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Historia de Matilda 01: Ánder

en Dominación

Víctor fue, sin duda, el peor ser humano que yo he conocido en mi vida, que ya va siendo larga. También fue mi creador, por decirlo de alguna manera, mi torturador, el amo de mamá, y de Mónica, mi gemela, y el genio desconocido que ideó la desconocida disciplina científica a la que llamó “biodiseño humano”, que yo me encargué de abortar en cuanto comprendí sus terribles implicaciones, antes de que llegara a ser un conocimiento generalizado. Sencillamente, no podía serlo.

Cuando se tiene mi edad, la vida ofrece pocas sorpresas por delante y, sin embargo, acumula mucha historia por detrás sobre la que reflexionar. No se suele comprender cuanta de nuestra experiencia fue perfectamente inútil en el momento en que se generó y, sin embargo, resulta interesante y productiva cuando se analiza desde el conocimiento acumulado años después.

Últimamente he dedicado mucho tiempo a ello, a escribir mis recuerdos, mis memorias, como suele decirse, a pasar días enteros sin salir de mi casa, documentando los hechos, ordenándolos y escribiéndolos para tener la ocasión de comprenderlos.

Supongo que lo que pueda tener de interés comenzó en la primavera de 2020. Mónica y yo habíamos cumplido 17 años y, cada uno por su parte, vivíamos inmersos en esa confusión odiosa de tener que acostumbrarnos a nuestros cuerpos nuevos, a nuestros deseos nuevos, y a todas esas cantidades enormes de hormonas que nos hacían sentir diferentes sin saber exactamente por qué, sin saber manejarlas, y sometidos a ese vendaval de ignorancias, desacuerdos e incomprensiones que convierten nuestras vidas en un infierno durante años.

Aquella tarde, como hacía algunas semanas que sucedía de vez en cuando, cuando me quedaba en casa solo, posaba ante el espejo del vestidor de mamá con sólo su ropa interior. Después he sabido que es más común de lo que parece, pero entonces lo tenía por una aberración a la que me rendía incapaz de contenerme y que, después, me causaba un tremendo remordimiento.

Pero en aquel momento no, en aquel momento, sencillamente, respondía a una pulsión a la que no podía sustraerme: me miraba en el enorme espejo de luna que cubría una de las paredes, delgado, lampiño, con aquellas medias negras con costura sujetas por un liguero de talle alto con un motivo de cachemire, y las braguitas pequeñas a juego, casi transparentes, incapaces de contener la húmeda erección que las levantaba de una manera grotesca, y tenía que hacer un esfuerzo supremo por no masturbarme al instante, por no correrme al instante, por prolongar aquella especie de desesperación para después, más tarde, estallar a solas encerrado en mi cuarto. Posaba imitando los gestos que entonces identificaba con la femineidad y fantaseaba con la idea de poseerme, de poseer a alguien como yo, de follarme…

- ¡Vaya!

Me quedé paralizado, incapaz de reaccionar de ninguna manera, completamente inmóvil, sin taparme siquiera, perfectamente expuesto a la mirada de Víctor, que sonreía reflejado en el espejo, a mi espalda.

- ¿Te gusta ser una nenita?

Lo susurró junto a mi oído mientras sus manos se apoyaban delicadamente en mis caderas causando un estremecimiento en mi piel hipersensibilizada por la excitación, y apartó mi media melena rubia para morderme suavemente el cuello. Fue como un desmallo, casi una pérdida de consciencia que me inhabilitaba impidiéndome la más mínima reacción más allá de aquel primer gemido que se me escapó entre los labios. Sentí sus manos acariciarme entero, desde el pecho hasta los muslos, mientras sus labios se movían entre mi cuello y mi nuca.

- No te preocupes, putita, no te preocupes por nada.

Acarició mi pollita por encima de la delgada tela de las bragas de mamá y me sentí morir. Me apretó suavemente contra sí y noté la presión de la suya entre mis nalgas. De alguna manera, percibir su excitación me excitaba aun más, si ello fuera posible. Dejé caer la cabeza a un lado como ofreciéndome. Agarrando mi polla por encima del tejido, comenzó a acariciármela, a cubrir y descubrir mi capullo con la piel en un movimiento lento, enervante, que me desesperaba, sin dejar de besarme el cuello, de modérmelo. Creo que tenía que sostenerme para que no me cayera. Me volvía loco. Observaba con los ojos entornados la figura que componíamos en el espejo y me escuchaba gemir como en un sueño.

- Así, nenita, suéltalo todo, déjate llevar…

Creo que tardé segundos en correrme, quizás un par de minutos, no lo sé. En aquella marea de sensaciones tan nuevas e intensas me era imposible comprender nada que no fuera aquel deseo, aquel placer intenso y acuciante.

Cuando el primer latido dejó escapar aquel primer chorro de esperma a través del tejido negro transparente, sencillamente la soltó y, sujetando mis caderas, hizo que mi culito presionara la suya. Pude sentir cómo parecía contraerse antes de cada nuevo estallido. Movía el culo gimoteando, restregándome en él. Todavía, cuando las fuerzas me abandonaron y caí al suelo de rodillas, mi pollita seguía manando una cantidad desconocida de leche que parecía arrastrar mi fuerza, pero no lograba evacuar mi excitación. La veía atravesando la tela y goteando sobre la alfombra como en sueños.

- Muy bien, putita, así, como si fuera un biberón, así…, así…

Había sacado su polla a través de la bragueta del pantalón. Colocándola sobre mis labios, presionó suavemente. Era mayor que la mía, mucho mayor: curva, gruesa y oscura, y brillaba húmeda. No me resistí. Todavía estaba excitado, muy excitado, tan superado por aquella primera experiencia compartida, que nada parecía tener más lógica que el deseo. Abrí la boca y noté en la lengua la textura lisa y la sensación sedosa de aquel fluido denso que la cubría. Obedeciéndole, comencé a succionarla arrancándole como pequeños gruñidos de placer que me estimulaban aun más, haciéndome desear tenerla más adentro, darle más placer. Mi pollita, que asomaba ya en libertad por uno de los lados de la braguita negra, cabeceaba como si tuviera vida propia. Sentía la suya llenándome la boca, notaba la textura nudosa bajo la piel delgada y suave, y el latido de la sangre. Me esforzaba inutilmente por tragármela entera, hasta que una arcada me hacía sacarla. Tosía y babeaba, y volvía a lanzarme sobre ella con los ojos llorosos, a mamarla con fuerza, ansiosa y desesperadamente…

- ¡Victor! ¡Ander! ¡Por Dios! ¡Ahhhhhhhhhhhh!

Sin poder detenerme, vi de reojo a mamá caer de rodillas al suelo, a nuestro lado. Lloraba y temblaba jadeando cómo si su cerebro fuera incapaz de controlar su cuerpo, incapaz de dejar de mirarnos. Su mano se perdía bajo la falda y parecía acariciarse.

- ¿Qué pasa, cariño? No parece disgustarte ¿No? Eres una puta.

Empujó con fuerza su polla en mi boca hasta clavarla en la garganta. Me ahogaba. Mareado por la hipoxia, noté que me corría una vez más en el preciso instante en que, sacándola hasta alojar su capullo en la boca, latía con fuerza y vertía en ella el primer chorro de esperma densa, tibia e insípida. Me sentía ir, me corría a borbotones salpicándome el pecho, tragaba cuanto podía de aquel flujo incesante que expulsaba entre gruñidos, y escuchaba como a lo lejos los gemidos histéricos de mamá, que culeaba en el suelo con la falda subida hasta la cintura, clavándose los dedos en el coño. Mi polla palpitaba sola una vez más en una sucesión interminable de chorros de leche tibia. Me sentía enloquecido de deseo, perdido en una barahúnda de impresiones indistinguibles que conformaba una especie de orgasmo general, una pérdida de consciencia, un orgasmo como, créanme, no he vuelto a experimentar jamás.

- ¡Es sólo un crío, Víctor! ¡Por favor!

- Es una mariconcita, tonta, y no creo que le vaya a hacer desgraciada.

- No te lo voy a consentir.

- ¿No?

- No…. ¡Ahhhh…! Nooooo…. Por… favor…. ¡Ahhhhh…!

Los escuché discutir en su dormitorio cuando conseguí recuperarme. Pude verles a través de la rendija de la puerta del vestidor entreabierta. Mamá trataba de resistirse con los ojos humedecidos por las lágrimas y él se burlaba de ella. Le escuché llamarme mariconcita y no pude evitar sentirme nuevamente excitado. Le vi pulsar un botón en un pequeño mando, poco más grande que un llavero, y vi a mamá caer de rodillas jadeando. Como antes conmigo, le vi meterle la polla en la boca. Mamá se la tragaba entera, como loca, con los ojos lacrimosos, y temblaba. Me sentía un hervidero de contradicciones: le odiaba, y me excitaba. Odiaba que la tratara así, y me acariciaba la polla viéndolo. Volví a correrme una vez más cuando atrajo con fuerza su cabeza hacia sí y se quedó clavado gruñendo. Un chorrito de leche asomó por su nariz, y mi polla escupía de nuevo su lechita en el suelo.

- No quieres correrte tú sola en medio de la calle ¿Verdad?

- No…

- Perfecto. Podemos ponernos de acuerdo en eso.

- …

- ¿No?

- Sí…

Me pareció una mujer derrotada. Sentí hacia ella desprecio y pena a la vez. Hubiera querido abrazarla quizás, o insultarla. Víctor sonreía con dulzura ayudándola a limpiarse el esperma de las comisuras de los labios con un pañuelo. De repente ya no parecía un monstruo.

- Tú, anda, ve a cenar y acuéstate, que mañana tenemos cosas que hacer.

Obedecí sin rechistar. Todavía con las medias y el liguero puestos, abandoné el dormitorio camino de mi cuarto para ducharme suplicando no encontrarme con Mónica. Ana, la criadita dominicana que se quedaba en casa por las noches, fingió no verme al pasar humillando la mirada, como si no sucediera. Tuve conciencia de aquella erección que no conseguía aplacar. Me sentía ridículo y excitado. No pude evitar mirar su culo respingón y me imaginé sus tetas de color café con leche. Volví a sacudírmela bajo la ducha. Imaginaba mi polla entre sus labios gruesos y carnosos mientras me miraba con aquellos ojazos grandes y oscuros. Me sentía confuso, incapaz de asimilar todo lo que había vivido.

 

 

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