexplicable agradecimiento a aquel hombre, casi desconocido, que me aleccionaba y parecía querer enfrentarme a la realidad humillándome, y a quien me sometía sin comprender por qué.

- Perdona: Nico, cielo, no dejes que se corra. Para un momento.

Se detuvo cuando casi estaba a punto. Sacó su pollita de mí causándome una terrible decepción, una insatisfacción intensa y violenta. Carlos sujetaba mi cabeza por el pelo. Jadeaba presa de una ansiedad terrible.

- Pero no voy a consentírtelo, o no lo harás tú, Silvia, por que… ¿Me quieres?

- Sí… -respondí entre sollozos.

- ¿Quieres conservarme?

- Sí…

A un gesto suyo, comenzó a follarme de nuevo. Me volvía loca. Carlos me obligaba a mirarle a los ojos, y yo sentía la vergüenza de saber que mi gesto se descomponía por la excitación y el placer y él lo veía. Sentía las lágrimas correrme por las mejillas, e imaginé que dibujaban regueros de rimmel. Carlos me acariciaba las tetas con delicadeza, y seguía susurrando en un tono severo, suave, a menudo cariñoso.

- Entonces no hay que preocuparse, cariño, por que yo quiero tenerte. Lo que pasa es que no voy a ser tu florero. No voy a estar aquí esperándote para cuando gustes venir a verme, y no me vas a humillar teniéndome en casa como a una mascota ¿Lo entiendes?

- Sí…. Sí… ¡Ahhhhh!

- Estaré aquí, claro (¡Para, para, Nico, que se corre!), y seré tu conciencia. Yo me voy a encargar de que no olvides, cariño, de que no te pierdas.

- Por… favor…

- ¿Sí?

- …

- ¿Qué quieres?

- …

- ¿Y bien?

- Que… me folle…

- Dulce putita…

Hizo un movimiento con los dedos, como aprobándolo, y mi sobrino volvió a clavármela sacudiéndome entonces con una violencia inusitada, como si quisiera hacerme daño. Sentía su pubis golpear mis nalgas con fuerza, deprisa, causándome un placer intenso. Gemía experimentando un crescendo que no parecía tener fin. Mi cuerpo entero temblaba a medida que experimentaba la promesa de un orgasmo que, de repente, se vio interrumpido por un dolor intenso. Carlos había empujado a Nico con fuerza para apartarle al no recibir respuesta a sus deseos. Pellizcaba uno de mis pezones literalmente retorciéndolo entre los dedos. Caí de bruces sobre el colchón chillando, llorando histéricamente, víctima de una frustración devastadora, temblorosa.

Se sentó respaldándose en unos cojines que descansaban sobre la cabecera de la cama y llamó a Nico con los dedos y le vi sentarse sobre él dirigiendo con la mano su polla gruesa, dura y congestionada hacia la entrada de su culito musculoso y delgado, mirándome. Agitada por la excitación, temblaba mientras le veía penetrándose, clavándose en la polla de mi marido. La suya, firme y pequeñita, parecía responder a la cadencia de su propio balanceo subiendo, como si se inflamara más, cuando descendía hasta hacerla desaparecer. Gimoteaba como una niña. Carlos acariciaba su pecho liso, sus tetas inexistentes, y le mordía el cuelo.

- ¿Quieres correrte?

- Por… favor…

- Hazlo.

Comencé a acariciarme sintiendo una humillación brutal, una vergüenza intensa que, de alguna manera, parecía acrecentar mi excitación. No tardó en aparecer un hilillo de esperma que rebosaba del culito pálido de mi sobrino, que empezó a correrse salpicándome. Chillando como una nena, su capullo violáceo parecía palpitar y escupía sus chorritos abundantes de esperma claro. Tenía los ojos en blanco.

Mi cuerpo entero temblaba. Me sacudía en espasmos histéricos, con los dedos clavados en el coño, haciéndome daño, consciente de que Carlos me veía, de que consumaba la degradación que había decidido para mí, la humillación de hacerlo por que él lo permitía, viéndole follar a mi sobrino, al hijo de mi hermana, a quien trataba con un afecto que aquella noche me había negado, derramarse en él. Me corría sintiéndome nadie, una zorra sumisa y temblorosa, llorosa, rebajada a su voluntad.

Llorando todavía, mansamente entonces, me acurruqué a su lado. Su brazo envolvió mis hombros. Nico dormía en la misma postura, a su otro lado, femenino y elegante, angelical. Su cuerpo delgado era un sueño.

- Gracias, mi amor…

Sonrió al oírme y apagó la luz sin mirarme. Parecía satisfecho, y me sentí feliz.

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