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Proyecto Edén 02: objetos

en Grandes Series

Blade apareció en mi sala a media mañana del día siguiente. Se presentó sin avisar, y se plantó allí en medio sin dignarse a llamar a la puerta. Al parecer, nadie en la casa parecía atreverse a plantar cara a aquel individuo, que se movía por el lugar sin ni mirarles. La propia Marina, al verle, se quedó paralizada en un rincón. Creí percibir que temblaba. En cualquier caso, manifestaba un temor reverencial.

- Olivia, supongo.

- Así es ¿Con quién tengo el honor?

Sin contestarme, se plantó ante mí. Parecía querer taladrarme con la mirada. Me sopesaba como si quisiera adivinar mis intenciones. Se comportaba de un modo insolente que terminó por molestarme.

- Supongo que viene a que la ponga al tanto de los progresos del Programa, claro.

- Desde luego. Su “programa” ocupa un lugar preeminente entre mis inversiones y quiero valorar su utilidad.

- Ya. ¿Su padre no le explicó nada antes de morir?

- Nada en absoluto.

- Y ahora me tocará a mi hacer de guía turístico.

- Solo si desea convencerme de la conveniencia de seguir gastando mi dinero en él.

Desde que empezara mi vida escolar fuera de casa, poco después de la muerte prematura de Mamá en aquel absurdo accidente de caza en África, no disfruté de mucho tiempo de la compañía de mi padre, pero si algo había aprendido de él, fue a hacer valer mis cartas. Aquel insolente parecía dedicarse a algo que me costaba mucho dinero, y supuse que no le sería fácil encontrar un capitalista dispuesto a seguir financiando un proyecto que aparentemente no arrojaba fruto alguno, de manera que decidí ponerme en mi lugar. Aquel suyo era un lujo que podía permitirme, y suponía que Papá tendría algún motivo para invertir en él pero, desde luego, era un lujo muy caro, y no iba a consentir que un empleado me tratara con aquel desdén.

- Bueno, pues vamos. Tengo una barca en el embarcadero.

- Marina, cielo, llama a uno de los muchachos para que acompañe al doctor al porche de la playa. Que aguarde allí mientras me arreglo. Te espero en el tocador.

Me giré sin ni mirarle, segura de que habría comprendido cual era el papel de cada uno en aquel juego. Un instante después, la muchacha apareció para ayudarme. Me miraba de otra manera, con admiración.

- Bueno, cielo, ahora tomémonoslo con calma. El doctor necesita reflexionar, así que vamos a darle tiempo.

No estaba segura de cuánto era capaz de entender de cuanto le decía. La muchacha parecía hablar mi idioma de una manera muy primaria, y había observado que utilizaba otra lengua cuando se dirigía al resto de los habitantes de la isla. En cualquier caso, yo le contaba mis cosas, y ella me miraba muy seria cuando lo hacía, o sonreía si comprendía que lo que le dijera era afectuoso o divertido. Me gustaban sus grandes ojos oscuros. Me gustaba toda ella.

Por entretenerme, después de una ducha fresca y reconfortante, jugamos a probarla mi ropa, que le quedaba ridículamente grande. Me divertía verla tan delgada y menuda con aquellos vestidos de Pertegaz, o las blusas de Gucci que le colgaban por todas partes. Finalmente, decidí que se quedara con una de ellas, una de Verino blanca y amplia que recogí con un cinturón de cuero trenzado sobre sus caderas. Le daba un cierto aire ibicenco muy atractivo, y realzaba aquel culito respingón que remataba sus piernecillas delgadas. Estuve tentada de tirarme con ella en la cama, pero decidí que ya habíamos hecho esperar suficientemente a Blade.

- Vamos, cielo, vas a venir conmigo a todas partes.

El doctor parecía malhumorado. Daba vueltas a la sombra del porche como un animal enjaulado, y no había probado la copa de zumo de frutas que encargué servirle. Me miró con un cierto aire de desprecio que ignoré.

- ¿No pensará llevar a la negra a las instalaciones?

Ni le miré. Acompañada por ella, que se agarró a mi mano al verle como si solo yo pudiera protegerla de aquel monstruo, caminé por la pasarela del embarcadero hasta el fuera-borda, y nos acomodamos hasta que, con una expresión evidente de fastidio, ocupó su lugar frente a nosotras y dio orden de zarpar.

A las “instalaciones”, se accedía utilizando un ascensor situado en el embarcadero escondido en el interior de una cueva del acantilado, guardado por varios hombres fuertemente armados. Pese a la sencillez de su diseño, el lugar no carecía de una elegante simplicidad que magnificaba el gigantesco ventanal curvo, que dominaba desde la altura una amplia cala cerrada, a cuyo alrededor se situaban varias chozas amplias semiescondidas en la fronda. Se veían personas afanadas en sus cosas en la arena y alrededor de las casas. Demasiado pequeñas, a lo lejos, para saber a qué se dedicaban. Alrededor de la sala principal, donde varios extraños aparatos conferían a la escena un cierto aire futurista, podían verse dos pasillos flanqueados por puertas hasta donde alcanzaba la vista, y lo que parecían varios laboratorios separados por grandes cristaleras.

- Bueno, pues aquí es donde trabajamos.

- Impresionante, doctor.

- Aunque el programa está demorando sus frutos, lo cierto es que hemos hecho ya grandes progresos. Hay que considerar que nuestro trabajo parte prácticamente desde el desarrollo de la ciencia base, no es solo ingeniería, y la armazón teórica supone un trabajo arduo, pero pronto estaremos en condiciones de producir resultados.

La espera parecía haber funcionado. Me alegré para mis adentros de haberle dado tiempo para reflexionar después de dejarle claro que la continuidad de su trabajo dependía de mi voluntad. Allí, en su medio, y con aquella consciencia de la debilidad de su posición, su actitud había experimentado un cambio radical.

Marina, que lo miraba todo con sus grandes ojos negros, tan abiertos que exhibía una expresión permanente de sorpresa, no se separaba ni un milímetro de mí.

- Me temo, doctor, que va a tener que ser paciente conmigo. Aún a riesgo de demorar su trabajo, creo que vamos a necesitar un tiempo para que me explique todo desde el principio, por que literalmente no se absolutamente nada sobre lo que están haciendo aquí.

- Bien, supongo que es lógico que quiera saber donde invierte su dinero, y soy consciente de que nuestro programa resulta oneroso incluso para alguien de su solvencia. Si le parece, podemos bajar a la cantina y empiezo a explicarle mientras comemos.

La cantina resultó ser una enorme choza abierta junto a la cala que había visto desde los ventanales del laboratorio. A nuestro alrededor, en grandes mesas corridas, compartían la comida, abundante y correctamente preparada, lo que parecía ser el personal científico, a quienes se distinguía por sus batas y las tarjetas de plástico que activaban los cierres de las distintas dependencias del laboratorio dependiendo de su nivel de privilegios, junto con personas cuya función en el lugar no conseguía comprender, de diferentes edades, algunas de las cuales parecían formar familias, aunque no había niños.

Mientras comíamos, Blade estuvo explicándome casi con entusiasmo los rudimentos de lo que él llamaba nanorrobótica, y las diferentes funciones que en su laboratorio se asignaba a las máquinas diminutas que fabricaban. Su relato parecía inconcebible.

- Realmente, no se trata de máquinas cómo usted las imagina. La idea consiste en programar diminutos artefactos muy especializados que, a su vez, son capaces de fabricar otros aún más pequeños, en un ciclo que alcanza una dimensión casi molecular. En último extremo, obtenemos máquinas extremadamente simples, submicroscópicas, capaces de asociarse, que responden a determinados estímulos electrónicos, y pueden realizar trabajos muy concretos, algunos de los cuales, agrupados, pueden llegar a sernos de enorme utilidad.

- ¿Nanobots? ¿Como en las películas de ciencia ficción?

- A grandes rasgos sí, aunque realmente no funcionan como usted imaginaría.

- ¿Y podré verlos?

- Realmente no. No, no se alarme. Nadie puede verlos. Sus dimensiones escapan a lo que puede verse. Las leyes de la física nos permiten comprender que existen. Deducimos que los hemos creado por pura lógica matemática, pero no los vemos. Tan solo podemos ver sus efectos.

- ¿Sus efectos?

- Comprendo su reticencia, por que no se trata de un concepto fácil para una persona profana. Por mucho que trato de simplificar la idea para explicársela, es natural que no termine de asimilarla, pero puedo hacer que entienda su importancia si tiene la paciencia de aguantar mi explicación.

- Explíqueme pues.

- Al final del proceso, conseguimos nanobots, como usted dice, capaces de introducirse en el organismo humano, en sus más bajos niveles, y producir transformaciones a nuestra voluntad.

- ¿Transformaciones?

La hora de la comida había pasado, y la cabaña se encontraba desierta. Marina dormitaba a mi lado, con los brazos cruzados sobre la mesa y la cabeza sobre ellos.

- Usted comprende que el cerebro, todo el organismo, toda la materia en realidad, responde a las leyes de la física y, por decirlo de alguna manera, no es más que una disposición de la energía. Nuestros pensamientos, nuestras emociones, nuestros ideales, al final, no son si no el modo en que los condiciona el comportamiento de nuestra parte química, así que, actuando de manera precisa, en los lugares precisos, podríamos modificar a nuestro antojo cualquiera de ellos. Podemos, por ejemplo, modificar a escalas asombrosamente pequeñas al flujo de energía y conseguir que una persona refuerce o anule una determinada característica de su personalidad.

- ¿Y eso para qué sirve?

- Imagine, por ejemplo, un soldado de memoria infinita, capaz de recordar la totalidad de la información que se le proporcione a una velocidad de vértigo, con una respuesta emocional controlada, una constitución física por encima de los límites humanos, y una capacidad de reacción vertiginosa. Imagine lo que media docena de hombres así serían capaces de hacer. O un espía...

- Pero... ¿Eso puede venderse?

- Cuando me dirigí a su padre para explicarle el Programa, esa era mi idea original. Sin embargo, él me hizo comprender que el negocio no es venderlo, sino poseerlo. Nuestra especial biotecnología podría hacernos las personas más poderosas de la Tierra.

- Yo ya soy, probablemente, la persona más poderosa de la Tierra.

- Usted, querida, está sometida a límites y controles que nuestros pequeños amigos pueden derribar.

- ¿Y en qué nivel de desarrollo nos encontramos?

- Podemos... Podemos modificar sentimientos, estimular diferentes partes del cerebro, hacer algunos cambios físicos incluso, provocar sensaciones, deseos... Creo que comprenderá mejor lo que digo si asiste a una demostración que hemos diseñado para usted, aunque debo advertirle que será... Bueno, digamos que superará probablemente sus límites morales. Es la expresión más potente de nuestros avances que se nos ha ocurrido.

La lluvia de mediodía había pasado, y volvía a dibujarse aquel cielo barroco de jirones de nubes que se reflejaban tiñendo la espuma de las olas cuando tomamos el ascensor acompañados por Pedro y María, una pareja de mediana edad y su hija, Luisa, una muchacha de unos dieciocho años, rubia y morena de piel, que subieron con nosotros hasta el laboratorio charlando animadamente, vestidos como de playa y completamente despreocupados. Me explicaron que se habían ofrecido voluntarios para la experimentación de aquel fármaco, que se habían visto obligados a hacerlo debido a los problemas económicos en que les había puesto la pérdida del empleo de Pedro, y que estaban muy contentos. En la isla se vivía bien, y los ahorros que estaban haciendo les permitirían empezar una nueva vida cuando el programa terminara.

Sentí una vaga sensación de culpa indefinida, como un nudo en el estómago que me hacía respirar con dificultad, y continué hasta la sala en silencio.

Los instalaron en un habitáculo lateral, que podíamos observar a través de una de aquellas enormes láminas de cristal. El lugar, aséptico, como todo en el laboratorio, estaba decorado como una sala de espera con un diván, un sofá, un par de sillones individuales y una mesa, y allí, además de los Ramírez, se encontraba un joven camarero negro que permanecía de pie, discretamente apartado, como esperando sus órdenes.

Bromeaban entre ellos mientras los enfermeros les colocaban los goteros donde, uno tras otro, iban inyectando diferentes líquidos transparentes de colores diferentes para cada uno de los sujetos. Cuando el suero en los tubos, tras la última inyección, hubo recuperado de nuevo su aspecto cristalino, les retiraron las agujas y abandonaron el cuarto cerrando la puerta tras ellos.

- Quiero que entienda, Olivia, que lo que va a ver carece de consecuencias. Cuando termine, no quedará en ellos ni siquiera un recuerdo lejano de lo sucedido. Quizás le parezca que el experimento es un poco... teatral, o efectista, pero creo que de ninguna otra manera conseguiríamos hacerle comprender con tanta precisión el estado de nuestro Programa. Lo que va a ver forma parte del “Proyecto A”, que es el que dedicamos a la manipulación básica. Trabajamos en él con sentimientos y estímulos primarios, y es el que se encuentra en la base de los que podrá ir viendo en días sucesivos.

Las estrellas tachonaban el enorme ventanal sobre la playa. Tomamos asiento en un sofá cómodo, a nuestro lado del cristal, y desapareció de nuestro alrededor la mayor parte del personal. Tan solo un muchacho y una muchacha jóvenes, con gafas y aire de empollones, permanecieron a nuestra espalda sentados ante lo que parecían ser enormes mesas de mezclas llenas de mandos e indicadores digitales que dotaban a la sala de una mínima tonalidad verdosa.

- Cuando quieran, doctores -ordenó Blade tras tomar asiento junto a nosotras-.

Las luces se apagaron, y tan solo las de la sala del experimento permanecieron iluminando la escena que se desarrollaba ante nosotros. Los sujetos, aunque reían y charlaban entre ellos, parecían intranquilos. Luisa, cubierta tan solo por un bañador que permitía apreciar las incipientes curvas que anunciaban el conformarse de su femineidad, cruzaba y descruzaba las piernas inquieta mientras María, una mujer de unos cincuenta, alta y morena de cabello, aunque de piel blanca y formas abundantes, permanecía frente a ella, sentada en un sillón individual, cubierta por un pareo floreado. Pedro, junto a la chiquilla, bromeaba tratando de aligerar la tensión del ambiente, y el muchacho negro permanecía de pie, muy quieto, como aguardando. Desde nuestra posición, podíamos escucharles con total nitidez.

Un zumbido acompañó el deslizar de un panel en la pared tras el que apareció una pantalla de plasma que se encendió al instante. Sin títulos ni preámbulos, empezó a desarrollarse en ella una escena donde tres muchachos adolescentes se acariciaban de manera explícita, besándose y exhibiendo sus pollas erectas y entregándose entre ellos a toda clase de combinaciones.

- Doctor, doctor... Creo que hay un error... Doctor... En la tele... Doctor...

Acercándose a la pared, la mujer expresaba su queja frente a nosotros. Parecía no vernos. Supuse que ante ella se encontraba un cristal espejado. La luz de la habitación, y la oscuridad de la nuestra, hacían transparentarse su pareo. Pude ver que era opulenta y hermosa. Me recordó a aquella profesora de Literatura...

Desesperanzada, María acudió junto a su hija. La muchacha había subido los pies al asiento del sofá, y se abrazaba a sus rodillas nerviosa.

- No mires, cariño. No te preocupes... Es un error. Enseguida lo quitan...

Sin embargo, la escena no cesaba. Uno de los muchachos, un rubito delgado y lampiño, sentado sobre la verga de un latino musculoso, se dejaba sodomizar mientras se tragaba la polla del otro, que, de pie a su lado, sujetaba su cabeza. Sus expresiones de placer no dejaban lugar a dudas.

- Yo no se, Pedro, tendrás que hablar con el doctor... No puede ser esto. Mira la pobre... ¡Qué asco!

Pedro no hacía caso. Parecía hipnotizado por el vídeo. Bajo la bermuda, su polla mostraba una erección más que visible. María fingió ignorarlo, o no se dio cuenta, no se, hasta que el doctor ordenó:

- Nivel dos, Nancy.

El hombre, como si ignorara cuanto había alrededor, comenzó a acariciar su sexo ostensiblemente por encima del pantalón. Se había recostado sobre su hija, que temblaba ruborizada, y deslizaba su mano arriba y abajo por encima del pantalón sin apartar la mirada ni por un instante de la pantalla, como no fuera para mirar al muchacho negro, que permanecía de pie, alejado, aunque su sexo mostraba síntomas parecidos, o mayores, que los del honrado padre de familia.

- ¡Cerdo hijo de puta! ¿Qué estás haciendo?

- …

- Nivel tres.

La mujer le empujaba. Histérica, golpeaba su espalda con los puños cerrados sin causar ningún efecto aparente en su marido que, tras la última orden del doctor, había abierto la bragueta del pantalón corto y se masturbaba como hipnotizado.

- Jose, nivel dos para ella, directamente. Y cuatro para Pedro, Nancy.

La mujer, desfallecida, lloraba, incapaz de evitar que su marido ofreciera ante su hija aquel deplorable espectáculo. Tapaba los ojos de la muchacha temblorosa, que hipaba hecha un ovillo sobre el sofá, apartándose cuanto podía de su padre, que no tardó en incorporarse para acercarse al criado. Se lanzó sobre él con auténtica pasión. Le besaba en los labios y agarraba su polla, gruesa, dura y negra, que había extraído de sus pantalones con auténtica avidez. Frotaba la suya sobre su piel, y el muchacho, que parecía acostumbrado a aquel tipo de afectos, se dejaba hacer con abandono, contoneándose y entornando los ojos.

- Nivel tres, Jose. Y cinco de factor J. El “Factor J “ actúa sobre la culpa, pero no refuerza la voluntad -me explicó-.

La mujer, al instante, pareció perder las fuerzas y se quedó tendida sobre el asiento. Se agarraba el sexo con las manos, jadeaba, y repetía sin cesar:

- No puede ser... No... puede... Ser...

Su marido, arrebatado por una pasión creciente a medida que Blade iba ordenando niveles superiores de estímulo, había llevado al muchacho hasta el sofá y, arrodillado a sus pies, junto a su hija, que lloraba, se esforzaba por tragarse su verga monumental. A duras penas le cabía en la boca la mitad. Su polla, evidentemente más pequeña, dura como una piedra, oscilaba en el aire y chorreaba sobre la moqueta. María, cuyo tratamiento iba creciendo al unísono en intensidad, se masturbaba ya frente a su hija mirándolos. Su mano, bajo la braga del bikini, se movía frenéticamente. Lloraba entre jadeos repitiendo su letanía una y otra vez mientras que Pedro, enloquecido, sodomizaba al criado, que se dejaba follar gimiendo como una niña, y le masturbaba a un ritmo frenético. Luisa lloraba a moco tendido, incapaz de comprender lo que veía, absolutamente superada por los acontecimientos, deshecha en lágrimas, repetía:

- Papá... papá... para... por favor... Mamá...

El muchacho no aguantó mucho rato el trato a que se le sometía. Su polla magnífica, comenzó de repente a dar latigazos en el aire, y comenzó a correrse mientras profería grititos agudos. Su esperma salpicaba a la muchacha, que lloraba. Frente a ellos, su madre se retorcía de placer sin dejar de llorar, temblando con los dedos clavados en su sexo.

- Hijo... de... puta... Hijo... de... pu...taaaa...

Me sorprendí acariciando el sexo de aquel hombre, que se dejaba hacer sin apartar la mirada de la escena brutal que se desarrollaba ante nosotros. Todo tenía un aire irreal, como si no fuera posible, reforzado quizás por el cristal que se interponía entre nosotros y el drama de aquella familia destrozada. Yo misma, permanecía hipnotizada por lo que veía. Sentía en mi mano palpitar su verga dura, y la manejaba lentamente, sin mirarle. Marina, arrodillada entre mis piernas, lamía mi sexo evidentemente excitada también.

- Factor A para Pedro, nivel 4, sin bajar ninguno de los otros. B y D a nivel dos para la chica.

El devenir de los acontecimientos pareció alterarse radicalmente tras aquella orden. El hombre, cuya mirada brillaba de lascivia, reparó de repente en la presencia de la muchacha temblorosa. Se giró hacia ella mostrando su sexo todavía erecto y comenzó a acariciarla. Luisa, que todavía hipaba, se dejaba. Sus tetillas breves, que se dibujaban pálidas en medio de la piel morena, quedaron al descubierto, y los pezoncillos sonrosados, menudos, se endurecían visiblemente bajo la caricia libidinosa de sus labios. Respondía a las caricias de su padre con besos, y sus muslos delgados parecieron tomar vida. Separaba las piernas para recibirle, y su sexo se frotaba contra su polla como buscándola. María, los miraba debatiéndose entre la desesperación y aquel furor incontenible que la consumía. Se había despojado de la ropa, rompiendo incluso el pareo para arrancárselo, y podíamos ver el bamboleo excitante de sus senos. Resultaba terriblemente excitante la imagen de su desesperación, el modo en que sufría por aquello que veía impotente, incapaz de contenerse, masturbándose como una posesa mientras rechazaba violentamente lo que sucedía ante sus ojos. Odiaba el modo en que su marido parecía haber degenerado y, sin embargo, ella misma se veía poseída por un furor insaciable que la incapacitaba para defender a su pequeña. La veía sometida a aquella indecencia, y sufría la culpa que le causaba el placer que obtenía, la excitación que, una vez tras otra, experimentaba.

Ni siquiera llegó a desnudarla del todo. Apartando con los dedos la braguita del bikini, la penetró obligándola a gemir. Luisa, que nunca debía haber experimentado aquella sensación, cerraba las piernas alrededor de su cintura. Gemía gozando el placer desconocido que experimentaba. Su padre la follaba lentamente, haciéndola balbucear entre jadeos, firmemente agarrada a su cuello, como si no quisiera dejarle escapar. Giraban sobre sí mismos en el sofá sin separarse.

- Pa..pá... Pa... pá...

Repetía aquella letanía sin parar. Lo hizo hasta que el muchacho, que había contemplado atentamente el desarrollo de los acontecimientos, clavó la polla en su boca. María, casi arrastrándose por la moqueta, se acercaba a ellos temblando, incapaz de dejar de masturbarse. Blade había ordenado nivel diez de no sé qué factor, despertando en ella una necesidad incontenible y, todavía negándolo, avanzaba hacia la causa de su deseo y su culpa destrozada por la contradicción brutal que padecía. Arrebató al muchacho de las atenciones de su hija y se hizo penetrar por él. Junto a ellos, gimiendo, se hizo follar por la verga tremenda del chiquillo negro, llorando, temblando. Su carne se bamboleaba a cada golpe con que clavaba su polla en ella mientras su hija, a escasos centímetros, cabalgaba a su marido culeando desenfrenadamente, chillando.

Me corrí en el preciso momento en que, tras escuchar un bramido, pude ver que el coñito sonrosado de la chiquilla empezaba a rezumar aquel fluido blanquecino y viscoso. Me corrí como una loca mientras el doctor se venía en mi mano y la mujer, todavía llorando, empezaba a temblar convulsivamente y caía al suelo recibiendo en la cara los chorros de esperma que el muchacho negro escupía sin cesar. Me corrí recibiendo en la cara las salpicaduras, notando el palpitar de aquella polla en la mano, y gozando del espectáculo brutal de la miserable degradación de aquella familia normal, con quienes había comido, y que ahora se entregaban a aquella aberración ante mis ojos. Marina, entre mis piernas, se acariciaba gimiendo sin dejar de lamerme, y yo temblaba de placer, escandalizada y perpleja, pero dominada por la brutal escena que presenciaba.

- ¡Stop!

Un tecleo frenético a mi espalda, un silencio de zumbidos que se apagaban sucesivamente, y una especie de despertar alucinados impidieron que el hombre, completamente fuera de sí, sodomizara a su hija, que le miraba asombrada. María lloraba, tumbada boca arriba, y empujaba al muchacho, que parecía todavía capaz y bien dispuesto a tomarla una vez más. En posición fetal, en el suelo enmoquetado, la mujer sollozaba presa de la desesperación.

- Venga, deprisa, sueño y limpieza.

Todos durmieron, salvo el criadito. Quedaron dormidos donde estaban, aparentemente tranquilos, sucios de esperma, sudorosos, se durmieron sin sueños, serena y mansamente.

- Bien, Olivia -dijo Blade mientras me alcanzaba una caja de pañuelos de papel y él mismo se limpiaba los restos de su efusión- ahora toca eliminar el recuerdo y extraer los robots de sus cuerpos, y creo que usted no querrá verlo. Si le parece, mañana podremos seguir enseñándole los siguientes proyectos del Programa.

Asentí en silencio. El muchacho había vuelto a su posición original, aunque desnudo. Su gran falo negro permanecía enhiesto, formidable. Miré al doctor con la duda dibujada en los ojos, por lo visto.

- ¿Quiere llevarlo a su cuarto?

Asentí con la cabeza, un poco avergonzada, y dio las instrucciones oportunas al efecto. Cuando me alejaba caminando, con Marina agarrada de mi mano y nuestro nuevo acompañante siguiéndonos, llamó mi atención por última vez.

- Olivia... No se preocupe. Mañana podrá comprobar que no ha pasado nada. Están bien.

Camino de mi casa, en la barca, me dejé penetrar ansiosamente por aquel chiquillo inagotable. Marina, a mi lado, me abrazaba y mordía mis labios, se frotaba en mi cuerpo ronroneando. Le hacía follarme con desesperación, presa de una excitación desconocida, como si necesitara sacar de mi mente las escenas vividas, que parecían firmemente asentadas en mi recuerdo.

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