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Historias morbosas de mi matrimonio (2)

en Hetero: Infidelidad

Historias morbosas de mi matrimonio (segunda parte)

Sara no llegó hasta después de las nueve de la mañana. Venía de joder con Joel y apareció como si tal cosa, con toda la naturalidad del mundo. Me dolió su comportamiento, había conseguido que me sintiese como una mierda y me notó muy apático, de hecho rechacé hacerle el amor. A lo mejor sólo se había tratado de un polvo en una noche de juerga, pero el hecho de que lo hubiera hecho con Joel es lo que más me jodía. Estaba cabreado. Tenía ganas de vengarme de su infidelidad y le dije que había quedado con unos amigos del trabajo.

  • ¿Hoy, en Nochebuenas? – se extrañó.
  • Sí, hoy en Nochebuenas – le dije con frialdad -. Pero tranquila, mujer, llegaré a tiempo para cenar con tu madre.
  • Joder, tío, estás de un humor de perros.

Me largué de allí, no me apetecía su compañía después de haber sido testigo de cómo un coreano se corría en su cara y un chulo se la follaba en la cama de mi suegra. Me sentía inferior a ella. Y quería vengarme con una nueva experiencia homosexual. Telefoneé a Fidel, pero no atendió mi llamada. Quizás andaba de viaje por el extranjero. Podía haber ido a cualquier garito del barrio de Chuecas y haber ligado con algún gay, pero no me gustaban los gays, me gustaban los hombres, los hombres machos. Se me ocurrió ir a un cine porno, era un lugar donde solían acudir hombres reprimidos y solitarios a desahogarse con las escenas. Me dio mucha vergüenza, pero pagué la entrada y accedí a la sala. Un tío tan joven como yo en un lugar como aquél.

Había muy poca gente, siete u ocho personas distribuidas por distintas filas. Ya había dado comienzo la película y la oscuridad dominaba la sala. Me fijé en una pareja morreándose. Tal vez era la única mujer que se encontraba en aquel cine, tal vez se trataba de una prostituta que el tío se había llevado para entretenerse. Bajé por el pasillo hasta la primera fila, muy cerca de la pantalla gigante. Había un tipo sentado hacia la mitad. Era alto y delgado, con bigote, con rostro abrutado, de unos cuarenta y cinco años. Me temblaban las piernas, pero me envalentoné y me senté a su derecha. Me fijé con disimulo en que tenía abierto los pantalones y bajado la delantera del calzoncillo, con intención de masturbarse, aunque no logré distinguir su pene.

  • Hola – le saludé.
  • ¿Es que no hay más sitios libres?
  • Perdona, yo…
  • ¿Te gusta mi polla, marica?
  • ¿Qué?
  • ¿Quieres machacármela, maricón? -. Tragué saliva sin contestar, mirándole a los ojos -. Tócame la verga, marica, y déjame ver la puta película…

Levanté el posabrazos que nos separaba y me giré hacia él extendiendo el brazo derecho. Le agarré la polla, una polla grande y ancha, muy dura, parecía de hierro, con la piel muy tirante. Se la empecé a menear despacio, deslizando mi mano a lo largo del todo el tronco. El tipo sólo estaba pendiente de las escenas de la película. Ni siquiera me miraba, me trataba con a una vulgar puta. Aceleré un poco apretándola. Qué dura la tenía. Respiraba por la boca, excitado por la paja que le estaba haciendo.

  • Más despacio… - me pidió

Rebajé las sacudidas atendiendo sus órdenes.

  • ¿Así?
  • ¿Quieres chupármela, marica? Me vendría bien una buena mamada…
  • Como tú quieras…
  • Adelante, marica.

Bajé del asiento y me arrodillé entre sus piernas. Le arrastré los pantalones y los calzoncillos hasta bajárselos a los tobillos, y me lancé a mamársela como una puta. Se la agarré por la base con la derecha y se la chupé bajando y subiendo la cabeza, deslizando mi lengua a través de aquella dureza. Qué rica estaba, qué bien sabía, sabía a macho. Era una polla deliciosa. A veces me entretenía en babosearle el glande con los labios, o atizarle lengüetazos en una zona del tronco. El tipo, del que no sabía ni su nombre y al que le estaba chupando la polla, continuaba respirando aceleradamente por la boca. Me atreví a lamerle los huevos a mordiscos y aquello desbordó su excitación, porque él mismo se la agarró para sacudírsela mientras yo le mojaba los huevos. La luz de una linterna nos iluminó, sentí mucha vergüenza, era el acomodador que acompañaba a un señor mayor a nuestra fila.

  • Sigue, marica, no dejes de chuparme los huevos… -. Me esforcé en lamerlos con ansia, obligándole a emitir jadeos profundos -. Me voy a correr, hijo puta… Sigue tú…

Me erguí, le sujeté la verga y me la metí en la boca sin parar de sacudirla. El señor mayor nos observaba desde dos asientos más allá. Me fui tragando la leche a medida que iba eyaculando. Estaba pastosa y amarga. Le succioné la polla hasta la última gota, después me apartó la cabeza bruscamente de él.

  • Quita, maricón.

Me quedé arrodillado y humillado ante él. Se levantó, se subió los pantalones y se marchó a toda prisa de allí. Me limpié los labios con el dorso de la mano y volví a sentarme. Aún percibía el sabor de la leche en el paladar. Miré al señor que tenía dos filas a mi izquierda y el hombre me saludó.

  • Hola.
  • Hola – le correspondí.

Era un abuelo, tendría setenta y cinco años o más, algo gordo, calvo, con la cabeza con forma de pepino, y vestía un traje color caqui con camisa blanca y corbata. Un viejo verde que iba a cines pornos.

  • Me llamo Andrés.
  • Yo, Juan.
  • Eres muy joven y muy guapo – se fijó en mi alianza -. ¿Estás casado?
  • Sí.
  • Tu mujer debe de ser muy guapa también.
  • Sí, lo es.
  • ¿Te apetece que echemos una copa en algún sitio más tranquilo?
  • Bi.. Bien, vale, vamos…

Estaba ligando con un tío de ochenta años, un viejo carcamal que podía ser mi abuelo. No tenía vergüenza, pero tenía sed de hombre. Sara había despertado mis traumas con su jodida infidelidad. Ella era la única culpable. Salimos del cine. Estaba anocheciendo y se respiraba el ambiente navideño. Charlamos un poco dando un paseo por la avenida, manteniendo la distancias. Había venido de Valencia a pasar las Navidades con sus hijos. Estaba viudo. Cualquiera que nos viera pensaría que yo era su nieto. Le hablé un poco de mi vida, de mi trabajo y de Sara, insistiéndole en que era una mujer muy guapa, como si mi pretensión fuera incitarle.

  • ¿Dónde podemos tomar una copa tranquilamente? – me preguntó -. ¿O tienes que irte?
  • No, no, tranquilo. Si quieres, podemos ir a mi chalet. Allí estaremos bien – le dije un tanto abochornado.
  • Por mí de acuerdo. Vamos en mi coche.

Tardamos sólo veinte minutos en llegar al chalet de mi suegra, justo en el lugar donde el día antes Sara me había puesto los cuernos con su jefe. Una vez en el salón, le ofrecí una copa. Pidió coñac con hielo, y yo me serví un whisky. Le dije que aquello era una casa de verano, que casi nunca íbamos por allí.

  • ¿No tienes alguna foto de tu mujer? Que veamos lo guapas que es…
  • Están arriba, en nuestro cuarto. Vamos, te la enseño.

Mientras subíamos las escaleras, me contó su sequía sexual.

  • Llevo mucho tiempo viudo, mi mujer se tiró más de diez años enferma. Y no me gusta el ambiente de los clubes de alterne.
  • Vaya, lo siento.
  • Llevo sin estar con una mujer más quince años.

Nos adentramos en nuestro dormitorio y encendí la luz. Fuimos hasta la cómoda y le mostré el retrato de bodas. Aparecíamos saliendo de la iglesia cuando nos tiraban el arroz. La miró con detenimiento y luego echó un vistazo al resto de la estancia.

  • Hacéis buena pareja. Está muy buena. Es una mujer de bandera, muy hermosa. -. Le dio un trago a la copa y me miró -. ¿Te gusta que la miren los hombres?
  • Sí…
  • Seguro que tienes por ahí alguna foto donde aparece desnuda…

Asentí con la cabeza al meterme la mano en el bolsillo para sacar mi móvil. Era como un miniordenador. Abrí una carpeta reservada con clave de acceso y le mostré una sucesión de fotos caseras de Sara que le había tirado sin que ella se percatara. Las miró con atención, mordiéndose el labio y dándose algún refregón por la zona de la bragueta.

  • Qué buena está… Joder, qué chocho… Tiene que follar como una jodida puta… Y mira qué tetas, joder, qué suerte tienes, muchacho… -. Volvió a echarle otro vistazo a todas las fotos, esta vez más despacio, degustándose con los encantos de Sara en poses eróticas -. ¿No tienes por ahí algunas bragas de tu mujer?
  • Voy a ver, porque en invierno se lleva toda la ropa a casa…

Fui hasta la mesilla y abrí el primer cajón. Por suerte había dos, unas rojas de tul y un tanga negro. Los saqué y enseguida cogió las prendas para olerlas. Vi el camisón blanco colgado de la percha y le incité aún más.

  • Bueno, también tiene ahí el camisón, se pone muy erótica con él.

Lo miró y después dirigió la mirada hacia mis ojos.

  • Desnúdate y póntelo para mí.

Sin decir palabra, comencé a desnudarme hasta quitarme toda la ropa. El viejo me observaba sin parar de oler las bragas. Mis mejillas se sonrojaron al exhibir mi cuerpo desnudo ante aquel abuelo. Caminé hasta la percha y me puse el picardías. De nuevo, me convertía en el maricón de otro hombre. A través de la gasa, se transparentaba mi pene y el resto de mi cuerpo.

  • Acércate… -. Tiró las bragas encima de la cama y al estar a su altura me abrazó acariciándome el culo por encima de la gasa. Me pellizcó las nalgas abriéndome la raja. Sentí su aliento en mi cara. Yo deslicé mis manos por su espalda, por encima de la chaqueta -. Me ponen los mariquitas casados como tú. Bésame.

La primera vez que iba a besar a un hombre y tenía ochenta años. Pero mi lujuria efervescente me empujó a ello y le besé mientras me acariciaba el culo, probé su saliva y su lengua gorda invadiendo mi boca. Me trataba como a una verdadera mujer. Poco a poco, mientras nos morreábamos, fui conduciendo mi mano derecha hasta la zona de la bragueta. Le achuché el bulto con delicadeza, le noté empalmado, y le froté la palma con fuerza.

  • Date la vuelta, mariquita.

Me volví hacia la cómoda y apoyé las manos en la superficie. Tuve unos segundos para ver mi figura patética reflejada en el espejo, disfrazado de puta para aquel señor. Le miré por encima del hombro. La gasa permitía que se viera mi culo a través de ella. Se había quitado la chaqueta y estaba terminando de desabrocharse la camisa. Yo esperaba. Tenía una barriga ligeramente abombada, algo fofa, con unos pectorales llenos de un vello canoso. Luego se bajó los pantalones y después el calzoncillo. Se quedó sólo con unos calcetines negros. Su pollita erecta era muy pequeña, más que la mía, parecía una salchicha, como un dedo índice. Sus huevos eran redondo y duros, algo pequeños, de un tono muy rosado, salpicados de vello canoso. Se pegó a mí abrazándome, deslizando sus manos por mi pecho, besuqueándome por el cuello, rozándome con su verga por mi culo, por encima de la gasa. Notaba su palote duro entre mis nalgas.

  • ¿Te gusto, mariquita?
  • Sí… - jadeé -, me gustas…
  • ¿Quieres ser mi putita?
  • Sííí….
  • Harás lo que yo te diga, ¿verdad, marica?
  • Sí…

Había incrustado su palote entre mis nalgas y se masturbaba con mi culo meneándose, metiéndome la gasa por dentro. Me frotaba los pechos y el vientre, siempre por encima del camisón, y no paraba de babosearme el cuello.

  • ¿Te gustaría que me follara a tu mujer?
  • Sí…
  • Pídeselo, convéncela, me gustaría follarme ese coñito. Quiero follarme esa puta. Lo vas a intentar, ¿verdad, mariquita?
  • Sí, lo intentaré…
  • Vamos a la cama…

Se tumbó boca arriba con su cabeza calva y forma de pepino apoyada en la almohada. Separó sus piernas y cogió el tanga negro para olerlo. Yo me subí arrodillado entre sus rodillas y le cogí la polla para agitársela. La tenía dura a pesar de su delgadez. Le sobé los cojones con un par de pasadas, pero luego cogí las bragas rojas para achucharle los huevos con ellas.

  • Uofff… Oufff… Qué bien lo haces, maricón… Sigue… Ajjjj… Ajjjj…

Respiraba fatigosamente ante el placer que le proporcionaba. Me incliné para chupársela, la sujeté por abajo para mantenerla empinada y se la mojé agitando la lengua como una víbora. Resoplaba como un condenado, con el tanga encima de la cara, cabeceando en la almohada. Poco a poco me fui tendiendo bocabajo hasta dejar mi cabeza entre sus muslos. Aproveché para lamerle los huevos y dejarle las bragas encima de la polla. Me los metía enteros dentro de la boca y los escupía baboseados. Estaban deliciosos. Duritos y rugosos. Luego hundía mis labios en ellos y le atizaba con la lengua. Levantó las piernas hacia arriba.

  • Chúpame el culo, marica…

No tuve reparos en chuparle su culo viejo y arrugado, con un ano rodeado de vello canoso. Le follé con la lengua hasta dejárselo bien mojado, luego se la pasé a lo largo de toda la rabadilla hasta llegar de nuevo a los huevos. Bajó las piernas…

  • ¡Cógeme la polla, cabrón, me voy a correr!

No perdí ni un segundo. Se la agité sobre mi lengua muy deprisa. Rugió como un animal malherido. Comenzó a mear leche dentro de mi boca mediante un fino chorro. Yo me tragaba todo lo que podía, aunque a veces algunos salpicones manchaban mi cara. El chorro se detuvo, pero volvió a emerger, esta vez algo más aguado y más amarillento. Se la chupé, aunque por el sabor supe que se estaba meando y llegué a tragarme algo de pis. Aparté un poco la cara manteniéndole la verga en alto. El chorro se derramaba hacia los lados anegando el vello púbico y mis manos.

  • Chupa, marica…

Se la estuve mamando a pesar de todo, hasta que dijo que parara. Levanté un poco la cabeza y le miré. Se limpiaba el sudor con las bragas de mi mujer, tanto la frente como los pectorales. Un par de minutos después se levantó en busca de un trago. Yo observaba su cuerpo desnudo, aún con su salchicha erecta. De los huevos le colgaban aún gotas de orín. Me senté en el borde de la cama, a esperas de su reacción. Se acercó a mí con la copa en la mano, sudando como un condenado tras la mamada que le había hecho.

  • Cómo me gustaría follarme a tu mujer. Seguro que es una puta que te pone los cuernos. Eres muy maricón como para satisfacerla… - Le miré algo abochornado -. ¿Quieres probar mi polla? ¿Quieres saber lo que iba a sentir tu mujer, marica?
  • Lo que tú quieras.
  • Date la puta vuelta.

Obedecí. Me puse a cuatro patas cerca del borde de la cama. Me subió el camisón y enseguida noté su palote hurgando en la raja de mi culito, aunque antes pasó su lengua gorda por toda la rabadilla. La fue hundiendo en mi ano poco a poco hasta la mitad. Apenas me dolía. Me sujetó las caderas y comenzó a follarme de forma muy lenta. Sentía el cosquilleo al clavarla, como un pequeño dedo. Yo apenas gemía y él acezaba fatigado. Se corrió muy pronto, aunque sólo noté un escupitajo dentro de mi ano. Luego se separó, con la verga más lacia, y yo volví a sentarme en el borde.

  • ¿Te ha gustado, marica?
  • Sí.
  • Voy a dejarte mi teléfono. Llámame si la convences. Dile que pasaremos un buen rato. Y tú mirarás cómo follamos.

Y terminó aquella Nochebuena tan intensa con mi ligue de ochenta años. Nos despedimos con un simple apretón de manos y citándonos para una próxima vez, luego regresé a casa sobre las diez de la noche para cenar en familia con Sara y mi suegra. No percibí que sospechara nada, y traté de animarme. Tiene gracia. Hicimos el amor después de que ambos nos hubiésemos puesto los cuernos. La besé después de haberle chupado el culo a un viejo de ochenta años. Me sentí culpable, y me prometí a mí mismo esforzarme para cerrar aquel capítulo tan dramático de mi vida. Seguramente, la infidelidad de Sara se debía, simplemente, a una noche loca y estaba seguro de que se arrepentía. Lograba captar su remordimiento reflejado en los ojos. Sé que me amaba por encima de cualquier cosa. Se merecía que yo la hiciera feliz. Yo debía cambiar de actitud.

Transcurrió el tiempo y fui poco a poco venciendo mis complejos, aunque mis sensaciones impúdicas no lograban evaporarse del todo y las superaba mediante masturbaciones. Sara y yo estábamos bien. Tras su rollo con Joel y el coreano, estuve alerta en todo momento, atento a su móvil, atento a sus llegadas a casa, pero no sospeché nada raro y comencé a convencerme de que sólo se había tratado de una noche loca. A veces llegamos a tomar una copa con Joel, a sabiendas de que se había tirado a mi esposa, y me daba asco estar a su lado, pero apretaba los dientes y hacía la vista gorda. Otra vez, en una fiesta de empresa, me presentaron al señor Yung, el coreano que se corrió en la cara de mi esposa, y con gentileza tuve que estrecharle la mano y hacerle la pelota por Sara. Con respecto a mi homosexualidad, no volví a tener ninguna experiencia. Sé que mi suegra se vio alguna vez más con Fidel porque se lo escuché cuando hablaba con unas amigas, pero yo llevaba tiempo sin verle ni llamarle. Andrés, el anciano con el que me lié el día de Nochebuenas, me telefoneó algunas veces, interesado en mantener relaciones con mi esposa, pero le di largas de una manera educada para no tener problemas. Me sentía agobiado por él, algunas veces me llamaba durante tres o cuatro días seguidos, pero rechacé todas las citas y empecé a temer que algún día se presentara en el chalet de mi suegra. Era consciente de que había corrido muchos riesgos durante mi época de mariquita, como les gustaba llamarme a los hombres que me follaron, pero había cambiado y quería arrinconar ese episodio a toda costa.

Conseguí un nuevo trabajo como conductor de autobuses en la línea Madrid- Barcelona. Salía los lunes, pernoctaba en Barcelona esa noche y regresaba el martes. Después descansaba miércoles y jueves y el viernes salía de nuevo para regresar el sábado al mediodía, volviendo a descansar el domingo. Era un trabajo bien pagado, muchas horas al volante, aunque me venía bien porque era un chico al que le gustaba pensar, y sólo pasaba dos noches a la semana fuera de casa, la del lunes y la del viernes, para descansar tres días y medio. Sara continuaba como dependienta en los grandes almacenes. Económicamente habíamos prosperado mucho, habíamos madurado y cada vez nos sentíamos más felices. Tenía mis temores por el hecho de que me fuera infiel, pero la verdad es que no tenía motivos para sospechar.

Se quedó embarazada y fue una de las alegrías más importante de nuestro matrimonio, reforzó nuestro amor y nuestra felicidad. Iba a ser un niño y le llamaríamos Pablo. A los dos nos encantaba ese nombre. Pero la mala racha resurgía de nuevo desde el fondo de mis entrañas como un volcán. Sara estaba de siete meses y estaba fenomenal, sólo se le notaba su curvada y tersa barriga, llevaba un embarazo idóneo sin vómitos ni molestias. Estaba muy hermosa. Corría el mes de octubre y la fecha prevista para el nacimiento era mediados de diciembre. Me despedí de ella aquel viernes por la mañana para salir hacia Barcelona, con la intención de regresar el sábado. Pero al llegar a la empresa, el autocar estaba averiado y me tuvieron esperando hasta las ocho de la tarde, hasta que la compañía decidió suspender el viaje. Me vino de perlas, todo el fin de semana libre. Pensé en telefonear a Sara, pero decidí darle una sorpresa y me monté en el coche para volver a casa.

Sin embargo, me llevé un chasco tremendo cuando maniobraba para aparcar frente al portal. Ya había anochecido. El reloj marcaba las nueve y media de la noche. Descubrí el Mercedes de Joel aparcado dos vehículos más adelante. Conocía la matrícula. Me estremecí como un crío. Se me vino el mundo encima, todo lo feliz que era en aquel momento se redujo a cenizas. Desazonado, me apeé del coche y accedí al portal de mi casa. Subí las escaleras muy despacio, temeroso por enfrentarme a otra escena dantesca. Apoyé la oreja en la puerta, pero no oía absolutamente nada. Abrí despacio e irrumpí en el recibidor. Todo estaba a oscuras, salvo nuestra habitación, cuya luz emanaba hacia el pasillo. Enseguida oí un gemido continuo e inagotable de Sara, como el ronroneo de un gato. No me podía creer que me estuviera poniendo los cuernos embarazada como estaba, en mi propia casa y con aquel cerdo de mierda. Me descalcé y avancé lento por el pasillo. Oía la respiración forzada de un hombre. Me acuclillé para asomarme. Por suerte una de las macetas me permitía una visión del cuarto sin ser visto.

Sara estaba desnuda, a cuatro patas encima de la cama. Joel, también desnudo, con su piel albina, permanecía arrodillado tras ella follándola sosegadamente por el coño. La polla entraba y salía muy despacio. Pude distinguir su ano unos centímetros más arriba. Sus tetas bailaban levemente cuando la penetraba. Su bombo de siete meses rozaba las sábanas. Joel le había hecho una coleta al cabello de mi mujer y tiraba de su cabeza como si fueran las riendas de un caballo, para obligarla a mirar hacia el señor Yung, el coreano, que igualmente desnudo, con su asqueroso cuerpo regordete y velludo, se masturbaba viéndoles follar.

  • Mmmmm…. Mmmmm….

Sara tenía las bragas metidas en la boca y la mirada fija en el coreano, con la cabeza echada hacia atrás por los tirones de Joel. Su mujer seguía inmersa en la pura perversión. Joel contraía el culo de manera parsimoniosa para hundirla en el chocho y el coreano se atizaba fuertes tirones con el polvo que presenciaba. Con la derecha le tiraba del pelo y utilizaba la izquierda para magrearle todo el culo y la espalda. Follaban para el gran jefe. Se tiraron un ratito sin cambiar la postura y sin modificar las débiles embestidas, hasta que Joel extrajo la polla y le atizó una palmada en el culo.

  • Date la vuelta… Venga, coño, todavía no he terminado…
  • Mmmm.. – gimió asintiendo.

Sara se giró tumbándose boca arriba. Flexionó y alzó las piernas. Joel se acercó separándoselas para que la vagina se le abriera.

  • Sigue follándote esta guarra- dijo el coreano sin parar de meneársela.
  • Esta buena, ¿verdad? – añadió Joel dándole unas palmadas en el chocho -, cómo me gusta follarte, puta asquerosa… Seguro que tu marido no sabe romperte el coño como yo…

Sara, con las bragas dentro de la boca, ladeó la cabeza hacia el coreano, como si fuera una obligación mirarle mientras la follaban. Sus pechos cayeron hacia los costados. Su barriga se aplanó unos centímetros al estar echada. Joel se bajó la polla y la acercó al coño para zambullirla en aquella jugosidad. Sara frunció el entrecejo a medida que se la metía. Esta vez la folló con más ganas, moviendo el culo con más agitación y haciéndola gemir más alto, aunque sin apartar los ojos del coreano. Le sujetaba las piernas para taladrarla con más soltura. Las tetas se movían como flanes. Joel despidió dos jadeos secos sin parar de contraer el culo, hasta que se irguió sacarla y atizarse con la mano. Varios salpicones de leche viscosa cayeron sobre el bombo de Sara, resbalando hacia los lados, algunos sobre el chocho. Joel le pasó la verga por el vello vaginal para limpiarse y bajó de la cama al mismo tiempo que el señor Yung se levantaba. El coreano se acercó al borde de la cama, a la altura de la barriga de Sara. Ella cerró los ojos, pero Joel le cogió la cabeza y la obligó a elevarla hacia Yung.

  • Mírale, zorra, no dejes de mirarle…

Sara obedeció y mantuvo la cabeza erguida con la vista fija en el gran jefe. Desde mi posición yo podía ver su chocho impregnado de leche y las hileras señaladas en la barriga. Debía mirar cómo se corrían encima de ella. Joel se colocó al lado del coreano y se ocupó de masturbarle dirigiendo la verga hacia mi esposa. Pronto el coreano rugió como un cerdo y en breves instantes meó leche sobre el bombo de Sara, inundando su ombligo, con numerosas hileras discurriendo hacia los lados. Me retiré en aquel momento abordado por los celos, la rabia y un mar de dudas. Abandoné mi propia casa atrapado en la incertidumbre de si el hijo que esperaba Sara era mío. Cabía la posibilidad de que aquellos cabrones la hubiesen dejado preñada. Era una jodida puta que me ponía los cuernos de la manera más perversa, o tal vez, tal y como la habían tratado, podría ser que la estuvieran coaccionando, pero conocía el temperamento de Sara y sabía que nunca se dejaría chantajear por nadie, era una mujer fuerte y valiente que prefería enfrentarse a las consecuencias, por muy nefastas que éstas fueran. Se había convertido en una zorra, cada vez estaba más seguro. Me sentí muy mal y pasé una noche de perros deambulando por la ciudad hasta el amanecer. No tuve ganas de venganza, como la otra vez, tenía las entrañas desgarradas y el corazón pulverizado.

Lo dejé pasar, no tuve valor para enfrentarme a la situación y asistí un mes y medio más tarde al parto sin ilusión ninguna. Fue un niño precioso, pero de tez muy blanca, como Joel. Intuí enseguida que yo no era su padre, aunque me gasté más de tres mil euros en unas pruebas de paternidad en una clínica privada. Se confirmaron mis malos augurios. Joel la dejó preñada y era el padre de mi hijo. Sin embargo decidí guardar silencio, decidí encerrarme en mí mismo para sofocar mis penas. Era un desgraciado, un cobarde y un cornudo de mierda. Cada día que pasaba me menospreciaba más. Ni siquiera me apetecía saciar mi homosexualidad, no me hubiera importado morir en aquellos momentos, de hecho llegué a pensarlo.

El tiempo ayuda y los días fueron pasando. No me encontraba bien, tenía la moral por los suelos, pero traté de sobreponerme. Me echaron de la empresa y volví a quedarme en paro. Una tarde salí de casa porque Sara me mandó a hacer la compra y por las escaleras me crucé con Joel. Me quedé de piedra, con la mirada helada. Me estrechó la mano efusivamente y me preguntó cómo estaba. Su hijo tenía tres meses. Actué como un idiota, contestando con monosílabos, muy nervioso. Aquel tipo se tiraba a mi mujer, estaba liado con ella desde hacía mucho tiempo. Sara se encontraba en aquel momento terminando de darle el pecho al niño y sabía que la encontraría ataviada con un camisón de tul color azul celeste, sin nada debajo. Le gustaba estar cómoda en casa, sin bragas. Estaba de baja por maternidad.

  • ¿Está Sara? – me preguntó con total naturalidad -. Tengo que ver unos pedidos que hizo, repasar unos detalles.
  • Eh… Sí, sí, está con el niño… Espera, te abro.

Le abrí la puerta y le dejé pasar. Hice como que me iba, pero aguardé con la puerta semiabierta en el rellano. Iba a arriesgarme, me daba igual que me pillaran espiándoles. Sólo llegaba hasta mis oídos un ligero murmullo. Esperé unos minutos más y entré sigilosamente sin que me oyeran. Allí se encontraban, en el salón de mi propia casa, cerca de la cuna donde el bebé dormía. Joel se encontraba sentado en el sofá donde yo habitualmente veía la televisión. Tenía el pantalón abierto hacia los lados mientras mi mujer le hacía una mamada arrodillada ante él. A Sara la veía de espaldas, moviendo el tórax y la cabeza para mamarle la polla. Tenía el camisón subido hasta la cintura y el culo al aire. Distinguía su ano y su chocho. Ella se daba con la mano, veía sus dedos entre las piernas refregándose. Joel respiraba por la boca con los ojos cerrados mientras mi mujer le chupaba ansiosamente la verga. Lograba oír su chupeteo. A veces elevaba la cabeza para machacársela y de nuevo bajaba la cabeza para babosearla. La puta golfa, me engañaba de la manera más perversa, a las primeras de cambio.

  • Qué bien la chupas, guarra – le decía él – cómete mi polla, puta…

Y ella se afanaba en lamerle con más ansia a juzgar por los movimientos de su cabeza. Joel empezó a contraerse y a follarla por la boca. Sara mantenía la cabeza inmóvil mientras la verga invadía su garganta. El hijo de puta jadeaba locamente hasta que se corrió salpicándole toda la cara de leche. Se la estuvo chupando un ratito más hasta que se irguió. Entonces él la sujetó por la nuca y le acercó la cabeza para besarla. Y la dejé allí, morreando a su amante como una cerda. Me retiré para dar un paseo de tres horas. Cuando regresé con la compra, me dio un beso después de habérsela mamado a su jefe y me pidió que saliéramos a dar una vuelta con el niño. Y eso hicimos, dar una vuelta. Me sentí el tío más cobarde del mundo, el más mierda, no tenía valor para enfrentarme a ningún escándalo. Era un hombre reprimido, sin valor para plantearle a ella la situación y separarnos si hacía falta. Casi me estaba acostumbrando a que fueran amantes. Ellos arriesgaban al máximo, como si me tomaran por tonto, y yo también arriesgaba para espiarles, porque entre otras cosas si me descubrían los degenerados iban a ser ellos.

Un sábado por la mañana estábamos Sara, mi suegra y yo en la piscina cuando se presentaron Joel y Cristina, la zorra que le hizo la mamada al coreano aquella noche en la discoteca. Su visita me hizo sentir como un gilipollas, pero no tuve más remedio que saludarles y darles la bienvenida. Sara les había invitado a comer y a darse un chapuzón. Me sentí desplazado, hablaban temas de la tienda, chismorreos de los compañeros, y se daban chapuzones en la piscina mientras yo me ocupaba de atender a Pablo. Ya tenía Sara caradura de invitar a su amante al chalet y encima acompañado por aquella golfa. Sara estaba en bikini, uno normal, de un tono anaranjado, aunque las copas del sostén sólo tapaban la zona de la base. Mi mujer colocaba la mesa bajo el cenador con mi suegra cuando saqué unos chorizos de la parrilla. Saqué unas cervezas y caminé hacia la piscina para ofrecérsela a los invitados. Tuve que pararme en seco y dar un paso hacia el seto para ocultarme. Se la estaba follando bajo el agua. Cristina permanecía con los brazos encima del borde y Joel detrás se la metía aligeradamente. Se escuchaba el chapoteo del agua al moverse. Podía ver cómo contraía el culo para inyectarle la polla. Sólo le había apartado las bragas del bikini a un lado para taladrar entre las piernas. Retrocedí muy despacio para que no me descubrieran y aparecieron quince minutos más tarde como si tal cosa.

Almorzamos y después mi suegra y yo nos ocupamos de quitar la mesa. Mientras tanto Sara y sus compañeros se tumbaban al sol, en el césped, con Joel en medio de las dos chicas, charlando animadamente. Coloqué el carrito del niño al lado de una hamaca para mecerle y me tumbé poniéndome las gafas y bajándome la gorra, aunque disponía de un plano de lo que sucedía en la piscina. Me hice el dormido. Mi suegra se fue a dormir la siesta. Vi que Sara se volvía hacia él y que de vez en cuando miraba hacia mí por encima del hombro, como para asegurarse de que yo seguía dormido. Cristina se levantó para darse un baño y Sara se volvió hacia el otro lado, recostada, y con el tórax erguido, dejando todo su peso sobre el codo. Estiró las piernas. Comprobé que Joel se pegaba a ella adoptando su misma postura, con su pelvis pegada a las nalgas de mi mujer. Se la iba a follar y yo iba a presenciarlo. A él no podía verle la cara, la tenía tras la cabeza de mi mujer. Le tiró de las bragas hasta bajárselas un poco, hasta que pude distinguir la negrura del chocho. A veces Sara le miraba por encima del hombro, como apremiando el polvo que debía echarle, como temerosa de que yo me incorporara. Estaban a muchos metros de mi posición, pero distinguí la cabeza de la verga entre las piernas de mi mujer, aunque ella se encargó de apretarla contra su chocho para metérsela. Y dos segundos más tardes todo el cuerpo de Sara comenzó a temblar. Sus tetas danzaban al son de los embistes y una de ellas llegó a salirse de la copa. Tuvo que extender un brazo para no caerse boca abajo y mantener la postura tumbada de costado. Se mordía el labio, abrigada por el placer de aquella polla machacando su chocho. Sólo podía ver una parte del cuerpo de Joel, como si quisiese permanecer oculto tras ella, por si acaso yo me despertaba. Pero le daba con prisas, apretando la pelvis contra el culo de Sara cuando la metía. Al minuto se corrió, seguramente le llenó todo el chocho de leche. Estuvo pegado a su culo unos cuantos segundos. Le vi volverse hacia la toalla, subiéndose el bañador y disipado por el polvo que acababa de echarle a mi esposa. Sara se subió la braga a tirones, nerviosa por ser descubierta, y se colocó el sostén, incorporándose hasta quedar sentada. Y luego todo como si tal cosa. ¿Cómo podía engañarme de aquella manera y con aquel hijo de perra que hasta la había dejado preñada? Ya lo he dicho antes, estaba cansado, con el corazón herido, sin ganas para vengarme de ella, atemorizado, porque en el fondo temía que al final Sara terminara dejándome por aquel cerdo. Sin embargo después en casa su actitud era cariñosa, con ganas de hacer el amor conmigo, demasiado empalagosa para estar poniéndome los cuernos. No lo entendía bien. Siempre estaba dándome besos y diciéndome lo mucho que me quería. Tal vez en el fondo le pasaba como a mí, que teníamos una doble personalidad.

El niño cumplió un año. Yo le trataba como si fuera mi hijo, era una manera silenciosa de vengarme de su verdadero padre, el hecho de que yo me encargara de su educación. No volví a pillarles infraganti, aunque imagino que follarían como locos en el trabajo, pues Sara pasaba más tiempo con él que conmigo. A veces me tiraba horas vigilando en las inmediaciones del chalet por si llegaban, pero sólo pillé a la puta de mi suegra llevándose a Fidel algunas veces y a jóvenes veinteañeros otras. Ninguna de las veces quise arriesgarme a espiarles. Mi carácter se había curtido y me había aclimatado al hecho de ser un cornudo. Tenía claro que Joel era su amante, que Sara sólo le quería para follar de vez en cuando, y lo del coreano formaba parte de la perversión de Joel, una perversión a la que Sara se prestaba para complacer a su amante. Pero era una puta, una zorra sin escrúpulos, lo comprobé tras un concierto que dio Mario en la ciudad, su antiguo exnovio.

Tras el concierto, Mario organizó una gran fiesta privada en la casa de sus padres para todos los viejos amigos de la pandilla. Llevaban años sin verse. Su banda había escalado muchos peldaños en el ambiente musical y ya habían editado tres discos con bastante éxito. Si antes había sido un líder, ahora era un ídolo. Acudió un montón de gente a la fiesta nocturna. Se celebró en una mansión a las afueras de la ciudad, en un residencial de lujo y glamour. Habíamos dejado el niño con mis padres. Fue Sara quien me presentó a Mario en cuanto se dieron un efusivo abrazo y un ligero besito en los labios. Parecía agradable, aunque su actitud hacia mí fue bastante fría. Sólo tenía ojos para ella. Llevaba unos tejanos y una camiseta negra, con el pelo muy largo y revuelto, tipo heavy a juzgar por los tatuajes de sus musculosos brazos. Sara iba preciosa, tan elegante y sexy como siempre. Llevaba un vestido corto de flecos, de bandas horizontales negras y blancas, con un favorecedor escote a pico y finos tirantes, muy suelto, con una cremallera lateral, y calzaba sus habituales tacones de charol. Enseguida Mario la piropeó antes mis narices diciéndole lo guapa que estaba y que los años no pasaban por ella. Sara le habló de nuestro hijo y de su madre, hasta que se pusieron a recordar viejos tiempos. Yo como un alelado ante ellos sonriendo de vez en cuando. Fui a echarme otra copa mientras ellos conversaban y un conocido me entretuvo. Desde mi posición asistía a las insinuaciones de Mario. Le susurraba cosas al oído y Sara sonreía y sacudía la cabeza de forma negativa. Le pasó los dedos por el brazo acariciándola y un minuto más tarde se alejaron hacia la casa en medio del bullicio. Sara miraba hacia atrás de vez en cuando, como para cerciorarse de que yo no me había percatado. No me lo podía creer, me quedé de piedra. Me deshice del gilipollas que me entretenía y decidí seguirles. Ya era un experto en espiar a mi mujer, es la actitud propia de un tipo celoso y carnudo. Irrumpí en la casa y oí pasos en una escalera. Iban hacia una bodega subterránea. Pude ver sus figuras reflejadas en la pared. Aguardé oculto en la penumbra. La gente entraba y salía, hasta que pude bajar con sigilo. Era una estancia fría y oscura, iluminada sólo por la luz tenue de una bombilla. Descubrí sus sombras tras unos toneles. Sus voces hacían eco y retumbaban en mis oídos.

  • Quiero follarte – le pidió Mario -. Estás demasiado guapa como para contenerme.
  • Mario, por favor, soy una mujer casada, ¿entiendes? No quiero, de verdad…

Me arrastré acuclillado hasta que pude verles junto a la pared. Me encontraba escondido tras dos gigantescos barriles. Mario la sujetó rudamente por las mejillas.

  • Antes te gustaba como te follaba…
  • Ha pasado mucho tiempo, Mario…
  • Sé que lo deseas, puta…

La sujetó por los brazos y la puso contra la pared, de espaldas a él, como si fuera a cachearla. Iba a violarla y ella no se defendía, mantenía los brazos en alto y la mejilla pegada a la pared. Pude haber intervenido en defensa de mi mujer, pero también ella podría haber intentado arañarle o pegarle a su agresor, sin embargo sólo esperaba. Mario se desabrochó a toda prisa el pantalón y se los bajó junto con el slip hasta las rodillas, exhibiendo una polla bastante gruesa de un tono oscuro.

  • Mario, por favor…

Le levantó el vestido y tiró bruscamente de sus bragas hasta dejarla con el culo al aire. Ella se dejaba someter con los brazos en alto. Se agarró la verga y la enfiló hacia la entrepierna clavándosela en el coño de un golpe seco. Sara se contrajo cerrando fuerte los ojos y frunciendo el entrecejo. Mario le aplastó el culo con su pelvis y comenzó a menearse para ahondar en el chochito jugoso de mi mujer.

  • Como me gusta follarte, zorra… Ahhh… Ahhh…

Pronto Sara también comenzó a gemir. Mario contraía el culo muy deprisa, besuqueándola por la nuca y acariciándole las piernas a la vez que le apretaba el culo cuando se la clavaba. Qué polvo le estaba echando, y yo estaba siendo testigo. Le tenía todo el cuerpo apretujado contra la pared, follándola sin pausa, podía oír el choque de la pelvis contra las nalgas, un sonido al que ya me había habituado.

  • Te gusta mi polla, ¿verdad, puta?
  • Síii…
  • Te voy a reventar, zorra…

Aligeró aún más la marcha, hasta que se detuvo con la polla dentro para inyectar toda la leche dentro del chocho. Sin sacarla, la abrazó metiendo las manos bajo el vestido para sobarle las tetas. Sara volvió la cabeza y entonces se besaron. Allí les dejé, con la polla de Mario escurriéndose dentro del coño de mi mujer, con su pelvis pegada a las nalgas, besándose apasionadamente. Regresé a la fiesta con el alma desecha. Entendí que Sara estaba conmigo por estar, que del amor que sentía por mí no había nada. Era puro teatro. Pero cómo convertirme en un cornudo oficial ante toda aquella gente. Me daba vergüenza. Yo me había esforzado por arreglar las cosas, pero ella era demasiado puta. Le dije a una amiga que me encontraba mal y que si veía a Sara le dijera que me había ido a casa, pero esperé en el coche, oculto en una alameda. Les vi pasar un cuarto de hora más tarde. Mario conducía. Supe enseguida dónde iban.

Llegué al chalet un rato más tarde que ellos, sobre las tres de la mañana, no quise arriesgarme a que me descubrieran. Salté la valla y me escabullí por la ventana de la cocina. Vi la luz del cuarto de mi suegra encendida y oí a Sara gemir como una perra.

  • ¡Grita, puta! … ¿Te gusta, verdad?... A que tu marido no te folla como yo…

Todos sus líos le daban caña, la insultaban, la sometían, y ella no protestaba. Me asomé precavidamente. La tenía desnuda encima de la cama, boca abajo, con la cara plantada en la almohada, mientras él la follaba colando su polla entre las piernas, abriéndole el chocho severamente y atizándole golpes en las nalgas con la pelvis, igual que en la bodega, pero tumbados. A veces se echaba sobre ella y le lamía la espalda, pero enseguida erguía el tórax para darle fuerte. Sus tetas sobresalían por los costados, apretujadas contra el colchón, como si fueran a reventar. Sara sudaba, tenía su cabello humedecido. Mario le inyectó un golpe seco y rugió inmóvil con la verga dentro. Sara elevó la cabeza de la almohada para tomar aire ante la pausa. Vi que extraía la polla de los bajos de culo para sentarse sobre sus talones. Aún le goteaba de la punta cantidad de crema blanca y gelatinosa, como si hubiera retirado el pene en mitad de la eyaculación.

  • Date la vuelta, vamos…

Sara se giró para tenderse boca arriba. Ahora sus pechos cayeron sobre los lados. Tuve unos segundos para ver cómo fluía leche de su chocho, porque enseguida Mario le levantó las piernas y le ajustó la pelvis para clavársela de nuevo. Él se mantenía arrodillado sujetándola por los tobillos para mantenerle las piernas en alto y el chocho abierto, contrayendo el culo para follarla. Todo el tronco de la verga estaba impregnado de semen de la anterior corrida. Ni un minuto de descanso. Sara cabeceaba gimiendo, con los ojos cerrados y el entrecejo fruncido. Mario la follaba apretando los dientes, como si así fuera más contundente. A veces la polla resbalaba y se salía, pero ella misma bajaba las manos para metérsela. El polvo fue largo. Cuando se detuvo para correrse, se echó sobre ella para besarla y ella le correspondió abrazándole y acariciándole la espalda. En esa postura les dejé, con una visión del culo de Mario y de sus huevos pegados al chocho de mi mujer. Volví a casa y me metí en la cama, harto de tanto pensar, harto de aquel dramatismo que acompañaba mi matrimonio. Sara había desbaratado mis intentos por sobreponerme de mis tendencias homosexuales. Llevaba tiempo sin mantener relaciones con un hombre. Sara regresó una hora más tarde, en su papel de esposa preocupada.

  • No he podido venir hasta que no se ha venido Noelia y Raquel.
  • No pasa nada, me he pasado bebiendo.
  • Pero, ¿estás bien?
  • Sí, sí, necesitaba cerrar los ojos.

Se dio una ducha y se metió en la cama como si tal cosa, después de haber follado como una perra con su ex. Mario la dejó preñada. Fue otra triste noticia de mi matrimonio y como en la vez anterior me tragué mi orgullo y fingí mi alegría por la llegada de nuestro segundo hijo. Fue otro niño al que pusimos de nombre Juan, como yo. Hija de puta, tenía los ojos verdes de Mario, tenía sus labios y la forma de sus orejas. No quise gastarme ni un euro en pruebas de paternidad, la expresión de aquel bebé confirmó mis dudas al respecto. Y Sara actuaba como si la vida fuera maravillosa al regalarnos dos hijos tan bellos. Y yo actuaba como el padre perfecto. Sara y yo éramos dos grandes actores. Ella era puta y yo maricón, pero para el mundo que nos rodeaba éramos una pareja feliz. Pensé que iba siendo hora de plantear el divorcio, sin sacar a la luz ninguna de las infidelidades de las que había sido testigo, pero ya era demasiado dolor acumulado dentro de mis entrañas. Sin embargo todo cambiaría. Apareció el origen de mis traumas. Reapareció en mi vida mi primo Carlos. CONTINUARÁ.

Joul Negro.

Opiniones en Messenger o email: joulnegro@hotmail.com

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