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La historia de Ana, incesto y prostitución 4

en Dominación

La historia de Ana: incesto y prostitución IV

Al día siguiente, cada uno se fue por su lado, sólo Tamara quiso encargarse de las tareas domésticas en el piso de su tío, pero Tadeo ese día había salido temprano y se encontraba ausente, probablemente durante todo el día.

Mientras limpiaba en las escaleras de un edificio, Ana recibió una visita inesperada de Darío, su abogado, su chulo, el hijo de perra que la estaba prostituyendo a cambio de obtener un poco de ayuda para la defensa de su marido, prostituyendo incluso a su hija, pero ahora quería llegar más a allá. Se encontraba en el rellano de la primera planta en medio del silencio cuando apareció de repente. En ese momento la pilló a cuatro patas fregando el suelo con un cepillo. Llevaba un vestido largo de lunares blanco abotonado en la delantera. Al verle, soltó el cepilló y se irguió, aunque se mantuvo arrodillada.

¡Darío! -. Miró hacia los lados, temerosa -. ¿Qué haces aquí?

Levantó la mirada hacia él con ojos sumisos, sin alterar la postura, y él bajó el brazo para acariciarle con la palma bajo la barbilla.

Buenos días, princesita.

¿Has contactado con la embajada?

Chssss… Tranquila… Todo va sobre ruedas… Confías en mí, ¿verdad?

Sí.

Sabes del dineral que me estoy gastando por ayudarte, ¿verdad?

Sí, y te lo agradezco.

Lo sé, y lo estás haciendo muy bien. Es lo que me esperaba de ti. Eres preciosa, como tu hija, y éstas son tus armas para salir de esta -. Comenzó a desabrocharse el cinturón. Ana se mantenía postrada a sus pies -. Sólo el hecho de verte me pone cachondo -. Se desabotonó el pantalón, se bajó la bragueta y se lo abrió hacia lados -. Sácate las tetas, sácatelas para mí.

Darío, ¿aquí? ¿estás loco?

Sácate las putas tetas y no me obligues a repetírtelo -. La reprimió.

Abochornada por el sometimiento, se desabotonó el vestido hasta la cintura y se lo abrió hacia los costados mostrando sus dos tetas cubiertas por el sostén. Darío ya se había bajado la delantera del slip y ya se sacudía la polla con vértigo, frente a su cara, salpicándola de babilla. Tenía una respiración jadeante y la mirada clavada en su postura humillante. Antes de que se lo ordenara, se bajó el sostén y los dos pechos se mecieron levemente.

Tócatelas -. Comenzó a acariciárselas con suavidad, pasándose las palmas por toda la curvatura, apretujándoselas despacio y rozándose una contra la otra, con la mirada sumisa levantada hacia su chulo, al cabrón que la estaba pervirtiendo. Se sacudía la polla con destreza, con velocidad, y parecía conformarse con sólo mirarla.

Chúpatelas, guarra.

Se las cogió por la base y se las subió hacia la boca. Sacó la lengua y se lamió los pezones rodeándolos con la punta, ensalivándolos despacio. Darío se la machacaba tan fuerte que no se veía ni la mano. Cada vez respiraba más acelerado y comenzó a fruncir el ceño.

Cómo me gustas, jodida puta -. Ahora se daba tirones fuertes con una mueca de placer en la cara -. La de veces que me he pajeado pensando en ti. Abre la boca y saca la lengua.

Obedeció, sin soltarse las tetas, abrió la boca todo lo que pudo y sacó la lengua dejándola fuera sobre el labio inferior. Darío apuntó y en unos segundos un chorro de leche a presión le inundó toda la boca, dejándole la lengua blanca, con algún hilo resbalando por su barbilla y goteándole en los pechos. Darío cesó las sacudidas y se escurrió la verga apretándose el glande y vertiendo algunas porciones en el suelo. Ella tuvo que tragarse algo de semen y escupir hacia el suelo algunos goterones de la lengua. Luego se limpió la barbilla con el dorso de la mano y al ver que él se enfundaba la polla, comenzó a abotonarse de nuevo el vestido hasta taparse del todo.

Levántate -. Acató la orden -. Habrá una vista en Marruecos dentro de tres meses, aunque, sinceramente, lo veo complicado.

¿Y la embajada?

Lleva sus gestiones aparte con las autoridades. Confía en mí.

Gracias.

Hay un tipo muy rico, un inglés, un tal Thomson. Es un hombre muy influyente en la ciudad y yo me ocupo de alguno de sus asuntos. Quiere conocerte. Paga bien, puedes aprovechar y reducir tu deuda. ¿Quieres hacerme ese favor, Anita?

Sí.

Es muy exigente, un poco pervertido. Quiero que tu hija y también tu hijo estén presentes cuando vaya a conocerte.

Por favor, Darío, te lo ruego, no quiero implicar a mis hijos en esto…

No me defraudes, Anita, no quisiera tener que saldar las cuentas contigo.

Le acercó la cabeza y le estampó un besito en la frente. Luego dio media vuelta y se dirigió escaleras abajo. Se quedó aislada en medio de la penumbra de aquel rellano. Volvió a arrodillarse y miró hacia el suelo. Varias pequeñas salpicaduras de semen se habían distribuido por toda la baldosa y también su escupitajo blanquecino. Cogió un trapo del cubo y se puso a limpiarlo. Aún degustaba el sabor de la leche que se había tragado. Pensó en el imbécil de su marido, lo que estaba padeciendo por ayudarle, por sacarle del infierno. Vejaciones, humillación, sometimiento, sexo no consentido, un castigo horrible para ella, y todo por la avaricia de su marido, por la idiotez de aceptar aquel cargamento de droga. Él lo estaba pagando duramente en la cárcel, pudriéndose como una rata, pero ella también había perdido la libertad, la habían convertido en una prostituta con dueño, su cuñado la sometía como a una vulgar esclava y fruto de tanta inmoralidad, se prestaba a las perversiones de su hijo, cometiendo un incesto bochornoso. Podía huir, rehacer su vida en otra parte, abandonarlo todo, pero ni tenía dinero ni fuerzas para hacerlo.

Llegó la hora, las ocho de la tarde, la hora de la cita anunciada por Darío. Por suerte, Tadeo no se encontraba en casa. Ana rezaba para que la visita durara poco. Vestía un traje ajustado de terciopelo negro, con escote redondeado y la base a la altura de las rodillas, un vestido que definía las pronunciadas curvas de su cuerpo. Tamara iba más erótica, quizás porque estaba atrapada por la instantánea ninfomanía que se había apoderado de su mente. Llevaba unas minifaldas plisadas de colegiala y una camisa blanca con bordados. Ambas iban con tacones para agudizar el morbo. Alberto iba de negro, con unos tejanos y una camiseta ajustada. Él fue el encargado de bajar cuando sonó el timbre. Ellas aguardaron nerviosas, mirándose una a la otra. Alberto subió con la visita cinco minutos más tarde. Era un inglés muy alto, de unos cincuenta años, pelirrojo, igual que su barbilla, poseía una ligera curva en su barriga y su piel era muy blanca, casi albina. Las miró serio, sin decir nada, de arriba abajo, como examinándolas. Seguro que Darío ya habría cobrado una pasta por aquel cliente. Alberto se ocupó de las presentaciones.

Ella es Ana, mi madre -. Ana le tendió la mano y el hombre le correspondió con frialdad -. Y mi hermana Tamara.

Tamara también le tendió la mano.

Encantada.

Es el señor Thomson, un amigo de Darío – aclaró Alberto.

¿Quiere usted tomar algo? – le ofreció Ana.

Un whisky me vendrá bien – dijo con cierta entonación inglesa.

Puede sentarse – le dijo Tamara.

El inglés tomó asiento en el sofá y los dos hermanos se sentaron cada uno en un sillón, uno junto al otro, mientras Ana se ocupaba de preparar la copa. Se acercó hasta él y se la entregó. La situación parecía incómoda y ninguno parecía saber como romper el hielo. Le dio un sorbo y luego dejó la copa en la mesita que tenía al lado. Miró hacia Ana con ojos viciosos.

¿Quiere usted ir a la habitación? – le ofreció Ana con una voz servicial, temiendo que aquel encuentro se alargara y que su cuñado les pillara en acción. Quería que todo fuera rápido -. Igual lo prefiere porque estamos más cómodos…

Quítate las bragas, perra – la interrumpió.

Tragó saliva ante la imposición y miró a sus hijos de reojo. Se subió la tela y el refajo del vestido hasta la cintura y se bajó las bragas blancas que llevaba hasta exhibir su amplio y jugoso chocho. El inglés se irguió para olérselo, luego volvió a reclinarse para otro nuevo sorbo.

Date la vuelta y acércate -. Ana dio un paso hacia él y se giró hacia sus hijos ofreciendo su culo al desconocido -. Inclínate.

Se curvó hasta plantar las manos en las rodillas y enseguida notó cómo el inglés le chupaba el culo, le abría la raja con ambas manos y deslizaba toda la lengua por encima del ano. Notaba el cosquilleo de la barbilla, la humedad de la saliva, la presión de las manos al abrirle la raja y el músculo blando deslizándose por el orificio. Ella mantenía la cabeza erguida, mirando al frente, hacia sus hijos, que asistían impasibles a la humillación que sentía su madre. El tipo le escupía encima del ano dos o tres veces seguidas hasta empaparlo bien de saliva y después esparcía la saliva con la lengua. Ana alternaba la mirada entre Tamara y Alberto. Bajó un poco más la cabeza hacia la entrepierna y le chupó el chocho, se lo chupó mordisqueándolo con los labios, apretándole el clítoris, sumergiendo la lengua entre la jugosidad viscosa que brotaba de los labios vaginales. Ella le meneaba el culo en la cara con el ceño fruncido, señal de que estaba obteniendo un atisbo de placer. Le escupió dos o tres veces en el chocho hasta dejar la saliva colgando desde el vello y luego le clavó un dedo en el culo hasta meterlo por debajo del nudillo. Ella contrajo las nalgas al sentir la clavada y emitió un débil gemido con la mirada posada en su hijo Alberto. Le hurgó en el interior del ano como si rebuscara algo, para sacarlo entero y rozarle el coño con él. Le atizó una fuerte palmada en una nalga.

Date la vuelta, perra -. Con todo el culo y el coño mojado, Ana se irguió y se giró hacia él, dándole la espalda a sus hijos -. ¿Me la quieres chupar, perrita? Me han dicho que te gusta mamarla.

Lo que usted quiera, señor.

Cogió la copa y con ella en la mano miró hacia los dos hermanos.

Qué perra es vuestra madre, y se ve que os gusta, tú – le dijo dirigiéndose a Tamara -. Tócate el coño. Tú, mastúrbate mientras esta perra me la chupa -. Mientras Alberto se abría el pantalón y se sacaba la verga para pajearse y Tamara se corría la falda hasta las ingles para meterse la mano por dentro de las bragas, el inglés levantó la mirada hacia Ana -. Vamos, perra, arrodíllate y haz que me corra delante de tus hijos. Y sácate las putas tetas.

Se sacó el vestido por la cabeza quedándose únicamente como prenda los tacones negros. Sus tetas se movieron al son de los brazos. Sus hijos se masturbaban por orden del inglés, se masturbaban mientras presenciaban la escena de la humillación. Tamara movía la mano dentro de las bragas con un dedo dentro del coño y Alberto se la machacaba con suavidad, acariciándose él mismo los huevos al pajearse. El tipo bebía tranquilamente. Ana se arrodilló entre sus piernas y ella se ocupó de desnudarle mientras él bebía y fumaba. Le quitó los zapatos y los calcetines, le bajó los pantalones y el bóxer que llevaba, hasta descubrir la blancura de su piel, de sus piernas rasuradas, de una polla fina y muy larga, más de veinte centímetros, de color blanco, unos huevos pequeños que parecían una nuez y un vello pelirrojo muy poco denso. Ya de rodillas entre sus piernas, dio unos pasos más hacia él, hasta que las tetas le rozaron los huevos. Aún la tenía algo floja y tuvo que sobarla con ambas manos hasta ponerla dura, luego la sujetó por la base y se curvó hacia él para hacerle la mamada. Tamara y Alberto, enzarzados en sus propias masturbaciones, observaban a su madre moviendo el tórax y la cabeza, con el culo empinado y abierto. Ana se la chupaba al mismo ritmo y de la misma manera, deslizando sus labios por el fino tronco hacia la mitad, hasta que la punta le rozaba la garganta, luego regresaba hasta el borde del glande y volvía a bajar, así en un ritmo uniforme, mojándola poco a poco, saboreando la babilla que desprendía la punta. El inglés no parecía inmutarse por el morbo y no dejaba de beber y fumar mientras Ana se la mamaba. Miró hacia Alberto.

¿Quieres follarte a la perra de tu madre? Anda, hazlo, quiero ver como te la follas -. Mientras Alberto se levantaba y se bajaba un poco más el pantalón y el slip, miró hacia Tamara -. Tú, perrita, deja de tocarte el coño y siéntate a mi lado.

Alberto se arrodilló ante el culo de su madre, se sujetó la polla erecta y la posicionó en el culo hasta clavársela lentamente en el ano. Ana se irguió un poco gimiendo ante la dilatación, notando las manos de su hijo en las caderas y el doloroso avance de la polla. Sus tetas golpearon los huevos del inglés. Se mantuvo erguida con las manos apoyadas en las rodillas del hombre mientras su hijo la follaba fuerte por el culo. Las tetas botaban alocadas ante las embestidas y cabeceaba gimiendo al penetrarla. Tamara se sentó a la izquierda del inglés y con la mano derecha le cogió aquel mástil duro y blanco para pajearle, ambos pendientes de cómo el hijo se follaba a la madre. El inglés comenzó a resoplar con el paso de los segundos. Las muecas de dolor en la cara de Ana, el fuerte vaivén de las tetas, las duras embestidas de Alberto y la delicada paja que le hacía la hija propiciaron sus primeros jadeos. La polla del inglés comenzó a salpicar leche en abundancia, leche muy dispersa que caía sobre el vello y la mano de Tamara, que no dejaba de agitarla a pesar de la eyaculación. Alberto se corrió en el culo de su madre, derramó tanta leche que Ana creyó que se había meado dentro, de hecho cuando le sacó la polla comenzó a brotar mucho semen por el ano, goterones que resbalaron hacia el chocho. Su hijo se había aficionado a penetraciones anales. Tamara había pasado de sacudirla a acariciársela. El inglés trató de recuperar las fuerzas apurando la copa. Los cuatro descansaban. Ana, aún apoyada en las rodillas del extranjero, con sus tetas en reposo, sudaba y respiraba profundamente. Alberto se había sentado sobre sus talones acezando como un perro y Tamara relajaba al inglés sobándole una polla que ya iba poniéndose blanda.

Putas perras – susurró el inglés -. ¿Dónde está el baño?

Ahí – le indicó Tamara.

El inglés se levantó y se dirigió desnudo al baño dejando a la familia tirada como perros. Se marchó veinte minutos más tarde sin ni siquiera despedirse de ellos, se puso los pantalones y abandonó la estancia sin un adiós. Incluido Alberto, eran las putas de Darío y debían someterse a sus imposiciones, a las más pervertidas.

Fueron duchándose de uno en uno y poniéndose cómodos. Tras la confianza sexual e incestuosa adquirida entre los tres, Alberto se quedó en slip y una camiseta de tirantes, Tamara en bragas y una sudadera grís y Ana fue la que se vistió de una forma más sensual. Se colocó un camisón color crema semitransparente, de finos tirantes y escote redondeado, muy cortito, y unos tacones porque tenía las zapatillas de estar por casa colgadas en el tendedero. Se sentaron a la mesa para cenar y en mitad de la comida oyeron unos pasos por las escaleras. Se miraron entre sí y a los pocos segundos Tadeo irrumpió en la sala con su habitual aspecto de malhumor.

Tío Tadeo, buenas noches – le saludó Tamara.

Pero de muy malos modos, haciendo caso omiso del saludo, se dirigió hacia su cuñada y la agarró bruscamente del brazo obligándola a soltar los cubiertos y levantarse.

Ven conmigo, que tú y yo vamos a hablar, zorra.

¡Tadeo! – se asustó levantándose, obligada por la fuerza de la mano -. ¿Qué sucede? Cálmate, por favor…

¡He dicho que bajes conmigo, zorra! – gritó enfurecido.

Está bien, está bien, tranquilo, vamos a hablar…

Alberto se levantó, aunque sin hacer nada en defensa de su madre. Tamara asistía seria a la brusquedad de su tío. Tadeo la empujó hacia la puerta. Sus tetas se balanceaban bajo la gasa del camisón y casi pierde el equilibrio por los tacones. Se le transparentaban las braguitas negras y ajustadas en las carnes. Ella marchaba delante, escaleras abajo, mientras su cuñado la seguía fijándose en el contoneo de aquel sabroso culo. Al llegar abajo, ella se volvió hacia él.

Dime qué pasa, Tadeo.

Pero no le respondió, la agarró del brazo y la empujó sin soltarla hasta meterla en su dormitorio. Empujó la puerta con mala leche, pero el portazo fue tan fuerte que la puerta volvió a abrirse, permitiendo que Alberto y Tamara, desde el pasillo, presenciaran la escena.

Tadeo, ¿qué pasa?

La agarró de los pelos y tiró fuerte de su cabeza hacia atrás tensándole los músculos del cuello. Ella se quejó con los ojos desorbitados, con sus tetas moviéndose tras la gasa.

¡Puta! Has convertido mi casa en un putiferio, maldita zorra.

Tadeo, puedo explicarte – suplicó.

Sé que te traes hombres en mi ausencia y te los tiras como una zorra. Vas a saber lo que es bueno, guarra…

Volvió a sujetarla del brazo y la empujó contra los pies de la cama, de espaldas a él, y la obligó a curvarse sobre el colchón, con la mejilla apoyada en las sábanas y el culo empinado hacia la bestia. Vio a sus hijos en el fondo del pasillo. Tadeo comenzó a azotarla en el culo con la mano abierta, dándole fuerte por encima de la gasa, dándole azotes como a una niña traviesa.

Zorra asquerosa, toma, toma…

Contraía el culo en cada palmada. Vio que Tamara estaba pajeando a Alberto, le había bajado la delantera del slip y le sacudía la polla con destreza, excitados con la humillación que ella sufría. Qué lejos había llegado todo, ella siendo azotada en el culo por su cuñado y sus hijos masturbándose con ello. Quien iba a imaginarlo cuando detuvieron a su marido. La azotó hasta enrojecerle ambas nalgas, luego le subió la gasa y le bajó las bragas a tirones dejándola con el culo al aire y la raja del chocho a tiro en la entrepierna. Y con desesperación, Tadeo comenzó a desabrocharse el cinturón. Ana aguardaba curvada sobre la cama, ofreciéndole el culo a su cuñado, observando cómo al fondo su hija pajeaba a su hijo. Tadeo se sacudió su gigantesca polla y enseguida se acercó para hundirla secamente en el chocho. La hundió hasta los mismos huevos. Ana resopló frunciendo el entrecejo. Sus tetas sobresalían aplastadas por sus costados, a punto de reventar. Comenzó a embestirla secamente, sujetándola con rudeza fuerza por las caderas.

¡Qué ganas tenía de follarte! – jadeaba abriéndole el chocho con contundencia, manoseándole las nalgas y la espalda bajo la gasa -. Ahora vas a ser mía, para siempre, no vas a ser de nadie, sólo mía -. Se paró con la polla dentro, con la pelvis pegada a su culo, y la sujetó por los hombros obligándola a incorporarse, hasta que la espalda de Ana se adhirió a su sudorosa barriga. Enseguida la abrazó agarrándole las tetas con sus manazas, por encima de la tela, y baboseando por su cuello desesperadamente -. Te deseo, quiero que seas mía, quiero que no te separes, quiero que lo digas…

Soy tuya…

Se meneó nervioso sobre el culo y le llenó todo el chocho de leche. Mientras se corría, la besuqueaba deslizando sus asquerosos labios por el cuello y la nuca y le magreaba las tetas con intensidad por encima de la gasa. Ana no oponía resistencia y de reojo vio que su hijo Alberto eyaculaba sobre la mano de su hermana. Aún le tenía la verga dentro cuando le acarició la cara y le susurró al oído.

Te deseo, Ana, deja que ese cerdo se pudra en la cárcel. Yo cuidaré de ti.

Esa noche, Ana durmió con su cuñado como si fueran un matrimonio. Durmieron desnudos, y tras un par de polvos más, más suaves, ella durmió abrazada a él, con las tetas aplastadas contra su áspera espalda. Su vida daba un giro brusco y los años fueron pasando. La dejó preñada tres veces, tuvo tres hijas, y al final le concedieron el divorcio y al final, obligada por las circunstancias, terminó casándose con él. Sabía que sería su esclava para el resto de sus días. A Tamara también la dejó preñada y tuvo un hijo de él, pero junto con su hermano terminaron marchándose de la casa, dejaron a su madre desamparada ante la bestia y se entregaron a Darío, quien se forró prostituyéndoles durante años. Tanto Tamara como Alberto estaban atrapados por la lujuria y absolutamente nada les importaba, el destino les había señalado de esa manera.

Quince años más tarde, fruto de un acuerdo de colaboración entre ambos países, se produjo un intercambio de presos y Melchor fue puesto en libertad. Terminaba un calvario en la cárcel y con la libertad daba comienzo otro infierno para él. Estaba raquítico, enfermo crónico y arruinado, había sido vejado y humillado y había sufrido continuas violaciones en una de las cárceles más duras que había conocido, y todo fruto de la avaricia. Conocía un poco la historia de su familia, le llegaron los trámites del divorcio y había sabido que su mujer estaba casada con su propio hermano, con el que había tenido tres hijas. Tardó tres meses en cruzar el estrecho y llegar a la ciudad. Estaba solo, sin nadie que se preocupara de él, no sabía nada de Tamara ni de Alberto, sólo que su hija había trabajado de prostituta para su abogado. Pero ya no tenía fuerzas para recriminar nada a nadie. Era un desgraciado que debía pedir limosna para subsistir.

A las nueve de la noche ya había oscurecido cuando se presentó frente a la puerta principal de la casa de su hermano Tadeo. Tenía hambre y sed, y como único alimento iba a tener su propio orgullo, debía tragárselo. Dio unos golpes en la puerta y al instante le abrió Ana con una niña pequeña en brazos. Cuántos años sin verla, hasta había empezado a olvidar su rostro. Estaba tan guapa como siempre y se le saltaron las lágrimas al verla. Ella le miró con frialdad a pesar de la sorpresa.

- Hola, mi amor.

Ella le miró seria.

Me alegro que estés libre, Melchor.

Necesito ayuda, Ana.

Una voz provino del interior de la casa.

Quién cojones es a estas putas horas.

Pasa, es mi marido.

Fue un encuentro vergonzoso con su hermano Tadeo, un hombre que se había aprovechado de su desgracia para robarle el amor de su vida. Le dieron de cenar, le ofreció quedarse unos días hasta que encontrara algo, le preguntaron acerca de su vida en la cárcel, pero ni Ana ni Tadeo se refirieron al hecho de que estaban casados, de que lo habían hecho a su espalda. Se moría de celos. Su hermano la besaba, la tocaba, se imponía como un macho, y él debía amarrarse a esa humillación. Permanecían sentados en la cocina, bebiendo, mientras ella fregaba los platos.

Trae otra botella, coño, mueve ese puto culo, mi hermano lleva años sin probar el puto vino.

Melchor bajaba la cabeza como un cobarde ante la humillación que sufría la mujer de su vida. No tuvo ni un solo momento a solas con Ana, Tadeo no se lo permitió. Su ex esposa le preparó el sofá para que durmiera, y una vez tumbado, la vio encerrarse en el dormitorio de matrimonio con su hermano Tadeo. Minutos más tarde la oyó gemir locamente, su hermano se la estaba follando sin importarle su presencia en la casa. Lloró con los gemidos de Ana irrumpiendo por sus oídos y convirtiéndose en torturas para su corazón. Se levantó despacio y fue hasta el cuarto de donde procedían los gemidos y la puerta estaba ligeramente entreabierta. Allí la vio, siendo follada por aquella bestia. Ana se encontraba a cuatro patas, con sus tetas colgando hacia abajo y balanceándose como locas, mientras su hermano, arrodillado tras ella, le abría el culo con severas embestidas. La sujetaba por las caderas para darle fuerte. Ella gemía con la cabeza erguida y una de las veces, al mirar hacia su marido por encima del hombro, descubrió a Melchor en la penumbra del pasillo. Se miraron con intensidad. Ana no podía reprimir los gemidos, su marido le abría el culo con severidad. Tadeo se detuvo, sacó la polla, se la sacudió y le salpicó todas las nalgas de una leche viscosa y transparente. Ana aún miraba a Melchor cuando numerosas hileras blancas resbalaban por la curvatura de sus nalgas. No conforme, Tadeo se curvó hacia ella para chuparle el culo rociado de leche. Ana aún miraba hacía quien fue el amor de su vida, y así, mientras su cuñado le mojaba el ano con su lengua gorda, le vio desaparecer en la penumbra. Allí terminaba la lamentable historia de Melchor, su patético destino, todo para él se había terminado. Cogió su herrumbrosa bolsa y abandonó la casa. Se fue lejos, muy lejos, tirado en la calle, pidiendo limosna, y todo por un error. La historia de Ana, por su culpa, había sido una historia de incesto y prostitución. FIN DE LA HISTORIA. Joul Negro.

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