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Nadia 03: inevitable

en Amor filial

No quise salir con ellas por la noche. Les di dinero para que cenaran por ahí y alargué la excusa de la fatiga de la resaca para quedarme en casa a descansar. Necesitaba parar, quedarme solo y reflexionar.

- Guardad dinero para un taxi. No quiero que subáis al coche de nadie ¿Entendido, jovencitas?

- ¡Pero papá...!

- No hay pero, cariño. Volved a casa en taxi. Si os gastáis el dinero me llamáis por teléfono y me despertáis para que os lo pague.

- Anda, que...

- Ni un pero, Lara, cielo. Tú no sabes la gentuza que hay por ahí de noche.

- Que ya no somos niñas.

- Por eso.

En apenas un par de días, mi vida se había convertido en un desorden que apenas era capaz de digerir. Aquella chiquilla me provocaba una vorágine de sentimientos contradictorios: aunque racionalmente podía comprender que era un muchacho, uno de esos mariquitas a quienes despreciaba -gente sin importancia más allá de servir como objeto de chiste a los postres de una comida de trabajo, o de copas tras una reunión, aflautando la voz con una puta sentada en las rodillas en una salita de “Pídola”-, el hecho cierto era que me consumía de deseo, que era incapaz de quitármela de la cabeza y que su solo recuerdo bastaba para ponerme en un estado de excitación evidente y notorio que, después, me avergonzaba.

Deambulé por la casa con una copa en la mano tratando de asimilar lo que me sucedía, y tuve que terminar por asumir que me gustaba, que la deseaba tanto, que hasta aquella mínima ausencia me desazonaba. En el cuarto de las chicas, sentado sobre la alfombra, con unas braguitas que encontré en el suelo entre los dedos, preguntándome a cual de las dos pertenecía, con aquella sensación casi olvidada de tener el corazón comprimido en el pecho, me pregunté si no me estaría...

Luego estaba lo de Lara: por una parte, el simple hecho de que mi hija supiera lo que estaba sucediendo, aunque a ella no pareciera importarle, me causaba una sensación de angustia, de vacío, de vergüenza, que parecía conducirme a un abismo de ignominia: Lara, mi niña, podía imaginarme comiéndole la polla a Nadia, corriéndome en su culo...

Por otra, la idea de que se lo contara mientras la seducía, mientras se hacía comer la polla por ella... Parecía manejarnos a su antojo, disponer de nuestros cuerpos con una sencilla naturalidad que no se adecuaba a su edad, una incoherencia, y jugaba a degradarnos a cada uno frente al otro, como si quisiera dejarlo claro, demostrarnos que podía hacer con nosotros lo que quisiera. Su imagen a cuatro patas tragándose el esperma de aquella mariquita que me volvía loco, me llevaba a la ansiedad instantáneamente. Me excitaba, me confundía, y convertía a mi hija, ante mis ojos, en una mujer deseable. A su belleza parecía unirse la perversidad de aquel deseo malsano, que parecía la consecuencia lógica de la espiral infernal hacia la más absoluta degradación por la que me deslizaba sin saber qué hacer para impedirlo.

Y es que aquel demonio me incitaba a desearla, a verla como la mujercita en que se había convertido y querer tomarla. Desde luego que en alguna ocasión había... digamos “fantaseado” con ella, pero, de repente, escuchar hablar de mi hija en aquellos términos a una maricona mientras nos acariciábamos... Era un nivel superior de perversión, una maldad que me espantaba y, sin embargo... Se había convertido en una muchacha deliciosa, de carnes generosas, pero firmes, quizás un poco rellenita, de rasgos muy femeninos. Me sorprendí agarrado a mi polla visualizando aquel culo amplio y poderoso, imaginándome sus ojos azules entornados por el placer, sus labios gruesos y carnales dejando escapar un gemido.

Me levanté turbado y salí al jardín recorriendo la casa deprisa para lanzarme al agua.

A la una y media de la madrugada, había conseguido prometerme que no sucedería más, y alcanzado una especie de tolerancia hacia mi error, una especie de perdón que me redimía a cambio de la absoluta seguridad de que no sucedería más. Había sido un error, una debilidad. Al fin y al cabo ¿quién no da un tropezón en la vida?

Seguía despierto, acostado sin cenar y a oscuras en mi cama, dándole vueltas a todo aquello convencido de haber puesto fin a mi propia confusión, cuando escuché voces susurrando en el jardín y comprendí que eran las chicas. A través de las ranuras entre los listones de las contraventanas, se introdujo en mi cuarto la luz de los focos dibujando líneas de claridad en el suelo.

No pude evitar acercarme. Pese a todo, imponiéndose a todas las convicciones largamente trabajadas durante aquellas horas de soledad, quería escucharlas, saber lo que decían. Necesitaba espiarlas, me decía, excusándome en que tal vez, solo tal vez, sabiendo más de ellas, de aquella extraña relación que sostenían, conseguiría comprender. En realidad me engañaba, me mentía al negar que me excitaba la idea de vigilarlas, que tenía la esperanza de verlas...

La inclinación de los listones me impedía contemplar la escena por completo. Apenas una imagen fraccionaria, muy segmentada con la que tenía que componer en mi imaginación las partes que faltaban. Sus voces, sin embargo, me llegaban ya con claridad.

- ¿Te pone?

- Chica, no se... Es raro...

- Te pone.

- Un poco sí.

- ¿Y esto?

Nadia estaba cerca, muy cerca de ella. Habían estado bañándose y permanecían de pie junto a la piscina. Se hizo el silencio y, por las posiciones de sus pies, comprendí que se abrazaban. Probablemente se besaban. Me sentí de nuevo excitado hasta casi perder la razón, lleno de ansiedad.

- Es grande, muy grande. Y cuando se corre escupe leche a borbotones. Esta tarde se ha corrido en mi cara.

- No me lo cuentes, no seas puta.

- No te hagas la remilgada. Tú eres más puta que yo.

Lara hablaba como si se le escapara el aire. Comprendí que la acariciaba. Su conversación se interrumpía a menudo, y la voz de Nadia adquiría ese tono sugerente de la seducción. Cada palabra suya parecía destinada a estimular su deseo y, al mismo tiempo, convertía el mío en una monoidea obsesiva. Me pregunté si sabría que iba a estar mirándolas.

- ¿Te gusta así?

- Sí... sí...

- ¿Y más fuerte?

- … Sí...

- ¿Y esto?

- ¡Ay!

Escuché una palmada que pareció restallar en mi polla. Nadia la había azotado, aunque me resultó imposible saber en qué parte de su cuerpo. El quejido de Lara sonó a dolor, pero no dejó de jadear.

- Eres mala...

- Muy mala.

- Me has hecho... daño...

- Y te voy a hacer más.

- ¡No!

- Sí.

Un nuevo cachete y una repentina revolución que me costó comprender, aumentaron la presión en el pecho de una manera violenta. Me resistía a agarrar mi polla, que parecía palpitar sacudiéndose en el aire. Notaba formarse sobre mi piel perlas de sudor y podía sentir la sangre latiéndome en las sienes.

- ¡Aaaaay!

- ¿Sabes lo que te voy a hacer?

La había llevado hacia el ventanal de mi cuarto y, de alguna manera, lanzado contra las maderas dándome un susto de muerte. Supuse que había sido tirándola del pelo. Me quedé paralizado, sin atreverme a moverme. Los dedos de Lara aparecieron a través de una de las rendijas, y su sombra se dibujó en las líneas que la luz del jardín dibujaba entre ellas.

- Voy a follarte el culito.

- No... me vas a hacer daño.

- Sí.

- No... no... quiero... ¡Para...!

- No voy a parar.

Nadia estaba arrodillada a sus espaldas. Lara gemía. Me incliné un poco para ver... Sus tetas, pálidas, preciosas, se balanceaban suavemente ante mis ojos. Sus pezones eran sonrosados, voluminosos, como inflamados. Un nuevo chasquido, y a su grito acompañó un estremecimiento que los dejó bailoteando más deprisa ante mis ojos. Hubiera bastado con alargar la mano, de no estar de por medio la contraventana, para poder acariciarlos. Vi que Nadia, a su espalda, se incorporaba.

- Por... favor...

- Shhhhhh... Vas a despertar al maricón de tu padre...

- No...

- ¿Quieres que vea cómo follo tu culito de putilla?

- No... ¡Aaaaaaaaaaaah!

Al tiempo que gritaba, golpeó la madera con la cabeza. Sus dedos se crisparon sobre el listón. Lloriqueaba. Lloriqueaba y gemía al mismo tiempo. Comenzó un golpeteo rítmico de la contraventana en el marco que, poco a poco, aumentaba su frecuencia, y un cacheteo que interpreté como el sonido de su pubis al golpear el culo de mi hija. Mi polla parecía a punto de estallar. La sangre se agolpaba en ella. La sentía rígida, palpitante. Me dolía.

- Me ha... ces... daño... Me... due... le...

- No. Te gusta.

Efectivamente, los gimoteos de Lara iban lentamente transformándose en lo que más parecían gemidos. Lara, a medida que el traqueteo de las maderas se iba convirtiendo en un continuo acelerado, gemía con mayor intensidad. Me arrodillé tratando de ver su cara sin comprender... Y de repente estaban ahí: sus ojos azules entornados, mirándome entre las maderas. Me quedé paralizado. Mi hija mordía su labio inferior y jadeaba, gemía sin apartar su mirada de la mía. Sin darme cuenta, comencé a acariciarme. Estaba seguro de que podía verlo, de que, de alguna manera, lo sabía; de que Lara sabía que su padre se masturbaba frente a ella, apenas a un palmo de su cara, escuchando sus gemidos, mirando su rostro contraído por el placer a través de las rendijas de la celosía de madera. Lara gemía en voz alta, sin cuidado alguno; se quejaba cuando se escuchaba el chasquido violento de las palmadas de Nadia en el culo. Su cabeza se movía rítmicamente adelante y atrás y sus tetas blancas, preciosas, bailaban en el aire. Y me miraba.

- ¿Lo quieres... ahora?

- Dá... melo...

- ¿Quieres que me corra... en tu culo?

- Dá... me... loooooooo...

De entre sus labios comenzó a brotar un chillido prolongado. Se quedaron quietas de pronto. Emitía un gemido agudo, en voz baja, temblorosa. Parecía poseída por un estremecimiento que no se terminaba, por un temblor inagotable que se extendía por cada centímetro de su piel. Me miraba con los ojos muy abiertos y el rostro crispado. Solté mi polla. La solté sabiendo que era incontenible y, mirándola a los ojos, observando el modo en que su gesto traslucía aquel orgasmo violento que la poseía, dejé que la naturaleza siguiera su curso y empecé a correrme. Palpitaba en el aire, latía, y manaba de ella un chorro de esperma densa que, sin terminar de salpicar, fluía a lo largo del tronco resbalando hasta alcanzar mi pubis, mis pelotas, para gotear finalmente en el suelo. Latía una y otra vez mientras miraba a los ojos a mi hija, que gemía estremeciéndose, corriéndose al mismo tiempo que yo, separada de mi apenas dos palmos por aquella endeble celosía de madera. Me corría avergonzado, sitiéndome humillado, incapaz de contener aquella brutal excitación que Nadia era capaz de provocar en mi, que dominaba mi voluntad.

- ¿Donde vas?

- Shhhhh...

- ¿Me vas a dejar sola?

- Ven si quieres.

Las chicas se habían echado en la tumbona grande de teca, bajo el porche, y yo me había vuelto a la cama en silencio. Mientras me limpiaba con la camisa -lo primero que encontré tirado en el suelo-, las escuchaba susurrar sin entender lo que decían hasta aquellas cuatro frases pronunciadas en voz alta. Permanecía tirado en la cama, en silencio, consciente de que lo sucedido flotaba en el ambiente, de que estaría ahí para siempre; convencido de que, desde entonces, cada vez que me enfrentara a mi hija, cada vez que me encontrara junto a ella, aquello estaría implícitamente presente como un muro entre nosotros. Me pesaba como una losa en el pecho haciéndome sentir una angustia terrible, abrumadora.

Escuché aquellas cuatro frases sin comprender su significado, abrumado como estaba por aquella sensación de fracaso y de vergüenza. Solo unos segundos más tarde, cuando vi deslizarse las contraventanas y dibujarse la silueta estilizada de Nadia entre ellas, logré interpretarlas. Me sentí como un boxeador noqueado, rendido e impotente, incapaz de ofrecer resistencia.

- ¿Te ha gustado?

- …

Caminó hasta mi cama y se sentó a mi lado, sobre el colchón, cruzando las piernas. Me miraba sonriendo de una manera casi inocente, cómo ignorando la trascendencia del suceso. En su sonrisa, todo parecía descargarse, hacerse liviano, perder su importancia. Enredaba en mi pelo sus deditos delgados, y sonreía mirándome a los ojos. Parecía llenarme de afecto... y de deseo. Permanecía sentada, frente a mi, acariciándome, y yo mantenía aquella postura fetal en silencio, como si pudiera protegerme de esa manera infantil. Me acariciaba el pelo, y me hablaba en aquel tono de muchacha inconsciente.

- ¿Te ha gustado?

- ...

- Es una pasada la carita que pone cuando se corre ¿Verdad?

- …

- A mi me pone como loca. Es que la veo morderse los labios y me vuelvo loca. Me la comería.

- …

Frente a mis ojos, a medida que parecía rememorarla en aquel relato inconsciente y sereno, su pollita iba lentamente recuperando su consistencia, llenándose, creciendo. Permanecía sentada, mirándome. Desgranando sus palabras con una despreocupación deliciosa, como si no comprendiera el dilema moral que para mi suponía aquella locura. Se había dejado caer ligeramente hacia atrás, apoyada en los brazos a su espalda, y sonreía. Perfecta. Sentí que nuevamente despertaba mi deseo.

- La primera vez lo hicimos en el aseo del colegio. Fue hace casi un año. A mi me tenía loca su culito, y el uniforme...

- …

- La vi meterse en un excusado, miré alrededor y no vi a nadie, así que me metí detrás de ella. Casi grita.

- …

- Le tapé la boca con la mano y, luego, cuando la quité, empecé a besarla como loca, y a tocarla... Allí, contra la pared.

- …

- En treinta segundos estaba comiéndome la boca como una loca. No sabes lo caliente que es tu putita.

- Pero...

- Ya... Cuando se la encontró alucinó, pero no, no se quedó parada...

Cada detalle que desgranaba causaba en mi una mayor excitación. Frente a los remordimientos que me consumían en soledad, estando junto a ella todo parecía natural y revestido de un aura de sensualidad elemental. Parecía dotada de un don que le permitía eliminar hasta el último vestigio de suciedad de cuanto tocara. En sus labios, el relato de cómo hacía el amor con mi hija resultaba casi lógico, tan solo un aderezo más a la atmósfera de deseo que flotaba a su alrededor.

Lara, de pie, apoyada en el marco de la puerta, nos miraba. Seguía desnuda. Mantenía la cabeza ligeramente ladeada, como si se avergonzase. Mi polla reaccionó a la visión de su silueta de guitarra, al balanceo lento de sus senos, acomodado al ritmo de su respiración. Podía ver por vez primera aquellos pezones esponjosos y pálidos, sonrosados, que destacaban sobre la piel blanca de sus tetas como peras maduras.

- Se arrodilló a mis pies y empezó a comérmela. No te imaginas cómo lo hace tu putita. Jugueteaba con el capullo entre los labios acariciándolo al mismo tiempo con la lengua, más deprisa cada vez y, de repente, se la tragaba entera y la dejaba ahí, dentro de su garganta. Nunca me lo habían hecho así. Sentía sus contracciones mientras su cara iba poniéndose violeta, y entonces la sacaba, y tosía y escupía.

- …

- Hasta que empezó a mamarla, a chuparla como si fuera un biberón, succionándola con fuerza, y me hizo perder la cabeza. Te juro que me temblaban las piernas mientras me corría en su boca. ¡Cómo me pone esa boca! ¿Te has fijado en sus labios?

Sin darme cuenta, mi mano acariciaba su pollita, haciendo que su voz se tornara a cada momento más insinuante, temblorosa. Nuevamente había perdido la cabeza. La mía cabeceaba golpeando ritmicamente mi vientre, dejando un charquito transparente sobre él. Lara se había sentado de medio lado en el pico del colchón. Permanecía en silencio mirándonos. Sus labios gruesos, carnales, se tensaban a veces, y entonces se mordía el de abajo como si quisiera sujetarlo antes de temblar. Los pezones se contraían a ojos vista. Una greca mínima de diminutas venas azuladas adornaban la palidez delicadísima de su piel aterciopelada.

Nadia acariciaba mi pecho. A veces, sus uñas recorrían el espacio hasta mi vientre, y se enredaban en los vellos de mi pubis. Parecía esquivar mi polla a propósito, y comprendí que jugaba a enervarme. Sin interrumpir mi caricia, escuchaba su voz hipnótica, que se quebraba a veces cuando entretenía mi mano resbalando en el flujo cremoso de su pollita.

- Y, ahora, ahí está, mirando tu polla, caliente como una perra.

- ¡Joder!

- ¿Qué no te lo crees? Díselo, zorrita, cuéntale a papi cómo estás?

- Estoy... muy... cachonda...

Respondió en voz baja, humillando la mirada, al tiempo que se giraba hacia nosotros sentándose sobre el colchón en posición de loto. Tenía el coñito depilado, y los labios se despegaron mostrando el interior húmedo y brillante de su vulva. Mi polla se tensó hasta el dolor al contemplarla tan evidentemente excitada.

- ¿Qué te pasa? ¿No la deseas? Cuesta creérselo viéndote trempar como un mono ¿Qué pensabas mientras te la meneabas, cochinito? No me digas que no te imaginabas follándola. ¿No quieres escucharla lloriquear con tu polla clavada?

Ejercía una autoridad de apariencia delicada y eficacia terrible sobre nosotros. Apenas un gesto de sus dedos bastó para que mi hija se inclinara entre mis piernas sin que yo pudiera hacer nada por impedirlo. Ni siquiera opuse la menor resistencia cuando sentí el calor de su boca en mis pelotas. Tan solo gemí, y mi mano se agarró con más fuerza a la pollita de Nadia, que me gimió en el oído y comenzó a lamer mi oreja haciéndome temblar.

- Siéntela, papito. Siente la humedad de su boca de ramerita y disfrútala. Goza de tu putita.

Lara comía mi polla con auténtica maestría. La chupaba como una posesa y me llevaba camino del paroxismo haciendo que mis piernas temblaran al recibir su caricia húmeda y templada. Me dejé llevar sintiendo cómo se desleía aquella voz interior que trataba de contenerme hasta extinguirse. Solo quedaron ellas: Lara, su boca, y Nadia, su boca en mis labios, en mi cuello; sus manos recorriéndome, haciéndome jadear, desearlas a ambas. Me chupaba con un ansia deliciosa, ronroneando como una gata. Su carne temblaba.

- Escúchala gemir.

A su espalda, Nadia la follaba. Ni siquiera me di cuenta de que se alejaba y, de repente, estaba tras ella, clavándose en su coño, haciéndola jadear entre mis piernas. Lara se quejaba y gemía ahogadamente sin dejar de chuparme, de tragarse mi polla entera. Sus tetas se bamboleaban ante mis ojos. Comencé a gemir intensamente sujetando su cabeza con las manos.

- Dásela, papito, dásela toda a tu ramerita. ¡Vamos, termina a... ho... raaaaaa...!

Comencé a correrme a chorros en el fondo de su garganta contemplando a través de los párpados entornados cómo los dedos de Nadia se clavaban con fuerza en sus caderas. Emitía un sonido gutural. Sus ojos manaban lágrimas y un chorro de esperma asomó por su nariz.

- ¡No te pares! ¡No te pares ahora, puta! ¡Sabes lo que hay que hacer!

Obediente, todavía temblorosa, Lara trepó por mi cuerpo hasta clavarse mi polla antes de que tuviera tiempo de perder su consistencia. Desorientado y confuso, jadeando todavía, sentí el calor húmedo de su coño lubricado por el esperma de Nadia, que reía a carcajadas mirándonos. Comenzó a moverse lentamente, subiendo y bajando, besándome los labios, y me sentí enloquecer arrastrado en aquella vorágine brutal de placer, de deseo perverso e incontenible. Su boca sabía a mi. Gemía en mi boca.

- Fóllalo así, puta, no te pares ahora, mueve ese culito de ramera.

Sus insultos me enervaban, me volvían loco. Tirando de su pelo, la obligó a incorporarse hasta quedar a horcajadas sobre mi, y alargue los brazos hasta alcanzar sus tetas con las manos y sentirlas firmes, duras, cálidas. Nadia, a su espalda, acariciaba su clítoris haciéndola temblar de placer. Mi polla resbalaba en su interior empapado sintiéndola caliente y húmeda. Acariciaba sus tetas y aquella diablesa malvada pellizcaba al tiempo sus pezones haciéndola chillar temblando con los ojos en blanco y los labios contraídos, y aquel aparente maltrato me volvía loco, y yo mismo la pellizcaba, y apretaba sus tetas con las manos estrujándolas, dejándome llevar por su pasión salvaje.

- Fóllala así papá, no pares. ¿Ves cómo lo querías?

Parecía endemoniada. La empujó de nuevo contra mi pecho y, clavándosela una vez más entre las nalgas amplias y firmes, la hizo gritar en mis labios. Chillaba como una loca sin dejar de culear. Me chillaba en la cara temblando, retorciéndose, soportando entre gemidos y quejidos los azotes que Nadia, que parecía presa de un trance, le propinaba casi con violencia. Me parecía sentir los movimientos de su polla a través de la carne de mi hija, que temblaba como un flan entre nosotros.

Correrme fue como perder la consciencia, como si mi cerebro fuera incapaz de soportar la vorágine de sensaciones violentas y contrapuestas que me mareaban. Sentí que me derramaba en su interior a borbotones, convirtiéndolo en un lugar aún más cálido y húmedo. Lara temblaba sobre mi pecho. Se convulsionaba, y emitía lo que parecía un lamento prolongado, que modulaba y, a veces, se estremecía en un espasmo violento que sacudía su pelvis. Sentía en los labios el sabor salado del sudor que hacía brillar su frente. La abrazaba con fuerza contra mí, y me derramaba en su interior escuchando, como a lo lejos, la voz histérica de Nadia, gritaba.

- ¡Tómalo todo, zorra! ¿No era esto lo que querías?

Y todo se fue oscureciendo, fundiéndose en negro hasta desaparecer. Solo mi hija, sobre el pecho, la humedad maternal en que parecíamos flotar, el calor, y aquel latido...

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