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Historias morbosas de mi matrimonio (1)

en Hetero: Infidelidad

Historias morbosas de mi matrimonio (primera parte)

Me llamo Juan y en la actualidad tengo 40 años. Voy a contarles la historia de mi matrimonio con Sara, mi mujer, de cómo me hice gay sin llegar a salir nunca del armario, cornudo y sumiso de mi propia mujer y su amante. Podría haber sido un matrimonio normal y corriente, pero por una serie de circunstancias propicié una serie de hechos que me convirtieron en lo que soy hoy en día, un hombre acomplejado por la historia de su matrimonio. Yo era un chico como otro cualquiera, aunque muy tímido, me costaba entablar una conversación e integrarme en algún grupo de amigos. No sé por qué, pero me sentía acomplejado por esa manera de ser tan cohibida y envidiaba a muchos de mis amigos por ser mucho más abiertos que yo. Me daba mucha vergüenza hablar con chicas, y eso que me gustaban, mi padre alquilaba películas pornográficas o compraba revistas y yo me pajeaba con ellas en el cuarto de baño. A los catorce años me enamoré de una chica que se llamaba Loli, pero éramos muy jóvenes y la relación no fructificó. Para nada me atraían los chicos, es más, a veces con los colegas nos reíamos de los maricas. Pero con dieciséis años todo cambió, de forma inesperada, sin que yo lo buscara.

Vivíamos en Madrid y todos los veranos mis padres alquilaban un apartamento en la playa, en el Levante, junto con su hermana Pilar, su marido y sus tres hijos. El apartamento constaba de tres habitaciones, una para mis padres, otra para mis tíos y en la tercera nos acostábamos mis tres primos y yo. Casi siempre me acostaba con mi primo Carlos, de mi misma edad, con el que me llevaba estupendamente. Una noche yo estaba profundamente dormido, rendido de haber estado todo el día en la playa, cuando noté algo que me alertó. Toda la habitación estaba a oscuras. Estaba tumbado de costado y percibí un nuevo tirón. Mi primo me había bajado el calzoncillo y se había pegado a mí, con su pollita incrustada en la raja de mi culo. La notaba entre mis nalgas como una salchicha. Me removí respirando fuerte, como haciéndome el dormido, y entonces él comenzó a moverse masturbándose con mi culo. El muy cabrón. Aguanté, notaba cómo deslizaba su pollita, apretujada entre mis nalgas, hasta que noté un pequeño escupitajo en la cintura, señal de que había eyaculado. Continué inmóvil, me subió el calzoncillo y se dio la vuelta tan campante. No pude pegar ojo pensando en aquella sensación, en aquel gesto de mi primo masturbándose sobre mí mientras dormía. Ya no volvió a hacerlo más en los días que estuvimos juntos, y yo trataba de aparentar normalidad, como si no me hubiera dado cuenta, me daba vergüenza repudiarle su actitud. El caso es que aquel roce comenzó a obsesionarme a diario, llegando incluso a masturbarme con aquel estímulo. Ya empecé a fijarme en el paquete de algunos chicos, cuando iba al gimnasio procuraba echarle un vistazo a todos aquellos penes y cuando veía las pelis que mi padre alquilaba también me obsesionaba más con las pollas de los protagonistas. No es que me atrajeran los chicos o me sintiese homosexual, era como si quisiese saber lo que sentía una chica. Tenía clara una cosa, no le confesaría a nadie esa extraña inquietud y me la guardé para mí, lo que me convirtió en una persona más cortada, sobre todo en lo que respecta a las chicas. El complejo lo llevaba por dentro.

Conocí a Sara con dieciocho años gracias a un amigo mío. Era la hermana de su novia y una noche me la presentó en una discoteca. Yo tenía dos copas de más y aquella noche estuve bastante animado. Nos gustamos y comenzamos a salir. Era una chica hermosa, alta y delgada, culo estrecho y redondo, tetas grandecitas y acampanadas, con gruesos y oscuros pezones, morena, con el pelo largo y ondulado, ojos verdes y piel tostada, porque le encantaba tomar el sol. Poseía un carácter muy distinto al mío. Era una chica temperamental, que siempre llevaba la iniciativa, con una increíble capacidad para relacionarse con la gente, alegre y extrovertida, con don de palabra, nunca se deprimía. Me encantaba, me enamoré perdidamente de ella y ella de mí. Le gustaba mi manera de ser. Mis secretas tendencias homosexuales seguían ahí en mi mente, pero lograba contenerlas gracias al amor de Sara. Me llevaba cinco años, tenía veintitrés, y había tenido dos novios, José, un buen tipo que yo conocía del colegio, y Mario, un batería que había cortado con ella unos meses antes de conocerme. Me confesó que se alegraba de haberlo dejado con Mario, que llegó a maltratarla muchas veces y con el que llegó a sentir miedo, era un chulo de la pandilla de Sara, el típico líder al que todo el mundo le hace caso. Pero el cabrón tuvo suerte, se unió a una banda de rock y se largó por ahí a dar conciertos. Como cabía esperar y dada mi cortedad, de novios salíamos con la pandilla de ella, con sus amigas y amigos, y con sus compañeras de trabajo. Sara trabajaba como dependienta en unos grandes almacenes.

Con el paso de los años nuestro noviazgo se consolidó y nos casamos cuando yo cumplí los veinticinco. En la despedida de soltero, mis amigos me invitaron en un club de alterne y mantuve relaciones con una prostituta, nos lo pasamos en grande, aunque mi secreto seguía oculto y activo, porque a veces me masturbaba rememorando aquel roce de mi primo. Mi mujer guardaba en un cajón el consolador que le regalaron las amigas en la despedida de soltera, era con forma de zanahoria y transparente, de un material resistente. Cuando ella no estaba, lo sacaba y lo mamaba, me imaginaba que yo era la mujer y me lo rozaba por el culo, llegando incluso a meterme un trozo. No se evaporaba de mi mente esa inclinación homosexual que me inspiró mi primo aquella noche de verano. Luego me arrepentía, sobre todo cuando hacía el amor con Sara. Nuestras relaciones sexuales eran muy normales, la verdad es que nos divertíamos, ella era muy cariñosa en la cama y yo muy romántico, entonces congeniábamos bastante bien, aunque dentro de lo que es la monotonía del matrimonio. Me echaron del trabajo y me quedé en el paro. Aproveché para sacarme el carnet de camión, pero pasé muchos momentos a solas en casa, metido en Internet, viendo pelis pornos, visitando páginas gays y chateando con hombres. Mi mente se fue degenerando cada vez más, aunque tenía el don de saber contenerme, sólo pensar en la vergüenza que supondría saber que yo era medio maricón se me ponían los pelos de punta. Ella no sospechaba nada porque yo me preocupaba de ser muy discreto. Me aseguraba siempre de no dejar rastro de mis vicios.

Llevábamos tres años casados, yo había cumplido los veintiocho, cuando conseguí trabajo en una empresa de transporte. Me asignaron mi primer viaje en un camión que hacía grandes rutas, y nos tocó Alemania. Pero viajaría acompañado por Fidel y yo iría como su ayudante. Fidel era un tipo muy particular con veinte años de antigüedad en la empresa. Tenía cuarenta años, soltero y sin compromiso, era un ludópata empedernido de las máquinas tragaperras, de ahí que nunca tuviera un duro, y ya en nuestro primer viaje me pidió dinero prestado. Yo, como un idiota, se lo presté sin más. Era de mediana estatura y estaba muy gordo, poseía una panza redonda excesivamente pronunciada, pelo muy cortito, cara cuadrada y con una barba densa y tupida de color negro que le daban el aspecto de un pirata. Salimos de Madrid de madrugada e hicimos diez horas de viaje en turnos de cinco horas cada uno. En Francia, sobre las diez de la noche, paramos en un motel de carretera con paradas para camiones. Nuestro camión era de dieciséis toneladas, equipado con dos literas muy amplias, equipo de televisión y congelador. Cenamos con otros camioneros que él conocía y, por supuesto, tuve que pagarle yo la cena. En torno a las once de la noche, nos subimos al camión para dormir unas horas. Fidel corrió todas las cortinas. Me puse cómodo con un bañador y una camiseta, luego saqué mi portátil y me puse a enredar con el ordenador. Mientras tanto, Fidel hizo las anotaciones de la ruta y colocó los discos nuevos. Después sacó una petaca de whisky y se corrió desde el asiento del conductor al del medio, justo a mi lado. Comenzó a desnudarse. Al quitarse la camiseta de tirantes me asombró su enorme panza, dura y de piel muy blanca, con mucho vello rizado, por todas partes, sobre todo por la zona de los pectorales. Luego se quitó el pantalón del chándal que llevaba y se quedó sólo con un slip blanco ajustado a aquellas carnes. Tenía unas piernas robustas y peludas, también muy blancas, y con mucho disimulo me fijé en el bulto de sus genitales, bastante abombado. Su inmensa barriga descansaba sobre sus piernas. Se reclinó relajado, dando sorbos a la petaca y fumando como un carretero. Me ofreció un trago, pero lo rechacé. Me preguntó qué hacía y le dije que ordenando algunas carpetas del ordenador. Aburrido, abrió la guantera y sacó un par de revistas pornográficas. Comenzó a hojearlas despacio, y me percaté de que con la mano izquierda se acariciaba el bulto del slip.

- Cómo están las tías – comentó -. Mira ésta -. Me enseñó una con tetas descomunales -. Está buena, ¿eh? Joder, desde que no estoy yo con una tía, hará por lo menos cuatro años. Antes iba mucho de putas, pero ahora con las jodidas máquinas. Mira esta otra, cómo la folla el tío. Me voy a tener que hacer una paja -. Me miró sin parar de hojear -. ¿Te hace pajas tu mujer?

Sentí un ardor en todo mi cuerpo con la pregunta, el morbo me estaba poniendo muy cachondo.

- Bueno, sí, a veces…

- ¿Folláis mucho?

- Bastante, a la más mínima ocasión.

- ¿Es guapa tu mujer?

Decidí seguirle el juego a pesar del riesgo que entrañaba.

- Espera, mira, tengo por aquí alguna foto – abrí una carpeta del ordenador y le mostré una foto donde aparecía un primer plano de su rostro -. Es Sara.

- Es muy guapa, debe estar muy buena, ¿verdad?

- Sí, uff, está que te mueres… - le dije para incitarle.

Cada vez se frotaba con más fuerza la zona de los genitales, ya sin hojear la revista, centrado en la pantalla del portátil.

- ¿No tienes alguna foto de ella desnuda?

Había augurado esa pregunta y noté que mi pene se endurecía. Dediqué unos segundos a pensar, después me centré en el ratón del ordenador.

- Espera, creo que tengo por aquí las que le tiraron sus amigas en la despedida de soltera. Mira, aquí están -. Abrí la carpeta y pulsé la tecla de reproducción -. Son tres. -. Activé el bucle para que la reproducción no se detuviera y mostrara las tres fotografías, con diez segundos de margen en cada una.

Nada más aparecer la primera, se metió la mano por dentro del slip, pero no me atreví a mirar. Sara aparecía con dos de sus amigas, las tres con las tetas al aire, sonriendo, como de juerga, mordiendo el consolador que le regalaron.

- Qué buenas tetas tiene la hija puta…

- Sí…

Apareció la segunda fotografía, de espaldas, mirando a la cámara por encima del hombro y en tanga, por lo que se apreciaba con extrema claridad las formas de su culito, con toda la espalda al descubierto. Fidel se refregó fuerte sin parpadear.

- Joder, qué buena está, qué culo tiene…

Y en la tercera aparecía con un gorrito de Papá Noel y una chaqueta roja abierta, para que se apreciaran sus pechos acampanados, y de cintura para abajo aparecía desnuda, salvo por los tacones. Fidel acercó la cara a la pantalla para fijarse bien en su chocho, con su velluda forma triangular. Era una pose erótica que le obligaron las amigas la noche de la despedida. La foto era tan nítida que llegaba a apreciarse el clítoris sobresaliendo de entre sus labios vaginales.

- Hostia puta, mira el coño que tiene…

- Sí, sí, ya te lo dije, está muy buena.

Saltó de nuevo la primera fotografía y se inició la reproducción. Fidel se reclinó, sin apartar los ojos de la pantalla, pasmado con las fotografías de mi mujer desnuda.

- Oye, tío, por qué no me haces una paja mientras la veo, para poder concentrarme…

- ¿Una paja?

- Venga, hombre, hace tiempo que no me hacen una y tú tienes la suerte de que esta tía tan buena te las hace.

- Bueno, venga… - accedí deseoso.

Me volví ligeramente hacia él. Ciertamente, debo reconocer, a pesar de su aspecto mantecoso, de que me sentía emocionado ante mi primera experiencia homosexual. Fidel se bajó la parte delantera del slip y la enganchó bajo los testículos. Tenía una polla acorde con su cuerpo, muy gruesa, pero corta, de piel oscura, con venas hinchadas y glande adiposo. Sus huevos eran gordos y peludos. Yo estaba empalmado, pero me daba corte enseñarla, era del tamaño de un dedo y con fimosis. Al no pedirle que él me hiciera una paja a mí también, quedaba claro que yo era el maricón. Extendí el brazo derecho y le abracé la verga con mi mano. Estaba tiesa e hinchada, pero blanda y palpitante. Mi palma abarcaba casi todo el tronco. Se la empecé a menear despacio, quería disfrutar de mi primera verga. Él se acariciaba los huevos sin apartar la vista de las fotos de mi mujer. Procuraba apretársela para darle gusto y sacudirla de manera acariciante. Cuando salió la foto de Sara con la chaqueta de Papá Noel, emitió unos jadeos.

- Uooooo…. Ummmm… Qué coño tiene… Cómo me gustaría follármela… Dame más fuerte.

Aceleré las sacudidas. Su glande sobresalía de mi mano empuñada. Le hacía una paja con energía, a un ritmo uniforme.

- ¿Te gusta así?

- Sí, imagina que tú eres ella…

Continué machacándosela con contundencia. Enseguida se puso a sudar. Las gotas le brillaban en la barba y las sienes y algunas hileras le resbalaban por la barriga. Olía asquerosamente, a macho, pero yo disfrutaba moviéndole la verga, de hecho eyaculé en el calzoncillo sin que él lo supiera, sin llegar a tocármela. Me encontraba en el papel de mujer, una sensación que había estado deseando probar. Me imaginaba que yo era Sara haciéndole una paja a aquel cerdo. Cabeceó para mirarme, bufando, sin parar de sobarse los huevos mientras yo se la machacaba. Le apreté más la verga y se la sacudí aún más fuerte. Abrió la boca y despidió su aliento sobre mí. Y en pocos segundos salpicó una porción de leche viscosa sobre la barriga. Después el semen se derramó hacia los lados, sobre mi mano y goteando sobre los huevos. Se la sacudí un poco más y luego la solté. Hubiese querido disfrutar por más tiempo, pero no quise abusar.

- Espera que te limpie – le dije como si fuera mi obligación hacerlo.

Me sequé la mano con un paño y luego le cogí la polla para limpiarle el glande. Le pasé el trapo por la barriga y después le limpié los huevos, los noté blandos al pasarle el trapo, pero no quise tocárselos. Fidel se tapó los genitales y se irguió para darle un trago a la petaca y encenderse un cigarrillo, satisfecho con la paja que le había hecho. Yo cerré el reproductor de fotos y me dispuse a apagar el ordenador.

- No le digas a nadie que hemos estado de mariconeo – me advirtió.

- No, claro, tú tampoco…

Me subí a la litera de arriba y traté de reflexionar. Había sido una experiencia muy fuerte, acababa de vivir mi primera experiencia como gay, sólo que utilizando métodos pervertidos. Pensé en Sara y lamenté haberla utilizado, me remordió la conciencia, pero mis impulsos resultaban imparables.

No pegué ojo en toda la noche y Fidel no paró de roncar. Sobre las siete de la mañana bajé de la litera y le vi en su camastro tumbado bocarriba. Aún roncaba y su barriga se movía al son de la respiración. Bebí un poco de agua y aguardé unos minutos. En vista de que no se despertaba, irrumpí de rodillas en el habitáculo y le empujé.

- Fidel, son las siete. Tenemos que irnos.

Se removió abriendo los ojos. Bostezó varias veces, con su aliento apestando a whisky. Me pidió que le llevara un cigarro ya encendido, como si yo fuera su criado, y al regresar al habitáculo separó sus piernazas, con sus bolas tras la tela del slip reposando sobre el colchón. Le entregué el cigarrillo y le dio unas caladas profundas. Cuando iba a retirarme, elevó la cabeza.

- ¿Por qué no me haces una paja? Anda, a esta hora sientan muy bien.

- ¿Ahora?

- Tu mujer me ha puesto muy cachondo y me he soñado con ella. Quien pudiera follarse ese coñito que tiene y chuparle esas tetas. Anda, cierro los ojos y me imagino que eres ella. No te importa, ¿no?

- No, claro…

Aquella afirmación me empalmó, que pensara que yo era Sara. Me arrodillé entre sus gruesas piernazas y le bajé la delantera del sucio slip dejándole libre la verga y los huevos. Aún no estaba del todo empalmado. Me senté sobre mis talones y se la agarré con mi mano derecha, abrigándola con la palma. Estaba demasiado blanda y traté de ponérsela tiesa mediante suaves caricias. Él, relajado y con los ojos cerrados, le daba caladas al cigarro mientras yo le masturbaba. Me estaba convirtiendo en su maricón y yo era consciente del hecho, pero me resultaba imposible contener los impulsos. Le acaricié los huevos con la mano izquierda hasta que poco a poco le empalmé. Entonces, sobándole los cojones y machacándosela de manera trepidante, conseguí que pronto se pusiera a jadear.

- Uoooo… Ahhhh…. Uoooo….

Y de nuevo la leche cremosa se derramó sobre mi mano tras un intenso jadeo. Se la solté, alcancé el paño y le limpié la verga. Luego le subí el slip, aún con la polla hinchada, y me encaramé a mi litera para vestirme, aunque en realidad estuve tocándome hasta correrme.

Tras desayunar en el motel y telefonear a Sara desde mi móvil, reemprendimos la ruta rumbo a Alemania. Conduje hasta las tres de la tarde, hasta que Fidel sugirió parar para el almuerzo en un área de descanso para camiones. Hacía un calor horroroso, tal vez cuarenta grados, el muy cerdo sudaba por todos lados, con la camiseta de tirantes mojada. Comimos unos bocadillos con cerveza y nos subimos al camión a dormir un poco. Él se encargó de correr las cortinas para oscurecer la cabina. Yo me encontraba junto a la ventana y vi que se acomodaba en el asiento del medio.

- ¿Por qué no me pones a tu mujer y me relajas un poco?

- ¿Otra vez?

- Venga, es que está tan buena… Uno no se cansa de verla.

Ya era su maricón, sólo había que oír el tono de su voz al darme órdenes. Conecté el portátil y aguardé a que arrancara Windows. Mientras tanto, Fidel se bajó el pantalón del chándal y el slip y se los quitó tirándolos encima del volante, quedándose simplemente con la camiseta sudada de tirantes. Ya tenía la verga hinchada y tiesa y se la tocaba con impaciencia a que se reprodujeran las fotos. Cuando se activó el bucle y apareció Sara con las tetas a la vista, me miró e hizo un gesto para que me arrodillara ante él. Obedecí, me apeé del asiento y me arrodillé entre aquellas piernas blancas y peludas. Había suficiente espacio entre los asientos y el salpicadero. Permanecía erguido, con todo para mí. Fidel sólo tenía ojos para la pantalla, para mi mujer, con toda probabilidad imaginándose que yo era ella. Primero le acaricié los huevos con ambas manos. Estaban blandos, ásperos y con la piel muy rugosa, pero le sobé de tal manera que le provoqué un gemido. Luego continué tocándole los cojones con la izquierda, pero la derecha la arrastré hasta su polla para sacudírsela. Mientras se la machacaba, le miraba, pero él sólo tenía ojos para mi mujer. Quería probar aquel pene tan rico, pero él no me lo pedía y no me atrevía a tomar la iniciativa. Se la meneaba con energía y le achuchaba los huevos de forma acariciante, postrado ante él como un esclavo. Decidí arriesgarme y bajé la cabeza metiéndome la polla en la boca, con las palmas de mis manos plantadas sobre sus muslos. Y se la empecé a chupar arrastrando mis labios desde el glande hasta la base, hasta su rizado y oscuro vello púbico. Movía la cabeza y le lamía mientras él se deleitaba con el cuerpo de Sara. Qué rica estaba, era mi primera mamada, a un cerdo, pero mi primera mamada. Tras mojársela de saliva, se la agarré por la base y se la chupé sacudiéndosela al mismo tiempo. La mordía como si tuviera un puro en la boca. Sin que pudiera verme, a veces me la sacudía con la izquierda hasta que conseguí correrme. Pronto comenzó a encogerse y a gemir nervioso. Le estaba inyectando una dosis de placer muy fuerte con aquella mamada. Y así fue, se corrió en mi boca sin avisar, probé aquella leche condensada amarga y caliente, hasta me tragué unas gotas. Cuando retiré la cabeza escupí algunas porciones sobre el trapo y luego lo arrugué para secarle la polla. Bufaba como un toro para recuperar el aliento. Precisó de un cigarro y un trago para serenarse. Me levanté sentándome a su lado y le dejé aún con el pene muy tieso, después bajé la tapa del ordenador. Debíamos continuar con el viaje.

A las ocho de la tarde paró en un centro comercial cerca de una gran cuidad, ya en la frontera con Alemania, y desde el camión vi que se adentraba en un comercio chino. Aproveché para telefonear a Sara. Cuando me dijo que me quería, me sentí mal por lo que estaba haciendo, Sara no se merecía que la engañara de aquella manera tan pervertida, pero por mucho que quisiese intentarlo, resultaba complicado dominar mis impulsos homosexuales. Me había convertido en el maricón de un camionero gordo y feo. Regresó cargado con unas bolsas y al montar al volante me las entregó.

- ¿Qué es esto? – le pregunté.

- Para divertirnos un poco, hombre. Así parecerás una mujer… Es que, la verdad, no me gustan las mariconadas y así por lo menos da la impresión de que estoy con tu mujer.

Sonreí como un idiota. Arrancó saliendo a la autovía y yo inspeccioné las bolsas. Había comprado una peluca, larga y morena, parecida a la de Sara, un camisón rosa claro transparente, muy cortito, de tirantes, unas bragas del mismo color, uñas postizas de color rojo y un pintalabios. Quería que me vistiera de puta, quería convertirme en mi mujer. Sentí una mezcla de placer por el sometimiento y de remordimiento de conciencia por permitir aquellos abusos hacia mí, pero yo me responsabilizaba de lo que estaba sucediendo, yo le había dado alas a toda aquella situación.

Paró muy cerca de la medianoche en un área de descanso para camiones. Estaba abarrotado, pero encontramos un hueco. Seguía haciendo un fuerte bochorno. Bebió mucho whisky y no paró de fumar mientras yo me comí el bocadillo con un refresco. Luego me pidió que me disfrazara, y lo hizo a modo de orden. Abochornado por la petición, con las mejillas sonrojadas, me encaramé en mi litera y aparecí diez minutos más tarde vestido como una puta. Él ya estaba completamente desnudo en el asiento del medio, sudando como un cerdo y hartándose de whisky y tabaco. Me sentía ridículo y me senté a su lado. Llevaba puesta la peluca, el camisón transparente, muy ajustado a mi cuerpo, las bragas me apretaban toda la cintura, con mi pollita sobresaliendo por encima de la tira, y me había colocado las uñas postizas y pintado los labios. Pensé en Sara, en mis padres y en la gente que me conocía, en cuál podrían ser sus reacciones si me hubiesen visto vestido como una mariquita, pero a pesar de aquel aspecto tan patético, me sentía muy excitado, con mi pene duro y a punto de estallar.

- Estás muy guapa, Sarita.

- Me siento ridículo… - le dije fijándome en que ya tenía la verga erguida.

- Eres una putita, piensa que eres tu mujer… -. Cogió del salpicadero un frasco con un líquido aceitoso y me lo entregó -. Dame por la verga…

- ¿Qué es?

- Tú, dame… - apremió.

Me eché unas gotas en la palma. Era una loción grasienta y transparente. La acerqué a su verga y le rocié todo el tronco a modo de caricias muy suaves. Brillaba por el bálsamo, como lubricada. Decidí no parar hasta que él me lo pidiera. Le masturbaba con mucha lentitud, embadurnando su polla con aquella vaselina. A veces bajaba hasta los huevos y también se los manchaba.

- ¿Te gustaría que me follara a tu mujer? – me preguntó.

- Uff, eso es complicado, ella es…

- Ya, pero te gustaría verme con ella.

- Sí – le respondí.

- Seguro que tú no sabes echarle un polvo como es debido. Esa guarra necesita un tío como yo, que le dé bien por culo -. No paraba de menarle la verga con delicadeza y le sonreí secamente – Chúpame por aquí – me señaló sus pectorales -, a las putas les gustaba chuparme el pecho.

Deslizando con suavidad mi mano por su polla, acerqué la boca a su pecho y le lamí una de las tetillas, la lamí hasta empapársela de saliva, saboreando la amargura del sudor que abrillantaba aquella piel grasienta. Arrastré la lengua por su denso vello para mojarle la otra y continué hacia abajo rozando mi lengua por toda la curvatura de su barriga peluda. No cesaba en ponerle dura la polla. Levanté la cabeza para mirarle y escupí vello pegado a la lengua.

- Date un poco en el culo con el aceite.

No quise preguntar porque no hacía falta, pensaba metérmela. Sentí un atisbo de pánico, pero la lujuria le superaba. Vertí unas gotas sobre las yemas de mis dedos, levanté el trasero hacia un lado y me metí la mano por dentro de la braga para lubricarme el ano. El hijo de perra me ponía muy cachondo con sus maneras dominantes.

-Ya – le dije…

- Mira hacia el otro lado.

Me volví hacia la ventana, recostado de lado, y enseguida noté que me subía el camisón y me bajaba las bragas a tirones dejando mi culo a su disposición. Yo respiraba aceleradamente fruto de los nervios y la excitación. Advertía el acusado tamaño de su polla sobre mi culo, rebuscando con la punta en el fondo de mi raja. Su barriga se aplastó contra mi espalda y noté su apestoso aliento sobre mi nuca.

  • ¿Qué vas a hacer? – le pregunté.
  • Deja que te folle… - me susurró con su aliento jadeante -, necesito echar un polvo, ¿entiendes? Tranquilo, te va a gustar…
  • Pero… Ahhhhhh…

Me metió el glande dilatando mi ano y empujó poco a poco contrayendo el culo hasta hundirla del todo. Noté cómo la barra avanzaba deslizándose a mi interior, hasta que noté su pelvis pegada a mis nalgas. Yo gemí con el ceño fruncido, empañando el cristal de la ventana, tratando de retener aquel gusto. Sentía mi culo muy abierto. Sentí sus labios en mi oreja. Y empezó a follarme sacando la mitad y clavándomela secamente, sin pausa, mientras acezaba como un perro, mientras el sudor de su barriga humedecía mi espalda. Mi frente golpeaba contra el cristal cada vez que me embestía.

  • Así le abriría el coño a tu mujer, maricón… - me susurró.

Gracias al efecto resbaladizo del lubricante, la polla penetraba con extrema facilidad. Me follaba fuerte, asestándome con energía. Él jadeaba bufando y yo gemía. Eché el brazo izquierdo hacia atrás para acariciarle el culo y ayudarle a darme, pero me lo apartó de un manotazo.

  • No me toques el culo, maricona…

Entonces aproveché para meterme la mano dentro de las bragas y masturbarme mientras me follaba. Aligeró la marcha abriendo mi culo severamente. Yo me hallaba apretujado entre sus mantecosas carnes y la puerta del camión.

  • Ohhhh…. Ummm… - jadeó.

Me embistió un par de veces más y enseguida percibí cómo eyaculaba dentro de mí, cómo derramaba su leche dentro de mi culito. Yo me aticé fuerte y salpiqué la puerta de gotitas de mi leche. Extrajo la polla y se apartó reclinándose.

  • Chúpamela un poco, anda…

Me giré hacia él y me eché sobre su regazo agarrando la polla por la base y metiéndomela en la boca. Estaba calentita y sabía a heces, pero aún le brotaba semen que yo iba tragándome. Le chupé todo el tronco hasta dejársela limpia y luego elevé mi tórax para mirarle. Él respiraba fatigosamente y extendió el brazo en busca de un cigarro y una copa. Estaba envuelto en sudor.

  • Bueno, voy a cambiarme y a dormir un poco – le dije.

Sólo asintió al encenderse el cigarrillo, satisfecho con el polvo que acababa de echarle a su putita. Entonces subí a mi litera para quitarme el disfraz de puta que él me obligaba a poner. Y otra noche más sin dormir reflexionando acerca de lo que estaba pasando.

Llegamos a la fábrica donde debíamos descargar y nos trasladamos a otra para la nueva carga. Después emprendimos el viaje de regreso. Cuando a él se le antojaba, le tenía que hacer una paja o una mamada, pero sólo una vez me obligó a disfrazarme de nuevo para echarme un polvo. Tuvimos que parar cerca de las nueve de la noche tras pasar por la frontera española y lo hicimos en un restaurante para camioneros. Allí Fidel conocía a muchos de ellos, pero nos juntamos para cenar con un tipo que se llamaba Blas, de unos treinta y cinco años, alto, raquítico, ataviado como un heavy, con pendientes y barba de tres días. Tras la comida nos tomamos unas copas en la barra y allí fue donde comenzó a subir el tono de la conversación. Yo me mantenía como al margen, sin participar en sus conversaciones, cohibido ante aquellos dos machos.

  • Podíamos parar en el club que hay más adelante – propuso Blas – llevo sin echar un polvo desde que salí de la trena. ¿Cómo andamos de pasta?
  • Yo no tengo un duro, compañero – añadió Fidel.
  • ¿Y tú? – me preguntó Blas.
  • Pfff… Yo también estoy jodido.
  • Tú tienes pinta de tirarte pocas putas, ¿no? – me dijo -. Tienes pinta de no haber roto nunca un plato.

Yo sonreí como un imbécil, pero Fidel intervino por mí.

  • No le hace falta, tiene una mujer que está como un puto tren. Tiene un polvazo, la hija puta…
  • ¡Coño! ¿Y te la follas mucho?
  • Bueno, sí, todo lo que podemos.
  • ¿Y está tan buena como dice Fidel?
  • Es guapa, sí…
  • ¿Por qué no vamos al camión y le enseñas a mi amigo las fotos del ordenador? – propuso Fidel -. Ya verás que buena está la cabrona. No te importa, Juan, ¿verdad?

Titubeé con una amarga sonrisa, pero yo era su maricón y no podía contrariarle.

  • No… Venga, vamos…

No me hacía mucha gracia enseñarle las fotos de mi mujer desnuda a un completo desconocido, pero accedí y ya no había marcha atrás. Fidel lo había impuesto y yo no era nadie para rechazar su proposición indecente. Me senté en medio de los dos, con el portátil en las piernas. Mientras arrancaba el sistema operativo, ellos se ofrecían tabaco y se pasaban la petaca para hartarse de whisky. Blas iba con un pantalón corto con el escudo de un equipo de futbol y llevaba una camisa negra desabrochada. Fidel llevaba su habitual pantalón de chándal y su camiseta de tirantes. Abrí la carpeta con las fotos de la despedida de soltera y activé el bucle para que la reproducción de las tres fotografías no se detuviera. Coloqué el portátil encima del salpicadero y me recliné entre ellos.

  • ¿Qué te parece la cabrona cómo está? – le preguntó Fidel a su amigo en cuanto apareció la primera foto.
  • Hija de puta, debe follar como una guarra. Mira qué culo tiene…

Yo sólo sonreía como un estúpido. Fidel se agarró los huevos por encima del pantalón y se los zarandeó.

  • Esta polla es la que necesita esa cabrona…

Me percaté de que Blas se había metido la mano dentro del bañador para tocarse, perplejo cuando apareció Sara exhibiendo su coñito, ataviada con la chaqueta de Papá Noel. Tampoco Fidel paraba de achucharse el bulto del pantalón, profiriendo groserías acerca de mi mujer. Cuando apareció de nuevo la primera fotografía, Blas no tuvo reparos en bajarse el pantalón hasta la rodilla para masturbarse. Tenía una polla bastante fina, de tamaño normal, con el glande pequeño, aunque con forma afilada, y sus huevos eran duros y diminutos. Fidel también se animó y se bajó el chándal para luego quitarse el slip, quedándose desnudo de cintura para abajo. Se frotaba la verga con la palma de la mano para empalmarse, también pendiente de los encantos de mi esposa. Y yo como un gilipollas en medio de los dos camioneros.

  • A ésa zorra le rompía yo bien el culo – comentó Blas sin parar de machacársela -. Qué suerte tienes, cabrón – me dijo -. ¿Se la metes por el culo?
  • Todavía no lo hemos probado.
  • Tu mujer necesita que le den bien por culo… - Me miró fijamente, como si intuyera mi condición homosexual -. ¿Quieres tocarme la polla, maricón? -. Dejé caer una sonrisa insulsa -. Mastúrbame mientras miro el coño de tu mujer…

Estaba sentado a mi derecha y me giré levemente hacia él. Le agarré su delgada y afilada polla con la mano derecha para meneársela despacio. La tenía dura como un palo.

  • Dame más fuerte, coño… -. Me esmeré en atizarle fuertes sacudidas a un ritmo presuroso -. Y tócame los huevos.

Extendí el brazo izquierdo para sobarle los huevos mientras le masturbaba. El tipo se relajó observando a mi mujer mientras yo le pajeaba. Le achuchaba los huevos con la palma y le movía la verga de forma trepidante con el glande por encima de mi mano. Pronto comenzó a resoplar pidiéndome que se la agitara aún más fuerte. Me esforcé en darle más fuerte hasta que un aluvión de leche salió disparada hacia la pantalla del ordenador, cayendo un gran goterón contra el rostro de Sara. Me manché ambas manos y le solté para buscar un trapo, pero Fidel me cogió del brazo y me obligó a girarme hacia él.

  • Venga, hazme una mamada, anda, que esa zorra me tiene a punto de reventar…

Asentí bajando del asiento y arrodillándome entre sus piernazas. Me ofreció su verga hinchada inclinándola hacia mí, y yo enseguida acerqué la boca para mamársela. Él se la agitaba desde la base y yo la mordía succionando el glande. Para estimularle, le acariciaba los huevos con ambas manos. Miré de reojo hacia Blas. Volvía a masturbarse, esta vez atento a nuestra escena.

  • ¿Has visto cómo la chupa la puta maricona? – le dijo Fidel a Blas.
  • Qué lástima que a esta tía se la folle este marica…

Se burlaban de mí, pero yo no paraba de enjuagar con mi saliva aquella polla tan rica. Fidel no paraba de agitársela sobre mi lengua y yo no paraba de sobarle los huevos con ansia, hasta que le hice bufar y jadear, hasta que noté cómo inundaba mi boca con su leche, hasta el punto de que se me vertió por la comisura de los labios y resbaló por mi barbilla. Me tragué todo lo que pude, era bastante líquida y menos amarga que la vez anterior. Luego aparté la cabeza y le solté los huevos, aunque me mantuve arrodillado ante él. Me limpié la boca con el dorso de la mano y lancé dos escupitajos blancos al suelo. Blas me hizo un gesto para que me levantara.

  • Vamos dentro. ¿Te importa que me folle a esta maricona? – le preguntó a su amigo.
  • Adelante, le gusta que le den por culo.

Me incorporé y anduve a cuatro patas hasta adentrarme en el habitáculo de las literas. Blas me siguió sacudiéndose la verga.

  • Túmbate… -. Me tiré bocabajo, con la cara pegada en la almohada. Me bajó el bañador y el slip a tirones hasta dejarme mi culito a punto – Sube el culo, cabrón.

Elevé el culo del colchón y él acercó su pelvis con su polla invadiendo la raja de mi culo. Noté que me taponaba el ano con el glande y que mediante severos empujones me la fue adentrando hasta los mismos huevos. Yo resoplé eyaculando en las sábanas. Comenzó a follarme como una bestia, pinchándome fuerte y velozmente, sujetándome por las caderas para no bajar el culo y dilatándome el ano dolorosamente. Yo gemía locamente ante las penetraciones, pero a él no le oía ni respirar.

  • Grita, maricona, así es cómo hay que follarse a tu mujer…

Ni preservativo ni nada, me estaba follando sin precaución de ninguna clase. Mi cuerpo temblaba cuando la metía y cada vez aceleraba con más intensidad destrozándome el culo. Frenó en seco y extrajo la polla de repente. Un segundo más tarde sentí la lluvia de leche sobre mi culo, pero no quise mirar y me mantuve con la cara en la almohada respirando por la boca. Percibí el cosquilleo de las hileras de leche resbalando por mis nalgas. Salió del habitáculo, pero yo preferí quedarme allí.

  • La puta mariquita, cómo le gusta a la hija puta – le dijo a Fidel -. Mira el coño que tiene la tía – señaló refiriéndose a Sara.

Tenía todo el culo manchado de leche. Me llevé la mano al ano y me lo palpé. Estaba sangrando y me dolía. Se había ensañado conmigo al follarme. Luego me subí el bañador y me volví hacia la pared, acurrucado sobre mis piernas. Había sido una experiencia muy fuerte, pero también se había robustecido el remordimiento. Sara no se merecía una mierda como yo. Me tiré toda la noche menospreciándome por ser un bicho raro, un jodido pervertido sin escrúpulos que se había convertido en el maricón de un camionero. Ellos se emborracharon juntos sin cesar de burlarse de mi condición sexual e imaginándose infinidad de fantasías con mi mujer como protagonista. Sobre las ocho de la mañana reemprendimos el regreso a casa. Llegamos a Madrid al atardecer, descargamos en la fábrica y fuimos a guardar el camión en los garajes del almacén.

  • Bueno tío, a ver cuándo me dejas ver a tu mujer – me pidió a modo de broma al despedirse con un leve apretón de manos.

Mi sumisión hacia él me había provocado un placer enorme durante el viaje, haberme convertido en su maricón extasiaba mi alma y arrinconaba cualquier intento de remordimiento. Casi instintivamente, preparé una nueva cita, traté de incitarle, al menos era el único hombre que conocía mi secreto, el único al que podía hacerle una mamada sin esconderme.

  • Vente si quieres el domingo a comer – le dije -, y conoces a Sara.
  • Vaya, quieres que la vea en carne y hueso, ¿eh? – me dio unas palmaditas en la cara -. Gracias, hombre. De acuerdo, quedamos el domingo.

Mi reencuentro con Sara fue muy efusivo después de tantos días sin vernos. Estuvo supercariñosa, no paraba de besarme y acariciarme, y yo revivía las escenas en el camión cuando percibía sus labios, su tacto. Había mamado pollas y la estaba besando. La había engañado. Le había puesto los cuernos enrollándome con hombres. Me sentí tan culpable que rechacé hacer el amor aquella noche bajo la excusa del cansancio del viaje. Le dije que había invitado a Fidel a comer y ella estuvo de acuerdo.

  • Es muy bruto, pero es buena gente.

Tampoco durante los siguientes días hicimos el amor. Me notó apático, llegó a preocuparse, pero le mentí con absurdas excusas.

Llegó el día de la cita con mi amigo. Habitualmente en verano, dormíamos en la casa de campo que tenía mi suegra a las afueras de la ciudad, un chalet de dos plantas con piscina. Sara era hija única y mi suegra, Lola, de sesenta años, llevaba unos años viuda, desde que su marido murió en un accidente de trabajo. Yo no llegué a conocerle. Julio y agosto lo pasábamos los tres en el campo. Lola poseía el mismo carácter que su hija, abierto y alegre, y le encantaba salir con las amigas solteronas todos los sábados por la noche. A veces llevaba sus ligues a casa, a veces yo bajaba en plena oscuridad y la oía follar con ellos. Era muy suelta para los hombres, demasiado marchosa. La soledad es muy mala y se le derretían las bragas con cualquier tío, no le importaba llevárselo a la cama y luego darle largas. Tenía claro que a su edad ya no quería ataduras, sólo pasárselo bien y echar una canita al aire de vez en cuando. Además era una mujer que se conservaba bien, muy exuberante para su edad, con la piel muy tersa, descomunales pechos y culo ancho y redondito.

Fidel llegó sobre las doce de la mañana ataviado de una manera más formal, con unos chinos, zapatos limpios y una camisa de cuadros bien planchada. Le conduje hacia la zona de la piscina, donde mi mujer y mi suegra se tostaban al sol. Se quedó boquiabierto al conocer a Sara personalmente, creo que bajo aquel pantalón se hinchó su pene a la velocidad de un suspiro. A Sara le gustaba lucirse, no sentía ningún pudor al ataviarse con ropa explosiva, y aquel día lucía un bañador sugerente y sexy de color blanco. Era como unas braguitas tanga, de cuyas tiras laterales salían unas tiras más gruesas que pasaban por encima de sus pechos y luego se anudaban en la nuca, dejando su liso vientre a la vista. Fidel se fijó en esas tetas, cuya carne sobresalía por ambos lados de la tira, cuyos pezones quedaban señalados en la tela, y bajó la vista y se fijó en la delantera del tanga, bastante estrecha, llegándose a distinguir el vello que escapaba procedente de la vagina. Cuántas veces se había masturbado con aquel coño. Cuando Sara, muy simpática con él, se giró para presentarle a su madre, Fidel dispuso de una visión de culito estrecho, con la tira del bañador metida en el fondo de su culo y con la espalda al aire, salvo por las tiras del lazo que colgaban de su nuca, dando la sensación, vista así, de que iba completamente desnuda. Luego le presentó a Lola, quien también llevaba un bikini muy sugerente de color rosa claro, aunque estaba más maciza, más rellenita, con piernas más gruesas y vientre ligeramente abombado. Le invitaron a bañarse y Fidel apareció luciendo un bañador tipo slip de color verde botella y cuya parte delantera definía con claridad los contornos de su pene echado a un lado. Las dos se portaron de una forma muy servicial con él, de bañó con ellas, bromeó con ellas y poco a poco comenzó a sentirse muy a gusto. Con mi suegra entabló una estrecha relación, pues no paraban de charlar y reírse juntos. A mí apenas me hacía caso, me sentía en un segundo plano, sólo tenía ojos para Sara y Lola. Yo me dedicaba a observar su descaro, a excitarme con las miradas que le echaba a mi mujer. Sara me comentó mientras preparábamos la barbacoa y él charlaba con Lola, que le parecía un tipo simpático, pero muy baboso.

  • No deja de tontear con mi madre. Y a mí sólo hace falta que me coma con los ojos.
  • No pasa nada, mujer, es buena gente. Y está soltero. Con dos mujeres tan guapa… No está acostumbrado – bromeé.

Sara me dio un codazo.

  • Como eres.

Almorzamos en la terraza y después Sara y Lola se dispusieron para quitar la mesa y lavar los platos. A mí me hervía el placer en la sangre, estaba demasiado excitado con Fidel deleitándose con los encantos de mi mujer, y necesitaba satisfacerme. Le ofrecí una copa en el interior de la casa, con el aire acondicionado, y él aceptó. Las dejamos en la terraza preparando y limpiando la mesa. Ya a solas, le serví un whisky solo y al entregarle la copa se desahogó conmigo.

  • Qué buena está… Qué culo tiene – decía mordiéndose el labio y frotándose el bulto con la palma -. Qué polvo le echaba a la muy cabrona… ¿Te la follaste anoche?
  • No – contesté, excitado con sus comentarios.
  • Como me gustaría comerme su coño. Enséñame la habitación donde folláis…
  • ¿Mi cuarto?
  • Sí, quiero ver la cama donde te tiras a esa guarra.
  • Está arriba… Venga, vale, vamos…

Me acompañó detrás de mí, con la copa en la mano y el cigarro en la boca. Ambos íbamos en bañador. Irrumpimos en el cuarto y se detuvo junto a la cama de matrimonio, pasando su mano por encima del colchón. Yo aguardaba como un memo. Soltó la copa en la mesilla y el cigarro en el cenicero para abrir el primer cajón. De allí sacó unas bragas negras de Sara, unas de satén, y las olió profundamente. Después sacó unas blancas de muselina, con toda la delantera transparente, y olió las dos prendas a la vez.

  • Hija puta, cómo me gusta oler su coño… -. Sin soltar las bragas, se fijó que de la percha colgaba un picardías blanco de gasa. Se acercó y lo descolgó para examinarlo -. Debe parecer una puta con esto puesto. ¿Se lo pone?
  • Sí, todas las noches…
  • Como me pone la pedazo de puta. Póntelo – me pidió tirándomelo.
  • Es peligroso, ¿y si nos descubren?
  • Están abajo.

Subió un poco la ventana para vigilar. Sara y su madre se dirigían con las toallas a las hamacas de la piscina. Yo me bajé el bañador ante sus ojos, avergonzado de exhibir mi diminuto y ridículo pene erecto. Y me puse el camisón convirtiéndome de nuevo en su mariquita. Todo se me transparentaba a través de la gasa. Fidel se bajó su bañador descubriendo su ancha polla empalmada y sus huevos gordos y blandos. Se tumbó en la cama donde yo hacía el amor con Sara, donde consumábamos nuestro matrimonio, con su cabeza cuadrada aplastando la almohada, mirando hacia la ventana para viciarse con la imagen de mi mujer. En la piscina, Sara se sentó en la hamaca y se apartó las tiras hacia los costados dejando sus tetas al aire. Luego se tumbó a tomar el sol.

  • Se ha sacado las tetas… Joder… Qué putas tetas tiene… -. Después mi suegra también se aflojó el nudo bajándose las copas y tumbándose al lado de su hija -. Y tu suegra también tiene un buen polvo. Hazme una paja, maricón, mientras veo las tetas de tu mujer…

Entré arrodillado por los pies de la cama y caminé entre sus piernas. No paraba de oler las bragas negras sin apartar los ojos de la ventana y me entregó las blancas de muselina.

  • Dame con las bragas de tu mujer… Como si estuviera abriéndole el coño… Mira cómo se le mueven las tetas… Jodida puta… Le gusta enseñarlas…

Le sujeté la verga tiesa dejando el glande por fuera de mi puño y se la empecé a sacudir despacio para disfrutar de su tacto blando y palpitante. Le pasé las bragas de mi mujer por los huevos, repetidas veces, mientras le pajeaba. Su barriga se encogía ante el gusto que le proporcionaba mi mano y la visión de mi mujer en la piscina. Le apretaba los huevos con las bragas blancas, se la pasaba por las piernas y por el vello, y regresaba a los huevos achuchándoselos con ellas. Yo estaba muy empalmado y no quería correrme, pero sentía el semen en la punta. Me lancé a mamársela. Sujetándosela por la base, bajé la cabeza y se la empecé a chupar a modo de helado, rodeándola con mi lengua, baboseándola por todos lados, a la vez que arrastraba las bragas de Sara por sus muslos. Qué rica estaba. Él gemía recreándose con las teta de mi mujer y mi suegra. Bajé los labios y me atreví a chuparle los huevos aplastándolos con mi lengua. Emitió un gemido de placer. Estaban blandos y ásperos. A la vez que le lamía los huevos, refregaba las bragas por su polla. Estaba electrizado, no paraba de encogerse y de resoplar. Quería hacérselo bien.

  • Me voy a correr… - apremió nervioso.

Me erguí alzando la cabeza, dejándole los huevos impregnados de babas, y rodeé la polla con las bragas para sacudirle más fuerte. Extendió los brazos dejándose las bragas negras encima de la cara y respirando aceleradamente. Su panza se encogía velozmente. Le aticé muy fuerte enrojeciéndole el glande, hasta que un salpicón de crema salió disparado hacia mi cara manchándome la frente. El resto de leche salpicó sobre la barriga. Resopló disipado apartándose las bragas negras. Yo limpié su leche pasándole las blancas por la barriga y el glande hasta dejárselo seco, luego, sin que se percatara, metí mi mano bajo el camisón y me masturbé rápido eyaculando sobre la gasa. Le dejé allí tumbado mientras me preocupé de quitarme el camisón y recoger las bragas para enjuagarlas bajo el grifo y esconderlas. Ya me ocuparía después de que Sara no sospechara nada. Se tiró más de media hora allí, tumbado, en nuestra cama, desnudo, sin apartar los ojos de la ventana. Luego se levantó y se tragó todo el whisky antes de ponerse el bañador.

Cuando Sara nos vio venir, enseguida se tapó los pechos con las tiras del bañador. Pasó toda la tarde tonteando con mi suegra y recordando sus aventuras como camionero. Volvió a darse un chapuzón con ellas, a devorar una y otra vez los encantos de Sara. Lola se encargó de convencerle de que se quedase a cenar y lo hicimos junto a la piscina. Más tarde vinieron las copas, hasta que Sara dijo que ya no podía más y que se iba a la cama. Se despidió de él con dos besos en las mejillas. Estábamos los tres sentados a la mesa con una copa, pero me sentía desplazado, Fidel sólo tenía ojos para mi suegra y no dejaban de hablar animadamente. Sólo se dirigía a mí para ordenarme que les sirviera una copa. Él seguía con su bañador ajustado y ella con su bikini rosa claro. Una de las veces que me acerqué al congelador, Fidel me siguió.

  • Lárgate, tío, voy a ver si me follo a tu suegra. Está caliente como una perra.
  • Pero…
  • Lárgate, hostias…

Acaté su imposición y me retiré bajo la falsa excusa de que estaba muy cansado. Noté a mi suegra algo ebria, no paraba de reírle las gracias a Fidel. Les dejé a solas, afectado por una ola de celos, había tenido la esperanza de haber disfrutado de un nuevo encuentro con él. Subí a la habitación. Sara dormía plácidamente con el camisón que un rato antes yo me había puesto. Me asomé a la ventana y les vi juntos en la piscina. Fidel se acercaba a su oído y le susurraba, luego le acariciaba la espalda con sus yemas. Se la iba a tirar. Una hora más tarde se levantaron y se dirigieron hacia el interior de la casa. Aguardé sin saber qué hacer, muerto de envidia y de celos. Me aseguré de que Sara continuaba dormida y bajé despacio las escaleras. Me descalcé para dirigirme hacia la habitación de Lola. Por suerte, la habitación no estaba cerrada del todo y un haz de luz escapaba hacia el pasillo. Oía chasquidos de saliva a medida que me acercaba. Me arrodillé y me incliné para asomarme. Fidel, desnudo, yacía boca arriba mientras mi suegra, también desnuda y echada sobre su barriga, le hacía una mamada. Tenía la axila por encima del ombligo de él y sus tetas enormes y blandas reposaban sobre los bajos de la barriga sudorosa. Se la chupaba meneándosela sobre la lengua con la mano izquierda, como una descosida, como deseosa de comérsela. Con la derecha se encargaba de sobarle los huevos zarandeándolos hacia los lados. Me fijé en su coño peludo y en unos dedos de Fidel hurgándole entre las piernas.

  • Chúpamela, zorra… Sé que te gusta… - jadeaba empujándole la cabeza para que se la metiera entera, sin parar de acariciarle el culo y escarbarle en el chocho.

Dejé de mirar y me senté en el suelo con la espalda pegada a la pared. Qué suerte tenía Lola de disfrutar de él, de ser mujer y sentir aquellas sensaciones. La envidia me carcomía las entrañas. Me hubiera gustado entrar y junto con Lola mamarle la verga, pero no quería ni pensar en las consecuencias. Hundido en esa envidia, la escuché gemir intensamente. Volví a asomarme. La estaba follando con dureza, abriéndole su jugoso coño con fuertes empujones. La había puesto a cuatro patas y le atizaba duras clavadas arrodillado tras ella, sujetándola por las caderas, obligándola a gemir como una perra. Vi sus tetas colgando hacia abajo meciéndose locamente con las embestidas. Vi el culo de mi amigo encogiéndose velozmente para destrozarle el chocho. Se estaba tirando a mi suegra, a la madre de Sara, y yo había propiciado aquella situación. Me excitaba verle, me excitaba imaginar que se follaba a Sara ante mis ojos con aquella dureza. Saqué mi polla y empecé a masturbarme contemplando cómo le rompía el coño. Qué bueno hubiese sido chupársela después de sacarla del chocho de mi suegra. Me corrí al mismo tiempo que él, cuando le regó todo el culo de leche y le atizó unas palmadas en las nalgas. Mi suegra se irguió y entonces la abrazó por detrás achuchándole las tetas y baboseándole el cuello.

  • ¿Te ha gustado, puta? – le preguntó deformándole las mejillas.
  • Sí…
  • Me ha gustado tu coño…

Se tumbaron abrazados y entonces yo me retiré. Me tumbé al lado de mi esposa, que dormía sin enterarse de nada. Me quedé dormido envuelto en mis fantasías, imaginándome a Fidel con Sara en la cama. Cuando me desperté, Fidel ya se había marchado.

Pasaron los días y mi asquerosa obsesión se desvaneció, supe contener los impulsos mediante continuas masturbaciones. Dejé el trabajo en la empresa de transporte para no empeorar las cosas, para tratar de alejarme de Fidel, me había arriesgado demasiado y no quería destrozar mi vida, que mi condición pervertida saliera a la luz y me convirtiera en un hazmerreír. No lo hubiera soportado. Me daba pánico pensar en el escándalo. Preferí mantener mi secreto alejándome de él. Lola tampoco creo que volviera a verle, Fidel estaba continuamente de ruta y se tiraba largos periodos fuera de la ciudad, pero no lo sé con seguridad.

Transcurrió el tiempo y cumplí treinta años. Ya llevábamos cinco años casados y nos seguíamos amando, aunque todo dentro de la típica monotonía matrimonial. Había conseguido hasta entonces dominar mis estimulaciones homosexuales en privado, masturbándome constantemente con las escenas del camión o imaginando a mi esposa con él. De hecho, hice un par de videos caseros sin que ella se diera cuenta y le tiré más fotos cuando estaba desnuda. Pero no volví a ver a Fidel. Comencé a trabajar de oficinista en una empresa de venta al por mayor de materiales de construcción. Nuestras vidas transcurrían dentro de la rutina, hasta que llegaron las Navidades y mi vida dio un nuevo vuelco. Como en la primera vez cuando mi primo Carlos me rozó con su verga, esta vez tampoco fui el causante de la nueva situación, aunque luego me encargué de que todo se retorciera.

Sara me dijo que el día ante de la Nochebuena celebraría la comida de empresa con sus compañeros, desde por la mediodía, en un lujoso restaurante del centro. Fue una coincidencia, porque también la gente de mi trabajo había organizado una ronda de cañas por los bares más emblemáticos. Iba muy explosiva cuando la vi salir de casa aquel mediodía. Lleva un mono corto de cuello camisero y color negro, escote en V con botonadura frontal que dejaba parte de sus pechos a la vista, de un tejido elástico adaptado a sus curvas, muy sexy, tan corto que quedaba a pocos centímetros de las ingles para poder exhibir así todas sus piernas. Para acentuar su sensualidad, llevaba zapatos de tacón aguja y el cabello negro echado a un lado. Estaba para comérsela. Nosotros estuvimos de cañas, hasta que nos metimos en un bingo del centro de la ciudad. Estaba un poco aburrido y tras acompañarles en algunas partidas, les dije que me iba a casa, que estaba un poco tocado de tantas cervezas. Tenía la esperanza de que Sara ya hubiese vuelto. Además, recuerdo que aquel día me apetecía hacerle el amor, quizás porque la vi muy guapa al salir de casa. Pero al salir del bingo me llevé una desagradable sorpresa. En la cera de frente se encontraba una discoteca de ambiente liberal muy conocida de la ciudad. Tenía la mano alzada para pedir un taxi, cuando vi el Mercedes de Joel, el encargado de la tienda donde trabajaba Sara, un tipo joven de unos veinte años, un guaperas estrambótico en su forma de vestir, de hecho iba con unos pantalones de cuero ajustados y una chupa del mismo color, con una camiseta blanca debajo. Era alto y delgado, musculoso, con el pelo corto teñido de un tono amarillo brillante, así como la perilla que rodeaba sus labios. Un metrosexual auténtico. Bajé la mano con la intención de cruzar y saludarle, a pesar de que ciertamente me caía muy mal, pero Sara se bajó por el otro lado y se agarraron de la mano entrelazando los dedos, como si fueran novios. Daba la sensación de que estaban liados. Él le estampó un besito en los labios. Me quedé paralizado en medio de la calle, incluso algún vehículo hizo sonar su bocina. Los celos me machacaron las entrañas y retrocedí asustado. De la parte trasera del coche se bajó Cristina, una veinteañera compañera de Sara, sin novio que yo supiese, y tras ella bajó el señor Jung, el dueño de la multinacional, un coreano bajo y regordete de unos sesenta y cinco años, con la cabeza redonda y ataviado con un inmaculado traje azul marino. Le pasó el brazo a la joven por la cintura, como si fuera la putita particular. Y juntos entraron en la discoteca. Me acababa de llevar una gran decepción al ver a Sara con otro hombre, y mucho más que ese hombre fuera el chulo de Joel. Cuando estaba empezando a superar y contener mis traumas, me encontraba con aquella escena. Me sentí un imbécil. Enrabietado, decidí espiarla y entré en la discoteca.

Estaba abarrotada de gente. Había música tecno y se respiraba el ambiente liberal. Me sentía como un gilipollas rodeado de todas aquellas personas progresistas. Era una discoteca con varias dependencias. En la zona de los reservados las parejas se morreaban con descaro. Vi al grupo de Sara al fondo de la barra pidiendo unas copas. Joel le entregó un porro y ella lo apuró con dos caladas seguidas. Iba colocada y borracha, se apreciaba en sus ojos enrojecidos. Joel la abrazó y la morreó con profundidad. Sara le correspondió acariciándole la espalda por encima de la chupa. Un camarero les guió a través de unas cortinas y les perdí de vista. Seguro que les conducía a un sitio más íntimo, aunque aquel local era un sitio para ver y ser visto. Pedí una copa y aguardé por si aparecía, pero en vista de que pasaba el tiempo, fui a buscarla. Pasé por una sala donde la gente bailaba desnuda. A través de unas cortinas vi un tío follándose a dos mujeres. Continué y al pasar junto a unas cristaleras me percaté de que los cuatro estaban tras el cristal, en una sala cuadrada de luz tenue, acomodados en unos confortables sofás y abriendo botellas de champán. Sara y Joel se encontraban en uno de ellos. Él le tenía echado el brazo por encima de los hombros y ella, erguida, le acariciaba con la palma la zona de la bragueta. Ambos miraban hacia el otro sofá, donde Cristina le hacía una mamada al señor Yung. El coreano tenía los pantalones bajados hasta los tobillos, con media camisa desabrochada, exhibiendo su barriga dura y redonda. Cristina estaba a su derecha, arrodillada y sentada sobre los talones, inclinada hacia su regazo para mamarle. Tenía el vestido arremangado en la cintura y Yung le acariciaba el culo con la mano metida dentro de las bragas. Ellos no podían verme, ellos sólo veían un espejo. Apareció un señor con dos chicas que se detuvieron a mirar. Ambas le sacaron la verga y comenzaron a masturbarle con la escena que se desarrollaba en la sala. Sara sirviendo de espectáculo. Jamás lo hubiera imaginado. Saqué mi móvil discretamente y activé la cámara de video para grabarles. Cristina se había sentado encima del coreano y cabalgaba sobre su polla. El tipo la agarraba por el culo para follarla mientras las tetitas le bailaban en la boca. Vi que Joel le susurraba algo a Sara en el oído y volvía a reclinarse. Entonces Sara se irguió hacia él y comenzó a desabrocharle la bragueta del pantalón. Bajó la corredera, quitó el botón y le abrió el pantalón hacia los lados descubriendo una inmensa polla, gruesa y larga, blanca como la nieve, con una bolsa de huevos grande y dura. Estaba bien dotado el muy cabrón y ni siquiera llevaba calzoncillo. Se la agarró con su manita derecha y se puso a masturbarle meneándole la verga con soltura. A veces se besaban y volvían a dirigir la mirada hacia la otra pareja. Cómo le movía la verga, a un ritmo invariable. Sus huevos se mecían al son de las sacudidas. Le estaba haciendo una paja a su jefe, un chulo quince años menor que ella. Me jodía que se liara con aquel hijo puta, ella sabía que no me caía bien. Joel acercó su mano al escote del mono para desabrocharle el resto de botones. Ella continuaba pajeándole. Tras desabrocharle el último, le empujó el mono por los hombros hasta sacarle las mangas y la dejó con todo el torso desnudo. Sus tetas, a la vista de todo el mundo, se movían levemente con las vibraciones del brazo al agitarle la polla.

  • Mira qué buena está ésa… - le comentó el tipo que estaba a mi lado a las dos mujeres que le masturbaban -, mirad qué tetas tiene…

Qué paja le estaba haciendo. El coreano estaba más pendiente de las tetas de mi mujer que de follarse a Cristina, de hecho le hizo un gesto para que se quitara de encima. Vi su polla gruesa y pequeña, aunque muy tiesa, con un glande que relucía por las babas. Se levantó y se dirigió hacia el otro sofá. Se detuvo a la altura de Sara, con sus genitales frente a su cara. Sara le miró y soltó la polla de Joel. Con rudeza, la sujetó por la nuca y le acercó la cabeza bruscamente hacia la polla. Sara no tuvo más remedio que empezar a mamársela. El coreano jadeó al sentir la boca de mi mujer mojándole la verga. Le tenía ambas manos en la cabeza y él se encargaba de movérsela. Sara mantuvo las manos en las rodillas. La frente de Sara chocaba contra su barriga, la barbilla contra sus huevos y las tetas rozaban los muslos de sus piernas. Estaba probando aquella polla recién salida del chocho de su amiga. Joel había colocado a Cristina a cuatro patas encima del otro sofá y la follaba sosegadamente. El coreano se encogió cerrando los ojos. Sara seguía mamando, pero le empujó la cabeza hacia atrás para sacudírsela él mismo con nerviosismo. Le levantó la cabeza cogiéndola por la barbilla, como obligándola a mirarle, y unos segundos más tarde le salpicó todo el rostro con una leche amarillenta y viscosa, le roció toda la cara con aquella crema, de hecho ni siquiera podía abrir los ojos porque le había manchado todos los párpados. Algunas porciones resbalaron por su barbilla y le gotearon en las tetas. Menuda corrida en la cara de mi esposa. Desconecté la cámara del móvil y me retiré. Salí de la discoteca y busqué un taxi, aunque le pedí que aguardara un rato. Quería verla salir. Un hora más tarde aparecieron el coreano y Cristina. Tomaron un taxi y desaparecieron. Un buen rato después les vi en la puerta, agarrados de la mano, como dos tortolitos. Montaron en el Mercedes y le dije al taxista que les siguiera.

Sara le llevó al chalet de mi suegra. Yo me bajé mucho antes y caminé más de dos kilómetros hasta llegar a las inmediaciones de la casa. Eran ya las seis de la mañana y pronto amanecería. Me acababa de convertir en un cornudo. Tenían el coche aparcado por fuera de la valla y relucía en la noche la luz de una ventana, correspondiente al cuarto de mi suegra. Me atreví a entrar con sigilo por la puerta principal. Los gemidos de Sara retumbaban en toda la casa. Descalzo, recorrí el pasillo hasta el cuarto. Habían dejado la puerta abierta. Gruñía como una cerda. Me asomé. Fornicaban en la cama. Joel estaba encima de Sara follándola velozmente, elevando el culo y bajándolo para bombearle el coño. De ella sólo veía sus piernas separadas y sus manos acariciándole la espalda. De él veía su culo, blanco y sin vello, y sus huevos moviéndose cuando encogía las nalgas para clavarla. Cómo chillaba la muy puta. Me sentí aún más mierda. Joel se detuvo con el culo encogido. Oí los chasquidos de saliva al besarse. Ella había dejado de gemir. Tras un fuerte morreo, Joel se echó a un lado tumbándose boca arriba, con su polla reluciente por el semen y los flujos vaginales. Triplicaba en tamaño a mi pene. Noté a Sara fatigada por el polvo que acababan de echarle. Acezaba como una perra. Tenía el chocho abierto y fluía leche muy líquida de entre sus labios vaginales. Una gota muy blanca resbaló hacia el culo. Se había corrido dentro, nada de marcha atrás. Les había grabado también con el móvil. Vi que ella se levantaba y entonces me oculté en el cuarto de al lado. La vi caminar desnuda hacia el cuarto de baño. Aguardé un cuarto de hora. Cuando volví a asomarme, ella dormía sobre su pecho y él la protegía con sus brazos. Eran amantes, mi mujer se tiraba a un chico mucho más joven, pero más macho que yo. Dudé si ella intuía de mi homosexualidad. Y entonces me marché a casa, se cerraba otro capítulo patético de mi vida. Ya no sólo era un maricón, también era un cornudo. CONTINUARÁ.

Joul Negro.

Opiniones en joulnegro@hotmail.com

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