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Humilladas y dominadas 3 (Final)

en Dominación

Humilladas y dominadas 3 (final)

(Rosario y su marido viven felizmente de la huerta con su hija Nieves, una linda chiquilla con ilusiones de casarse pronto con Mauro, su novio. Pero un incendio trunca el futuro de todos ellos. Un rico señorito de la zona les ofrece trabajo como criadas. Rosario y su hija serán vilmente sodomizadas por los hombres de la casa, serán humilladas y dominadas hasta convertirlas en putas)

Eran las ocho de la mañana. Rosario ya llevaba un par de horas levantada. Le había dado tiempo de arreglar el cuarto del capataz, el de su hija y había lavado y vestido a su marido. La bestia había salido temprano para organizar la recogida de la aceituna y Nieves ya se encontraba en la consulta pasando a máquina unos formularios que le había encargado el señor. Moisés comprobó que su esposa se comportaba de manera despectiva, como ensimismada, y no era para menos, estaba siendo brutalmente esclavizada y él no sabía ni podía protegerla. Todo resultaba patético. Le condujo hasta la cocina para prepararle algo de desayunar. No se atrevía ni a mirarla ni a dirigirle la palabra, la noche antes el joven señorito había abusado de ella, aún le retumbaban sus lejanos gemidos dentro de la cabeza. Y no soportaba verla vestida con aquel erotismo delante de aquellos pervertidos. Le puso una taza de café caliente y unas tostadas y en ese instante irrumpió don Rogelio en la cocina ataviado con una bata de seda de color negro, debidamente abrochada. Rosario se irguió enseguida volviéndose hacia él y Moisés soltó la taza inmediatamente.

Buenos días, señor – le saludó Moisés girando la silla hacia él.

Buenos días, don Rogelio. Pensaba subirle el desayuno ahora mismo, le estaba a usted calentando el café.

Le echó un vistazo a sus vestimentas, poniendo especial atención en las piernas forradas por las medias negras. Llevaba las manos en los bolsillos de la bata.

Voy de caza, desayunaré fuera. Quiero todo perfecto, esta noche tengo visita, una visita muy importante. Toribio os pondrá al día -. Miró hacia Moisés -. Prepárame la cartuchera y las escopetas en sus fundas.

Descuide, señor.

Tú – le dijo a Rosario -. Acompáñame, quiero que me prepares el baño.

Sí, señor.

La dejó pasar primero y después cerró la puerta dejando a Moisés solo como un perro, apabullado por una marejada de celos que le carcomía las entrañas. Iban subiendo por las escaleras y Rosario iba delante. Le llevaba tres escalones de ventaja, por lo que don Rogelio disponía de una visión clara del culo bajo el vestidito, contoneándose, con las nalgas vibrando en cada subida. Llevaba una parte de las bragas metidas por el culo y los pelos del coño le sobresalían de un lado, un manojo de vello claramente visible. Las ligas de las medias en la parte alta del muslo contrastaban con el tono blanquecino de las nalgas. Se adentraron en la espaciosa alcoba del señor. Mientras él deambulaba dándole unas caladas a un puro, Rosario acarreó unos cubos de agua caliente hasta llenar con unos dedos de agua la bañera que había en un extremo de la alcoba. Sus tetazas se movían bajo la tela como si fueran bolas de gelatina y a veces tenía que colocarse el escote para que no se le salieran los pezones, todo ante los ojos del señor, que no apartaba los ojos de ella ni un momento. Estaba muy ruborizada ante las miradas y el silencio.

¿Quiere usted que se la llene más, don Rogelio?

Está bien así.

Ella se encontraba de pie a un lado de la bañera. Don Rogelio comenzó a acercarse desabrochándose la bata. Se despojó de ella dejándola caer al suelo, quedándose completamente desnudo. Rosario no sabía cómo actuar, sin mirar hacia otro lado, salir de la habitación o mantener cierta naturalidad. El rubor le quemaba las mejillas. Se fijó en su cuerpo envejecido, con sus pectorales arrugados cubiertos de un vello canoso. Poseía una barriguita blandengue y al final sus ojos descendieron hasta sus genitales, donde reparó en una pollita corta y gorda, como una croqueta, floja colgándole hacia abajo, con unos huevos flácidos recubierto de vello canoso. Se miraron a los ojos cuando entró dentro de la bañera y se sentó reclinándose hacia atrás, con las rodillas sobresaliendo por el borde. Tenía un culo blanco de nalgas huesudas, con piernas largas y raquíticas. El pequeño pene le reposaba echado a un lado. El agua apenas le cubría.

¿Te importa lavarme la espalda?

No, señor.

Don Rogelio se incorporó echándose hacia delante, hasta pegar el tórax a las rodillas. Rosario se arrodilló ante la bañera, vertió jabón en la esponja y comenzó a frotarle la espalda con la mano izquierda, con sus tetas prensadas contra el canto de la bañera, como si fueran a reventar. Tras enjabonarle la espalda, se la enjuagó con una jarra de agua caliente. Don Rogelio volvió a reclinarse, entonces ella continuó frotándole con la esponja por el cuello, por el pecho y por la barriga. El viejo buscaba sus ojos, aunque ella trataba de concentrarse en los movimientos de la mano. Le pasó la esponja por las piernas, por los pies y después le restregó la esponja por encima de la polla y los huevos, frotándole en las ingles. Tras dos o tres refregones, subió con la esponja por la barriguita blandengue. Tenía la pollita tiesa tras los manoseos con la esponja, empinada hacia arriba. Dejó la esponja flotando en el agua y le vertió la jarra por todo el cuerpo para enjuagarle. La pollita tiesa palpitaba sobre el bajo vientre. Estaba excitado tras los restregones.

¿Quieres lavarme el culo? – le pidió casi en tono jadeante, mirándola a los ojos.

Sí, dese usted la vuelta.

Don Rogelio se incorporó y se arrodilló dando media vuelta dentro de la bañera. Tenía la verga empinada y pegada al vientre. Se curvó hacia delante apoyando los antebrazos en el canto de la bañera. Rosario primero le salpicó el culo blanco, después comenzó a manoseárselo con la manita derecha, deslizando la palma por sus nalgas huesudas, empapándolo de agua, metiéndole los dedos en la raja para lavarle el ano, llegando a palparle con la punta parte de sus cojones. No paraba de sobarle el culo. El viejo resoplaba entrecerrando los ojos, concentrado en los manoseos de la mano. Rosario sabía que estaba muy excitado y quería tenerle contento, era el dueño de la casa, era su amo. Metió la mano izquierda dentro de la bañera y se la pasó por los huevos, estrujándolos débilmente. Don Rogelio jadeó ladeando la cabeza hacia ella. Le cogió la pollita erecta y mojada y comenzó a masturbarle con la mano izquierda, sujetándola en posición horizontal, mientras continuaba sobándole el culo con la derecha, pasándole la manita por las nalgas, metiéndole el canto por la rajita del culo, agarrándole los huevos por la entrepierna. Le tiraba de la verga despacio, pero a un ritmo constante. Se mantenía erguida ante la bañera, haciéndole una paja a su amo. Don Rogelio emitía jadeos muy profundos y tuvo que apoyar la cabeza en el canto de la bañera. Ella le pasaba la yema del dedo corazón por toda la raja del culo, desde los huevos hasta la rabadilla, y le pellizcaba las nalgas con delicadeza. Al mismo tiempo le sacudía la polla de manera acariciadora. Quería dejarle muy satisfecho, que fuera bueno con ella. Don Rogelio levantó de nuevo la cabeza, resollando de placer. La miró, vertiendo sobre su cara los jadeos.

Me gusta mucho que me chupen el culo. Por qué no me lo chupas, hazme ese favor…

Como usted quiera, don Rogelio.

Ella retiró las manos de la bañera y se puso de pie. El viejo también se incorporó saliendo fuera, con todo el cuerpo empapado de agua. Caminó hacia la cama y una vez en el borde se inclinó hacia delante apoyando las manos en el colchón, con las piernas estiradas y el trasero en pompa. El agua le corría por todo el cuerpo, con trozos de jabón en algunas zonas. Rosario se arrodilló ante aquel culo huesudo y blanco, le abrió la raja con los pulgares y encajó la nariz y la boca para lamerle el ano como una perra. Era una mezcla de sabor a jabón y hediondez que le provocó alguna mueca de repulsión, pero manteniéndole la raja abierta, le pasaba toda la lengua por encima del orificio a un ritmo pausado, como si quisiera degustarlo profundamente, sin parar ni un segundo. Ante el constante deslizamiento de la lengua por su culo, don Rogelio comenzó a sacudírsela con una mano. Rosario podía ver cómo danzaban sus huevos entre las piernas, pero ella no dejaba de pasarle la lengua por el culo húmedo. El viejo bufaba lujuriosamente. De pronto, se irguió y se volvió hacia ella machacándose la polla velozmente, a la desesperada, como si ya no pudiera resistirse. Ella se mantuvo postrada ante él, mirándole, hasta que al cabo de unos segundos una lluvia de diminutas gotitas de leche le cayó sobre el rostro. Se dio un par de tirones exprimiéndosela y emitió un hondo jadeo. Rosario se pasó el dorso de la mano por la cara varias veces para limpiarse, aunque algunas gotas le habían salpicado el cabello y la zona alta de las tetas. El viejo se mantenía de pie. Rosario se incorporó, pasándose las manos por el escote para secarse algunas gotitas.

Sujétame el orinal, necesito mear.

Rosario se acuclilló y lo sacó de debajo de la cama sujetándolo por el asa. Volvió a incorporarse. Ya tenía la pollita floja, con el capullo manchado de semen. Se la sujetó con la mano izquierda y colocó el orinal debajo. Enseguida salió un débil chorro de pis. Se la estuvo sujetando hasta que terminó de mear, dejando el orinal medio lleno. Se la sacudió hasta cerciorarse que ya no le goteaba, llegando a salpicarse la mano.

Ahora dame la toalla y lárgate, tengo que vestirme.

Sí, señor.

Con el orinal en la mano, le acercó la tolla y después abandonó la habitación. Moisés la vio pasar hacia el patio y vaciarlo en una rejilla para enjuagarlo después bajo el grifo. Después de mamarle el culo al señor, entró en la cocina y besó a su marido para aparentar ante él cierta naturalidad. Moisés pudo distinguir una mota de semen pegada en sus cabellos, aunque cerró los ojos para no pensar en lo peor.

En la consulta, Nieves estaba terminando de redactar algunos formularios en la máquina de escribir cuando apareció el capataz abriendo la puerta repentinamente. Ella se levantó enseguida en señal de respeto. Eran las once de la mañana. Llevaba la camisa a medio abrochar, con el denso vello negro sobresaliéndole por fuera.

Buenos días, don Toribio.

Cerró la puerta tras de sí. Llevaba un trozo de puro en los labios. Rodeó la mesa y se dejó caer en el sillón de don Rogelio.

Acércate -. Dio unos pasos hasta colocarse frente a él, con sus tacones resonando en el suelo -. Esta noche don Rogelio tiene una visita muy importante. Espero que tú y tu madre sepáis comportaros. Poneos guapas, ¿estamos?

Sí, don Rogelio.

Desnúdate.

¿Ahora, don Rogelio? – preguntó con mirada suplicante.

Desnúdate, puerca, que no tenga que repetírtelo.

Con suma obediencia, comenzó a desabrocharse el ajustado vestidito. Mientras lo hacía, Toribio se bajó la bragueta y se quitó el botón del pantalón. Nieves ya había llegado al último botón cuando él se bajó la delantera del calzoncillo y se agarró la verga medio erecta para sacudírsela despacio. Nieves se quitó la bata dejándola caer al suelo. Sus tetas con forma de U se balancearon ligeramente, rozándose una con otra. Ya tenía la polla muy tiesa cuando se bajó las bragas y mostró su coñito, el mismo que él había desvirgado. Tan sólo las medias blancas y los tacones impedían su total desnudez. Aguardó ante él con los brazos pegados a los costados, viendo cómo se masturbaba. Toribio se levantó. La verga parecía un péndulo moviéndose hacia los lados. La sujetó del brazo y la condujo hasta la camilla. Sus tetas sufrían bruscos vaivenes al ser arrastrada con aquella rudeza. La forzó a curvarse sobre la camilla, con los pechos aplanados y la cabeza y el cuello sobresaliéndole por el otro lado. Nieves cerró los ojos y apretó los dientes. Le abrió el culo con los pulgares y recibió un grueso escupitajo en el ano, un escupitajo que luego le esparció con los dedos. Un segundo más tarde notó el roce de la verga, como si la posicionara para penetrarla analmente. Iba a darle por el culo. Abrió los ojos desorbitadamente, como si supiera el dolor que le deparaba, y se aferró con fuerza a los cantos de la camilla, manteniendo la cabeza erguida en el aire, con sus tetas como si fueran a reventarle por la presión. Parecía imposible que aquella polla tan gorda cupiera en aquel culito, pero empujó con fuerza sumergiendo el capullo, dilatándole dolorosamente los esfínteres. Nieves resopló temblorosamente, cerrando con fuerza los ojos y abriéndolos repentinamente. Un sudor frío se apoderó de su cuerpo humedeciéndole en segundos el cabello. Poco a poco fue embutiendo la polla hasta encajarla entera. Ahora Nieves acezaba con toda la boca abierta. La agarró de los pelos y le tiró de la cabeza elevándole el tórax.

¿Te gusta, perra? – le preguntó embistiéndola, extrayendo unos centímetros para hundirla de golpe -. Eres mi perra… Ahhh… Ahhhh…

Rosario cargaba con el cubo de la fregona, dispuesta a fregar la consulta del señor, cuando a medida que se iba acercando, comenzó a oír unos jadeos. Entreabrió un poco la puerta y vio cómo el capataz se follaba a su hija, vio su gruesa polla encajada en el ano, un ano extremadamente dilatado. Daba la impresión de lo iba a reventar. Cerró enseguida y se alejó por el pasillo, dejando a su hija al amparo de aquella bestia. Sin soltarle la cabeza, se puso a follarle el culo de manera aligerada. Las tetas le danzaban alocadas en cada clavada. Nieves acezaba como una perra malherida ante el roce al entrar y salir, ante el extremo estiramiento de su ano. La sujetaba de los pelos con la mano izquierda mientras que con la derecha le atizaba palmadas a las tetas para que no dejaran de bailar. Contraía el culo sin descanso, con la verga perfectamente acoplada en el ano. Qué gusto follarse aquel culito. A Nieves le corría el sudor por la espalda y ya gemía intensamente, ya con el culo aclimatado al roce y a la dilatación, notando dentro de sus entrañas ciertos ramalazos de placer. No dejaba de golpearle las tetas ni le soltaba los pelos, manteniéndole echada la cabeza hacia él, percibiendo su aliento tras la oreja. Ella no hubiese deseado nunca sentir aquellas sensaciones lascivas, pero tantas vejaciones le habían encallecido la mente y el coño le ardía de placer, como si tuviera fuego dentro. El hijo de perra sabía follarla, le abría el culo metiéndole la polla hasta el fondo. Frenó con la verga encajada. Nieves cerró los ojos notando circular la leche en su interior. Le tenía una teta agarrada con una mano y los pelos con la otra, bufando como un cerdo en su nuca. Se mantuvieron inmóviles un rato, después él se apartó sacándole la polla del culo. Nieves miró hacia atrás y le vio todo el tallo impregnado de porciones. Le vio agacharse y recoger sus bragas para secarse el sudor de la frente y después limpiarse con ellas la verga. Volvió a tirar las bragas al suelo. Ella ya tenía el ano cerrado, sin que brotara ni una gota de leche, como si se hubiera corrido muy adentro. Aquel hombre era la persona que le había desvirgado el coño y el culo. Se guardó la verga y se ajustó los pantalones, satisfecho del polvo que acababa de echarle.

Vístete. Y ya sabes, quiero verte muy guapa.

Y salió de la consulta. Nieves recogió sus bragas manchadas del suelo y las guardó en el bolsillo del uniforme. Después se vistió y volvió a sentarse ante la máquina de escribir. Le dolía el culo, como si tuviera las caderas desencajadas. Al no llevar bragas, notó que le manaba leche del culo. Se levantó y se fijó en que había manchado el cojín de la silla. Le dio la vuelta al cojín y se limpió el ano con un trozo de algodón. Se había convertido en una puta, en la puta de aquellos hombres, era plenamente consciente de ello.

Rosario y su marido se encontraban en el cuarto. Era la una del mediodía. Ella estaba doblando unas prendas, entre ellas, calzoncillos del señorito Adán y de don Rogelio. Moisés, muy alicaído, sólo la observaba, sentado en la silla. Su mujer ya no era tan melosa como antes, estaba perdiendo toda su dulzura, como si las humillaciones hubieran desintegrado sus sentimientos más íntimos. Se oyeron unos pasos acercándose y ambos se pusieron en vilo. Unos segundos más tarde apareció el capataz, ataviado con una camisa desabrochada, exhibiendo su curvada y peluda barriga. Rosario se volvió hacia él y Moisés trató de evitar su mirada. Su sola presencia le daba asco.

¿Qué desea, don Toribio?

El señor esta noche tiene una visita y quiero todo en perfecto estado.

No se preocupe, don Toribio.

Quiero que te pongas guapa.

Moisés continuó con la cabeza gacha, con los celos recorriéndole las entrañas.

Sí, don Toribio.

El capataz miró hacia Moisés.

Tú, payaso -. Moisés levantó la mirada hacia él -. Ves a liarme unos cuantos cigarrillos. Largo.

Cabizbajo, hizo rodar la silla sin mirar hacia ninguno de ellos. Nada más salir, el capataz cerró la puerta quedándose con a solas con su mujer. Pero Moisés no paró, fue hacia el salón para obedecer sus órdenes. En la habitación, Rosario le daba la espalda y trataba de doblar una camiseta cuando sintió que la abrazaba de repente, apretujando su barriga contra la espalda, sintiendo sus brazos poderosos rodeándola, sobándole las tetas por encima del vestido y susurrándole jadeantemente en la oreja. Rosario entrecerró los ojos ante los manoseos.

Cómo me pones, puta -. Le metió las manazas de dedos gordos por dentro del escote apretujándole la carne blanda de los pechos como si fueran esponjas -. Qué bien me la chupaste ayer… Ummm -. Sus manazas salieron del escote y se deslizaron por los costados hasta las piernas, para ascender por los muslos y arrastrar el vestido hacia arriba. Enseguida, le notó el bulto y el relieve de la verga apoyada sobre su culo. Le dejó el vestido enrollado a la altura del ombligo, con una teta por fuera del escote, y le bajó las bragas unos centímetros. Notaba los pelos de su barriga por la espalda. Le acarició el chocho con ambas manos, separándole los labios vaginales. Ella se removió ante los manoseos -. ¿Por qué no me haces una mamadita como tú sabes? Nadie me la chupa como tú.

Quizás por su entrega, ahora se comportaba más amablemente con ella. Rosario se revolvió entre sus brazos y se arrodilló ante él. Se encontraban entre las dos camas. Le bajó la bragueta y le desabrochó los pantalones. Se encargó de bajárselos hasta los tobillos y acto seguido le deslizó los calzoncillos por las piernas, liberando su ancha polla erecta y sus huevos gordos y peludos. Le agarró la verga con la izquierda y se la empezó a mamar como si fuera un biberón, succionando el capullo para irse tragando la babilla que brotaba de la punta. No pudo aguantarse y la manita derecha la bajó hasta el chocho para acariciárselo mientras se la mamaba. A pesar de todo lo cabrón que era, el hijo de perra la ponía cachonda. Toribio sonrió al ver cómo se meneaba el chocho mientra le exprimía el capullo. La teta que llevaba por fuera le rozaba el muslo de la pierna. Apartó la boca y se la sacudió rozándose los labios con la punta. Toribio respiraba fatigosamente por el gusto que le abrasaba todo el cuerpo. Ladeó la cabeza y le lamió los cojones sin dejar de sacudírsela, estrujándolos con la lengua y mordisqueándolos con los labios, tratando de comerse una de las bolas. Le miraba mientras le chupaba los huevos, rozándose el clítoris con las yemas de los dedos. Toribio jadeaba mirando hacia abajo, observando cómo le golpeaba los huevos con la lengua. Pasó de nuevo a la verga, para sacudírsela con el capullo dentro de la boca.

Ummm… Qué bien lo haces, hija puta…

Le dio unos chupetones al capullo y apartó la cara para mirarle sumisamente, sin dejar de sacudirle la verga velozmente. Quería hacerle gozar como nunca.

¿Quiere que le chupe el culo?

¿Quieres chuparme el culo? Jodida, guarra, chúpamelo…

El capataz dio media vuelta hacia el cabecero de la cama y se inclinó ligeramente. Arrodillada, Rosario tuvo ante sí el culo encogido y peludo del capataz. No se lo pensó, le plantó las manos en las nalgas y acercó la boca para lamerle como una perra toda la raja, recorriendo con la punta todo el fondo. No le importaba el olor pestilente ni el mal sabor, le recorría la raja desde los huevos hasta la rabadilla. Apartó la cabeza, resopló, le abrió la raja con los pulgares y trató de follarle el ano con la lengua, moviendo la cabeza para clavarle la punta, aunque al no poder hacerlo, la hacía vibrar a modo de caricia. Metía los labios en el fondo de la raja para tratar de mordisquearle el ano, estampándole besos o pegando la lengua en el orificio. La hediondez le invadía la nariz y la lengua se le resecaba por el mal sabor, pero no paraba de chuparle el culo, como si para ella fuera un majar. Toribio emitía jadeos secos ante el baboseo seco, sacudiéndose la verga, concentrado en el cosquilleo del culo. No quería correrse sin follársela y se soltó la verga, aunque notó cómo le mordisqueaba los huevos entre las piernas, con la frente pegada al culo. Parecía hambrienta de polla.

Quiero follarte, hija puta…

Le dio dos pasadas con la lengua al ano y le estampó un beso en cada nalga hundiendo los labios, impregnándose del sudor que ya le resbalaba de la cintura, después se incorporó cuando él se daba media vuelta, con todo el culo baboseado. Ya tenía las dos tetas por fuera de tanto rozarle los muslos de las piernas y el vestido arrugado en la cintura con si fuera una faja. Sabía que por su gordura no había muchas posturas para follarla y la mejor manera era por detrás. Ella misma dio unos pasos hacia el soporte de la palangana y se curvó bajándose un poco más las bragas, ofreciéndole su culo ancho, con las tetas metidas en el agua de la jofaina, una junto a la otra, rozándose. Toribio se acercó machacándose la verga. Qué culo más grande, mucho más que el de su hijita. Se agarró la verga y se la bajó para poder hurgarle en el coño entre las piernas, hasta poder contraer las nalgas y follarla. Con sus tetazas dentro de la palangana, sumergidas en el agua, Rosario resolló cabeceando, atrapada por un placer inmenso al sentir el chocho tan dilatado, al sentir la punta del pene tan adentro, al sentir los pelillos de su pelvis pegados a las nalgas del culo. Sentía mucho más placer que con el señorito Adán. El hijo de puta, con lo gordo que estaba, tenía una polla muy rica y sabía follar como nadie. Le asestó tres embestidas secas que la obligaron a gemir. Sus tetas chapoteaban en el agua ante las convulsiones. Le acariciaba la espalda y las nalgas con sus manazas. Le asestaba una clavada y se pegaba a su culo sin moverse. Poco a poco, fue tomando un ritmo más aligerado. Los chasquidos de la pelvis contra el culo resonaban al son de los gemidos de Rosario. Ella trató de morderse el labio inferior para no gemir, no quería que su marido la oyera. A veces le miraba por encima del hombro. Le veía caer las hileras de sudor por la barriga, una barriga gorda que se contraía, una barriga que descansaba sobre su cintura. Acaba de mamarle la verga, una verga que se había follado el coño de su hija. Qué bien le follaba el chocho, notaba cómo se corría empapando la verga de flujos vaginales.

¿Te gusta puta? – le preguntó sin parar de azotarle las nalgas con la pelvis y taladrarle el coño.

Ella, sujeta a los bordes del soporte, con las tetas dentro de la palangana, le miró por encima del hombro.

¿Quiere follarme el culo?…

Cuando le extrajo la polla del coño, ya estaba vertiendo leche. Rosario notó algunas salpicaduras dentro, pero también notó que se lo salpicaba por fuera. Apoyó el glande en la boca del ano, aún derramando leche, y se la hundió secamente. Rosario se mordió el canto de la mano para no gemir. La sujetó por las caderas y comenzó a follarle el ano después de haberle dejado todo el chocho salpicado.

Moisés recorría el pasillo con su silla tras liarle tres o cuatro cigarrillos. No oía nada. La puerta permanecía cerrada. Giró el pomo, empujó la puerta y se topó con la enculada. Vio a su mujer curvada sobre el soporte, con las tetazas chapoteando dentro de la palangana mientras el capataz le reventaba el culo. Pudo comprobar la dilatación del ano con la polla acoplada, así como las salpicaduras de leche por el vello del chocho. La enculaba velozmente sujetándola por las caderas. Su mujer le miró, aunque con los ojos vueltos, acezando como una perra. Toribio, que sudaba a borbotones por todos lados, contrayendo el culo sin parar para follarla, ladeó la cabeza hacia él.

¡Cierra la puta puerta, maricona!

Y obedeció. Retrocedió con la silla cerrando la puerta. Toribio, jadeando desesperadamente, aceleró las embestidas hasta que frenó en seco, soltando otra meada de leche dentro del culo de Rosario. Ella cerró los ojos gozando de la corrida, con su chocho tan ardiente, que no pudo resistirse. Cuando le retiró la verga comenzó a mear. Un chorro disperso formó un charco alrededor de los tacones. Toribio no se percató de la meada. Ya se había dado la vuelta y se subía los pantalones. Abrió la puerta y se topó con Moisés. Éste le miró horrorizado. En ese momento, estaba subiéndose la bragueta y abrochándose el cinturón.

- Quítate del puto medio, maricona.

Apartó la silla y le dejó pasar. Aguardó hasta que le vio alejarse y desaparecer en un recodo del pasillo. Después hizo girar la silla hasta detenerla bajo la arco de la puerta. Vio a su mujer de espaldas, curvada hacia delante colocándose las medias. Tenía las bragas bajadas y empapadas y el vestidito enrollado por encima de la cintura, con el culo al aire. Vio el charco alrededor de sus pies. Aún le goteaba pis del chocho. Aún tenía semen repegado alrededor de la rajita. Vio un punto blanco en el ano, señal de que le brotaba leche del interior. Se la había follado bien. Iba a ser incapaz de enfrentarse a ella e hizo rodar la silla marcha atrás para huir de aquel cuarto.

A primera hora de la tarde, Nieves se encontraba en la consulta clasificando unos expedientes para dejárselos ordenados a don Rogelio. Sabía que esa tarde no acudiría por allí porque estaba de caza y al capataz le había visto marcharse al pueblo. Su novio apareció en la consulta.

- ¿Qué haces aquí, Mauro? – le preguntó levantándose -. Si te ve, te va a matar.

Dio unos pasos hacia ella y le acarició la cara.

Te quiero, cariño. Vámonos de aquí, empecemos una vida juntos en otro lado…

No puedo, amor, no puedo dejar a mis padres en esta situación.

Esta gente os está haciendo mucho daño y no merece la pena. Yo puedo hacerte feliz lejos de aquí, yo puedo…

Adán interrumpió la conversación. Apareció con su batín rojo de seda, exhibiendo sus piernas robustas y parte de sus pectorales, con las manos en los bolsillos laterales de la prenda. Ambos se volvieron hacia él diligentemente y Mauro se quitó la gorra en señal de respeto.

Buenos tardes, señorito Adán – le saludó nervioso.

Buenas tardes, señorito Adán – añadió ella.

Les echó un vistazo sin moverse de la puerta, sobre todo a ella.

¿Y mi padre?

Está de caza con unos amigos, señorito.

¿Y qué coño hacéis en la consulta?

Iba a decirle una cosa a mi novia, señorito, estamos fuera esperando a don Toribio.

Chica, acompáñame.

Servicialmente, Nieves pasó delante del señorito y ambos se encaminaron por el largo pasillo. Adán, a unos pasos de ella, sin sacarse las manos de los bolsillos, iba deleitándose con el contoneo de su culito. Mauro, dándole vueltas a la gorra, vapuleado por los celos, se asomó para comprobar donde se dirigían. Vio que su novia se adentraba de una de las alcobas para invitados. Adán, antes de seguirla y meterse dentro, volvió la cabeza hacia Mauro. Se miraron a los ojos. Los ojos del señorito despedían esa superioridad, como si le estuviera diciendo que su novia era para él. Tras la intensidad de la mirada, Adán se metió dentro y Mauro oyó cómo echaba la cadena, encerrándose con su novia a solas. Abatido, dio unos pasitos. Los celos se habían transformado en espasmos por todo el cuerpo y palpitaciones en las sienes.

En la alcoba, Nieves aguardó en el centro de la habitación. Era una habitación amplia y muy iluminada por un gran ventanal, con una cama ancha en el centro y dos mesillas a los lados, un tocador y varias butacas, con el suelo alfombrado. Adán se sentó en una butaca.

Lávame los pies -. Ella se quedó perpleja ante la orden -. ¿Te lo tengo que repetir?

Se giró hacia el soporte de la jofaina y tuvo que inclinarse para coger la jarra de agua caliente. Al hacerlo, se le subió el vestidito y la dejó con medio culo a la vista, porque no llevaba bragas. Adán pudo ver parte de la raja de su culo y toda la almeja peluda entre sus piernas. La verga se le puso tiesa bajo la seda. Nieves se acercó hacia la butaca y se arrodilló ante él. Adán metió los pies en el agua y ella comenzó a frotárselos con sus manitas. A veces le miraba. Pudo apreciar sus huevos asomando entre los faldones del batín. Tras enjabonarle y enjuagarle los pies mediante suaves masajes, se los sacó de la jofaina y se los secó con una toalla. Luego cogió el recipiente lleno de agua y se levantó para colocarlo en el soporte. Le daba la espalda y le oyó acercarse. Le pasó la mano por la espalda y ella cerró los ojos despidiendo un bufido silencioso.

Me he fijado en que no llevas bragas. Casi te veo el culo.

Ella volvió la cara tratando de mostrar una sonrisa, una sonrisa que le tembló en los labios.

Tenía todas sucias, señorito – y de nuevo giró la cabeza para terminar de doblar la toalla.

¿Me dejas que te vea el culo?

Señorito, por favor…

Le levantó el vestido por detrás para asomarse y la dejó con su culito redondito al aire. Ella no hizo nada. Se lo acarició con la palma, muy suavemente, pasándole la mano por ambas nalgas, hasta que con el dedo pulgar le abrió una parte de la raja y pudo apreciar su ano blandito y fresco. Ella sujetaba la toalla, inmóvil, de cara a la pared, dejándose manosear el culo. Le pasó la yema del dedo índice por encima del orificio.

Me gusta tu culito. Me pone cachondo.

Nieves soltó la toalla. Notaba ambas manos deslizándose por sus nalgas.

Déjeme, señorito, me tengo que marchar… -. Trató de volverse y de tirarse del vestido hacia abajo para taparse, pero ahora le magreaba el culo a pellizcos.

Ummm… Qué culo tienes, cabrona… - le metió la mano entre las piernas y le manoseó el chocho.

Suélteme, señorito, por favor…

Al intentar volverse de nuevo, la empujó contra la pared y le colocó el antebrazo en la nuca inmovilizándola, con la mejilla aplastada, a igual que sus tetas. Adán se desató el nudo del batín y se agarró la polla en horizontal insertando el capullo en mitad de la raja.

¡Suélteme! -. Le apretó más la cabeza con el antebrazo. Tenía ambas palmas pegadas a la pared -. ¡No! ¡No! Ohhhh… -. Le pinchó el ano con el capullo y a medida que se la metía, iba pegándose a ella, hasta que notó sus piernas peludas pegadas a las suyas y su pelvis aplastándole las nalgas -. Ahhh… Ahhh…

Comenzó a follarle el culo muy deprisa con la verga en horizontal. Echaba el culo hacia atrás y lo contraía inyectándola hasta el fondo. Nieves gemía con los ojos desorbitados y él le jadeaba en el cabello.

¿Te gusta, puta?

Moisés corrió hacia la puerta de la alcoba y empujó la puerta, pero la cadena le impidió abrirla. Pegó la cara a la ranura y les vio en el fondo, de pie, contra la pared. Vio el culo de Adán meneándose severamente sobre el culito de su esposa, sin una sola pausa, destrozándole el ano. Nieves acezaba como una perra, con los ojos vueltos, mientras él escupía sus gemidos contra los cabellos de ella.

¡No! ¡Suéltala, cabrón! ¡Nieves! ¡Nieeeeeves!

Era increíble cómo le golpeteaba las nalgas con la pelvis al penetrarla. Ya le había retirado el antebrazo de la nuca y ahora la agarraba por los hombros. Ella se había inclinado ligeramente para empinar el culo y que la polla le punzara el ano con más diligencia. Mauro retrocedió con las manos en la cabeza, sin ser capaz de detener aquella violación, gritando e insultando al señorito. El veloz roce de la verga abriéndole el culo y sentirla encajonada en su interior le humedecieron el coño. Quería tocarse, aplacar el ardor, pero le dio vergüenza. Tras encularla bien, le sacó la polla de repente y se la comenzó a sacudir.

Arrodíllate, arrodíllate… - apremió nervioso.

Nieves se giró y se arrodilló ante él, con la cara muy cerca de la verga. Le puso una mano bajo la barbilla mientras se la machacaba velozmente con la otra. Nieves abrió la boca sin sacar la lengua, aguardando la eyaculación. Él agitaba la cabeza sin parar de meneársela. Tardó un poco, pero la polla se puso a escupir leche espesa dentro de la boca, escupitajos gruesos que se la llenaron hasta sumergirle bajo el semen los dientes inferiores. Ella le miraba con la mano bajo la barbilla, recibiendo el fluido blanquecino. Cuando terminó de eyacular y le retiró la mano de la cara, ella cerró los labios e hizo un buche con la leche dentro. Se la tragó toda de una sola vez, y enseguida abrió la boca para exhalar. Adán ya estaba abrochándose el batín y ocultando su verga cuando ella se levantó bajándose el vestido y alisándose el cabello. Era la segunda vez que le follaban el culito ese día.

Al salir al pasillo, Mauro estaba plantado junto a la puerta, con la rabia contenida en los ojos. Adán le miró y al instante recibió un puñetazo en la cara que le partió el labio. El señorito perdió el equilibrio y cayó al suelo sangrando por la boca. La verga le asomó erecta entre las faldas del batín. Nieves apareció de la habitación acuclillándose ante él para auxiliarle.

Señorito, está usted bien -. Miró hacia su novio -. ¿Qué has hecho, Mauro?

Déjale – le dijo Adán -. Este perro está despedido. Lárgate de mis tierras y que no vuelva a verte por aquí o haré que te encierren.

Nieves le ayudó a levantarse. Mauro, muerto de celos, contemplaba como su novia se ponía de parte de aquel cabronazo que la había violado.

Pase dentro, señorito Adán, deje que le cure.

Ambos entraron dentro. Su novia le lanzó una mirada desafiante antes de cerrar la puerta y echar la cadena. Mauro tenía las piernas paralizadas, con el alma rota y con los celos provocándole las lágrimas. Un minuto más tarde su novia se puso a gemir de nuevo. Volvían a follar. Le importaba un rábano su dolor. Dio media vuelta y cabizbajo, se dirigió hacia la salida. Más tarde fue detenido por los guardias, acusado de agresión. El señorito Adán había dado parte y Nieves le había apoyado. Tras los barrotes de la celda, ahogado en un mar de penurias, el joven Mauro sintió en lo más profundo de su alma cómo se disolvía para siempre el amor.

Refugiado en el silencio del cuarto y en su atmósfera trágica, Moisés reflexionaba con una mirada pesarosa. Había pensado en el suicidio, pero era tan cobarde que sabía que no tendría valor para hacerlo. Sus ojos mustios inspiraban su tragedia. Apareció su esposa con una toalla liada en el tórax, a modo de vestido, y con el pelo remojado. Se había dado un baño. Pronto tendría que empezar a prepararse y ponerse guapa para la visita del señor. La habían convertido en una prostituta. Se oyeron pasos. Moisés permanecía en la silla, entre las dos camas, y ella al otro lado, de pie, cepillándose la media melena. Eran los acreedores. Andrades venía acompañado de un matón que imponía, calvo y con barba, grueso, con una barriga dura y redonda y culo muy gordo. La bombardearon con los ojos.

¿Qué queréis? Dijimos que cuando mi mujer cobrase. Dejarnos en paz o avisaré…

Andrades le atizó una hostia con el dorso de la mano para callarle y el calvo un guantazo tras la cabeza que le hizo tambalearse en la silla. Andrades rodeó la cama hacia ella y se detuvo a su altura. Moisés trataba de taponarse el sangrado de la encía, le habían roto un diente.

No podemos daros nada – le dijo ella casi en tono desafiante.

Andrades le acarició con la yema de los dedos todo el brazo, desde el hombro hasta la muñeca.

Seguro que una puta como tú sabe cómo convencernos.

¡Déjala en paz! – lloriqueó Moisés, que se ganó otra hostia del calvo.

No tenemos nada – repitió Rosario.

¿No tenéis nada? -. Andrades le tiró bruscamente de la toalla y esta cayó a los pies de Rosario. Se quedó completamente desnuda ante aquellos hombres. Sus gigantescos pechos de pezones erguidos se menearon levemente como una masa de gelatina. Vieron su chocho peludo con forma triangular -. ¿Seguro que no tienes nada que ofrecernos?

Por favor… - imploró Moisés con los ojos encharcados -. Os pagaremos, os lo juro, pero dejadla, os lo ruego…

Cierra el pico de ese maricón – ordenó Andrades.

El tipo calvo se sacó un pañuelo del bolsillo y lo amordazó. Moisés gruñía con la impotencia reflejada en sus ojos.

¿No piensas pagarme un adelanto? – le preguntó a Rosario alzando la mano y acariciando con la palma la curvatura de una de sus tetas -. Estás muy buena. Seguro que sabes dejarnos tranquilos.

La reacción de Rosario fue escupirle en la cara. El escupitajo le cayó bajo la nariz. Andrades la miró a los ojos, sacó la lengua y atrapó la saliva relamiéndose el labio.

Jodida, zorra.

La sujetó por la nuca y el brazo y la tiró boca abajo en la cama. Ella no hizo nada por levantarse y aguardó con la cabeza erguida mientras Andrades se desabrochaba los pantalones. Las nalgas de su culo vibraban por el brusco movimiento, tendiéndose a irse a un lado. Tenía a su marido a escasos centímetros y le miró a los ojos cuando Andrades, con el pantalón abierto y la verga por fuera, se le echó encima pegándose a su culo y embutiendo la polla en el coño. Con los brazos estirados y el tórax elevado de la espalda de Rosario, se puso a follarla echando el culo muy hacia atrás para embestirla con potencia y secamente. Pronto Rosario comenzó a exhalar, a expulsar los jadeos hacia su marido, con los ojos entrecerrados, como concentrada en los pinchazos que recibía en su coño. Le daba tan fuerte que le enrojecía las nalgas con la huesuda pelvis. Ella extendió los brazos, arrugando las sábanas con ambas manos. Sus tetazas sobresalían por los costados. Sus nalgas temblaban en cada clavada. La cama rechinaba. El calvo se había sacado su polla gorda y se la machacaba ante el polvo que echaba su amigo. Rosario ya gemía como una perra, notando muy adentro la verga de Andrades, derramando fluidos vaginales ante el roce y la presión. La cabeza le salía por el borde de la cama, casi rozando las piernas de su marido. Gemía con la lengua fuera, como acezando como una perra. Andrades se dejó caer sobre ella, pegando el tórax a su espalda, baboseándola por el cuello y elevando el culo tan arriba que al hundirla en el chocho el chasquido resonaba en todo el cuarto. Aligeró meneándose encima de ella, rugió como un cerdo y se quedó inmóvil. Rosario cerró los ojos al notar como la leche circulaba y se expandía dentro de su coño. Las babas le caían de la boca de tanto gemir. Andrades se levantó de encima del cuerpo de Rosario con la polla erecta y embadurnada de semen por todos lados. Rosario continuaba tumbada boca abajo, sin moverse, resollando por el esfuerzo. Andrades le hizo una señal a su colega.

¿No quieres follarte esta guarra? -. Le preguntó guardándose la verga -. Está muy rica.

Meneándose la verga, rodeó la cama. Estaba demasiado gordo como para echarse encima de ella. La cogió por las caderas y le elevó a pulso todo el cuerpo, colocándola a cuatro patas. Ahora el rostro de Rosario y el de su marido estaban enfrentados, a la misma altura, como quedaba a la misma altura el gran culo de ella con la cintura del calvo. Tenía el chocho abierto y lubricado de semen, así es que fue fácil que la polla gorda resbalara hacia el interior para comenzar a follarla. Las tetas le colgaban hacia abajo, danzando como locas, con los pezones rozando las sábanas. Enseguida Rosario pasó de resoplar a gemir de manera frenética. Andrades agarró de los pelos a Moisés y le tiró de la cabeza hacia atrás.

¿Has visto cómo me cobro mis deudas, jodido cerdo? Mira cómo se folla a tu mujer…

El calvo le abría y le cerraba el culo acariciándole las nalgas, sin parar la follada, hasta que soltó un rugido y frenó en seco con la verga dentro. A Rosario se le volvieron los ojos al sentir la meada de leche, con el chocho empapado de flujos vaginales. El calvo le sacó la verga y se la guardó enseguida.

Vámonos de aquí. Estás advertido, imbécil.

Y abandonaron la alcoba. Fue cuando Rosario retrocedió hasta bajar de la cama. Moisés aún continuaba sangrando, con la mordaza puesta, llorando como un crío. Al erguirse, vio el vello del chocho salpicado de pegotes de semen y cómo un incesante goteo le caía entre las piernas, formando un charquito blanco y viscoso entre sus pies. Se lió la toalla y se alisó la melena con ambas manos para hacerse una coleta. Después se acercó hasta él y le quitó la mordaza. Moisés estaba medio asfixiado y se curvó sobre sus piernas para llorar y menospreciarse. Rosario apenas le hizo caso y abrió el armario para rebuscar entre los vestidos. Tenía una fiesta con el señor.

Nieves pasó a recoger a su madre sobre las nueve. Ambas estaban preciosas, ataviadas con unos elegantes vestidos estampados que don Rogelio les había regalado. Se retocaron juntas y se maquillaron la una a la otra. Después le estamparon un beso en la cabeza y salieron juntas dejándole ahogado en sus penas. Los celos resultaban mortificantes. Había transcurrido una hora, cuando el capataz abrió la puerta y apareció acompañado de dos enfermeros. Desde el salón provenía música y risas, un ligero charloteo donde pudo apreciar las voces de su hija y su mujer. Levantó la cabeza hacia el amo y Toribio miró a los dos mozos.

Ése es. Mañana os mandaré su equipaje.

¿Qué? – se acojonó Moisés -. ¿Qué sucede? ¿Y mi mujer?

Toribio dio unos pasos hacia él y le estrujó las mejillas con su manaza.

Escúchame, maricón. Tu mujer cree conveniente que te ingresemos en una residencia, a cuenta del señor don Rogelio. Ya no puede ocuparse de un maricón como tú. Nosotros sabremos cuidarla -. Le soltó, se irguió y le hizo un gesto a los mozos para que se lo llevaran.

Jamás volvió a verlas. Le ingresaron en un hospital de por vida, cuyos gastos corrían a cuenta del señor don Rogelio. Allí, con el paso del tiempo, se enteró de muchas cosas. Ambas se quedaron preñadas varias veces y tuvieron varios hijos. La gente del pueblo sabía que eran las putas de don Rogelio, pero ellas no volvieron a pasar hambre y con el tiempo heredaron una fortuna. Moisés se pudriría en la habitación triste de aquel hospital y el joven Mauro jamás conoció la felicidad. Los celos perdurarían en la mente de ambos de por vida, en cada momento, cada día, en cada rincón de sus entrañas. Fin. Carmelo Negro.

joulnegro@hotmail.com

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