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Mercado laboral 03: parejas liberales

en No Consentido

- En realidad, es el dominio, la sensación de poder…

 

Incómodo, sin comprender cómo habían llegado hasta aquel punto, Carlos miraba sin saber donde meterse hacia la polla de don Julián, su jefe, que Luisa empezaba, una vez más a tragarse hasta hacerla pasar entera a través de su garganta mientras, el muy imbécil, seguía teorizando como si sus absurdas reflexiones acerca del mundo de los negocios tuvieran el menor atisbo de genialidad.

 

- Es esta idea de verla así, arrodillada entre mis piernas, la que me parece tan excitante. Si me permite, más que la idea misma de follarla, que también.

 

A su izquierda, doña Lucrecia, muy seria, observaba el proceso con idéntica atención, en silencio, como si no fuera con ella. Carlos se resistía a mirarla abiertamente, pero le había parecido ver marcarse los pezones endurecidos a través del estampado, negro sobre blanco, del vestido elegantísimo que cubría sus muslos apenas hasta la rodilla.

 

- Y luego que esté usted ahí, mirando cómo su mujer se come mi polla, sin rechistar, como si no pasara nada... Por que a usted le jode esto ¿no? Sea sincero, no se preocupe.

 

Asintió en silencio sin apartar la vista. El muy cabrón se conservaba bien, a pesar de los cincuenta y cinco o cincuenta y seis años que debía tener. Su polla, que asomaba a través de la bragueta de unos elegantes pantalones de lino de color crudo, se mantenía firme. Tenía un tamaño más que considerable y no había flaqueado ni un momento desde incluso antes de que, sin preámbulos, a los postres de la comida a que les había invitado, hubiera pedido a Luisa que se desnudara “para observarla mejor”.

 

- Tengo que confesar que me pone este poder, esta posibilidad de humillarles así, de permanecer vestido mientras ella, desnuda, me la chupa. Y me pone más si pienso que, en el fondo, le excita a usted mirarlo.

 

Comprobó que era cierto. Ni siquiera se había dado cuenta. Su polla, evidentemente erecta, marcaba nítidamente un bulto bajo el pantalón que debía ser visible desde el espacio. Doña Lucrecia, al escucharlo, había vuelto la mirada hacia él, que cruzó las piernas ruborizándose en un intento inconsciente de disimular lo que resultaba notorio.

 

- No se preocupe, no tenga vergüenza. A mi mismo me pasó la primera vez que vi a mi padre follarse a mi mujer ¿Recuerdas, cariño? El cabrón le daba lo suyo, y la muy puta, a cuatro patas, gimoteaba lloriqueando, muerta de vergüenza, mientras las tetas se le balanceaban en el aire. Se me puso como una piedra. Entonces era más joven Lucrecia. Tenía usted que haberla visto.

 

Le pareció que la mujer se avergonzaba escuchándole recordar aquella anécdota en su presencia. Aquella vez no había podido volverse a mirarla. Se mantenía guapa, a pesar de la edad, con el cabello negro azabache recogido en una cola de caballo que sujetaba terso su rostro racial, quizás agitanado, de labios sensuales y rasgos fuertes.

 

-De hecho, debo confesarle que me pone la idea. Es más: le agradecería que se desnudara usted para poder observarlo. Pensará que estoy loco, pero ver lo cachondo que se pone viéndolo… ¿Por qué no le ayudas, cariño?

 

Si había que humillarse, se humillaría. Carlos se puso de pie, se quitó la chaqueta y, mientras lo hacía, doña Lucrecia comenzó a desabrochar los botones de su camisa hasta quitársela. Lo hacía en silencio, sin un gesto en su rostro de aprobación ni rechazo. Se dejó aflojar el cinturón y bajar los pantalones al tiempo que los calzoncillos, descubriendo su polla dura, firme y húmeda que la mujer hizo por no mirar más que de reojo. Se sentía ridículo. Al terminar, tomó de nuevo asiento en su lugar, dejando libre el suyo entre los dos. Se sentó avergonzado, sin saber qué hacer. Luisa seguía entregada a su faena. Se la comía despacio, centrándose en aquel momento en su capullo, que había adquirido un tono azulado y brillaba. Estaba preciosa. Sus tetas, pequeñitas y blancas, nítidamente dibujadas sobre la piel oscura, ofrecían al aire los pezones esponjosos. La muy puta parecía excitada.

 

- Es lo mejor, ¿sabe?: la puta arrodillada, el cornudo cachondo, y mi mujer mirándonos. Apuesto a que le gustaría a usted que Lucrecia se la comiera también ¿No? Yo, de lo que aprendí de mi padre, lo que más agradezco es esto. Es este placer de sentir el poder, que nunca se siente con más intensidad que mientras se tira uno a la mujer de un cornudo consentido delante de sus narices. Estoy seguro de que si pudiera me mataría, pero le toca joderse. Al fin y al cabo ¿Quien tiene en sus manos su porvenir?

 

Cada latido de su corazón parecía trasladarse a su polla, que correspondía con un golpe seco de péndulo en el aire. Pensó que sí, que le encantaría que aquella mujer discreta y elegante se arrodillara ante él y se la comiera. Se sentía humillado y, por alguna razón, la vergüenza no impedía aquella reacción involuntaria. Un reguero de flujo preseminal la recorría entera hasta formar un charquito en su pubis, entre el vello. Doña Lucrecia mantenía la compostura impávida, pero don Julián se relajaba. Abierto de piernas, su rodilla le rozaba incomodándole. Luisa había vuelto a tragársela entera y aguantaba la respiración con la mano de aquel cabrón sujetando su cabeza.

 

- Verdad es que tengo que felicitarle: no es la primera vez que me follo a la mujer de un meritorio, pero hay que reconocer que esta puta es la más guapa que ha pasado por aquí ¿Verdad, cariño?

 

Ni siquiera respondió. Mantuvo su expresión hierática mientras Luisa tosía y babeaba cuando, tras forcejear un poco, consiguió liberarse de la presión y sacarla de su boca. No le miraba. Cuando volvió a inclinarse y retomó el trabajo de mamársela, sintió un deseo intenso de agarrarse la suya, de meneársela. Tuvo que contenerse. Por alguna absurda razón, le pareció que sería humillante, como si aquello no lo fuera ya suficientemente. Trató de pensar en el dinero, en la excelente posición que le esperaba. Su polla cabeceaba inmune a la vergüenza, como si tuviera voluntad propia y no le importara la degradación a que su dueño se veía sometido.

 

- ¡Uffff! Creo que voy a correrme, Carlos ¿Usted se corre en su boca?

- No… yo…

- ¡Ahhhhhhh!

 

Su cuerpo entero pareció tensarse. Agarró su cabeza con la mano y la apretó empujándola hasta que su nariz quedo semioculta en los vellos de su pubis. Gimió varias veces y un hilillo de esperma apareció asomando por la nariz de su mujer. Carlos sintió que le faltaba poco, con tan solo verlo, para correrse él también. Rogó en silencio para no padecer tal humillación.

 

- ¡Vaya! ¡Menuda zorra! Excelente, Carlos. ¿Usted cree que…? Póngase de pie, Luisa, por favor.

 

Como sin darle importancia, metió los dedos entre sus muslos como si comprobara algo. Luisa gimió quedamente.

 

- ¡Está mojada! ¡Se ha puesto cachonda!

 

Don Julián reía, como si fuera una situación divertida, mientras jugueteaba con su coño depilado metiendo y sacando sus dedos en él. Luisa, en una postura extraña, quizás grotesca, trataba de mantener el tipo de pie, con las piernas un poco abiertas para facilitar sus maniobras. Su respiración se agitaba y, ahora no cabía duda, sus pezones inflamados conformaban abultadas almohadillas sonrosadas que destacaban evidentemente sobre la superficie de sus tetillas escuetas, apenas dos conos pequeñitos, de amplia base, que destacaban por su blancura entre la piel dorada. Los dedos de don Julián brillaban de sus jugos. Carlos observó que tenía el capullo amoratado.

 

- Creo que ahora deberías ocuparte de Lucrecia, cariño… Perdón ¿Te importa si te tuteo?

 

Resultaba ridícula aquella formalidad mientras sacaba los dedos de su vulva y los olía. Carlos se giró. Doña Lucrecia había abierto los muslos y la falda del vestido se había replegado hasta el nacimiento de sus muslos ofreciendo su coño, de vello oscuro, cuidadosamente recortado, pero abundante. Llevaba medias de color carne, casi imperceptibles, rematadas en un cachemir delicadísimo que deformaban las ligas blancas. Luisa se arrodilló nuevamente, esta vez ante ella y, al ir a inclinarse obedientemente, recibió un largo beso en los labios que la mujer de su jefe, inclinándose hacia ella, inició mientras introducía la mano entre sus piernas.

 

- A Lucrecia le gustan mucho las putas. Le pasa como a mi. A mi me pone verla, claro, como a usted, así que procuro que la atiendan y todos contentos ¿No le parece?

 

Había hecho que Luisa se inclinara hacia su coño y comenzara a lamérselo. Con los ojos entornados, la sujetaba agarrándola del cabello con una sola mano mientras la otra descansaba sobre la rodilla de Carlos, cuyos fluidos manaban ya como una fuente. Sentía la polla rígida, aunque seguía resistiéndose a tocarse. La pierna de doña Lucrecia presionaba una de sus piernas y la de don Julián, que se había desnudado ya del todo, la otra, encerrándolo en una situación ridícula. La mujer de su jefe, en voz muy baja, entrecortada, animaba a la suya a seguir chupándola así, y la llamaba putita, contribuyendo de aquella manera a enervarle todavía más.

 

- Hay que ver qué cuerpazo tiene Luisa, Carlos (Si te parece te voy a tutear también ¿Vale?)… Tú a mi no, claro… Tengo unas ganas de follarla…

 

Doña Lucrecia gemía ya abiertamente con los ojos entornados. Luisa lamía su coño, cuyos labios se mostraban abiertos y brillantes, con auténtico entusiasmo. La mujer culeaba, y cada movimiento suyo lo sentía Carlos a través de la presión que su pierna ejercía sobre la suya.

 

- Pero, claro, a mi edad… ya no es tan fácil… ¿Por qué no me ayudas?

 

Carlos titubeó apenas un instante. Le miró desconcertado. Hacía deporte, y se le notaba. Su piel morena no presentaba marcas de bronceado, y tenía el cuerpo cubierto de vello gris. Tímidamente, siguiendo sus indicaciones, alargó el brazo hasta alcanzarla y la agarró sintiéndola blanda entre los dedos, todavía húmeda. Comenzó a ordeñarla, a presionarla y deslizar su piel hacia arriba para, a continuación, aliviar la presión para que recuperase su posición original y repetir el movimiento.

 

- No sabes cómo te lo agradezco, Carlos. Es que estoy viéndola así, y me muero por metérsela en el culo ¿Alguna vez le has follado el culo?

- No… Yo, la verdad…

- ¡Uhhhhh! Lo debe tener cerrado y estrechito…

 

Luisa actuaba como si no estuviera allí, como si no lo escuchara. Sus labios brillaban. Prácticamente restregaba los morros en el coño empapado de doña Lucrecia, que gimoteaba ya culeando, dejándose llevar por el placer. La polla de su marido, entre los dedos de Luis, iba recuperando su vigor. Podía sentir sus rugosidades deslizándose bajo la piel, y había comenzado a fluir, haciendo difícil agarrarla, por lo que resbalaba en su mano.

 

- ¡Vaya, no lo haces nada mal! Uno de estos días voy a follarte a ti ¿Vale? A Lucrecia le encanta verlo, ya verás. Se pone como una perra.

 

Se sentía extraño. El tacto de aquella polla dura ya no le desagradaba. Más bien, se sentía excitado, aunque no podía discernir qué parte de su excitación se debía a cual de los estímulos que le rodeaban. Por otra parte, estaba el modo tan natural en que su jefe le humillaba, la manera en que lo despreciaba, en que los despreciaba a ambos, a Luisa y a él, y los utilizaba para su disfrute y el de su esposa con toda naturalidad, dando por descontado que harían lo que mandase, parecía contribuir a aquella erección y aquel flujo inagotable que lo empapaba. Se moría por follar. Ni siquiera la idea de que aquel hijo de puta pudiera decidir sodomizarle mitigaba en lo más mínimo de deseo.

 

- ¡¡¡Para, para!!! Para, que como sigas vas a tener que tragártela tú y quiero echársela en el culo a tu mujer. Mira, cornudo.

 

Se arrodilló a su espalda mirándole a los ojos. Humedeciéndose los dedos en la polla, que chorreaba después de las caricias de Luis, comenzó a untar sus flujos entre las nalgas duras y pálidas de Luisa, que se puso tensa al sentir el contacto de sus dedos. Doña Lucrecia, agarrándola con fuerza el pelo, mantenía su cara apretada contra su coño, aunque, asustada, había dejado de lamerla.

 

- ¿Quieres que la folle, cariño?

- Fóllala.

- ¿Quieres que se lo parta?

- Destrózaselo.

- Mira, Luis, escúchala.

 

Empujó de un solo golpe clavándosela con fuerza. Luisa emitió un grito desesperado. Se le saltaron las lágrimas. Don Julián empezó a follarla deprisa, agarrándose fuerte a sus caderas y bombeando su culo como si tuviera prisa. La pobre lloraba a moco tendido. Doña Lucrecia seguía sujetándola fuerte, y culeaba como una perra loca restregándole el coño por la cara.

 

- Parte… se… loooooooo… Puta… Puta… Puta…

 

Pellizcaba uno de sus pezones, pequeñitos y oscuros que había hecho asomar sobre el escote del vestido estampado de negro sobre blanco. Chillaba corriéndose. La insultaba e invitaba a su marido a hacerle daño. Don Julián la follaba como un animal e, inexplicablemente, aquello parecía empezar a causar placer a Luisa, que gimoteaba entre el llanto, y jadeaba, y gemía temblando, y, enloquecida, daba grandes grandes lametones en el coño de su dueña, abierta como una flor, temblorosa, con los dedos blanquecinos agarrando su cabello casi ya por una pulsión nerviosa.

 

- Muevelo… así… Así… Asíiiiiiiii…

 

Comprendió que don Julián vertía su leche en el culo inexplorado de su esposa. Su polla chorreaba viéndola cerrar los ojos con aquello clavado, temblando casi convulsivamente, con la cara brillante de flujos y los ojos inflamados.

 

- Espera, espera, no te pierdas esto…

 

Don Julián había vuelto a sentarse a su lado sonriendo. Luisa parecía medio desmayada. Caída en el suelo, su cuerpo todavía temblaba, y de su culo manaba un reguero blanquecino de esperma. Doña Luisa, fatigosamente, se incorporó, separó sus piernas alrededor de su cabeza y, agachándose, con mucho cuidado de mantener recogida la falda del vestido, comenzó a orinar sobre su cara. Luisa, sorprendida, boqueaba con los ojos cerrados mientras aquel chorro de pis abundante y perfumado cubría su rostro, mojaba su pelo y llenaba su boca.

 

- No vayas a olvidar que es mi marido, puta. Tú solo eres la zorra del cornudo ¿Lo comprendes?

 

Les invitaron a marcharse y lo hicieron en taxi, en silencio. Carlos no conseguía librarse de aquella incómoda erección. En la cama, tras ducharse, intentó un tímido acercamiento sin muchas esperanzas, que Luisa rechazó empujándole sin decir una palabra. Cuando la creyó dormida, incapaz de contenerse, agarró su polla. Apenas necesitó meneársela un par de veces para empezar a correrse de una manera descontrolada, salpicando al mundo entero con su leche. Sin comprender por qué, en su fantasía, era él mismo quien se tocaba mientras que, al mismo tiempo, hacía lo propio con don Julián, que se corría en su mano llamándole cornudo.

 

Luisa encendió la luz sorprendiéndole agarrado a su polla. Todavía manaba mansamente un reguero de esperma que fluía, como si no hubiera un final. Mientras se limpiaba con un kleenex un chorretón de leche que había salpicado su pecho, mirándole con desprecio, rompió por fin el silencio:

 

- Cerdo…

 

Carlos sintió tensarse de nuevo su polla al escucharla y una última gota de leche asomo por el extremo.

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