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Julia, el mexicano, Madrid

en Sexo con maduros

JULIA, EL MEXICANO, MADRID

Desflorar a Julia, ver la nieve en las calles de Madrid, pensar en México…

El Mexicano miró por la ventana. Nevaba ligeramente aquella noche en Madrid. Diciembre de 2008 anunciaba un invierno frío y húmedo.

La muchacha dormía desnuda en la cama. Una cara de ángel, piel tierna y tibia. Ojos cerrados, entregada al destino. Se había movido un poco cuando entró en la habitación. Estaba un poco de costado, con un brazo reposando en la almohada. La vista del Mexicano se perdió en los pechos de la joven, y fue descendiendo por el ombligo, las caderas, los muslos, blancos, bien torneados, mórbidos, obsesionantes…

Estaba en su viejo piso de la calle De la Cruz, en el Barrio de Las Letras, cerca de la Plaza de Canalejas, alquilado cuando era un joven mexicano de Monterrey asignado por primera vez por su poderoso padre al Consejo de Administración de la Financiera en Madrid, ahora en el Complejo de Azca, hacía más de treinta años, y al que nunca había renunciado, ni tan sólo después de su matrimonio con Soledad, una noble dama española cinco años mayor que él, que había adquirido como residencia familiar una lujosa torre en el barrio de La Moncloa, además de su extensa finca en los páramos al norte de la Sierra.

Pero siempre allí, en la calle De la Cruz, le aguardaba la intimidad de su secreto refugio, su antiguo picadero de soltero, cerca de las noches del Madrid más canalla. Algo que le daba aliciente a la vida. Además, claro, de la casa que poseía en un barrio tranquilo de Monterrey, su población natal, en México, entre Fundidora y el aeropuerto, cerca del rio, donde solía ir cuando deseaba estar tranquilo con alguna muchacha, lejos de la marquesa y el resto de la familia. ..

Unos lugares únicos, su piso del barrio de Las Letras y su casa de Monterrey, en los que sólo existía él, fuera de los negocios y de sus inevitables ritos y convenciones, lejos por unas horas de la soledad de los fríos pasillos del Complejo de Azca. Y también lejos de la marquesa, su esposa, y de los insoportables y ruidosos nietos que frecuentemente invadían todos los espacios de la residencia. A veces le entraban ganas de dejarlo todo y perderse un tiempo en las soledades del mar interior de la Baja California mexicana.

Además, su querido piso del barrio de Las Letras había sido testigo todos aquellos años de las experiencias amorosas que habían ido alegrando y llenando su aburrida vida de casado con Soledad. Una gran dama y excelente e irreprochable esposa, madre y abuela, por otra parte.

Le gustaba perderse los domingos por el mercado del Rastro madrileño, eligiendo sin comprar demasiado entre los miles de objetos de segunda mano que le gustaría llevarse al piso. Y adoraba los escasos días en los que podía meditar tranquilo, sin apenas turistas, paseando por las pinturas del Prado. O, incluso, gozar de la serenidad de los paseos por El Retiro, mientras parejas jóvenes se miraban a los ojos en las barcas del estanque.

Más allá del filtro húmedo de la ventana, las gotas de lluvia y aguanieve acariciaban las calles y tejados de la ciudad. Llegó el sonido lejano de unas campanas, tal vez eran las dos o las tres de la madrugada. Recordó la cita que tenía dos días después con unos canónigos en La Almudena.

Rodolfo Emiliano –así se llama el Mexicano-, hizo un pequeño dibujo de un corazón en la tela de humedad condensada que se estaba formando en el cristal de la ventana. Había un ambiente confortable, la calefacción era eficiente y mantenía la temperatura que él había elegido, veinticuatro grados, en la vivienda, ideal para estar desnudo sin preocuparse de resfriados, aunque algo superior a los veintiuno que recomendaban los ecologistas.

Suspiró y se giró hacia la cama. Vio de nuevo el delicioso cuerpo dormido de la joven, cubierto únicamente por unas braguitas que resaltaban la blancura de sus muslos. Había tardado más de lo previsto, un problema urgente de una de sus empresas en Bolivia le había retenido con los ejecutivos del consejo, hasta que consiguió convencerlos de acceder a la rebaja del precio de la partida de maquinaria que habían vendido al gobierno de Evo. Más valía ganar menos pero asegurar la operación, a veces parecía mentira que no entendiesen conceptos tan simples. Julia había acabado durmiéndose, debía de estar muy cansada. Pero le había esperado, no había marchado.

Julia era una joven estudiante de origen catalán, hija de una guapísima bailarina barcelonesa de cabaret que era amante ocasional de muchos hombres como él, y que le había encargado que ayudase en sus estudios a su hija. Julia, pertenecía ahora por indicación de él a una organización de voluntarios, que colaboraba en la ayuda a personas solas y necesitadas de la comunidad madrileña, y, cuando acabase en el instituto, ya se vería, tal vez iría a la Universidad, tal vez la colocaría de aprendiza de secretaria en alguna de las empresas en las que tenía despacho de directivo. Siempre discreción, a la marquesa no le gustaban los chismorreos públicos tan amados por los madrileños. Acostarse con la madre de Júlia era una cosa aceptable socialmente, no dejaba de ser una profesional del amor, tener a su hija adolescente de querida, como se decía antes, era otra muy distinta que había que valorar y manejar con prudencia.

Rodolfo Emiliano coordinaba el equipo formado por las organizaciones católicas de voluntarios de la cofradía de la marquesa. Le gustaban estos trabajos solidarios, no en vano le había complacido que en diversas ocasiones la prensa se hiciese eco de las acciones benéficas y altruistas de él, de la Financiera de la que era accionista y de sus empresas. Tener buena fama era bueno para los negocios, por eso tenía que tener cuidado con su vida privada.

Todo había salido razonablemente bien, pero la convivencia cercana entre los dos – a Julia la habían colocado en el equipo de chicas auxiliares del Mexicano en la campaña de ayuda solidaria de las Navidades, a petición de él mismo, claro-, había desarrollado en la muchacha una atracción por él, que al Mexicano no le pasó desapercibida. No le importaba, se había habituado a tenerla cerca durante aquellas semanas y también a él le encantaba aquella jovencita, esto avanzaría posiblemente sus planes de seducción, previstos inicialmente para cuando ya fuese mayor de edad... Era una muchacha dulce y agradable, además de bellísima, como su madre, pero con muchos menos años, y sin experiencia en el amor y el sexo.

El Mexicano coincidía con sus amigos en manifestar que a veces era imposible evitar caer en las tentaciones de la carne. Con muchachas como Julia, por ejemplo, a pesar de la gran diferencia de edad. O, mejor gracias a esa diferencia, que era lo que hacía interesante la aventura. Rodolfo Emiliano siempre había pensado que acostándose con muchachas jóvenes adquiría su fuerza y vitalidad, y se mantenía ágil y despierto.

Y se atrevió a hacerlo. Claro que sí. La fortuna ayuda a los audaces, decían los romanos, y él lo había aplicado casi siempre. En un momento de la fiesta de Nochebuena, sabiendo que la marquesa le exigía que fuese a la finca castellana para la fiesta de Año Nuevo, el Mexicano le pasó disimuladamente un sobre. Julia le miró, sorprendida, se apartó un momento, lo abrió, y encontró una nota y una llave. Al leer la nota, la muchacha clavó fijamente los ojos en él, mientras a Rodolfo Emiliano se le aceleraba el pulso.

Al cabo de unos momentos, Julia sonrió con dulzura, besó disimuladamente la llave, y se la guardó con la nota en la que había la dirección del piso del Barrio de Las Letras. El Mexicano se relajó. Todo era como había imaginado. Tenía una larga experiencia en conocer el pensamiento de los demás. Era una habilidad que formaba parte necesaria de su trabajo de financiero.

Y aquella noche, precisamente aquella noche, había tenido que quedarse a trabajar hasta tarde en el Complejo de Azca. Envió un mensaje escrito telefónico a la muchacha desde uno de sus celulares libres, advirtiéndole del retraso, y se resignó a su suerte.

Pero ella le había esperado. Se había dormido, pero le había esperado. Estaba en la cama, dormida, y se había destapado, dejando ver su hermoso cuerpo solo cubierto por las braguitas. Era tan bella como las sirenas de las leyendas de Ulises…

El Mexicano arropó el cuerpo desnudo de la muchacha, que se giró ronroneando como si fuese una hembra de felino, una joven gatita. Oh, la espalda de la joven, las nalgas, los muslos…

El hombre sintió la vida y la sangre correr aceleradamente por sus venas, tomó aire y lentamente, sin prisas, con la paciencia que centenares de noches de lujuria en Madrid y Monterrey le habían enseñado, se fue desnudando y guardando ordenadamente su ropa. La chaqueta, la corbata, la camisa, los zapatos, los pantalones, los calcetines…

El Mexicano se observó en un espejo de la habitación. En la penumbra, pensó que aún se conservaba aceptablemente. Tal vez un poco blando, pero en Madrid, con su excelente cocina popular, eso era casi inevitable. Y se dio cuenta divertido de que era verdad lo que decía alguna de sus amigas de cama, que cuanto mayor se hacía, más se parecía al actor Klaus María Brandauer, el otro protagonista de Memorias de África. Bueno, no todo el mundo puede ser el guapo rubio que en el film enamora a la chica, Robert Redford.

Se acercó al lecho y admiró de nuevo el cuerpo de la muchacha. Suspiró, se encogió de hombros y lentamente se bajó el slip. Vio que su miembro estaba preparado, duro y erguido, y tuvo un pequeño sobresalto. La muchacha tenía los ojos abiertos y le observaba. El movimiento la había despertado, o tal vez su sueño no era lo profundo que él había imaginado.

El Mexicano se agachó y se introdujo en la cama. Se acercó a la joven, que continuaba mirándole fijamente.

Cuando estuvo junto a ella, la atrajo hacia él y unió sus labios a los de la chica. Eran frescos y tiernos. La abrazó, apretó su pecho contra el suyo y con las manos en el culo de ella presionó también vientre contra vientre, y se sintió poseedor de la gloria eterna, era ahora él, un americano el que conquistaba lo mejor que le podía ofrecer Europa, el cuerpo desnudo de Julia. Besó los pechos de la jovencita, y tuvo una sensación inenarrable al acariciar la parte interna de los muslos de la muchacha.

Era delicioso jugar con la piel de Julia, coger su cuerpo, sintiendo como ella participaba y colaboraba en lo que él hacía. La muchacha ardía, parecía que la piel de la cara le hervía.

Entonces, poco a poco, muy despacio, el Mexicano fue bajando la braguita de la muchacha, hasta sacársela del todo por los pies.

En la oscuridad, él notó que ella temblaba, al notarse desnuda al completo mostraba un cierto nerviosismo o miedo…

El Mexicano se preguntó: Y si… ¿Y si es virgen?... No se lo había planteado hasta aquel momento, era tan difícil –se lo había dicho un amigo, confesor de una parroquia madrileña cercana- encontrar muchachas que no conociesen el sexo …

Pronto lo iba a saber.

Tocó el sexo de la joven, explorando su interior con dedos hábiles. Julia gimió al sentir los dedos del hombre en su vientre. Había imaginado aquello tantas veces en las últimas semanas… Se había enamorado de aquel hombre, cuarenta años mayor que ella…

Podía ser su abuelo, pero era tan educado, tan elegante, tan considerado, tan alejado de aquellos muchachos groseros y maleducados que trataba habitualmente… Se movió, intranquila, sabía que llegaba el momento…

El Mexicano notó el nerviosismo e inquietud de la joven.

Poco a poco, lentamente, separó los muslos de la muchacha y se colocó en medio, con el cuerpo ya encima de ella. Descendió, uniendo los cuerpos, pecho contra pecho, vientre contra vientre. Su pene llegó al paroxismo al aplastarse contra el vientre de Julia.

Ella le abrazó, gimiendo y jadeando, apretándose contra él y envolviéndole la cadera con sus muslos.

El Mexicano la sujetó con fuerza aplastándola contra las sábanas, era el momento de actuar con un poco menos de delicadeza, sonreía, mientras ella se movía y musitaba cosas que no se entendían.

Cuando pareció que la joven se abandonaba ya por completo, él aflojó la presión de sus labios e introdujo su lengua en la boca de la muchacha, acariciando la suya y sus dientes –olor agradable a chicle o dentífrico de vainilla y coco en la joven, restos de gusto de otro placer prohibido, el tabaco, en la de él.

Oh, y la delicia de jugar con los pechos de Julia, aquellas pelotitas entrañables…

Ahora él le mordía el cuello, le pellizcaba el culo y otras partes, y ella, abandonada, participaba a fondo en todo lo que proponía él, le abrazaba, le besaba, se dejaba aplastar, lo envolvía con sus muslos, sus brazos, sus besos…Ah, ella ya jadeaba, casi no podía respirar…

Rodolfo Emiliano sudaba, se movía encima de ella, y aprovechó por fin la entrega de la muchacha para orientar con la mano su pene y colocarlo en la entrada de la vagina de la chica para inmediatamente comenzar a penetrarla de una forma lenta pero decidida.

Enseguida notó una pequeña resistencia, y sin dudarlo, sin pausa, apretó hacia delante, la resistencia cedió instantáneamente y el pene continuó avanzando en el vientre de la muchacha, que se contrajo dejando ir un gritito que era como un gemido más alto al sentir el leve dolor del momento en el que el hombre le acababa de desgarrar el himen.

El Mexicano sonrió satisfecho al notar que efectivamente, tal como había supuesto hacía un momento, Julia era virgen, nunca nadie la había penetrado hasta aquel momento. Parecía hacerle algo de daño, tal vez era algo estrecha, porque la muchacha aún gemía y apretaba sus uñas en su espalda, como en una contracción de dolor, cada vez que él daba un empujón hacia delante, hasta conseguir introducir por completo, hasta el fondo, su pene en el cuerpo de la muchacha.

Sí, la joven ya le había regalado su virginidad. Y ya su pene había llegado al fondo, estaba todo dentro del vientre de Julia. Y la fiera que, a pesar de todo, llevaba escondida dentro de sí, el impulso del abismo del horror de los placeres salvajes de los infiernos, se desencadenó.

Rodolfo Emiliano empezó a moverse desconsideradamente encima de la muchacha, sin importarle su evidente dolor o su posible sangrado, él la cabalgaba como un potro salvaje a una yegua, levantándola y dejándola caer cada vez que medio sacaba y volvía a introducir hasta el fondo el pene, al tiempo que ella dejaba de llorar y gemir, y aceptaba sumisa los movimientos violentos del hombre al que había entregado su virginidad de forma consciente y voluntaria.

Él ya jadeaba y babeaba, hasta que explotó, perdió el mundo de vista disfrutando de un orgasmo intensísimo y prolongado, gritando y aullando, entrando y saliendo del vientre de ella, besándola y mordiéndola…

Y la muchacha sintió como inundaba su vagina un líquido muy caliente, a borbotones, un líquido viscoso y ardiente, al tiempo que experimentaba un inesperado y desconocido gran placer, que la hizo gritar y gemir mientras él, que había dejado de gritar, también lanzó un gemido de satisfacción, con lo que anunciaba la culminación. Rodolfo Emiliano no utilizaba normalmente preservativos, sabía por sus propias experiencias que la disminución de placer al utilizarlo era realidad, y quería gozar de hasta el último átomo del cuerpo de la muchacha. Podía haber consecuencias, pero también soluciones.

El Mexicano se quedó encima de ella, aplastándola con su peso, inundándola con su sudor y sus olores, mientras ella sintió que él sacaba su pene del interior de su vagina, y se iba separando de lado hasta quedarse a su lado, respirando con dificultad, igual que ella, mientras la agarraba por la cintura y se volvía a acercar a ella. Estuvieron así, abrazados besándose y tocándose un rato bastante largo, y mientras él acariciaba su cuerpo, ninguno de los dos hablaba. El hombre sonrió al darse cuenta de que, finalmente, la jovencita se había dormido abrazada a él. La siguió acariciando en todas sus partes, aún dormida.

Tiempo después, tal vez después de una hora, Julia se despertó dándose cuenta, sorprendida, de que el pene de él estaba otra vez duro, tieso, enorme.

Entonces, de pronto, la giró y la agarró por la espalda, le sujeto con una mano los pechitos y con la otra el vientre, y entonces la muchacha notó con tremenda sorpresa que el pene del Mexicano se iba introduciendo por su culo, ella notaba que como se metía con dificultad, le costaba, pero entonces él puso algo que parecía jabón o crema de afeitar en su culo, y de pronto, oooooohhh!!!!, otra violenta penetración, ella sintió que se desmayaba, pero el la sostenía, ahora venia lo peor, la levantó por debajo de los pechos dejándola caer hacia atrás empalada en su firme pene, la tiraba hacia detrás y hacia delante, la levantaba y la dejaba caer, era impresionante!!

De pronto ella sintió de nuevo algo caliente la invadía otra vez por dentro, él estaba eyaculando otra vez, ahora en su culo, y notó después, al cabo de un rato, asombrada, que Rodolfo Emiliano, sonriendo complacido, acercó su cara y la besó apasionadamente en los labios.

Amanecía. Los dos descansaban abrazados. Julia era consciente de que él la había desvirgado, que la había penetrado dos veces, que ella estaba preparada para lo de delante, sabía lo que pasaría aunque le dolió, pero no se imaginaba lo de detrás, no sabía que al que ahora era su amante también le gustaba meter aquello en el culo de las chicas…

Julia finalmente se durmió de nuevo cuando la madrugada llamaba al día. Continuaba cayendo aguanieve en Madrid, los tejados y algunos rincones empezaban a mostrar el blanco de la nieve.

Despertó sobre las diez de la mañana. Más bien dicho, por encargo de él, la despertó Angelina, la vieja y fiel asistenta de Rodolfo Emiliano. Él no estaba, el Mexicano había vuelto ya al Complejo de Azca.

Julia fue hacia el baño, caliente y preparado por Angelina, que había entrado discretamente sobre las ocho de la mañana. Sí, las sábanas tenían unas evidentes manchas que eran rastros de sangre, últimos vestigios de su virginidad perdida muy cerca de los tesoros de arte del Museo del Prado.

Madrid eterna, ciudad de historia abierta y noches secretas de sexo insospechado…

Angelina le acercó una nota de Rodolfo: "Hasta pronto, ... Nos veremos después, te llamaré, princesa… "

Fue un placer sentir el agua caliente correr sobre su cuerpo, limpiándolo de sudor, semen y sangre…

En la mesita vio un paquetito… Era de Rodolfo Emiliano y decía que era para ella… Lo abrió… Una bellísima pulserita de oro y un moderno y juvenil reloj de la marca mas prestigiosa del mundo…

Dos semanas después.

Julia estaba en la academia de danza, en el centro de Madrid. Habían acabado la clase del día, y mientras se duchaba, pasaba sus manos por el cuerpo recordando las caricias de Rodolfo Emiliano, su maduro amante. Ya se había viciado de él, necesitaba volver a sentir aquellas sensaciones, aquel placer… Aquel momento en el que un trozo vivo de carne penetraba en su vientre.

Añoraba cada minuto del día la voz cálida, el abrazo amoroso y tierno del Mexicano… A veces recibía llamadas de él cuando estaba en las clases o en la academia, entonces disimulaba y hacía ver que hablaba con una amiga, mientras él le decía aquellas cosas tan bonitas que pasarían cuando volviesen a estar juntos, y ella tenía que disimular porque se daba cuenta de que estaba enrojeciendo… Él le dijo que iban a tener casi un mes para estar juntos todo el tiempo que quisiesen, la marquesa, su esposa, se había autorregalado un viaje con cinco de sus amigas a la Patagonia argentina.

Por rutina Julia miró la pantalla del teléfono móvil y vio que tenía un mensaje. Era de Roffi, la clave que había puesto para Rodolfo Emiliano. Era corto y escueto, pero suficiente. Lo volvió a leer exultante de ansiedad: "Soledad acaba de salir de Barajas y vuela ya hacia Argentina. Nos vemos mañana a la 1 del mediodía en Las Letras. Angelina te abrirá. Te amo y no puedo pasar un día sin pensar en ti. Contesta, please. ;-)"

El Mexicano estaba en el Consejo de la Financiera, requiriendo datos sobre la compleja situación económica que vivía el mundo, y hablaba con personas y entidades representativas para elaborar su informe a los otros accionistas. Oyó la llegada de un mensaje a su móvil. Miró y vio el origen, Gatita. El Mexicano había utilizado esa clave para el teléfono de su joven amiguita catalana. Lo leyó y sonrió: "OK. I love you, Roffi". Rodolfo Emiliano tosió y se disculpó con los presentes, antes de continuar la reunión: Lo siento, ya sabéis, cosas de Madrid...

Rodolfo Emiliano llegó esta vez puntual a su reencuentro con la muchacha, a pesar de la gran nevada que la mañana de aquel 9 de Enero de 2009 había paralizado Madrid… Pero el Metro funcionaba con normalidad.

Y, por fin, juntos de nuevo en su piso de Las Letras…Oh, sí… El Mexicano bajó lentamente la braguita de Julia…

Otra vez dentro del cuerpo de su joven amante…

Sí, tal vez valdría la pena hacer una locura, aprovechar la ausencia de Soledad y volar a México con Julia…

Y encerrarse con ella en su casa de Monterrey una semana sin salir…

Sin salir de su cuerpo…

Celia Tatiana. Madrid-Barcelona, Enero de 2009.

Mensaje para mi amigo R., que no se llama Rodolfo pero sí empieza por R. y que sé que leerá este relato: no hace falta que esperes a que ella se vuelva a ir a la Patagonia, a Cancún, a Los Cabos o a la Baja California para invitarme a cenar en la deliciosa y antigua taberna cercana a Sol que ya sabes. Invítame a almorzar al mediodía cuando yo vuelva a Madrid, una tarde da mucho de sí. Besitos a R. y a todos y todas.

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