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Humilladas y dominadas 2

en Dominación

Humilladas y dominadas 2

(Rosario y su marido viven felizmente de la huerta con su hija Nieves, una linda chiquilla con ilusiones de casarse pronto con Mauro, su novio. Pero un incendio trunca el futuro de todos ellos. Un rico señorito de la zona les ofrece trabajo como criadas. Rosario y su hija serán vilmente sodomizadas por los hombres de la casa, serán humilladas y dominadas hasta convertirlas en putas)

Rosario madrugó para prepararle el desayuno al capataz y arreglarle la habitación. Evitó todo lo posible mirarle a la cara, aunque era consciente de que ella sí era presa de sus sucios ojos. Por suerte, se marchó temprano, a igual que el señor don Rogelio, al que sirvió en la mesa del salón más temprano de lo habitual porque ese día tenía varios pacientes que atender. Despertó a su hija para advertirla de que don Rogelio ya iba camino de la consulta y de que era mejor que no llegara tarde. Se atavió con su uniforme blanco y salió disparada hacia el trabajo. El doctor le encomendó la tarea de pasar varios informes a máquina mientras él se encargaba de atender la lista de pacientes, casi todos hijos o parientes de importantes ricachones de la zona. Al estar sentada constantemente tras la mesa escribiendo en una máquina de escribir, evitó la vergüenza que todo aquel desfile de desconocidos se fijara en cómo iba de cintura para abajo.

Rosario tardó una hora en preparar toda la planta de arriba, incluida la habitación de don Rogelio. Al parecer, el hijo aún dormía y no quiso darle a la puerta. Bajó a la cocina, preparó una taza de café y unos bollos y se lo llevó a su marido. Moisés se encontraba sentado en la cama, con la espalda reclinada sobre el cabecero. Le colocó la bandeja encima de las piernas y se sentó a su lado.

¿Cómo estás? -. Le preguntó ella -. Tienes que comértelo todo. Venga, Moisés, no te preocupes. Todo irá bien.

Esos tipos volverán pronto – dijo con la voz temblorosa, aún con los gemidos de su hija retumbándole dentro de la cabeza.

Podría pedir yo un anticipo a don Rogelio.

La puerta se abrió de repente, con la misma mala educación que hacían todos. Era Adán, ataviado con un batín rojo de seda, a medio abrochar, un batín muy corto que le no le llegaba ni a las rodillas. Rosario se levantó repentinamente volviéndose hacia él y Moisés soltó la taza mirándole casi de manera desafiante, como si fuera a enfrentarse a él.

Buenos días, señorito Adán – le saludó Rosario.

¿Tengo que pedirte todos los días que me vayas a arreglar la puta habitación? Venga, hostias…

Rosario pasó obediente delante del joven sin mirar hacia su marido. Adán le lanzó a Moisés una mirada de asco y después cerró con un portazo, dejándole sumido en sus penurias, ahogado en su rabia y en sus celos. La siguió deleitándose con el contoneo de aquel culo tan ancho hasta que entraron en su habitación. Adán cerró la puerta tras de sí. Ella se puso a hacer la cama, curvada sobre el colchón, con la base del vestido ligeramente subida, con las ligas a la vista y una parte de sus bragas, unas bragas negras remetidas por el culo, donde el joven pudo apreciar los pelillos del chocho escapando por los lados. La polla se le fue poniendo tiesa bajo el batín. No llevaba calzoncillos y la erección se notaba en la seda. Cuando preparó la cama por el otro lado, Adán se fijó en sus tetas apretujadas y en el hondo canalillo que las separaba. Deambulaba por la habitación sin apartar la mirada de ella. Qué buena estaba, tan madurita. Rosario sentía el rubor en las mejillas, exhibiéndose ante un joven que podía ser su hijo y que no dejaba de mirarla con deseo.

¿Te he dicho que eres una mujer muy guapa?

El acaloro de las mejillas se intensificó. Terminó de alisar las sábanas y dio unos pasos hacia el cesto de la ropa para doblar las camisas.

Gracias, señorito Adán.

Debes de sentirte muy necesitada, ¿no?

Estoy bien, señorito Adán.

Tu marido no cumple contigo desde hace tiempo, ¿no es así?

Las preguntas resultaban muy comprometidas y la voz comenzó a temblarle en las respuestas. Le dio la espalda doblando las camisas sobre la cama, erguida, evitando mirarle, oyéndole deambular por detrás.

Está enfermo, señorito Adán.

¿Desde cuándo no te folla?

Cerró los ojos, inmóvil por un instante, como si precisara de un suspiro silencioso. Tragó saliva nerviosamente reanudando la tarea.

No me acuerdo, señorito, hace tiempo que cayó enfermo, cuando se nos incendió la huerta.

¿Y no tienes ganas de follar?

Esta vez volvió la cabeza y desplegó una sonrisa amarga y temblorosa, sufriendo una palpitación en las sienes. Le tenía al lado, a escasos centímetros. El acoso estaba resultado muy brutal y ya no sabía que aptitud adoptar ante aquel joven.

Cómo es usted, señorito. Yo me debo a mi marido – y volvió de nuevo la cabeza tratando de aparentar cierta naturalidad, como si no quisiera enojarle.

Le notó muy cerca, casi podía percibir sus exhalaciones. Continuó alisando la camisa, cada vez más nerviosa. Con qué soltura aquel joven le faltaba el respeto a una mujer que podía ser su madre, pensó, y encima casada, pero era el señorito de la casa y se permitía esas licencias.

Me excita mirarte – le susurró tras la oreja en tono jadeante.

Ay, señorito, no sea usted así – replicó sumergida en esa simulada naturalidad, sin ser capaz de quitárselo de encima.

Deja que te vea el culo…

Le subió el vestidito hasta la cintura de un solo golpe, dejándola en bragas, las bragas negras con las tiras laterales hundidas en las carnes y con la parte trasera casi metida por la raja.

Ay, señorito, ¿qué hace usted? -. Trató de bajárselo, pero él le tiró tan fuerte hacia arriba que se lo dejó arrugado bajo las ingles, con todas las tetas al aire, unas tetas redondas y grandiosas que sufriendo bruscos vaivenes -. Señorito, por favor…

Sólo quiero verte el culo…

Señorito…

Adán se arrodilló ante ella dándole un par de tirones a las bragas, hasta enrollarlas bajo las ligas de encaje. Rosario miró hacia abajo por encima del hombro. Le abrió el culo rudamente con ambas manos y como un poseso hundió la cara para lamerle el ano atizándole pasadas con la lengua. Rosario no sabía que hacer, se mantenía erguida, con las manos en la mesa, mientras aquel joven le lamía el ano con la cara incrustada en la raja del culo. Percibía el constante paso de la lengua y el roce de su nariz por la rabadilla. Se lo estaba dejando baboseado. Apartó la cara para mirarlo, dejándoselo abierto, fijándose en el ano cubierto de saliva y en los pelos del coño que adornaban la entrepierna.

¡Qué buena estás cabrona! – exclamó atizándole una palmada en la nalga -. ¡Qué culo tienes!

Señorito, por favor, esto no está bien…

Adán se incorporó desabrochándose el batín y agarrándose la verga, una verga de tamaño normal con un capullo adiposo. Se pegó a ella, resoplándole en la melena. Rebuscó con la punta por los bajos del culo, rozándole la rajita cubierta de vello.

Deja que te folle… - jadeó.

No, señorito, por favor, no…

Sólo quiero relajarme contigo un poco… - dijo flexionando las piernas para tratar de clavársela, aunque le costaba porque ella no paraba de removerse entre sus brazos.

No, apártese… - protestó queriendo darse la vuelta.

¡Cállate, coño!

Contrajo el culo y le hundió la verga pegando la pelvis a sus nalgas blandas y el tórax a su espalda, rodeándola con los brazos para sobarle las tetas, jadeándole tras la oreja. Rosario cerró los ojos suspirando al sentirle dentro, con las palmas de las manos encima de la camisa que doblaba. Notaba la verga encajada muy adentro. El joven comenzó a menearse sobre su culo, sin apenas extraer la polla, despidiendo su aliento jadeante sobre el cuello, deformándole las tetas con los achuchones.

¡Qué gusto follarte! – le susurraba meneándole diligentemente para ahondar con la verga.

Rosario comenzó a resollar mirando al frente, como concentrada en el bombeo que sufría su chocho. No paraba de zarandearle las tetas y resoplarle por la melena. Ella llevaba mucho tiempo sin hacer el amor con su marido. El constante roce de la verga al entrar y salir de su chocho le proporcionaba cierto gustillo y notaba que derramaba flujos. No quería sentir placer, pero la sensación resultaba abrumadora. Se mantenía inmóvil, dejándose follar y manosear por aquel joven.

¿Te han follado el culo alguna vez? – le preguntó removiéndose sobre ella con más lentitud. Rosario sólo agitó la cabeza de forma negativa. Ella nunca había hecho nada de todo aquello, con Moisés todo había sido romántico y tradicional, de hecho llegó virgen al matrimonio -. ¿Quieres probarlo?

Pero Rosario sólo cerró los ojos para emitir un débil gemido de gusto. Adán se apartó y la sujetó por las caderas.

Ven, túmbate encima de la mesa, quiero darte por el culo…

La ayudó a subirse encima de la mesa donde doblaba las camisas. Rosario se recostó de lado, en posición fetal, con su teta izquierda aplastada contra la superficie y con la cabeza elevada hacia él. Adán le colocó el ancho culo cerca del borde, para tener fácil acceso. Rosario extendió el brazo derecho y se abrió una parte del culo tirándose de la nalga, dejando su ano expuesto, un ano blanquecino y arrugado salpicado de diminutos pelillos procedentes del chocho. Adán guió la polla hasta el ano y manteniéndola en horizontal comenzó a hundirle el capullo trabajosamente.

Tienes el culo seco, cabrona.

Con el tórax algo elevado, Rosario frunció el entrecejo y apretó los dientes ante el doloroso estiramiento de sus esfínteres. Trató de abrirse más el culo con la mano. El le tenía una mano en el muslo y otra detrás en la cintura para que no se moviera. Poco a poco la polla fue avanzando. Unas muecas de dolor se apoderaron de la expresión de Rosario. Se la encajó entera, hasta que los huevos chocaron con la raja del culo. Y empezó a moverse para follarla, cada vez más deprisa, jadeando del gusto. Rosario, recostada, le miraba a los ojos, despidiendo algún gemido de dolor, sobre todo cuando se la clavaba. La mesa rechinaba por los empujes. Adán echaba el culo hacia atrás y lo contraía al máximo para sumergirla entera en aquel ano jugoso. Aceleró emitiendo jadeos secos. Rosario le acompañaba mediante gemidos más ahogados, con la mezcla de dolor y placer navegando por sus entrañas. Adán fue disminuyendo la intensidad de las embestidas hasta que Rosario percibió cómo le llenaba el culo de leche, sintió un extenso derramamiento dentro de su ano, como un líquido circulándole en el interior. Fatigado, se mantuvo con la polla dentro y en reposo unos segundos, hasta que comenzó a retirarla poco a poco. Nada más sacarla, brotó leche del ano, una leche bastante líquida que discurrió hacia el chocho y goteó encima de la mesa. Rosario aún se abría el culo con la mano, dolorida por la tremenda dilatación. Adán se limpió el capullo con las bragas que tenía enganchada en los muslos y se abrochó la bata.

Anda, vístete, tengo que prepararme.

Sí, señorito.

Ruborizada, se apeó de la mesa y se subió las bragas a toda prisa. Aún le vertía leche del ano y notó que manchaba las bragas. Se bajó el vestido colocándose el escote y la cofia del pelo.

¿Le terminó de colocar las camisas, señorito?

Lárgate.

Sí, señorito.

Y con la cabeza gacha, salió de la habitación. Ya en el pasillo, tuvo que palparse el culo para apaciguar el agudo dolor. Le había hecho daño. Se metió la mano por dentro de las bragas y se lo palpó con la yema del dedo índice. Al mirarse el dedo, vio un diminuto refregón de sangre. Un joven que podía ser su hijo la acababa de encular y por miedo a represalias no se había opuesto, es más, se había comportado como si fuese una prostituta. Era mejor no contarle nada a Moisés y dejarlo todo como un desahogo del señorito Adán. Se sentía como la puta de aquellos hombres. Había que ser fuerte y seguir.

Nieves no había visto a Mauro esa mañana. Aguardaba en la consulta con su vestidito blanco de enfermera. Esa mañana se había remojado el pelo y lo llevaba muy peinado hacia atrás, con la raya al lado. Imaginó lo que su novio estaría sufriendo. La vida les estaba tratando míseramente, vivían una mala época y no quería pasar hambre, no quería ver sufrir a sus padres, demasiadas calamidades habían pasado ya. Tenía un buen sueldo con el que dibujar un futuro lindo. Estaba colocando en las estanterías material sanitario cuando el señor irrumpió en el despacho.

Buenos días.

Buenos días, don Rogelio – le saludó volviéndose hacia él con una temblorosa sonrisa en la boca.

Le vio revolver unos papeles de la mesa. Volvió a girarse hacia los estantes colocando cuidadosamente los utensilios. De pronto, sintió que la abrazaba por detrás y la besuqueaba por el cuello, aplastando el bulto contra su culito.

Qué guapa estás esta mañana – le jadeó pasándole las manos por la curvatura de los pechos, por encima del vestido -. Con sólo mirarte, haces que te deseé más que a ninguna otra cosa. Ummm… -. Le tiró del vestidito hacia arriba hasta que asomaron sus braguitas blancas. Le palpó el coño con ambas manos por encima de la muselina, lamiéndole el cuello con la lengua fuera -. Me gusta tocarte, putita -. Le tiró fuertemente de las bragas hacia arriba y se las metió por la rajita del coño. Nieves suspiró encogiéndose. Comenzó a masturbarla con sus propias bragas, apretujándole el clítoris con la tela. Ella se meneaba irremediablemente percibiendo los contornos del pene en su culo -. Cuánto te deseo. Ahhh… Vas a chuparme el culo, ¿verdad, putita? No sabes lo que me gusta que me chupen el culo. Me lo vas a chupar, ¿verdad? -. Nieves tenía los ojos entrecerrados, concentrada en la presión que estaba recibiendo su coño, cuando recibió una palmadita en la cara -. ¿Verdad, putita?

Sí.

Le atizó otra palmada.

Sí, don Rogelio, vamos, putita.

Sí, don Rogelio.

Ven conmigo, vamos, chúpame el culo.

La agarró de la muñeca y tiró de ella hacia la camilla. Tenía el vestidito arrugado en la cintura y las bragas metidas por el coño a modo de tanga. El señorito se bajó los pantalones y el calzoncillo hasta sacarse las prendas por los tobillos, quedándose sólo con la bata y la camisa. Nieves aguardaba de pie. Vio su salchicha erecta y sus huevos flácidos y arrugados, también su culo blanco de nalgas huesudas. Se subió encima de la camilla y se colocó a cuatro patas, con las rodillas cerca del borde y los pies por fuera. Se apartó la bata a un lado para destapar su trasero. La miró por encima del hombro.

Venga, putita, chúpamelo…

Nieves dio un paso hasta meterse entre sus pies. Tenía el culo del viejo a la altura de sus pechos, con una raja cubierta de un vello canoso y denso. Los huevitos le colgaban entre las raquíticas piernas. Se inclinó un poco acercando la cabeza, siendo invadida por el pestilente hedor que desprendía. Pero plantó las manitas en sus nalgas, sacó la lengua y comenzó a lamerle a lo largo de toda la raja, hasta llegar a la rabadilla, percibiendo el cosquilleo de los pelillos canosos, recorriendo la raja con la punta tímidamente. Le estaba lamiendo el culo a un viejo. Le lamía la raja lentamente muy lentamente.

Chupa bien, coño…

Le abrió el culo y se fijó en su ano pequeño y arrugado, recubierto de vello, de un tono muy rojizo. Acercó la boca y le acarició el ano con la punta de la lengua, recreándose, mojándolo con goterones de saliva, con la nariz rozando la zona de la rabadilla. Quería hacerlo bien, tenerle contento. Sin parar de chuparle el culo, con la mano derecha le acarició los huevos hasta ir bajando y agarrarle la pollita. Se la comenzó a ordeñar tirando de ella hacia abajo. El señorito comenzó a rugir de placer. Ella se esmeraba en lamerle el ano con toda la lengua fuera al mismo tiempo que le ordeñaba la polla. Le lamía el culo con los ojos entrecerrados, sin recoger la lengua ni un momento, dejándolo anegado de saliva, con los pelillos canosos pegados sobre la piel. Don Rogelio comenzó a cabecear acezando como un perro. Ella le tiró más fuerte de la verga sin dejar de babosearle el culo.

Ahhh… Ahhh… Me voy a correr…

Con la mano que tenía libre, cogió un cuenco de aluminio y lo colocó debajo de la polla. Ahora le estampaba besitos en el ano, uno tras otros, ordeñándole la polla velozmente. Le besaba el ano como si estuviera besando a alguien con pasión. Cuando notó que la polla palpitaba, apartó la cara atizándole tirones secos. De la polla comenzó a gotear leche, pequeñas gotitas que caían en el cuenco. Ella aminoró las sacudidas, exprimiéndola, dejándola hacia abajo. Continuaban cayendo gotas de leche, muy lentamente, como si fuera un grifo sin cerrar del todo.

¿Ya ha terminado, don Rogelio?

Ufff… Sí… Me estoy meando… No puedo aguantarme…

Puede mear aquí, don Rogelio.

Le mantuvo la polla apuntando hacia abajo hasta que salió el chorro de pis. Con su manita entre las piernas, se la sujetaba mientras el cuenco iba llenándose. Tenía el rostro rozando el culo del viejo para mantener la verga en vertical hacia abajo. El chorro se cortó cuando el cuenco estaba a punto de llenarse del caldo verdoso. Las gotas de semen flotaban en la superficie. Se la sacudió y le pasó un paño por el capullo para secarlo, luego se la soltó despacio. El viejo se apeó de la camilla y se agachó para recoger sus pantalones y el calzoncillo. Mientras él se vestía, ella se colocaba las bragas y se bajaba el vestido. Al terminar, el viejo sacó su cartera, extrajo un manojo de billetes y se los entregó.

Toma, una propina por buena chica.

Gracias, don Rogelio – le agradeció recogiendo el dinero como si de una puta se tratase.

Mañana tendremos visita. Quiero que seas amable. ¿De acuerdo?

Sí, don Rogelio.

Ahora recoge todo esto. Hay cosas que hacer.

Sujetó el cuenco con ambas manos y salió del despacho en dirección al lavabo. Lo vertió en la taza y lo enjuagó bajo el grifo. No quiso mirarse al espejo cuando regresó a la consulta, no le apetecía ser víctima del remordimiento. Era su putita para sus desahogos. No pudo beber agua en toda la jornada y tuvo el sabor del culo metido en la lengua durante todo el tiempo.

Era media tarde y hacía un calor horrible. Rosario se encontraba en el salón limpiando el polvo de los muebles y su marido se encontraba junto a la ventana para que le diera el aire. En su cuarto no había quien parara. No dejaba de mirarla vestida de aquella manera ante aquellos hombres. Cuando se inclinaba y se le subía la base del vestido, le veía las bragas y los pelillos del chocho. Se moría de impotencia, no soportaba que la miraran. Los celos le avasallaban. Bebió un sorbo de la taza de café que le había preparado cuando el capataz apareció en el salón, con la camisa abierta y la barriga a la vista, sudando como un cerdo. Rosario cesó de limpiar y se volvió hacia él. Moisés soltó enseguida la taza, atemorizado por su presencia.

Buenas tardes, don Toribio – le saludó ella.

Pero el capataz se dirigió a su marido dando unos pasos hacia él.

¿Qué? ¿Tomando el sol?

En mi habitación hace mucho calor, don Toribio – se excusó.

Venga a la cocina a limpiar las putas escopetas de don Rogelio.

Sí, don Toribio.

Rosario contempló cómo su marido hacía rodar la silla hacia la cocina, cabizbajo por el trato degradante que recibía de aquel cabronazo. Aguardó de pie junto al mueble. Toribio se quitó la camisa. Las gruesas hileras de sudor le corrían por la espalda y por la curvatura de la barriga y las gotas le cocían en las sienes y la frente. Caminó hacia el sofá que había frente a la puerta de la cocina. Moisés podía verlo a través de la ranura mientras limpiaba el rifle del señor.

Trae una copa – le ordenó a Rosario -. No soporto este calor.

La observó con ojos lujuriosos mientras iba hacia el mueble bar para servirle el coñac. De nuevo, la visión de sus bragas remetidas en el culo al inclinarse, de nuevo el vello del coño saliendo por los lados de la tela, las ligas de encaje y las carnosas y anchas nalgas. Qué buena estaba. Rosario regresó y le entregó la copa. Aguardó de pie ante él mientras le daba el primer sorbo.

Don Toribio, tendría que ir al mercado, en la despensa faltan…

¿Cuánto necesitas?

No lo sé, don Toribio.

Ven, siéntate.

Se sentó a su derecha, tímidamente, en el borde, erguida, con las piernas juntas, ligeramente ladeada hacia él, con la base del uniforme al límite de la ligas. Moisés, desde la cocina, pudo comprobar cómo el muy baboso le miraba las piernas de manera descarada.

Faltan verduras y frutas, sobre todo, don Toribio.

Se metió la mano en el bolsillo y desplegó un manojo de billetes. Los barajó y le entregó unos cuántos.

¿Tendrás suficiente?

Sí, de sobra, don Toribio, mañana le echo a usted la cuenta.

Con lo que sobre, te compras un vestido o lo que tú quieras.

Se lo agradezco, don Toribio.

Apestaba a sudor como un cerdo. Su enorme barriga subía y bajaba con la fatigosa respiración. Sorprendentemente, le ofreció su copa. Moisés asistía al amable acoso con los ojos a punto de salirse de su órbita. Hijo de mala madre. Le había visto masturbarse observándola, le había oído violar a su hija, pero no había asistido en directo a un abuso como aquél.

¿Quieres un trago?

No bebo, don Toribio.

Venga, coño, dale un trago…

Bueno, un traguito -. Cogió la copa, le dio un pequeño sorbo y volvió a entregársela -. Gracias, don Toribio.

El capataz extendió el brazo derecho y la sujetó por la nuca.

Ayer fuiste una mala chica -. Ella sonrió temblorosamente. Mantenía las piernas juntas, aunque con la base muy cerca de sus bragas y con las ligas ya a la vista -. ¿Has visto lo que hago con las chicas malas?

Sí.

Vas a ser buena chica, ¿verdad?

Sí.

Estoy muy excitado – dijo separando sus robustas piernas y pasándose la mano que sostenía la copa por encima de la barriga -. Eres demasiado guapa -. Soltó la copa para bajarse la bragueta y desabrocharse el pantalón -. Seguro que sabes cómo desahogarme -. Levantó el culo del cojín y se bajó el pantalón y el calzoncillo a la vez, arrastrando ambas prendas hasta las rodillas, dejando al descubierto su membruda polla y sus huevos gordos apretujados entre los muslos. Tenía la verga sudada y los pelos de los huevos pegados a la piel por la humedad -. Tócamela.

Moisés observó desde la cocina cómo su mujer acercaba la mano tímidamente. Rodeó la verga con su manita por la parte central. Era tan gruesa que no llegaba a abarcar con sus deditos todo el tronco. Toribio despidió un jadeo ante el tacto dejándose caer hacia el respaldo, en busca de una postura cómoda. Rosario miraba fijamente aquel gigantesco pene. Primeramente se lo acarició deslizando la palma suavemente por el tallo hasta aplastarle los huevos con el canto de la mano, después se la empezó a menear muy despacio. Las hileras de sudor que resbalaban por su barriga parecían auténticos riachuelos. Toribio resoplaba ante las delicadas agitaciones. Le movía la polla con extrema lentitud. Parecía de goma dura, con las venas que recorrían el tronco muy hinchadas. El muy cerdo respiraba por la boca con los ojos entrecerrados. Moisés contemplaba la paja que le hacía sin atreverse a intervenir. Vio que le daba unos tirones al escote y la dejaba con los pechos por fuera, unos pechos grandiosos y redondos con pezones gruesos y largos en medio de oscuras aureolas.

Mueve las tetas… -. Le masturbaba a un ritmo pausado y meneaba el tórax para que sus tetas blandas se balancearan y chocaran una contra la otra. Tenía todo el cuerpo mojado por el sudor, incluso la mano le resbalaba en el tronco de la verga al meneársela -. No pares de moverlas…

Las tetas parecían dos péndulos sufriendo bruscos vaivenes. Moisés les tenía enfrente. Veía cómo los huevos se le levantaban cuando ella le tiraba de la verga hacia arriba. Veía el continuo vaivén de las tetas. Veía los ojos de su mujer posados en la masturbación. Veía cómo el sudor relucía en aquel cuerpo seboso. En su estado, con la depresión que tenía encima, carecía de agallas para detener aquella humillación. No tenía valor. Toribio le pasó el brazo por el cuello y la empujó hacia él, pegándole la cara a sus sudorosos y fofos pectorales. Una teta se aplastó contra un lado de la barriga y el pezón de la otra arañaba la curvatura. Rosario comenzó a lamerle las tetillas rodeadas de pelillos largos al mismo tiempo que le machacaba la polla a un ritmo acariciante. Le lamía el pecho y la densidad del vello con la lengua fuera, a veces mordisqueándole los diminutos pezones, probando el amargor del sudor, entregada a la masturbación, esmerándose en hacerle una buena paja, esmerándose en dejarle satisfecho. Le lamía las tetillas como si fuera una perra lamiendo un hueso. Moisés pasaba el trapo por la escopeta sin apartar la mirada de la masturbación. Con toda la lengua fuera, fue recorriendo su barriga sudorosa, pasando por encima del ombligo, absorbiendo las hileras de sudor, empapándose los labios, hasta que poco a poco fue curvándose para hacerle una mamada. Las tetas se aplastaron contra el peludo y robusto muslo de la pierna y, sujetando la verga para mantenerla en vertical, comenzó a comerse la polla metiéndosela entera en la boca, hasta rozar los huevos con los labios, hasta notar el roce del capullo en la garganta, para luego subir y lengüetear sobre el glande. Las mandíbulas le crujían por la anchura de la verga. Moisés podía ver cómo se estiraban los músculos de sus mejillas al comérsela, como sus tetas parecían a punto de reventar por la presión contra el muslo. Vio que también le acariciaba los huevos mientras chupaba, se los sobaba con la palma de forma muy suave, achuchándolos ligeramente. Era la primera vez que se comportaba amablemente con ella y quería esforzarse, no despertar el mal genio que llevaba dentro. De ahí su entrega, su baboseo sobre aquella verga tan grande. Toribio le tiró del vestido hacia arriba y le asestó unas palmadas en el culo, unas palmadas que le enrojecieron una de las nalgas, pero ella continuó mamando.

Qué buena estás, hija puta…

De las palmadas pasó a acariciarle el culo por encima de las bragas. Ella no paraba de subir y bajar la cabeza empapando toda la polla de saliva, estrujándole delicadamente los huevos gordos. Electrizado, Toribio le dio un sorbo a la copa y cogió un trozo de puro del cenicero. Se lo encendió y le dio unas caladas mientras ella le mamaba la verga. Moisés lograba distinguir la nalga enrojecida de las hostias que le había atizado en el culo. La había dominado y humillado de tal manera, que el muy hijo de perra la había convertido en su puta. Le estuvo mamando la polla mientras él fumaba y bebía, relajado contra el respaldo, a veces pasándole la mano por el culo. La barriga comenzó a sufrir espasmos por la acelerada respiración y los hondos jadeos que despedía. El sudor le cocía en toda la cara. También los muslos de las piernas le sudaban y tenía los huevos mojados del calor de la palma. Rosario se incorporó. Tenía los labios baboseados y un hilo de babas le colgaba de la barbilla. Le atizó fuertes y veloces tirones machacándosela con potencia, de hecho, Moisés no distinguía ni la mano por las agitaciones tan fuertes del brazo. Las tetas se columpiaban alocadas rozándose por la barriga. Toribio frunció el entrecejo cabeceando en el respaldo y Rosario cesó en seco los meneos cuando vio que la polla escupía leche espesa sobre la barriga, gruesas porciones que se mezclaban con el sudor y resbalaban hacia el vello genital. La corrida fue abundante, con numerosos escupitajos blancos que se desperdigaron por todo el vientre. Rosario utilizó el delantal para limpiarle la verga y la barriga. Moisés echó la silla hacia atrás y empujó la puerta para cerrarla, sin dejar de pasar el paño por el cañón de la escopeta. Ya carecía de fuerzas para afrontar aquella pesadilla. Habían desvirgado a su hija sin que hubiese hecho nada por evitarlo y habían obligado a su mujer a una mamada. Y por miedo, ambas se habían entregado como si fueran sus putas. Era lo que le deparaba el destino en aquella casa tan siniestra, vivir cobijado en el miedo y la cobardía. La bestia entró en la cocina y cerró la puerta.

¡Limpia bien las putas escopetas!

Están limpias… - protestó desesperado.

Me cago en tu puta madre – le arreó una hostia en la cara y una serie de manotazos en la cabeza. Moisés trató de protegerse alzando los brazos, pero recibió una buena ensalada de golpes -. No vuelvas a contrariarme, maricón. Ahora vas a limpiar las escopetas con la lengua…

Lo agarró severamente de los pelos y le pegó la boca al cañón aplastándole los labios contra el metal.

Chupa, cabrón…

Acojonado, sacó la lengua lamiendo el cañón. En ese momento, entró Rosario alertada por los gritos y vio a su marido lamiendo el cañón de la escopeta, obligado por el capataz, que le mantenía la cabeza sujeta por los pelos.

Don Toribio, por favor, se lo suplico…

Toribio le soltó la cabeza y Moisés dejó de lamer, pero le agarró rudamente por la barbilla y le giró la cabeza hacia él. El sudor le goteó en la cara. Pudo ver de reojo las manchas de semen en el delantal de su mujer.

Te libras porque me lo ha pedido tu mujer, maricón, si no ibas a saber lo que es bueno. Ahora limpia las putas escopetas, ¿estamos? -. Moisés asintió atemorizado -. Así me gusta.

Le soltó la cara como si tirara un papel al suelo. Con las manos temblando, cogió el paño y se puso a refregar esmeradamente el cañón. Los celos le machacaron el corazón cuando les vio salir juntos, cuando vio que el capataz le pasaba la mano por la cintura a su mujer.

Ya eran las once de la noche. Moisés llevaba un rato acostado con el candil encendido. Su mujer había ido al baño. Apareció cinco minutos más tarde con la melena cepillada y una pequeña coleta. Llevaba un camisón largo de color azul celeste, semitransparente, con unas bragas blancas.

Buenas noches – le dijo a su marido soplando la llama y quedando el cuarto a oscuras.

Moisés comprobó que pensaba echarse en la otra cama.

¿Por qué no te echas conmigo? – le pidió él -. Necesito tenerte a mi lado.

No seas empalagoso, Moisés, estoy muerta de cansancio.

La vio tumbarse y arroparse. La constante humillación le estaba endureciendo el carácter. Temió que el amor estuviera resquebrajándose. Su pesadilla resultaba insoportable y apoyó la cabeza en la almohada menospreciándose, con ganas de pegarse un tiro y escapar de aquel sufrimiento, como una jodida rata incapaz de enfrentarse al miedo.

Mauro se había atrevido a entrar en el cuarto de su novia antes de irse a casa. Confiaba en que la bestia no le descubriera, necesitaba abrazarla y besarla, sentir su dulzura. Era consciente de lo que estaba pasando para salvar a su familia. Ella ya se había cambiado y lucía un camisoncito blanco de algodón, cortito de tirantes, con la base con volante y el escote redondeado. Estaba muy hermosa con aquel camisón, con su melenita corta remojada, parecía una princesita. La había notado más abstraída, y no le extrañaba tras las continuas vejaciones que padecía entre aquellas paredes.

Tengo que irme, Nieves.

Sí, amor, vete cuanto antes…

Se dieron un beso en los labios y Mauro se puso la gorra. Justo al girarse, se abrió la puerta y apareció el mastodonte. Iba sin camisa, exponiendo su redonda y amplia barriga. Sostenía en la mano una botella de coñac medio vacía y sus ojos saltones denotaban su mala uva. Apestaba a alcohol. Nieves miró a su novio, asustada por las represalias que pudiera emprender contra ellos por desobedecer sus órdenes. Mauro se quedó estúpidamente plantado delante de él.

¿Es que no vas a aprender nunca, muchacho?

No estamos haciendo nada malo – le dijo Mauro encarándose con él.

A mí no me hables en ese tono, maricón -. Le arreó tal hostia con la mano abierta que le volvió la cara y le dejó medio noqueado, con un punzante dolor en la zona de la sien y la vista nublada, de hecho, le tiró la gorra y tuvo que agitar la cabeza para dar en sí -. Mañana no quiero verte por aquí, estás despedido.

Nieves observaba sin atreverse a intervenir. También desde la oscuridad de su cuarto, Moisés, acurrucado como un pajarito bajo las mantas, escuchaba las voces y los insultos del capataz. Mauro precisó de unos segundos para espabilarse del guantazo.

Por favor, don Rogelio, no me haga usted esto – suplicó medio lloriqueando, con la manaza señalada en la mejilla -. Yo ya no voy a volver a hacerlo, se lo prometo, perdóneme…

Ven acá, puta maricona…

Lo sujetó del brazo y lo empujó hacia la mesita. La palangana cayó al suelo y forzó al joven a curvarse sobre la superficie. Le tiró con fuerza del pantalón y después de un calzón largo hasta dejarlo con su culito al aire, con sus huevitos colgando entre las piernas.

Por favor, don Rogelio… - suplicaba con la mejilla aplastada contra la mesa, amparándose en la mirada de su novia.

No vuelvas a hablarme así, maricona… -. Se desabrochó el cinturón y se lo quitó de los pantalones para doblarlo por la mitad -. Que no vuelva a verte por aquí…

Comenzó a azotarle el culo severamente en presencia de su novia, con el cinturón doblado, señalándole las nalgas de tiras rojas. Nieves contemplaba los latigazos con las manos en la boca. Mauro sólo apretaba los dientes para resistir el castigo. Sus huevitos se balanceaban cada vez que recibía un azote y contraía el culo por el intenso dolor. Tras llevarse una buena cosecha de golpes y dejarle las nalgas señaladas, le sujetó ambos brazos y le maniató las manos a la espalda con el cinturón. Después lo agarró de los pelos incorporándolo de la mesa. Su pollita lacia se columpiaba hacia los lados por los bruscos movimientos. Las lágrimas le corrían por la cara.

Arrodíllate, maricona -. Acató la orden y se arrodilló ante él -. ¿Quieres mirar cómo follamos? ¿eh, maricón? ¿es lo que quieres?

Con el genio descontrolado, se volvió hacia Nieves y dio un paso hacia ella. La sujetó del brazo y la empujó hacia el cabecero de la cama. Ella misma se curvó hacia la almohada para no ofrecer ningún tipo de resistencia. Toribio le levantó el camisón violentamente y le bajó las bragas con ambas manos mediante bruscos tirones. La dejó con el culito redondo al descubierto, con los pelillos de su coñito adornando la entrepierna. Mientras el capataz se desabrochaba los pantalones, Nieves, con el cuerpo ligeramente curvado, se aferró a los hierros del cabecero. Se bajó la delantera del calzoncillo descubriendo su polla gorda y sus huevos grandes. Se la sacudió unos instantes y la guió hacia los bajos del culito. Primero rozó el capullo por la rajita y luego le pinchó el coño secamente. Nieves gimió pegando la cara a los adornos de hierro forjado del cabecero. Con la sebosa pelvis pegada a su culito y la sudorosa barriga descansando sobre su cintura, comenzó a follarla meneándose nerviosamente sobre ella. Mauro vio su culo encogido y peludo contrayéndolo aligeradamente. Bajo el camisón veía las tetas de su novia balancearse al son de las penetraciones. Nieves gemía agudamente cuando le inyectaba la verga y él jadeaba como con ronquidos, manoseándole la espalda con sus manazas, arrastrándole el camisón hasta las ingles para deslizar las manos por los costados y agarrarle las tetas. A Nieves se le volvían los ojos, concentrada en el gusto al encajarle la verga en el fondo del coño, con sus labios vaginales muy dilatados, notando el pinchazo muy adentro. Moisés, en su cuarto, volvía a oír la sintonía de gemidos, volvía a oír cómo se follaban a su hija. Toribio se meneó deprisa sobre el culo hasta que se detuvo de puntillas y con el culo contraído, con la polla muy adentro, vertiendo una gran cantidad de leche. Nieves sufrió un sudor frío en todo el cuerpo cuando notó cómo le encharcaba el chocho, cómo evacuaba de manera abundante. Le sacó la verga y se giró hacia el muchacho, quien levantó la cara sumisamente hacia él. Tenía pegotes de semen pegado por todo el tallo y pudo ver cómo de la rajita de su novia fluía una nata muy blanca que goteaba sobre las bragas. Su novia sudaba como una cerda tras la follada. Al hijo de perra no le importaba correrse dentro y dejarla preñada.

Te gusta mirar, ¿verdad, hijo puta? -. Apuntó con la verga hacia la palangana que estaba en el suelo y se puso a mear -. Si vuelvo a verte por aquí, ya no habrá perdón ni hostias, ¿me has entendido? – le preguntó sacudiéndosela tras dejar medio lleno el recipiente.

Sí – contestó horrorizado.

Al incorporarse, se le bajó el camisón, aunque continuó con las bragas bajadas. Se volvió hacia Mauro alisándose el cabello húmedo, sin ceder por él ante aquella bestia que acababa de follarla. Toribio le quitó el cinturón.

Ves a tirar esto y que no vuelva a verte por aquí.

Tanto el capataz como su novia le observaron mientras se levantó y se subió el calzoncillo y el pantalón. Luego se acuclilló, cogió la palangana llena de orín con ambas manos y se dirigió hacia la puerta. Olía fatal, caminaba por el pasillo con el caldo amarillento moviéndose y manchándole los pulgares que llevaba por dentro. Le había obligado a presenciar cómo se la follaba y le había humillado vilmente delante de ella azotándole el culo. Y para más bajeza, le había ordenado que vertiera la palangana donde había meado. Se sentía tan derrotado y tan débil que al salir fuera se tropezó y se salpicó toda la ropa con el pis del capataz. Sufrió una serie de arcadas que le obligaron a vomitar junto a un árbol. Miró hacia la luna llena que navegaba por el oscuro cielo, con babas resbalándole por la barbilla, y cayó arrodillado con las lágrimas encharcando sus ojos. Tenía el alma herida, envuelto en una aureola denigrante. Se despreció a sí mismo por su cobardía.

Serían las tres de la madrugada cuando se abrió la puerta del cuarto y la luz del pasillo iluminó parte de la habitación. Moisés se había quedado traspuesto y entreabrió los ojos, reconociendo la figura del señorito Adán bajo el arco de la puerta, ataviado con el batín rojo. Acongojado, se mantuvo inmóvil, simulando que dormía. Vio que en la otra cama, su mujer se espabilaba incorporándose hacia él.

¡Señorito Adán! – exclamó en voz baja.

No hay nada para cenar, joder…

Es muy tarde, señorito Adán.

Me cago en la puta, siempre tengo que andar detrás de ti…

Chsss… No se preocupe, ahora mismo le preparo algo…

Apartó las mantas y se levantó para colocarse las zapatillas. Moisés la vio pasar delante del señorito con el camisón celeste y les oyó caminar por el pasillo, alejándose lentamente. Continuó sin mover un músculo, salvo la barbilla, que comenzó a temblarle. Las vejaciones sucedían una tras otra, sumiéndole en un estado depresivo tan dantesco que le cortaba la respiración. El servilismo en aquella casa era tan vergonzoso que tanto su hija como su esposa eran tratadas como auténticas esclavas.

En la cocina, Adán se sentó en una silla mientras Rosario le preparaba unos filetes. Observaba el meneo de su gran culo al moverse por la encimera, con unas bragas blancas transparentándose por la fina tela. Al volverse para acercarle el plato, vio cómo sus tetazas se mecían bajo la tela. Soltó el plato encima de la mesa con un trozo de pan. Rosario vio cómo se desabrochaba el cinturón del batín y se lo abría hacia los lados ofreciendo su polla erecta y sus huevos duros y redondos. Separó las piernas, como abriéndole un hueco. Ella permanecía frente a él.

Mira cómo me pones -. Le examinó la erección. La verga estaba empinada y dura, con el capullo pegado a la zona del ombligo -. ¿Quieres tocarla? -. Rosario mantuvo los ojos en la verga dura. La sujetó de la muñeca y le tiró del brazo para forzarla a arrodillarse ante él -. Chúpamela, guarra.

Se sujetó la verga por la base con la mano izquierda y le agarró la cabeza por la nuca para forzarla a curvarse sobre él. Rosario trató de resistirse, pero cuando el capullo le rozó los labios, plantó las manitas encima de sus muslos y abrió la boca para mamársela. Le bajaba la cabeza hasta taponarle la garganta con el capullo. Rosario succionaba como si chupara por un biberón, absorbiendo la babilla que brotaba de la punta, una babilla amarga que procuraba tragarse. Al tiempo, deslizaba las manitas por sus muslos, acariciándole, desde las rodillas hasta las ingles, gozando del tacto de aquella piel peluda. Adán le revolvía el cabello y le apartaba la melena para verla mamar. Chupaba con esmero, sorbiendo como una perrita, embargándose de placer. Percibía cierto cosquilleo en el coño, una sensación ardorosa y una inquietante necesidad de tocarse. Tuvo que hacer una pausa para tomar aire. Le tenía la verga baboseada. Se lanzó a lamerle los huevos de manera acariciadora, pasándole la lengua por toda la bolsa áspera y peluda. Ahora él se la sacudía mientras le mojaba los cojones.

¡Qué gusto, cabrona! Sigue, sigue…

Se comía los huevos a mordiscos, aplastándolos con los labios o saboreando una de las bolas como si fuera un caramelo. Adán se la meneaba despacio. Sabía que la había puesto muy cachonda. Sólo había que ver su entrega. Condujo los labios por el tronco de la polla para lamerle el glande rodeándolo con la lengua. Adán contraía el culo queriendo follarle la boca. Qué placer tan grande le proporcionaba aquella mujer tan madura. Vio que bajaba una de sus manitas para rozarse por la zona vaginal, metiéndose la tela azulada del camisón entre las piernas, como rozándole el coño con el canto de la mano. Al rozar el escote por los muslos de sus piernas, tenía media teta por fuera. La muy cerda no paraba de tocarse. La lujuria impuesta por aquella perversión le había lavado el cerebro y las sensaciones eléctricas que la avasallaban habían borrado cualquier rastro de dignidad. No paraba de besar y lamer la verga, con deseos de morderla, estrujándose el coño por encima de la tela.

¿Quieres que te folle el culo, puta?

Ambos se levantaron a la vez tras la propuesta de Adán. Ella misma se volvió hacia la mesa rectangular y se subió el largo camisón hasta la cintura para bajarse las bragas hasta la mitad del muslo. Sosteniéndose los faldones del camisón para que no se le bajase, se curvó hacia la superficie aplastando sus tetazas contra ella. Miró al frente. Notó que le abría el culo con ambas manos. Notó el roce del capullo por su ano. Notó que se lo empezaba a dilatar, que avanzaba lentamente hacia el interior. Agitó la cabeza exhalando, tratando de contener el punzante dolor y atrapar el gustillo del roce. Seguía sujetándose el camisón para que no se le cayera. Cuando se la clavó entera, le plantó las manos en la espalda y comenzó a asestarle clavadas secas en el culo, una tras otra, sin descanso, golpeándole las nalgas con la pelvis. Apoyó la mejilla en la superficie con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido para soportar el dolor, gimiendo al compás de las clavadas. Su cuerpo se arrastraba hacia delante y hacia atrás cuando la embestía. Muy débilmente, su marido oía sus gemidos rítmicos, mezclados con los jadeos secos del señorito. Continuaba acurrucado entre las sábanas, con la mirada perdida en la oscuridad del cuarto. El joven también abusaba de su esposa.

Sin alterar el ritmo, le folló el culo sosegadamente durante unos minutos, acariciándole las nalgas y la espalda. Le sacó la polla y se la comenzó a sacudir con el capullo muy cerca del ano abierto, donde se podía apreciar la carne fresca del interior. Rugió dándose muy fuerte y unos segundos más tarde Rosario notó cómo se lo salpicaba, cómo una lluvia de leche le inundaba la raja del culo y resbalaba como un riachuelo hacia el coño. Le dejó una fina hilera blanca recorriéndole la raja del culo hasta desembocar en la rajita del coño, de donde empezó a gotear. Tras soltar unos bufidos, Adán se inclinó y le estampó unos besitos en las nalgas, después retrocedió hacia la silla para sentarse y abrocharse la bata. Rosario cogió una de las servilletas y se limpió el culo y el coño con ella, después se subió las bragas y se dejó caer el camisón. Tras colocarse el escote, se alisó los cabellos que él le había revuelto.

¿Puedo irme, señorito Adán?

Adán sólo asintió, fatigado por la enculada. Moisés simulaba que dormía cuando la vio entrar. La acababan de follar. Estuvo unos segundos sentada en el borde de la cama cepillándose el cabello y luego se tumbó arropándose, sin fijarse en si él estaba despierto o no. Tantas vejaciones habían enrarecido el amor. Moisés sabía que jamás volvería a ser como antes, que la ternura había desaparecido de sus vidas.

Fin segunda parte. CONTINUARÁ. Carmelo Negro.

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