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La cerda de su sobrino

en Amor filial

La cerda de su sobrino.

           

(La historia de cómo Inés, por las circunstancias, terminó convirtiéndose en una cerda para su sobrino Leo)

                   Julio e Inés, ambos de 43 años, llevaban toda la vida juntos, se habían casado y habían tenido una hija, pero tuvieron mala suerte en la vida. Cuando más entallados estaban económicamente, con una hipoteca de cuota mensual elevada y cuando su hija se había ido a estudiar medicina a Madrid, la empresa de transporte de la que eran propietarios quebró fruto de los numerosos impagos. Como consecuencia de aquella mala gestión, les habían desahuciado y tuvieron que vivir malamente de alquiler una temporada, sin recursos ni siquiera para comer, y mucho menos para soportar los gastos universitarios de Carmen, la hija de ambos.

                 Vivían en un pequeño pueblo de la provincia de Granada y Julio no encontraba empleo por ningún lado. Pero cuando más agobiados estaban por los acreedores, vieron un anuncio en el periódico donde se buscaba pareja para llevar las riendas de un motel. Tuvieron suerte, les entrevistó un hombre llamado don Carlos, de unos setenta años, viudo y de carácter agrio. Les ofreció un buen sueldo a los dos y hospedaje gratuito, a cambio Inés tendría que ocuparse de la limpieza y la recepción y Julio del mantenimiento. Trabajaban mucho, debían aguantar el carácter severo del viejo, que además convivía con ellos en el motel, pero les compensaba económicamente, podían ir haciendo frente a las numerosas deudas y a los gastos que originaba Carmen en la universidad.

          Llevaban ya unos meses trabajando en el motel cuando Inés recibió una llamada de su sobrino Leo, de veintitrés años, hijo de su hermana Ana. El joven acababa de terminar la carrera de turismo y necesitaba hacer las prácticas para que le concedieran el título, así es que le pidió a su tía el favor de hablar con su jefe para que le permitiera realizar las prácticas en el motel. Inés no le prometió nada, pero al final habló con don Carlos y éste aceptó acoger al sobrino en el motel.

        Fueron a recogerle un domingo a la estación de tren, a última hora de la tarde. Llevaban tiempo sin verse, desde que empezaron los problemas económicos.

-          Os veo muy bien, y tú estás muy guapa, tía Inés.

Inés, a sus cuarenta y tres años, era una mujer maciza, de piernas algo gruesas y trasero amplio y abombadito, con pechos gigantescos que llamaban la atención, de mediana estatura, con una melenita cuadrada  de tono castaño con mechas que descansaba sobre los hombros, con las puntas onduladas, muy al estilo Marylin. Siempre llevaba la melena muy arreglada, sin un cabello mal puesto. Era una mujer madurita que gustaba. Leo se fijó en el increíble volumen de sus pechos, era tan tetona como su madre. Julio era un hombre más apocado, más corto, un hombre sin iniciativas, muy influenciable, de ahí que tuviera tan mala fortuna. Leo era más bien bajo y regordete, con la cabeza cuadrada y la cabellera pelirroja pelada al rape, de tez muy rosada, casi siempre con barba rojiza de tres días y barriga bastante blandengue.

       Al llegar, le presentaron a don Carlos, que en ese momento salía con unos amigos a echar su partida de cartas. Era un hombre mayor que rozaba los setenta años, muy alto y con un vientre algo pronunciado, de cabellera canosa, perilla y expresión despectiva, aunque con Leo trató de ser cortés.

-          Bueno, te habrá explicado tu tía. Mañana empiezas, ¿de acuerdo?

-          Sí, sí, y muchas gracias, don Carlos.

Le enseñaron el motel, compuesto por catorce habitaciones distribuidas en dos plantas. En la parte de abajo se encontraban algunas estancias comunes, la recepción, el patio, la suite donde vivía don Carlos y un pequeño ala contigua a la suite donde el matrimonio hacía su vida, compuesta por una pequeña sala de estar, un baño y una habitación de matrimonio. Leo tendría que dormir en el sofá de la sala de estar, aunque su equipaje pudo guardarlo en el armario de la habitación. Inés le dio una serie de instrucciones acerca del funcionamiento del motel y le advirtió de la severidad de don Carlos, quería las cosas bien hechas y cuanto antes mejor. Le aconsejó que procurara no llevarle la contraria porque le sacaba los demonios. Leo se fue a dormir aquella noche dispuesto a iniciar una nueva etapa. Sus tíos dormían al lado. Hasta podía escucharles susurrar.

    A la mañana siguiente, en torno a las siete de la mañana, su tía le dio unos empujoncitos para que se espabilara. Leo se estuvo vistiendo. Vio por la ventana a su tío preparando las mesas y las sillas de la terraza. Al asomarse al baño, se quedó prendado. Vio a su tía de espaldas ante el espejo y se quedó impresionado, enseguida tuvo una erección bajo el pantalón. Lucía un traje azul cobalto muy chillón, compuesto por una chaquetilla por la cintura y una minifalda muy corta y ceñida, lo que dejaba las curvas de su culo muy bien definidas, con la tela como si fuera a reventar. Llevaba la melena bien colocada y lucía zapatos de tacón aguja a juego con el vestido, del mismo tono azulado, y media negras muy brillantes para lucir sus muslos.

La vio ponerse de puntillas para coger un cepillo de la estantería y la faldita se le subió un poco, dejando a la vista el encaje de sus medias. Joder, tenía la falda al límite. Después se giró hacia la taza y tuvo que curvarse para cortar un trozo de papel higiénico, entonces la falda se le subió muy por encima de los encajes, dejándole parte del culo a la vista. Le vio las braguitas blancas remetidas en la raja y los pelillos del coño escapando por los laterales de la tela. Leo tuvo que tocarse para contener la excitación. Al erguirse, tuvo que bajarse la faldita. Entonces dio media vuelta y le vio allí plantado. Llevaba una blusa blanca bajo la chaquetilla y era tan tetona que los pechos blandos le botaban con cada movimiento. Iba muy maquillada.

-          Buenos días, Leo, ¿dispuesto?

-          ¿Cómo te pones tan guapa? Joder, estás, estás impresionante…

-          Es que don Carlos es muy exigente, ya le conocerás, me obliga a ir con uniforme, pero bueno… Vamos.

-          Estás muy guapa.

-          Gracias.

Se dirigieron hacia el pasillo que conducía a la recepción. Su tía Inés marchaba delante, meneando su culo sensualmente por efecto de los tacones, llegando a verse una pequeña parte de las bandas con los pasos. Se cruzaron con Julio, que venía de la terraza. El hombre se sonrojó de que su sobrino la viera vestida así y se le notó cortado. Pudo observar cómo Leo la miraba. Inés prosiguió la marcha hacia el mostrador de recepción y Leo se quedó mirando.

-          ¿Cómo se pone tan guapa?

-          Es que… Tiene que ir con uniforme…

-          Uff, pues vaya uniforme, macho, casi se le ven las bragas, ¿eh?

-          Sí – sonrió temblorosamente -. Es un poco corto, sí, pero…

-          El cabrón del viejo se pondrá las botas viéndole las bragas.

-          Es un poco baboso, como un viejo verde, pero no muerde – sonrió ante la estúpida broma.

-          ¿Y no te importa que le mire las bragas a tu mujer?

-          Tampoco es eso, Leo, ella procura… Nunca ha hecho nada, la, la respeta.

-          Parece una puta así vestida. Joder, tío, perdona, pero es que se te van los ojos.

-          No pasa nada, si yo entiendo que…

-          La cabrona está bien buena – le interrumpió volviéndola a mirar -. Pff, te confieso que cuando la he visto hasta me he excitado un poco. Perdona, yo sé que es mi tía, pero así vestida. Ummmm, no sé qué me ha entrado. Perdóname.

-          No te preocupes, Leo.

-          Qué cabrón el viejo, ¿eh? Se tirará todo el día mirándole las bragas.

-          No, hombre, tampoco…

-          Bueno, tío Julio, voy a la marcha.

-          Vale, vale – le saludó todo sonrojado por la conversación con su sobrino. No había querido confesarle que lo estaba pasando mal, que todo lo hacía por las necesidades económicas y por su familia. Vio cómo su sobrino se unía a ella, cómo conversaban, cómo la miraba cada vez que ella se daba la vuelta. Muerto de celos, regresó al trabajo.

Su tía le estuvo enseñando el funcionamiento del programa informático tras el mostrador. Se le iban los ojos tras ella, cada vez que podía se fijaba en cómo movía el culo, en cómo se le movían las tetas, en cómo a veces se le apreciaban las bandas de encaje. Le tenía la polla erecta constantemente. Más de una vez, sentada ante él, pudo verle la delantera de las braguitas blancas. Le entraban ganas de ir al baño y hacerse una paja a costa de su tía.

Más tarde llegó don Carlos. Dio los buenos días y se adentró en su despacho. Iba con traje y corbata y Leo pudo fijarse cómo le echaba un vistazo al cuerpazo de su tía. Al muy cabrón se le iban los ojos. El despacho se hallaba ubicado tras el mostrador y el muy cabrón tenía su escritorio estratégicamente enfrente, para poder verla. Leo entró con él. Le indicó que se sentara en una mesa contigua a la suya y le explicó algunas cosas. Después entró su tía Inés para entregarle diversa documentación.

-          Se lo dejo todo ahí para que lo revise, don Carlos.

-          Muy bien, bonita, así me gusta.

La miró mientras volvía a salir hacia el mostrador. Leo la veía de espaldas, yendo de un lado a otro, bajándose la faldita cada dos por tres para que no se le subiera, exhibiendo su culazo a los ojos del viejo.

-          Está buena tu tía, ¿eh, chaval? – le encajó al sentarse.

-          Sí – sonrió -. Demasiado, así, tan tetona – le incitó Leo.

-          Mira cómo mueve el culo la hija puta -. En ese momento se había inclinado ligeramente, permitiendo que se le viera un trozo de las bandas de encaje -. Me tiene loco la muy cabrona.

-          Está buena – añadió Leo tomando confianza.

-          ¿No me digas que no le echabas un polvo a tu tía?

-          Me encantaría – subrayó.

-          La muy perra me tiene loco.

Entraron algunos huéspedes y tuvieron que cortar la conversación. Ambos levantaban la cabeza cada dos por tres para mirarla, sobre todo cuando tenían la oportunidad de verle las bragas o parte del muslo tras las bandas de las medias. Desde fuera, a veces, cuando pasaba por allí, Julio debía apechugar con los celos al comprobar cómo la miraban, cómo se aprovechaban de las circunstancias.

      El día transcurrió normal, bastante ajetreado, con casi todas las habitaciones ocupadas. Leo se percató de que sus tíos estaban influenciados por el temperamento del viejo, que fruto de sus necesidades económicas, debían aguantar sus groserías y sus perversas exigencias, como vestir a su tía a su antojo, para poder regodearse mirándola como un jodido viejo verde.

    Por la noche, cenaron los tres y después vieron un rato la televisión. Algunas tardes el viejo se iba a echar la partida y regresaba a deshoras. Luego Leo se tumbó en el sofá y su tía se metió en su cuarto, mientras que a Julio no le quedaba más remedio que hacer guardia en la recepción dado que el motel estaba al completo. Allí podría echar algunas cabezadas.

   Ya a solas, Leo empezó a excitarse. Tenía ganas de hacerse una paja. Desde que vio a su tía a primera hora de la mañana, apenas había tenido un momento sin erección. Se levantó del sofá y sigilosamente se acercó a la puerta del cuarto donde dormía su tía Inés. Empujó despacio la puerta hasta obtener una abertura suficiente. La vio dormida, de espaldas, tumbada de costado, con la pierna derecha flexionada hacia delante, con un camisoncito color crema arrugado en la cintura, dejándola con el enorme culo en pompa. No tenía bragas y al tener la pierna flexionada se le apreciaba la raja del chocho, una raja carnosa y peluda, así como la raja profunda del culo.

No pudo contenerse. Sólo se encontraba a metro y medio de la cama. Se bajó la delantera del slip blanco y empezó a cascársela, sin apenas parpadear, fijo en el enorme culo de su tía, un culo al descubierto, un culo de nalgas abombadas y blancas, con algunos puntitos rojos, con toda la chocha visible entre las piernas. La luz del saloncito le iluminaba medio cuerpo. Qué cuerpo más macizo, más carnoso, que chocho más jugosito.

Julio se había acercado para beber algo cuando se paró de repente. Vio a su sobrino con la delantera del calzoncillo bajada, machacándose la polla mientras espiaba a su mujer dormida. Se cascaba una polla gruesa de tono rosado, rodeada de vello rojizo, con huevos pequeños y duros. Se la machacaba enérgicamente, sin pestañear. Su barriga blandengue vibraba con los tirones. El muy sinvergüenza se masturbaba observando a su propia tía. Iba a llamar su atención cuando le vio derramar leche sobre la puerta, escupitajos de leche muy acuosa que resbalaba por la madera en forma de finas hileras.

Estaba acariciándosela cuando Julio, indignado, empujó la puerta de repente pillándole con las manos en la masa. Leo se tapó enseguida.

-          ¡Coño, Tío Julio! Me has asustado…

-          ¿Qué estabas haciendo, Leo?

Leo fue hacia el sofá y se sentó con las piernas separadas. Julio se fijó en su paquete, con la verga hinchada tras la tela, así como las hileras de leche que corrían por la puerta.

-          Nada.

-          Coño, Leo, te estabas masturbando – hablaba en voz baja, como avergonzado -, la estabas espiando.

-          Lo siento, tío Julio, me pone cachondo verle las bragas todo el día. ¿Qué quieres que haga? Dile que se vista de otra manera. Me he asomado y se le ve todo el coño, no he podido contenerme.

-          Pero, Leo, ¿no te da vergüenza hablar así de tu tía?

-          ¿Qué culpa tengo yo que el viejo ese la vista de puta y vaya por ahí enseñando las putas bragas? – preguntó enojado, alzando un poco la voz -. Uno no es de piedra, joder.

-          Chsss, pero Leo.

-          Sólo me he hecho una paja, la he visto con el puto culo al aire y llevo todo el día viéndole las bragas. Me ha calentado, joder. Parece una puta, dile que se ponga otra cosa, joder. Es una puta calientapollas vistiendo así.

Julio se achicó ante el enojo de su sobrino y trató de restarle importancia.

-          Vale, si no pasa nada, es que si ella te ve…

-          Entiéndelo, tío Julio, me he puesto cachondo…

-          De acuerdo, Leo, entiendo que eres joven y eso, pero por favor, ten cuidado.  

-          He visto cómo la mira el viejo. El hijo puta se tira todo el día mirándole las bragas y cómo mueve el culo…

-          Es repelente – se sentía muy incómodo con la situación -. Tengo que bajar, no vaya a venir alguien.

Los celos le machacaban. Ya no sólo un viejo verde se aprovechaba de su mujer, sino que las circunstancias arrastraban a su propio sobrino. Lo estaba pasando realmente mal, pero debía aguantar.

      Leo apenas pudo pegar ojo en toda la noche. Su tía le tenía en un permanente estado de excitación. El viejo la obligaba a vestirse de manera erótica y su tío Julio, como un auténtico pelele, aguantaba esas asquerosas exigencias. Oyó el rechinar de la cama. Su tía se estaba levantando. Vio que encendía la luz. Aún había una ligera abertura. Se levantó del sofá y, refugiado por la penumbra del saloncito, dio unos pasos para asomarse. La vio de espaldas, completamente desnuda, descolgando la ropa del armario.  Las nalgas blanquecinas del culo le vibraban y los pelos negros del coño se distinguían en la entrepierna. Se bajó de nuevo la delantera del slip para cascársela suavemente. La vio curvarse para rebuscar en un cajón bajo del armario, entonces se le abrió la raja del culo y pudo verle el ano, un pronunciado orificio de esfínteres muy arrugados y blanquecinos, con  algunos pelillos vaginales. También pudo verle la raja del coño. Tenía algunos granitos por las nalgas. Seguía rebuscando con el culo en pompa hacia él.

     Julio había echado algunas cabezadas en recepción. Era hora de ponerse en marcha, antes de que acudiera don Carlos. Fue hacia el apartamento y de nuevo pilló a su sobrino espiándola y masturbándose. Se sacudía la verga de manera enérgica, provocando el balanceo de sus huevos y la vibración de su barriga. Soltaba jadeos muy ahogados y sacaba la lengua como si quisiera lamerla. Al fondo, vio a su mujer de perfil, con sus gigantescas tetas colgándole como dos campanas, dos tetas blandas y blancas, de pezones oscuros y erguidos. Chocaban una contra la otra al mover los brazos. Al colocarse de frente, se le podía ver todo el coño, la mata peluda que abarcaba hasta las ingles.

Miró a su sobrino con ojos desorbitados y Leo le descubrió allí plantado, pero al ver que no reaccionaba, continuó mirándola y machacándosela a la misma velocidad. Permitía que se masturbara a costa de su mujer. Inés, ingenuamente, se había puesto las medias, el sostén y estaba subiéndose las bragas cuando Leo se contrajo y empezó a verter leche hacia el suelo. Después se subió la delantera del bañador y esparció las manchas con las suelas de las zapatillas, dejando unos refregones en las baldosas.

Fue hacia el baño y se detuvo a la altura de su tío.

-          Cómo me pone la muy cabrona – le susurró.

-          Leo, no está bien lo que haces.

-          Sé que no está bien, tío, si yo lo sé, joder, pero necesitaba desahogarme, ¿entiendes? Tú no te preocupes, hombre, no pasa nada, sólo son unas pajas. ¿Estás enfadado?

-          No, no, bueno, voy a coger el mono de trabajo.

-          Yo voy a ducharme.

El día transcurrió normal. Don Carlos estuvo muy liado con las visitas de los proveedores. Leo acompañaba a su tía tras el mostrador de recepción, mirándola cada vez que cruzaba las piernas, mirándole las bandas de las medias, a veces trozos de carne blanca, cómo meneaba el culo, cómo se le movían las tetas. Qué gusto olerla, qué gusto rozarla. A veces, Julio pasaba por allí y agachaba la cabeza, abochornado al comprobar cómo la devoraban con la vista.

Hubo un momento en que ella se sentó para teclear al ordenador, con las piernas juntas. Tenía la falda tan corrida hacia la cintura que había sobrepasado las bandas de encaje y tenía a la vista la blancura de sus muslos. Era tan tetona que los pechos se balanceaban bajo la tela a pesar del sostén. Su sobrino se hallaba de pie ante ella, mirándola. Se dio cuenta, aunque le daba corte bajarse la falda. Giró la cabeza hacia él y le miró.

-          ¿Me acercas la grapadora?

Leo la acarició bajo la barbilla a modo de niña buena.

-          No sabes lo guapa que eres… -. Le pasó la mano por la melena -. Estás tan guapa, tía Inés.

-          Ay, que me estropeas el pelo – le dijo apartándole el brazo.

-          Se te ven las bragas.

Ruborizada, Inés se miró las piernas. Entonces se elevó un poco de la silla y trató de tirarse de la falda, logrando taparse hacia la mitad de las bandas.

-          Es que estas faldas me quedan tan ajustadas…

-          Me gusta verte las bragas.

Las mejillas le caldeaban del bochorno.

-          Pues vaya cosa. Déjame, anda, no seas guarro.

-          He visto cómo te mira el viejo. Al jodido cabrón le encanta mirarte.

-          Sé que es un baboso y un viejo verde, pero nos ha ayudado mucho.

-          Le encantaría follarte.

Se levantó precipitadamente tirándose de la falda hacia abajo.

-          No me hables, así, Leo, no te lo permito…

-          Es que así vestida pareces una putita…

La reacción de Inés fue arrearle una fuerte bofetada en la cara. Leo se contrajo con la mano en la mejilla dolorida.

-          ¿A ti no te da vergüenza hablarme así? Un poco de respeto hacia mí, ¿de acuerdo?

-          Vale, no te pongas así, tía Inés…

-          Nos estamos matando a trabajar para que vengas tú a faltarme el respeto. Se lo voy a contar a tu madre y te vas a ir de aquí.

-          Tampoco es para tanto…

-          ¡No tienes vergüenza!

-          Te he pedido perdón, ¿vale?

-          Déjame, por favor, tengo que trabajar, no estoy aquí para tontadas.

-          Perdona otra vez.

Leo salió del mostrador y la dejó ante el ordenador, bastante indignada con lo sucedido. Se le notaba el rubor en las mejillas y evitaba mirarle. Después almorzaron en un ambiente tenso. Su tía apenas le dirigía la palabra. Julio, temeroso, le preguntó después a su sobrino.

-          ¿Qué ha pasado?

-          Cómo se ha puesto la hija puta. Yo sólo la he advertido que el viejo está todo el día mirándole las bragas, para que tenga cuidado.

-          Pero cómo se te ocurre…

-          Parece una puta así vestida, seguro que el viejo está todo el día pajeándose.

-          Pero, por favor, Leo, tú déjalo…

-          ¿Te gusta que le miren las bragas a tu mujer?

-          No, pero, tampoco ha pasado nada. Cálmate, Leo.

-          Jodida puta, encima me echa la bronca. Va enseñando las bragas como una puta y encima se cabrea…

-          Por favor, Leo, que te va a oír -. Leo se recostó en el sofá y se encendió un cigarrillo.

-          Dice que se lo va a contar a mi madre, pues yo le voy a contar a todo el mundo que va por ahí enseñando el coño. Puta asquerosa.

-          Tú tranquilo, Leo, de verdad, que a ella se le pasa. Tiene esos prontos tan malos porque está agobiada. Lo hemos pasado muy mal. Sé que la has querido aconsejar, pero tú no te preocupes. Ella sabe que el viejo es un baboso, por eso se molesta.

Le dejó saboreando las caladas de cigarro y regresó a la zona del motel, bastante agitado por la embarazosa situación.  Buscó a su mujer para advertirla. Se sentía amenazado por su sobrino, tenía miedo de que fuera contando por ahí cómo la obligaban a ir vestida. Temía que llegara a oídos de don Carlos, era capaz de echarles del negocio.

-          Es un asqueroso, Julio, no me esperaba eso de él. ¿Sabes qué me ha dicho? Que parezco una puta así vestida, encima que tengo que aguantar al baboso de don Carlos.

-          Seguro que lo has interpretado mal, cielo, seguro que su intención era advertirte.

-          ¿Advertirme? Me ha dicho que le gusta verme las bragas, me ha dicho una serie de obscenidades verdaderamente vergonzosas. Me ha dicho que don Carlos quería follarme… ¿Qué se cree ese mocoso para hablarme así?

-          Déjalo pasar, cielo, te ha visto así, es joven, imagina que va por ahí contando cómo vas vestida, imagina que llega a oídos de don Carlos. No te lo tomes así, ¿vale? -. Julio la abrazó -. Tú no te preocupes, mi amor, reuniremos dinero y verás cómo las cosas nos irán bien. Piensa en la niña…

-          Es que me ha puesto nerviosa. No voy a permitirle esa manera de hablar.

-          Tú olvídate, déjalo pasar. No le digas nada a tu hermana, imagina que le da por contar cómo vas vestida y se entera todo el mundo.

-          Llevas razón.

Volvieron a abrazarse. Inés se sintió protegida en los brazos de su marido.

     Seguía la misma tensión entre tía y sobrino. A ella le incomodaba su presencia, le daba corte dirigirle la palabra después de lo que había pasado. Entendía los temores de su marido, pero tampoco quería dar su brazo a torcer tras sus comentarios obscenos. Era su sobrino, el hijo de su hermana, le doblaba la edad y nunca se hubiese esperado una falta de respeto tan grande por su parte. Entendía que era un chico joven, con inquietudes sexuales, pero eso no quería decir que se sobrepasara. Bastante tenía ya con las cochinadas de don Carlos, un viejo repugnante que les degradaba, pero que de alguna manera les estaba librando de la asfixia económica.

Leo le lanzó un par de miradas despreciativas y ni siquiera la saludó. Se metió en el despacho con don Carlos para poner al día unos asuntos. Inés se hallaba ante el mostrador, de espaldas a ellos o de perfil, unas veces sentadas con sus muslos y medias a la vista o meneando su gran culo y sus pechos cuando estaban en movimiento, consciente de que era presa de los ojos del viejo.

Leo se fijó que don Carlos parecía abstraído mirándola.

-          ¿Paso estas facturas, don Carlos?

-          Mira cómo mueve el culo tu tía. Hija puta.

-          Ayer la vi mientras se vestía y madre mía, don Carlos.

-          ¿Le viste las tetas?

-          Sí, impresionante, para comérselas – le incitó Leo.

Don Carlos se reclinó en el sillón. En ese momento, Inés rebuscaba entre el papeleo y permanecía algo curvada hacia delante, con la faldita por encima de las bandas, permitiendo que se viera un trozo de carne blanca.

-          ¿Cómo las tiene?

Leo oyó cómo se bajaba la cremallera bajo la mesa, sin apartar la mirada de su culo.

-          Gordas y blanditas – susurró Leo -. Para darles un bocado.

-          Cómo me gustaría olerle las bragas a esa perra. Cuando puedas, me traes unas bragas de tu tía. Quiero oler su coño.

-          No se preocupe.

-          Salte un momento, vete a fumar un cigarro.

El chico se levantó y salió por la puerta lateral, cuidando de dejar la puerta con la suficiente ranura como para poder observar.

-          Inés, ven acá – la llamó el viejo.

Obedientemente, Inés se bajó la faldita y se acercó contoneando las caderas hacia la mesa. El viejo tenía la mano derecha bajo la mesa.

-          Dígame, don Carlos.

-          Archiva esos diarios.

-          Pero estaba…

-          Que los archives, coño, no seas perra.

-          Sí, sí, ahora mismo.

Se giró hacia la mesa que estaba ante el escritorio y no le quedó más remedio que curvarse hacia la superficie para ordenar el papeleo e irlo metiendo en los expedientes. La faldita se le corrió hacia arriba, sobrepasando los encajes de las medias y asomando los bajos de su culito, con las bragas blancas remetidas en la entrepierna, donde se distinguía algunos pelillos del coño. Inés sabía que la miraba, estaba nerviosa, pero le daba corte bajarse la faldita.

Leo observó cómo el viejo comenzaba a agitar el brazo derecho, masturbándose bajo la mesa. La miraba con ojos desorbitados, con la baba cayéndole por la comisura del labio mientras su tía le meneaba el culo de manera ingenua. Miró hacia su izquierda y vio a su tío Julio regando unas macetas. Se acercó a él mientras se encendía un cigarrillo.

-          El viejo se está haciendo una paja mientras le mira las bragas a tu mujer. Me ha pedido que saliera.

-          ¿Qué? – preguntó con cara de espanto -. ¿Cómo va a estar…?

-          Ven, acércate. Mira el muy cabrón.

Sujetó del brazo a su tío y le obligó a mirar. Pudo comprobar cómo el viejo agitaba el brazo de manera enérgica, cómo le discurría la baba por la comisura hacia la barbilla, con la boca abierta y sin pestañear. Frente a él, su mujer colocaba la documentación ligeramente inclinada hacia delante, con la falda subida, lo que permitía que se le vieran las bragas remetidas en el culo.

Julio observaba empalidecido, como si la rabia y los celos brotaran de su mirada.

-          Cómo le mira las bragas a tu mujer. Qué cabrón con el abuelo.

Siguió observando cómo el muy cerdo se masturbaba mirando a su mujer. Bajo la mesa, vio que sobre la baldosa caían goterones de leche. Se estaba corriendo. Desfallecido, Julio regresó a recoger la regadera. Su sobrino le siguió.

-          ¿Te gusta que le mire las bragas?

-          No, no me gusta, cómo me va a gustar. Me indigna. Sé que es un cerdo, Leo, pero se ha portado bien con nosotros, hasta nos ha prestado dinero para pagar algunas deudas. ¿Qué puedo hacer?

-          No pasa nada, hombre, deja que se desahogue mirándola. Me ha pedido unas bragas de tu mujer.

-          ¿Qué?

-          Quiere olerlas.

-          Por favor, Leo, no le digas nada a tu tía, no quiero que sufra.

-          Dámelas, ya sabes lo impaciente que se pone el viejo.

Se dirigieron hacia el apartamento. Julio se metió en el cuarto y al segundo salió con unas braguitas negras de su mujer. Se las entregó a su sobrino.

-          No le digas a don Carlos que yo te las he dado, por favor, y tampoco a tu tía.

Leo las olió.

-          La muy puta todavía no me habla.

-          No hables así de tu tía, hombre – le pidió Julio.

-          Me pegó una hostia, encima que quise advertirla, por su bien, y me amenaza con contárselo a mi madre. Pues yo voy a contarle a todo el mundo que va por ahí enseñándole el culo a los viejos…

-          Cálmate, Leo, se le pasará, no te preocupes. Tengo que volver.

Vio que su sobrino se sentaba en el sofá con las bragas de su mujer en la mano. Al salir, miró hacia atrás. Se había reclinado en el sofá y vio cómo se refregaba el paquete con las bragas, con los ojos entrecerrados, concentrado en sus fantasías. Esa noche, Leo salió de marcha y Julio e Inés tuvieron un rato de intimidad. Volvieron a hablar, Julio volvió a advertirla de que tuviera cuidado con él, que estaba bastante cabreado y que podía ir contando cosas por ahí, cosas que podían llegar a oídos de don Carlos. Ella insistía en la falta de respeto, pero Julio insistió en que debía hacer la vista gorda, por el bien de todos.

    Cuando por la mañana temprano, Inés salió de su cuarto, vio a su sobrino tumbado en el sofá, roncando como un cerdo. Estaba desnudo, sólo llevaba un slip blanco muy ceñido a las carnes, con el paquete muy abultado. Tenía unas piernas gruesas de pelos pelirrojos y la barriga blandengue y peluda, de piel rosada, se le caía hacia los lados. Su marido salió tras ella y vio cómo lo miraba.

-          Llámale, Julio, yo tengo que bajar.

-          Sí, sí, tú vete, cielo.

Julio le miró. No le agradaba para nada que su mujer tuviera que verle medio desnudo, allí tirado, que tuvieran que compartir con él aquel apartamento tan pequeño. Pero no le quedaba más remedio que aguantar.

    Leo fue al despacho. Su tía atendía unos huéspedes. Le dio los buenos días, pero él no le contestó y ella se sintió cortada. Tenía que pedirle perdón para no empeorar las cosas, dejar todo como un incidente aislado, no quería problemas con su sobrino, pero debía buscar el mejor momento. Al poco rato llegó don Carlos.

-          ¿Me has traído las bragas de tu tía?

-          Sí, tenga, unas que se acababa de quitar.

-          Estupendo.

Se sacó las bragas negras del bolsillo y se las entregó. El viejo las arrugó con la mano y de nuevo abandonó el despacho. Se dirigió hacia el lavabo, donde casualmente Julio estaba fregando el suelo.

-          Buenos días, don Carlos.

-          Esta tarde os quiero a los dos en mi suite. Hay que hacer limpieza y dile a tu mujer que me compre la pomada de los pies, ¿entendido?

-          No se preocupe usted.

-          Ahora salte un momento.

Julio se fijó en el trozo de braga que sobresalía del bolsillo de la chaqueta. Le vio de espaldas acercarse a la taza. Oyó cómo se bajaba la bragueta. Se sacó las bragas y se las llevó a la cara para olerlas mientras empezaba a agitar el otro brazo para masturbarse. Jodido cerdo. Cerró la puerta para no verle. Allí se encontraba, como un pelele, esperando que su jefe se masturbara con las bragas de su mujer. Salió a los pocos minutos abrochándose el cinturón, con una mancha redonda en sus pantalones grises, a la altura de la bragueta. Le ordenó que terminara de limpiar. Vio toda la taza meada por fuera, trozos de papel higiénico por el suelo y en el fondo vio porciones de leche flotando sobre el caldo amarillento. Tuvo que ponerse a limpiar aquella meada y aquella corrida, una corrida inspirada en las bragas de su esposa.

     Tras el almuerzo, los tres en el apartamento, bajo un ambiente tenso porque tía y sobrino seguían sin hablarse, Leo se tumbó un rato en el sofá mientras sus tíos se fueron a trabajar. Julio le dijo a Leo que estuviera pendiente del timbre de recepción, que ellos tenían limpieza en la suite de don Carlos. Pasó un rato a solas en el despacho pasando informes al ordenador por orden del viejo. Le había dejado dicho que cuando terminara, se pasara por la suite a firmarlos.

Dio unos golpecitos en la puerta y oyó la voz del viejo invitándole a pasar. Al entrar, la escena le dejó perplejo. Don Carlos se hallaba reclinado en un cómodo sofá, fumando un puro. Llevaba puesto un batín rojo de seda abrochado a la altura del ombligo, por lo que sus pelos canosos escapaban por el escote, con los faldones abiertos hacia los lados, dejando a la vista sus piernas largas y blancas y su slip blanco, con el paquete abultado, con algunos pelillos canosos escapando por los laterales. Su tía Inés estaba arrodillada ante él, con el culo asentado sobre los talones, con la faldita al límite de los encajes de las medias, masajeándole el pie derecho, un pie de dedos muy huesudos. Se lo mantenía en alto, a la altura de los pechos, presionándole en la planta con los pulgares, untándolo de crema muy suavemente. Inés se ruborizó al ver a su sobrino. Qué contraste, ver a su tía, su cuerpo exuberante y erótico, masajeándole los pies a aquel viejo peludo, postrada sumisamente ante él. Vio a su tío Julio barriendo en la estancia de al lado, abochornado.

-          Tiene que firmarme estos papeles, don Carlos.

Se colocó el puro en la boca y cogió el manojo de papeles. Su tía le soltó el pie, se lo secó con una toalla y después le sacó el otro de un recipiente de agua para empezar a masajeárselo. No se atrevía a mirar hacia su sobrino. Y su tío como un pelele barriendo.

-          Muy bien, muchacho, buen trabajo – dijo rascándose bajo los huevos -. Puedes irte. Archívalos. Tú, Julio, acompaña a tu sobrino y ayúdale.

Julio soltó el cepillo y acompañó a su sobrino, pero al salir, Leo tuvo la precaución de dejar una pequeña ranura para espiarles.

-          ¿Qué haces, Leo? Te va a ver…-. Vio que se refregaba la bragueta sin dejar de mirar por la ranura -. Joder, Leo, aquí no, hombre…

-          Márchate, coño, ves archivando eso…

Atónito, vio cómo se bajaba la bragueta y se metía la mano dentro para rebuscar. Le vio sacarse su polla gruesa para empezar a sacudírsela, inclinado hacia la ranura, observando cómo su tía le masajeaba los pies al viejo. Acribillado por la rabia, Julio se volvió y se alejó por el pasillo, dejó a su mujer expuesta a los vicios de su propio sobrino y de su jefe.

En el despacho, Inés continuaba hundiendo sus yemas en las plantas.

-          Ummm, qué bien lo haces, cabroncilla -. Inés sonrió como una tonta -. Tengo que ponerme la insulina y me duelen los brazos de tantos pinchazos. Tengo que pincharme en el culo y ponerme un supositorio. ¿Te importa hacerme ese favor? Eres como mi enfermera.

-          ¿Qué? – preguntó seria, agobiada por la proposición.

-          ¿Es que te da asco? ¿Eh? ¿Con todo lo que he hecho por vosotros?

-          No es eso, don Carlos, pero yo no sé poner…

-          Jodida desagradecida…

-          No me importa, no se preocupe.

-          Muy bien, así me gusta. Coge la jeringuilla.

Inés le soltó el pie y se levantó para coger la jeringuilla. El viejo se levantó y se giró dándole la espalda. Se curvó hacia delante, se subió los faldones del batín y se bajó el calzoncillo hasta medio muslo, mostrando su culo de nalgas planas y granuladas, con una raja cubierta de vello canoso. Unos huevos muy flácidos y arrugados le colgaban entre los muslos de las piernas. Inés se acercó. Primero le pasó un algodón con alcohol por una zona de la nalga, después le pinchó con la aguja y le inyectó la insulina. Leo podía ver sus muecas de asco al tener el rostro tan cerca del culo.

-          Coge el supositorio.

-          Sí.

Lo sacó del precinto. El viejo se abrió el culo con ambas manos, mostrando su ano arrugado y salpicado de vello. Inés acercó la mano y se lo metió en el ano, empujándolo con la yema, llegando a rozarle el orificio. Después dio un paso atrás. Su jefe se irguió, cerrándosele el culo.

-          Acércame el urinal. No tengo ganas de ir al servicio.

-          Sí.

Con la misma obediencia, sacó bajo la cama un orinal de porcelana. El viejo seguía de espaldas, aunque había dejado caer los faldones del batín y sólo se le veía medio culo. Le entregó el orinal y aguardó tras él. Oyó el chorro, vio cómo encogía el culo mientras meaba. Ella esperaba sumisamente tras él. Sujetaba el orinal con la izquierda y vio que movía el brazo derecho, de manera lenta, pero constante. Le oyó respira por la boca y a los pocos segundos un resoplido. Inés sabía que se estaba masturbando. El brazo paró. Se tiró del calzoncillo para subírselo y se volvió para entregarle el orinal.

-          Puedes irte ya. Toma, tira esto. Y gracias, bonita.

-          De nada, don Carlos.

Con el orinal en la mano, se dirigió hacia la puerta. Se fijó en el caldo amarillento y en algunas manchas de semen flotando dispersas, con gotas blancas resbalando por las paredes del orinal. Su sobrino y su marido la vieron pasar con el orinal en la mano en dirección al lavabo. No quiso mirar hacia ellos, se sentía muy avergonzada de que su sobrino la hubiera visto sometida ante su jefe.

      Por la noche, Leo salió a tomar unas copas y el matrimonio se fue pronto a dormir. Inés lucía un camisoncito color crema de gasa, cortito, de finos tirantes y escote redondeado muy suelto, sin nada debajo, sólo unas braguitas blancas. Refugiados en la oscuridad de la habitación, hablaron de sus temores.

-          Joder, cielo, te ha visto ahí, arrodillada. Lo va a contar, imagina que va contando…

-          Tranquilo, mi amor, no dirá nada, ya verás, hablaré con él. Además, no ha pasado nada.

-          Maldita sea.

No lograban conciliar el sueño. Le oyeron llegar de madrugada. Oían sus pasos yendo de un lado para otro. Sonó la cadena del servicio y cómo abría el frigorífico. Inés se incorporó y se sentó en la cama buscando sus zapatillas.

-          ¿Dónde vas?

-          Voy a hablar con él.

Julio no se atrevió a decirle que no saliera así vestida. Inés salió al saloncito y vio su ropa tirada por el suelo. Se asomó a la cocina y le vio de espaldas, en calzoncillos. Tenía un culo respingón y una espalda mantecosa.

-          ¿Quieres comer algo? – le preguntó ella.

Leo la miró por encima del hombro. La vio en camisón. Se le transparentaba todo, las braguitas blancas, hasta la sombra del chocho, el ombligo y sus tetas gordas, aunque el escote de encaje le impedía verle los pezones.

-          No, lárgate a dormir.

Se acercó hacia él y le puso una mano en el hombro, rozándole el costado con los pechos.

-          Perdóname, Leo, no te enfades conmigo.

-          Vete.

-          Por favor, perdóname. Tú y yo siempre nos hemos llevado muy bien.

Leo la miró.

-          Si me das un masaje como al viejo, igual te perdono.

Sonrió como una tonta.

-          Cómo eres.

-          He visto lo bien que lo haces. Anda, dame un masajito.

-          Es tarde, leo.

-          Venga, sólo un poquito.

La sujetó de la mano y tiró de ella hacia el saloncito. Sus tetazas botaban con los pasos. Leo se sentó abierto de piernas, exhibiendo su amplio paquete, con los pelillos pelirrojos sobresaliéndole por la tira superior. Su tía se arrodilló ante él y le cogió un pie elevándolo. Empezó a masajeárselo con sus deditos, de manera muy suave. Leo la miraba, notaba cómo a veces le rozaba las tetas con el talón.

-          Ummm, qué gusto… -. Julio se asomó desde la habitación. Inés le miró sin dejar de masajear el pie de su sobrino -. Cómo relaja, tío Julio. No sé cómo no le pides a tía Inés que te dé un masaje en los pies.

Julio, avergonzado, volvió a meterse dentro. Se sentó en la cama. Desde allí la veía a ella de perfil, apretujándole los pies con suavidad. Vio que las tetas le colgaban hacia abajo al estar ligeramente curvada y que un pezón le asomaba por el lateral del escote, con media aureola fuera.

-          Así, ummm, qué relax, tía Inés… Ohhh… Me encanta cómo lo haces… - le decía echado hacia atrás, con la verga muy hinchada bajo el slip.

-          Es tarde, Leo, mañana hay que madrugar – le dijo estrujándole la planta.

-          ¿Por qué no me lo chupas un poquito, tía? Tiene que ser una maravilla…

-          ¿Cómo voy a chuparte los pies, Leo? – suplicó.

-          Debe de ser muy relajante, lo he leído en alguna revista, venga, hazme ese favor… Seguro que lo haces muy bien. Así te perdono del todo, ¿eh?

No quiso mirar hacia la habitación, evitando los ojos de su marido. Elevó aún más el pie y empezó a mordisquearle por los dedos, primero con los labios y después con los dientes.

-          Ohhhh, qué bien… - susurraba mirándola, con los ojos entrecerrados -. Chúpame los dedos… -. Su tía se metió tres dedos dentro de la boca, pasándole la lengua por las yemas -. Así… Así… Ummmm, qué gusto… El otro, el otro pie…

Ella misma le bajó uno y se encargó de elevar el otro pie hacia su boca. Tímidamente, comenzó a mordisquearlos, con los labios, rozando la lengua mínimamente por las yemas. Leo empujó un poco el pie hasta meterle todos los dedos dentro de la boca. Una baba le discurrió por la comisura del labio y le goteó dentro del escote. Tenía toda la teta por fuera, se le había sobresalido por el lateral y no se había percatado. Con todos los dedos dentro, trataba de asestarle pequeñas mordeduras, sujetándolo por el tobillo.

-          Ummmm, qué gusto más grande…

Le mordisqueó los dedos unos segundos más, fijándose en la erección palpitante bajo el slip, y empujó el pie sacándoselo de la boca y bajándoselo al suelo. Se limpió los labios con el dorso de la mano, con ganas de escupir ante el mal sabor que le había dejado, y entonces se colocó el escote forrándose la teta.

-          Ya está, Leo, que es muy tarde – le dijo levantándose.

-          No sabes lo relajado que me has dejado.

-          Hasta mañana, Leo.

Cerró la puerta tras de sí al entrar en el cuarto y fue directa a la botella de agua para enjuagarse la boca. Julio se volvió hacia ella.

-          No sabía qué hacer, Julio, me daba miedo que se cabreara después de haberme visto esta tarde…

-          Lo sé, cariño.

Se echó a su lado y le estampó un besito en los labios, después de haber estado lamiéndole los pies a un joven. Julio, de nuevo, fue incapaz de conciliar el sueño.

      Al día siguiente, todo transcurrió como siempre, aunque hubo mucho ajetreo y don Carlos no paró de ir y venir durante todo el día. Leo salió a tomar algo después del trabajo y Julio e Inés se retiraron a su apartamento tras la cena. Ella se puso a coser, sentada en una silla, mientras que Julio veía la televisión. Antes de la medianoche, se presentó Leo. Olía a alcohol y se le trababa la lengua, como si se hubiese pasado bebiendo. A Julio le incomodaba su presencia y mucho más en aquel estado. Dio las buenas noches y se metió en el cuarto a cambiarse.

Salió a los pocos minutos con un albornoz por encima, un albornoz desabrochado, exhibiendo su barriga de pelillos pelirrojos, sus piernas gruesas y el slip blanco que definía el volumen de su paquete. A Inés le dio corte mirarle y trató de concentrarse en la costura. Julio, indignado, aguantaba apretando los dientes. Le enrabietaba que anduviera así delante de su esposa.

-          Tío Julio, anda, ¿por qué no te vas a la cama? Es tarde y madrugas mucho… Quiero tumbarme ahí en el sofá…

-          Sí, sí, ya me iba…

Le cedió el sitio. Leo se tumbó en el sofá, con el albornoz abierto. Apoyó la cabeza en un cojín y colocó los pies en el antebrazo del sillón. Miró hacia su tía. Llevaba unas mayas blancas ajustadas, unas mayas que definían las curvas de sus caderas, y una camiseta elástica de color negro.

-          ¿Te vienes, cielo?

-          Sí, voy a recoger esto.

Julio se metió en la habitación.

-          Tía, ¿por qué no me chupas un poco los pies?

-          ¿Ahora, Leo? No me apetece, de verdad, es tarde…

-          Anda, no seas tontona, un poquito sólo. Ya sabes lo que me relaja cuando me los chupas. Me entra sueño con ese cosquilleo…

-          Pero, Leo, cómo quieres que…

-          Venga, mujer, un poquito…

Soltó las costuras y se acercó a la puerta del cuarto. Se asomó y le dijo a su marido que ahora iba. Julio asintió desfallecido cuando le cerró la puerta. Sabía que ella lo hacía para que no sufriera de celos.

-          Sólo un poco, Leo…

-          Sí…

Al tenerlos apoyados en el posabrazos del sofá, le sujetó uno con las dos manos y, de pie, se curvó hacia él. Empezó a lamérselo, mordisqueándolos con los labios y los dientes.

-          Chúpalos… Chúpalos…

Tuvo que sacar la lengua y empezar a lamerle los dedos, pasándola por encima de las uñas y después por las yemas, a veces comiéndose el dedo gordo como si fuera una pollita. Leo tuvo que pasarse la mano por encima del slip al ver cómo subía y bajaba levemente la cabeza al chuparle el dedo gordo. La veía de perfil, inclinada, con el culo en pompa y las tetazas colgándole bajo la camiseta, aunque no se transparentaba nada, sólo curvas y volumen. Le pasó la lengua un poco por la planta y pasó a lamerle el otro pie, sin mirar hacia él, sujetándolo con ambas manos. Algunos cabellos de la melenita se le caían por el lado.

-          Ummmm, qué gusto, tía Inés… Así… Chupa el dedo, chupa el dedo…

Le estaba lamiendo el dedo gordo, lo tenía entero dentro de la boca, notaba la lengua en la yema, cuando se pasó la mano por el bulto y notó que se corría. Desde el cuarto, Julio pudo ver cómo fruncía el ceño, cómo una mota de semen asomaba por el lateral del slip. A su mujer la veía de espaldas, con el culo empinado, subiendo y bajando la cabeza.

-          Ya está, Leo, estoy muy cansada.

-          Muy bien, tía, me has dejado muy relajado.

-          Hasta mañana.

A Inés le abochornó mirarle y se encargó de apagarle la luz del saloncito. Cuando entró en el cuarto su marido yacía dormido de espalda, aunque en realidad unos lagrimones caían de sus ojos. Se desnudó, se puso el camisón tras enjuagarse la boca y se echó a su lado pasándole un brazo por encima. Su sobrino se había aficionado a que le lamiera los pies e Inés sabía que se excitaba, pero no tenía agallas para imponerse, tenía pánico.

     Julio tenía que hacer frente a semejantes vejaciones. Su esposa ya no sólo debía apechugar con las miradas obscenas del viejo, ahora su sobrino, con su comportamiento amenazante, también se aprovechaba de su docilidad. Ya no se atrevía ni a tratar el tema con su mujer. Él sufría de rabia, pero ella lo estaba pasando peor, lo sufría en carne y hueso.

   Al día siguiente, al mediodía, almorzaron los tres en el saloncito del apartamento. Pero sonó el timbre de recepción y Julio tuvo que ir a atender al huésped. Inés quitó la mesa mientras su sobrino se fumaba un cigarrillo y después se metió en el lavabo a retocarse un poco el maquillaje. Don Carlos estaba de viaje y probablemente no regresaría hasta el día siguiente, así es que se había puesto cómoda, con las mayas blancas ajustadas y la camiseta elástica negra.

Su sobrino entró tras ella. Se acercó por detrás a su oído y le dio una palmadita cariñosa en el culo.

-          ¿Me chupas un poquito los pies? Los tengo muy tensos y tú sabes relajarme…

-          Tengo que irme a trabajar, Leo, por favor – le suplicó.

-          Sólo será un momento, anda, ven.

-          Leo, ahora no…

La sujetó de la mano y tiró de ella para acercarla a la taza. Bajó la tapa y se quitó un zapato, luego subió el pie encima, con el dedo gordo empinado.

-          Anda, tía, necesito relajarme…

-          Pero, Leo, cómo quieres…

-          Venga, coño, sólo un poco… Para un puto favor que te pido.

-          Está bien, vale, sólo un poco, no te pongas así…

Se arrodilló ante el lateral de la taza. Apoyó las manitas en el borde y acercó la boca para empezar a chuparle el dedo gordo del pie, lamiéndolo como si fuera un helado. Leo no podía ver cómo lamía, la melena cuadradita lo tapaba, sólo la veía mover la cabeza, sentir el cosquilleo de la lengua, con la camiseta ligeramente subida hacia la espalda y la raja del culo sobresaliendo por la tira superior de las mayas.

-          Muy bien… Así… Cómo me gusta cuando me chupas…

Empezó a refregarse la zona de la bragueta, pasándose la palma y pellizcándose. Su tía le lamía el dedo del pie subiendo y bajando la cabeza, aunque a veces se detenía para pasarle la lengua por encima a los otros dedos, por los nudillos y las uñas, arrodillada ante la taza.

-          Ahora el otro…

Inés aguardó con la boca manchada de saliva a que bajara un pie y dispusiera el otro encima de la tapa. Enseguida que lo subió, se lanzó a lamerlo de la misma manera, mientras Leo se refregaba la bragueta de manera continua. Julio lo veía todo desde el pequeño salón, a su mujer postrada ante la taza, lamiéndole un pie mientras él se refregaba la bragueta.

-          Así… Muy bien… Un poquito más…

Vio la cabeza de su mujer moviéndose y la parte del culo sobresaliendo por la tira de las mayas. Vio a su sobrino cerrar los ojos, pellizcándose con fuerza en la bragueta, señal de que se había corrido. El hijo de perra, aprovechándose de su tía carnal. Inés elevó un poco la cabeza y la giró hacia él. Julio pudo ver el pie lleno de saliva.

-          ¿Ya?

-          Sí, tía, muchas gracias.

Cuando vio que su mujer empezaba a levantarse, Julio se retiró. Su mujer estaba hastiada de lamerle los pies a un joven pervertido y él no hacía nada por impedirlo.

   Esa misma noche, había bastante movimiento de huéspedes en el hotel. Don Carlos seguía ausente y Leo había salido como de costumbre. Inés le pidió a Julio que se encargara esa noche de atender la recepción, que estaba bastante cansada. La vio irse hacia el apartamento hacia las once de la noche. Un cuarto de hora más tarde, se presentó Leo, apestando a alcohol.

-          ¡Leo! ¡Qué temprano! – se sorprendió Julio tras el mostrador.

-          ¿Y tía Inés?

-          Se ha ido a dormir, está agotada.

Sin más palabras, Leo se dirigió hacia el apartamento. Al entrar, oyó la ducha y luz en el baño. Se quitó toda la ropa y se quedó tan sólo con el slip blanco, después irrumpió sin avisar. Pilló a su tía en bragas, unas bragas blancas muy pequeñas que apenas le tapaban el chocho, con todos los pelillos negros sobresaliendo por todos lados, con tiras laterales muy finas hundidas en las carnes y las inmensas tetas a la vista. Su reacción al verle fue contraerse tapándose la zona de los pezones con el antebrazo y las bragas con la palma de la otra mano.

-          ¡Leo! -. Miró su cuerpo rosado y peludo, vello rojizo, así como su paquete hinchado -. Iba a acostarme ya – dijo ruborizada al estar medio desnuda ante él.

-          ¿No vas a darme una mamadita en los pies?

-          ¿Ahora, Leo? Estoy muy cansada, ya te los he chupado este mediodía…

-          Anda, no seas cabrona, sabes lo que me gusta, un poquito solo, ahí en tu cama, tu marido pasará la noche en recepción.

-          Leo, no tengo ganas… No puedo pasarme todo el día chupándote los pies.

-          Venga, coño, sólo un poco.

-          Joder, Leo.

-          Vamos, cabrona, que tú sabes lo que me gusta.

Pasó delante de él sin apartar las manos de sus encantos, aunque el antebrazo apenas le tapaba el volumen de las tetazas. Leo la siguió. Las bragas eran tan pequeñas que se le remetían por el culo a modo de tanga. Las nalgas le vibraban con los pasos. Ella aguardó al pie de la cama mientras su sobrino se tendía boca arriba, con la cabeza en la almohada y las piernas muy separadas.

-          Anda, cabrona, chúpamelos un poquito, relájame…

Inés entró a cuatro patas en la cama, a la altura de su cintura, de espaldas a él. Las enormes tetas le colgaban como las ubres de una vaca y los pezones le rozaron el muslo peludo de la pierna. Leo la veía de culo, a cuatro patas, podía verle las tetas balanceándose, rozándole las piernas. A cuatro patas, Inés bajó la cabeza y empezó a lamerle el dedo gordo del pie.

-          Ohhh… Qué bien…

Mantenía los ojos fijos en el inmenso culo de su tía, lo meneaba levemente al subir y bajar el tórax. Tenía las bragas remetidas en la raja y en la entrepierna escapaban los pelos del chocho. Notaba cómo las tetas se ablandaban contra su rodilla. Elevó un poco el tórax y acercó la cara para olerle el culo, después volvió a recostarse. Su tía le mordisqueaba los dedos con todo el pie metido en la boca. No pudo resistirse, se bajó la delantera del slip y se la empezó a machacar con la mano derecha, pendiente del enorme culo en bragas que tenía ante sus ojos, notando la blandura de las tetas y la humedad de la lengua.

-          Ahhh… Ahhh… Qué gusto…

Julio había hecho acto de presencia y permanecía plantado bajo el arco de la puerta, observando a su mujer a cuatro patas lamiéndole el pie como una perrita, con una de sus tetas aplastadas contra una de las rodillas de Leo, ofreciéndole el culo mientras él se la sacudía. Leo le miró, pero estaba tan eléctricamente desesperado que enseguida volvió la vista hacia el culo de su mujer. Inés también elevó un poco la cabeza al notar su presencia. Una baba unía su labio inferior con el dedo gordo del pie. Se miraban a los ojos.

-          Sigue chupando, joder…

De nuevo, Inés continuó lamiéndole el dedo como un pequeño pene mientras su sobrino se masturbaba mirándole el culo. Julio se retiró, no podía hacer nada. Su mujer, por miedo, se sometía a aquellas humillaciones. Debía resignarse y soportar los celos.

-          Ahhh… Ahhh…

Desbordado, Leo se dio muy fuerte, apuntando hacia el culo, y al segundo empezó a regarle el culo de gotitas de leche, gotitas que caían por todos lados resbalando en finas hileras por las nalgas, algunas cayendo dentro de la raja y manchando las bragas. Al notar cómo la salpicaba, Inés elevó la cabeza y a cuatro patas le miró por encima del hombro, viendo cómo se la sacudía, ahora más despacio.

-          Me he excitado, tía Inés, mira cómo te he puesto… Te he manchado todo el culo…

Notaba cómo le corría la leche por las nalgas y las piernas. Bajó de la cama. Vio que se había dejado el slip bajado y que la verga erecta reposaba sobre el vientre. Se miró el culo y se vio las hileras brillantes corriéndole hacia abajo. Cogió una toalla y empezó a secárselo. Su sobrino la miraba, miraba cómo se le movían las tetas, cómo se le transparentaba el chocho.

-          ¿Te he manchado mucho?

-          Sí – sonrió, mostrando una sonrisa boba.

-          ¿Por qué no te quitas las braguitas y te echas un poco conmigo?

-          Pero, Leo, como quieres…

-          Anda, quítate las braguitas, vamos a relajarnos un poco, échate conmigo…

Seguía con la verga por fuera del slip y erecta. Inés se bajó las braguitas lentamente descubriendo su chocho peludo. Se quedó desnuda ante él.

-          Ven, ven conmigo… Vamos a relajarnos… -. Su tía se arrodilló encima de la cama y se tumbó de costado, de cara a él, en su izquierda, aplastando una teta contra su costado y otra reposando sobre los pelos de su pecho. Pegó el chocho al muslo de su pierna. Su sobrino le pasó un brazo por los hombros y empezó a acariciarle la espalda. Ella tenía la cara pegada a su cuello -. Qué cachondo me pones, cabrona… Estás tan buena…

-          Es muy tarde, Leo, necesito dormir…

-          Hazme una paja, todavía estoy muy caliente, hazme una paja, por favor…

-          Leo, yo no puedo…

-          Hazme una puta paja, joder, no puedo aguantar… Hazme ese favor, coño… Estoy caliente como un perro…

Inés arrastró la manita por el vientre hasta que le agarró la verga, respirando sobre su cuello. Se la levantó y se la empezó a menear despacio. A Leo le tembló el jadeo.

-          Uoooo… Ohhhh… Qué gusto… Muévete un poquito… -. Ella empezó a removerse sobre su costado, rozándole la pierna con el chocho, machacándole la polla con lentitud -. Así… Así… Chúpame… Chúpame… - Empezó a lamerle el cuello mientras le movía la verga, a veces pasándole la lengua y otras besuqueándoselo -. Tócame los huevos… -. Deslizaba la palma por el tronco y le estrujaba con suavidad los huevos duros, amansándolos, sin dejar de lamerle el cuello -. Qué bien, cabrona… Qué gusto más grande… Muévete… Muévete…

Se removió con más energía para apretujar el chocho contra su muslo y deslizó otra vez la palma hacia la verga para machacársela con más contundencia. Leo ya gemía con la boca muy abierta, mirando hacia el techo, arropado por una tempestad de placer. Ella apartó un poco la cabeza y miró hacia la mano que sacudía la verga. La estuvo mirando hasta que empezó a salpicar leche sobre la barriga. Frenó, dejó que derramara unas porciones, y le dio otra serie de sacudidas, hasta que volvía a derramar, así hasta que la verga dejó de escupir leche. Luego la soltó dejándola caer sobre la barriga.

-          Joder, estoy muerto, tía Inés -. Aún le tenía el brazo sobre los hombros -. Qué gusto… -. Cerró los ojos. Ella se mantenía pegada a su costado -. No puedo – decía con voz débil, muerto de sueño.

Inés aguardó inmóvil unos minutos, con la cabeza sobre su hombro, hasta que supo que dormía. Entonces le quitó el brazo y logró bajar de la cama sin que se despertara. Se fijó en su polla blanda doblada hacia un lado y en sus huevos. Tenía porciones de semen atrapadas en los pelos de la barriga, porciones que se hacían transparentes. Cogió una bata y salió del cuarto.

Julio permanecía sentado en el sofá, erguido. Lo había oído todo, pero no había querido asomarse. Vio a su mujer salir colocándose la bata. Le vio el chocho y las tetas balanceándose. Se puso la bata y se la abrochó tapándose.

-          ¿Qué haces ahí, Julio?

-          Nada.

Ella fue hacia la cocina y se sirvió un vaso de agua. Se enjuagó la boca y después bebió de la botella. Volvió a la sala. Su marido levantó la mirada hacia ella, desfallecido. Los pezones de las tetas asomaban por el escote al llevarlo muy abierto.

-          Le has masturbado, Inés.

-          ¿Qué querías que hiciera? ¿eh? ¿Negarme, Julio?

-          Inés – dijo reclinando la cabeza sobre las manos.

-          No significa nada, Julio, sólo es sexo -. Julio empezó a lloriquear con el rostro tapado sobre las manos. Inés se sentó a su lado y le pasó la mano por la espalda -. No significa nada para mí, Julio, tú lo sabes. Ha querido desahogarse conmigo, no he podido pararle.

Tuvo que abrazarle para calmarle. Las lágrimas le abatían.

   A la mañana siguiente, todo comenzó con la rutina de siempre. Don Carlos tuvo varias reuniones con proveedores y estuvo casi toda la mañana fuera. Hubo mucho ajetreo en recepción y Leo no paró de meter facturas en el ordenador mientras su tía atendía a los huéspedes. Tanto su tía como él trataban de aparentar naturalidad, aunque a veces él le hacía alguna carantoña. Almorzaron los tres juntos en el apartamento y tras la comida, Inés tuvo que subir a preparar unas habitaciones. Julio se ocupó de quitar la mesa mientras Leo se fumaba un cigarrillo. Apenas había cruzado una palabra con su sobrino, se sentía indignado y muerto de rabia.

-          ¿Qué pasa, tío Julio, estás cabreado conmigo?

-          No – contestó secamente.

-          No te enfades, hombre, tu mujer y yo sólo nos relajamos un rato, no tienes que preocuparte por nada, yo no me voy a enamorar de mi tía.

Julio soltó el trapo con el que limpiaba las miajas de la mesa y se sentó a su lado.

-          Leo, no está bien,  tú lo sabes.

-          Que no pasa nada, hostias. Sólo me hizo una paja, no es para tanto, si en el fondo es una putilla.

-          No hables así de tu tía, Leo, por favor. Es tu tía…

-          La hija puta me pone cachondo, qué coño quieres que haga. No te preocupes tanto, seguro que en el fondo te gusta que el viejo le mire las bragas a tu mujer, ¿eh, mariconcete?

-          Leo, de verdad, yo…

-          Serás cabrón, ¿te molesta que tu mujer se relaje conmigo? ¿eh?

-          No, lo que pasa es que…

-          Que sólo me ha hecho una puta paja, coño. Que tampoco es para tanto.

-          Ya lo sé, Leo, pero entiende que yo…

-          La muy cerda va enseñando las bragas por ahí, qué coño quieres que haga si me la pone dura. ¿O es que no sabes darle como es debido?

-          ¿Qué?

-          ¿Te molesta que nos relajemos?

-          No, es que…

-          Que si te molesta, coño – le interrumpió.

-          No, no – se acobardó.

-          Ella te quiere, joder, pero es una cerda sin remedio. Deja que se divierta un poco, que está harta de trabajar. De verdad, ¿te molesta que nos relajemos tu mujer y yo?

-          No.

-          Así me gusta, coño, hay que tener la mente abierta.

Apagó el cigarrillo y se levantó de la mesa. Dejó a Julio ahogado en sus penurias.

  La tarde fue tan ajetreada como por la mañana. Hubo muchísimo bullicio en el hall por la llegada de un autobús cargado de turistas que pasarían la noche en el motel. Hasta don Carlos tuvo que acompañar a Inés y a Leo en el mostrador de recepción para hospedar a tanta gente. Julio la veía entre los dos, observaba las bromas y los piropos que le lanzaba Leo, cómo ella le reía las gracias, cómo don Carlos la rozaba cada vez que podía. El muy cabrón de su sobrino no paraba de mimarla. Fue tal el dolor de los celos, que a última hora de la tarde, Julio se sintió mareado, las rodillas le fallaron y tuvo que sentarse con el rostro pálido.

Los tres acudieron en su auxilio. Había tenido una bajada de tensión fruto del enorme estrés, fruto del dolor de la impotencia, de las sensaciones dantescas que los celos le transmitían. Su mujer estuvo abanicándole y entre Leo y dos clientes le llevaron al apartamento y le tumbaron en la cama. Estaba tan deprimido, que la cobardía le destrozaba el alma. Su mujer le preparó una tila y le acompañó un rato sentada en el lecho de la cama, pero muy cerca de la medianoche, cuando parecía quedarse traspuesto, vio que salía de la habitación, con el uniforme puesto. Alguien debía ocuparse de la recepción durante la madrugada al estar el motel al completo.

Trató de dormir, pero no era capaz. Oyó la ducha. Ya era la una de la madrugada y reinaba el silencio. Se incorporó. Estaba hecho un desastre, ahogado en una enorme depresión. A través de la ranura de la puerta, vio pasar a su sobrino en busca del paquete de cigarrillos. Llevaba una bata roja, desabrochada y abierta, sin nada debajo. La verga le colgaba flácida hacia abajo y se columpiaba con los pasos. Se abrochó la bata, se metió el paquete en el bolsillo y salió del apartamento, a esas horas, seguramente iba en busca de ella.

El hall estaba en silencio e Inés merodeaba tras el mostrador colocando papeles, tratando de poner en orden la documentación acumulada. Eran las dos de la madrugada. Todo el mundo dormía. Vio venir a su sobrino con la bata puesta. Venía descalzo. Al caminar, la bata se le abría y dejaba al descubierto los muslos robustos y peludos de sus piernas, con parte de su barriga asomando por el amplio escote de la bata. Ella llevaba el uniforme azul cobalto, con las falditas, las medias negras y la blusa.

-          ¿Qué haces aquí, Leo? Es muy tarde…

-          Vengo a ver a mi tía favorita, a mi tía la más guapa – dijo metiéndose tras el mostrador con ella.

-          Leo, es muy tarde, quiero terminar esto y dormir un poco. Hay mucha gente en el hotel. Don Carlos está en su habitación.

-          Me he acostumbrado a tus mamaditas en los pies y no soy capaz de dormir.

-          No es buen momento, Leo – le suplicó -. Puede venir cualquiera, ahora no, Leo…

-          Una chupadita en los pies, como tú sabes…

-          No, Leo, ahora no…

-          Vamos, no seas cabrona, ya sabes lo que me gusta…

-          No puede ser, Leo, entiéndelo, no puedes pedirme que me tire todo el día chupándote los pies. Haces que me sienta sucia, Leo, de verdad, y soy tu tía.

-          Venga, coño, si en el fondo eres una putona…

-          Leo, de verdad, vete a dormir…

-          Venga, unas chupaditas solo -. La sujetó del brazo -. Anda, sé buena…

-          Joder, Leo, por favor…

Ante tan amenazante insistencia, Inés se arrodilló ante él como una sumisa. Se echó hacia delante colocándose a cuatro patas y bajó la cabeza para empezar a lamerle uno de los pies, deslizando la lengua por el empeine y por encima de los dedos, de manera muy acariciadora. Relajado, sintiendo la lengua hasta por su tobillo, Leo se desabrochó la bata y se la abrió, agarrándose la verga para meneársela despacio, mirando hacia abajo, observando cómo su tía, a cuatro patas, le lamía el pie como si fuera una perrita.

-          Así, perra… Ohhhh… Qué bien lo haces, perrita… Ummm… -. Notaba cómo le pasaba la lengua por encima de los dedos, cómo lengüeteaba sobre el dedo gordo, cómo después arrastraba la lengua por el empeine hacia el tobillo -. Así, perra, lo haces muy bien… -. Leo se curvó y le tiró de la falda hacia la cintura, dejándola en bragas, con las bandas de las medias a la altura de las ingles -. Quiero verte las bragas, perra… -. Le manoseó el culo y le asestó unos pequeños azotes en las nalgas, tamborileando con las palmas, hasta que le apartó las bragas a un lado y la dejó con la raja al aire, con el chocho visible en la entrepierna. Ella seguía lamiendo con el culo al aire. Leo volvió a erguirse para sacudirse la verga -. Mueve el culo, perra… -. Lamiéndole los dedos del pie, se puso a menear el culo gordo, con las bragas apartadas a un lado. A veces Leo se inclinaba y le azotaba el culo, obligándola a encoger las nalgas, y le asestaba unas palmaditas en el chocho -. Chupa, perra… Así… Así… -gemía cascándosela, pendiente en cómo su tía meneaba la cadera al mismo tiempo que lamía.

Inés le metía la lengua entre los dedos. Notaba cómo le sobaba el culo, cómo le tiraba de las bragas, cómo le palmeaba el chocho, cómo le pasaba la yema de un dedo por el fondo de la raja. Oía los tirones de verga, le oía acezar como un perro. Ya tenía la lengua seca de tanto lamerle el pie, como sin saliva en la boca. Sólo se esmeraba en hacérselo bien, en dejarle satisfecho. Trataba de dominar sus impulsos, de que aquello no significara nada, pero su sobrino no paraba de tocarle el chocho, de estrujárselo con las yemas de los dedos, de calentárselo, como si la oleada de placer fuese inevitable. Dejó de lamer, despidiendo el aliento sobre el pie baboseado, concentrada en las palmaditas que recibía en el coño.

La agarró de la melena y la obligó a erguirse de rodillas, con la punta de la verga rozándole el rostro. Miró sumisamente hacia él. Le achuchó las mejillas y le zarandeó la cara, atizándole unas palmaditas.

-          Eres una perra asquerosa – le dijo pasándole el pulgar por los labios, esparciendo el carmín por debajo de la nariz -. Vas a chuparme los huevos, ¿verdad, perra? ¿Verdad?

-          Sí…

Le pegó la cara a los huevos. Empezó a lamerlos, primero pasándole la lengua por la piel estriada y peluda y después mordisqueándolos con los labios. Él se la sacudía mirándola, con los dientes apretados. Ella se esmeraba en chupárselos a mordiscones. Trató de contenerse, pero con los huevos dentro de la boca, saboreándolos mientras él se la cascaba, bajó la mano derecha para tocarse el chocho, apretándoselo con las yemas de los dedos y meneándoselo en círculos. Leo vio cómo se masturbaba. Notaba cómo le tiraba de los huevos, notaba el roce de los dientes y las chupadas de la lengua, así como su mirada sumisa bajo su polla.

-          Estás caliente como una jodida perra asquerosa… -. No dejaba de agitar la mano para masturbarse al mismo tiempo que le mamaba los huevos, con el culo al aire al tener las bragas apartadas a un lado, al mismo tiempo que él se la cascaba. Algunos salivazos le resbalaban por la comisura de los labios y le corrían por las mejillas -. Ven acá, hija puta…

La sujetó del brazo y la obligó a levantarse. Ella lo hizo con la mano en el chocho. De los huevos colgaban gruesos hilos de babas. La sujetó por la nuca y la forzó a curvarse sobre la mesa bajo el mostrador. Con el ceño fruncido, Inés apoyó con los codos en la superficie, con la cabeza erguida, con la cara a escasos centímetros de una fotografía de su hija. Notó cómo le tiraba bruscamente de las bragas hasta bajárselas y cómo pegaba la pelvis a su culo, aplastándole las nalgas, removiéndose hasta perforarle el coño. Comenzó a embestirla follándola sin despegarse del culo, sujetándola por las caderas.

-          Ay… Ay… Ay… - gemía ella con la boca abierta, con todo su cuerpo convulsionando.

Él paraba con la verga dentro del chocho, le tiraba más de la falda hacia la espalda y volvía a removerse, soltando jadeos más secos.

-          Ahhh… Ahhh… Ahhh…

-          Ay… Ay… Ay…

Y Julio contemplando el polvo desde la oscuridad del pasillo. Les veía de perfil, a los dos gimiendo como perros en medio de la penumbra, sólo alumbrados por la lamparita del mostrador. El chico le tenía la pelvis pegada al culo y se removía enérgicamente aplastándole las nalgas, con la barriga peluda y blanda estrujada contra su espalda, apartándose hacia atrás los faldones de la bata. A su mujer la veía con las bragas bajadas bajo el encaje de las medias, gimiendo ahogadamente al menear el culo. Se echó sobre su espalda, sin moverse, con la verga dentro, y la agarró de los pelos tirándole de la cabeza hacia atrás, apoyando la barbilla en su hombro.

-          ¿Te gusta, cerda? Dime si se gusta, cerda…

-          Sí… - dijo emitiendo un gemido ahogado, los dos inmóviles, pegados.

-          Pídemelo, cerda, pídeme que te folle como a una cerda.

-          Fóllame… Fóllame… -. Echó el brazo izquierdo hacia atrás y plantó la manita en el culo de su sobrino, aplastándole la nalga, como apremiando a que la follara -. Fóllame…

-          Eres mi cerda, quiero que lo digas…

-          Soy tu cerda – repitió apretándole el culo con la manita.

Leo volvía a removerse tras soltarle la melena. Inés volvió a apoyar los codos en la superficie mientras él la embestía, pero enseguida estiró los brazos elevando el tórax. Entonces él, removiéndose, la rodeó con los brazos, besuqueándola por el cuello y estrujándole las tetas por encima de la blusa. Su tía volvía la cabeza hacia él, jadeando, y Leo le comía la boca a mordiscos al tiempo que tiraba rudamente de la blusa desabrochándosela, para agarrarle las tetas blandas y gordas, sobándolas como si amansara una masa.

-          Cómo me gusta follarte, cerda… Dime si te gusta, cerdita…

-          Sí… Sí…

Volvía a babosear sobre su cuello meneándole las tetazas con rabia, removiéndose nerviosamente sobre su gran culo. De nuevo, Inés volvió a apoyar los codos en la superficie, aplastándose las tetas, mientras él la agarraba de las caderas para reventarle el chocho con fuertes embestidas, acelerando cada vez más. Paró de repente, meneándose lentamente. Inés frunció el entrecejo, concentrada en notar cómo la llenaba, y de nuevo se irguió para que él la abrazara y le sobara los pechos.

-          Qué gusto correrme dentro de ti, cerda… ¿Te ha gustado, cerdita?

-          Sí – jadeó ella removiéndose para sentir la verga tan dentro, dejándose estrujar las tetas con suavidad.

Leo se separó de ella. Desde la penumbra, Julio pudo ver su verga empinada hacia arriba, con el capullo rozando el ombligo de la barriga blandengue. Les oía susurrar en voz baja. Leo se abrochaba la bata y ella colocaba las cosas de la mesa, luego se volvió hacia él, se subió las bragas y se bajó la faldita. Después se puso a abrocharse la blusa y a metérsela por dentro de la falda, arreglándose la melena descolocada. Su sobrino acababa de echarle un polvo a su mujer y él lo había presenciado. Regresó al apartamento y se sentó en la cama, tratando de buscar un poco más de resignación. Al poco rato vio llegar a su sobrino. La bata se le abría y dejaba visible su verga, ya reblandecida, colgando hacia abajo, recién salida del coño de su mujer. Le vio sentado y se asomó a la habitación.

-          ¿Qué haces ahí sentado?

-          Nada, no puedo dormir.

-          ¿Nos has visto? -. Asintió desfallecido -. ¿Te importa que follemos?

-          No resulta agradable, Leo, como comprenderás.

-          No seas maricón, si el viejo está todo el día mirándole las bragas y a ti te da igual.

-          No me da igual, Leo, es que…

-          Sólo hemos echado un polvo, coño. Tranquilo, hombre, que no pasa nada… Anda, duerme un poco.

Y le dejó, Julio le vio tumbarse en el sofá y al rato le oyó roncar.

     Todo cambió para Julio a partir de aquel polvo. Debía convivir con los celos y la rabia, resignarse a verla sometida por aquel joven. Su mujer no le contó que había follado con él y su silencio le dolió en el alma. Ella actuaba con mucha naturalidad, como si nada pasara. La veía reírse, la veía compartir bromas con su sobrino, lucirse ante don Carlos, como ajena al sufrimiento de su marido. Surgió la tensión entre ambos, él parecía sumergido en una honda depresión y encima ella le trataba muchas veces de manera despectiva. El amor entre ambos se deterioraba por la influencia de su sobrino. Maldijo su llegada. Se estaba comportando como un cobarde, no había hecho nada por ayudarla.

   Un mediodía comieron los tres en el apartamento y sonó el timbre de recepción. Fue a atender a los clientes y cuando un rato más tarde volvió, ella le estaba haciendo una paja. No le vieron. Leo permanecía reclinado en el sofá con el pantalón abierto y ella le sacudía la verga por fuera del slip, echada sobre su costado, vestida, lamiéndole las tetillas peludas del pecho. Lengüeteaba sobre la tetilla y después se la mordisqueaba, al mismo tiempo que le meneaba la verga muy lentamente. Él sólo le tenía un brazo por los hombros y la acariciaba por la espalda, por encima de la blusa.

-          Así, cerda… Despacito… Me gusta que me chupes, cerda…

A veces le pasaba la lengua por encima de la tetilla y luego se pasaba a la otra, rozándole el costado con los pechos bajo la blusa. La verga se la movía de manera muy lenta. Leo permanecía relajado con los ojos cerrados y la boca abierta. Vio cómo le comía los pelillos pelirrojos del pecho, tirando de ellos con los labios, para después bajar un poco más la cabeza y lamerle por la barriga. Observó salivazos en las tetillas.

-          Sí… Sí, cerdita… Sí…

Leo empezó a removerse y ella continuó lamiéndole y meneándosela igual de despacio, hasta que fluyó leche hacia los lados de la verga, manchando su manita. Entonces elevó la cabeza de su barriga.

-          Voy a por papel – le dijo ella.

Entonces, Julio regresó a recepción. Más tarde acudió Inés, pero como si tal cosa.

-          Tienes mala cara, Julio – le dijo ella.

-          Lo estoy pasando mal, Inés – le confesó.

-          Yo también, Julio, lo estoy sufriendo en mis propias carnes.

-          No me gusta verte con él.

-          Para mí no significa nada, ya lo sabes. Dime qué puedo hacer, Julio.

-          Podemos irnos.

-          Es un mal momento.

Bajaron unos huéspedes e interrumpieron la conversación. Julio estuvo toda la tarde dándole vueltas a la cabeza. Don Carlos le ordenó que preparara el jardín de la entrada y le tuvo toda la tarde ocupado, pero le dio tiempo para pensar. Tenía que luchar, sacarla de aquel infierno de lujuria. Cuando regresó a recepción, ella recogía las cosas.

-          ¿No te vienes a cenar? – le preguntó su mujer.

-          Luego voy, tengo que hablar con don Carlos.

La vio irse hacia el apartamento. Él se dirigió hacia la suite del viejo y le dio a la puerta. Desde dentro, le invitó a pasar. Llevaba su batín rojo, abierto, donde se apreciaba su barriga salpicada de vello canoso, su paquete tras la tela del slip y sus largas piernas raquíticas.

-          ¿Qué quieres?

-          Queríamos ir a Madrid a ver a mi hija. Hace mucho tiempo que no la vemos y ella no puede venir. Quería pedirle permiso, serán sólo dos o tres días.

-          Habla con tu sobrino y que él se ocupe de todo mientras estáis fuera, ¿estamos?

-          Sí, don Carlos.

El destino le brindaba una buena oportunidad de librarla de aquel tormento, de aquellas humillaciones. En Madrid se reencontrarían con su hija, podrían rehacer la vida allí, buscar un trabajo decente y tener una vida normal. Estaba seguro que con la ayuda de su hija lograría convencerla, conseguiría alejarla de aquella sucia maldad. Estaba esperanzado, estaba deseando proponérselo a su esposa.

Pero cuando entró en el apartamento, la oyó gemir como una perra, gemidos alocados entremezclados con los jadeos secos de su sobrino. Permanecían encerrados en el cuarto. Follaban salvajemente. Se sentó en el borde del sofá, con la sintonía de gemidos invadiendo sus oídos.

-          ¡Muévete, cerda! – gritaba Leo en medio de palmadas -. ¡Mueve el culo, cerda asquerosa!

-          Ay… Ay… Ay… - chillaba su mujer.

-          Así, cerda… No pares… No pares, cabrona… Uaaaaa… Uaaaa….

Tuvo que cerrar la puerta para que nadie oyese aquel escándalo. Volvió a sentarse. Vio una foto donde aparecían con su hija, los tres juntos, en una época más feliz. Quién le iba a decir que estaría allí escuchando a su mujer follar con otro hombre. Cómo podía ser tan pelele. Los gemidos fueron apagándose y dieron paso al silencio. Oía murmullos y sombras merodeando bajo la puerta. Continuaba sentado en el sofá, hasta que de repente se abrió la puerta y apareció su mujer desnuda, sosteniendo por el asa un orinal. Sus dos tetazas se columpiaban chocando una contra la otra, baboseadas y enrojecidas, y le vio los pelos del chocho como humedecidos, pegados a la piel. Estaba toda sudada, el sudor le brillaba por todo el cuerpo, con la melena completamente mojada, como si estuviera harta de follar. Llevaba puesto unos tacones, como si fuera una prostituta. Tras ella veía a su sobrino sentado en el borde de la cama, con la verga colgándole hacia abajo.

Inés se sorprendió al verle sentado en la oscuridad. Cerró un poco la puerta tras ella y se acercó a él con el orinal en una mano, procurando que no se vertiera. Julio pudo ver el recipiente medio lleno, el caldo amarillento con espumilla. Ella le frotó el cabello y le habló en voz baja.

-          ¿Qué haces aquí, cariño? Te va a ver, yo estoy bien, tengo que hacerlo, por nosotros, ¿lo entiendes?, ¿verdad? -. Julio asintió desfallecido -. Imagina que esto llega a oídos de la niña. Me muero, Julio. Tú no te preocupes, mi vida, sólo se desahoga conmigo, pero para mí no es nada, ¿vale? -. A Julio le tembló la barbilla -. Anda, vete fuera…

La vio ir hacia el baño con el orinal en la mano. Las nalgas le botaban por efecto de los tacones y las tenía rojas por los azotes. Abrió la tapa de la taza y se curvó para verter el orinal. Entonces le vio el chocho entre las piernas, anegado de leche, con porciones atrapadas en el vello, así como su ano, con el orificio bastante enrojecido.

-          ¡Vamos, cerda! – gritó su sobrino desde el interior.

-          Ya, ya…

Inés se irguió y de nuevo Julio la vio venir de frente, con los pechos meciéndose alocados. Llevaba el orinal vacío en la mano. Ni siquiera miró hacia su marido, irrumpió en el cuarto y empujó la puerta tras de sí, aunque no llegó a cerrarla. Desde el sofá, la mala fortuna le ofrecía la horrenda posibilidad de contemplar la escena.

-          Que me meo, coño…

Vio cómo su mujer se colocaba de pie a su derecha. Leo continuaba sentado en el borde. Se inclinó hacia él, con los pezones de las tetas rozándole el muslo de la pierna, le colocó el orinal bajo los huevos y le agarró la verga algo flácida bajándosela hacia el orinal. Se la meneó un poco. Leo resoplaba con los ojos entrecerrados, hasta que pocos segundos más tarde se puso a mear en el orinal. Ella se la sujetaba, curvada sobre su regazo. Despedía un fuerte y grueso chorro, hasta que poco a poco se fue debilitando y empezó a gotear. Entonces se la empezó a sacudir, salpicando gotitas dentro del orinal, poniéndosela dura.

-          Así, cerdita… Así… -. Ya se la tenía empinada -. Venga, vamos.

Su mujer depositó el orinal en el suelo y mientras él se levantaba, ella se subía en la cama a cuatro patas, con las rodillas separadas. Julio podía ver sus tetas colgando como dos ubres bajo su cuerpo, podía ver su culo abierto, su chocho entre los muslos. Leo cogió el orinal y lo elevó metiéndolo entre las piernas de su mujer, justamente bajo el chocho. Aguardó, hasta arrearle una palmada en la nalga.

-          Vamos, cerda, mea…

-          No tengo muchas ganas, Leo…

-          Quiero verte mear, cerda, vamos… - Le atizó unas palmaditas en el coño, manteniendo el orinal debajo -. Venga, cabrona… -. Fluyó pis del chocho, fluyó con poca intensidad, resbalando como un riachuelo por la rajita hasta gotear débilmente en el orinal -. Así, cerda… Así… -. Le dio más palmaditas en el coño mojado -. Muy bien…

Continuó fluyendo pis de manera débil, mojándole el coño, hasta que dejó de gotear. Entonces, su mujer se mantuvo a cuatro patas cerca del borde, mirando al frente. Vio que Leo depositaba el orinal en el suelo. Aún le caían gotas del chocho sobre las sábanas cuando él se puso delante. Ahora Julio sólo le veía a él, de espaldas, veía su culo de nalgas peludas y sus huevos colgando en mitad de los muslos. Vio cómo la sujetaba por las nalgas y cómo pronto comenzaba a agitar el culo peludo para follarla, pegándole los huevos al chocho. Enseguida, Inés se puso a gemir como una loca, aunque no podía verla. La embistió aligeradamente, haciendo pequeñas pausas para removerse sobre su culo con lentitud, para reanudar las salvajes penetraciones, provocándole chillos de placer.

Julio observó cómo Leo frenaba con el culo contraído y la oyó suspirar. Entonces vio cómo su mujer erguía el tórax y él la rodeaba con los brazos sobándole las tetazas y besuqueándola por el cuello. Julio se levantó. Su mujer arrodillada encima de la cama y Leo de pie pegado a su culo, abrazado a ella. Así les dejó. Regresó a recepción y allí pasó la noche, refugiado en sus penurias. No la vio aparecer en toda la noche, durmieron juntos mientras él combatía los celos y la impotencia.

    Julio estaba viviendo un calvario. Trataba de evitarles cuando estaban en el apartamento, no quería volver a verles liados. Cada noche, se iba a la recepción y les dejaba dormir juntos. Ya apenas podía tocarla, ni abrazarla, su sobrino se la había arrebatado. Un día discutió con él, llegó incluso a amenazarle con denunciarle por abusos, pero su sobrino, encolerizado, le desafió y tuvo que achicarse ante él.

-          ¡Eres un puto maricón! Tu hija y todo el mundo va a saber lo maricón que eres… Te gusta que le miren las bragas a tu mujer, maricón. Adelante, denuncia…

Más tarde, hasta tuvo que oír una reprimenda por parte de su mujer.

-          ¿Estás loco? ¿Para qué le dices nada?

-          Estoy sufriendo mucho, cielo…

-          Tú eres tonto, la que estoy sufriendo soy yo, desgraciado. ¿Quieres destruir nuestras vidas? ¿Qué don Carlos se entere? ¿Quieres vernos en la calle a tu hija y a mí? -. Julio sólo la miraba y recibió una palmadita en la cara -. Contesta, ¿quieres vernos en la calle?

-          No.

-          Pues cierra el pico y no le digas nada. Tú lo estás pasando mal, pero yo lo estoy pasando peor.

-          No lo soporto, mi vida, no soporto ver qué…

-          Pues te vas, pero haré lo que sea por mi hija, ¿me has entendido?

Y le dejó ahogado en su pesadumbre. Estaba tan desanimado, que apenas se concentraba en el trabajo y algunas veces don Carlos le echaba la bronca delante de su esposa y de su sobrino

-          ¡Espabila, hostias, que estás amariconado! ¡Me tienes hasta los putos cojones!

Lo tenían como al criado de todos ellos. Un día escuchó una conversación entre el viejo y su sobrino.

-          A ver cuándo me traes otras bragas de tu tía, en las que tengo estoy harto de correrme.

-          Claro, le quitaré unas bragas.

-          ¿Has vuelto a verle las tetas?

-          Sí, cómo las tiene, don Carlos.

-          Joder, qué suerte tienes, qué mordisco les daba…

-          ¿Sigue dándole masajes en los pies?

-          Sí, y la cabrona cuando me toca, no sabes cómo me pone.

-          ¿Se los ha chupado?

-          No, no se lo he pedido. Me da no sé qué que se enfade y la jodamos.

-          Pruébelo, seguro que a la muy cerda le gusta.

Era horrible escuchar una conversación así sobre tu mujer, pero la resignación era el único camino.

     Transcurrieron unas semanas y a Julio le llegó la suerte. Su sobrino Leo se marchaba. Le habían hecho una oferta para dirigir un hotel en el extranjero, concretamente en Latinoamérica, y la había aceptado. Se marchaba lejos, todo volvería a ser como antes. Todo quedaría como una amarga experiencia. Podría soportar las obscenas miradas de don Carlos, pero nadie abusaría de su mujer en carne. Ni siquiera llegó a despedirle el día que se marchó. Recuperaba a su mujer. Aquella noche pudo dormir con ella, pudo dormir abrazado a su cuerpo.

-          Sé lo que has sufrido, mi vida – le decía -, era un loco pervertido.

-          Las circunstancias nos han obligado – añadió ella -. Quiero olvidarlo, ¿de acuerdo? – le pidió dándole la espalda.

-          Yo también mi amor.

-          No quiero volver a hablar del tema.

-          No te preocupes, no lo haremos.

Las cosas volvían a su cauce, volvían a ser como antes, aunque Julio la veía con un carácter más frío y despectivo. Lo entendía, necesitaba tiempo para superar el horror, su sobrino había estado abusando de ella durante mucho tiempo, obligándola a perversiones dantescas. Él trataba de mimarla, aunque muchas veces a ella le resultaba empalagoso y le pedía que la dejara en paz. Julio entendía que debía armarse de paciencia, había sido una experiencia muy dura, ni siquiera quería hacer el amor con él, muchas veces ni siquiera le daba el beso de las buenas noches. No le quedaba más resignación que la paciencia.

    Pero el tormento de Julio como cornudo consentido no había terminado. Una mañana, Inés se hallaba ante el mostrador de recepción ordenando unos papeleos, de pie, con su estrechito uniforme, ligeramente inclinada hacia la superficie. Oyó que don Carlos se acercaba por detrás. El viejo, como siempre, podía verle parte del encaje de las medias. Se detuvo cerca de ella. Inés se irguió y se giró hacia él.

-          ¿Desea usted algo, don Carlos?

-          Quería pedirte un favor.

-          ¿Cuál?

-          Que me acompañes a la cena de empresarios esta noche. No me apetece ir solo, todo el mundo va en pareja y este año me darán un premio como empresario del año.

-          Claro, don Carlos, estaré encantada de acompañarle.

Extendió el brazo y con la mano la acarició bajo la barbilla.

-          Muchas gracias, bonita. Ponte guapa, ¿de acuerdo?

-          Sí, sí, no se preocupe.

Julio estaba colocando las mesas de la terraza cuando vio venir a don Carlos. Dejó lo que estaba haciendo y salió a su encuentro.

-          Ya estoy terminando, don Carlos.

-          Quiero pedirte un favor.

-          Claro, don Carlos.

-          Que me prestes a tu mujer -. Julio empalideció -. Quiero que me acompañe esta noche a la cena de empresarios a recoger mi premio. Espero que no te importe. Así la mujer se entretendrá un poco.

Titubeó un poco, nervioso por la propuesta, pero al final se achicó ante el carácter del jefe.

-          Sí, claro, no hay problema.

-          Muy bien, machote.

Y siguió su camino, dejándole como un pasmarote plantado en mitad de la terraza. A última hora de la tarde, fue al apartamento y la vio arreglándose en el baño, retocándose su cuadrada melena de mechas y el maquillaje de la cara. Iba muy guapa con un traje de chaqueta gris, compuesto por un chaleco y unas falditas ajustadas, con una abertura lateral. Llevaba medias de red y zapatos de tacón. Se estaba vistiendo para otro hombre. De nuevo le abordaron los celos al verla tan guapa.

-          ¿Ya os vais?

-          Sí, te lo ha dicho, ¿no? Quiere que le acompañe a la cena. Ahí te he preparado unos filetes -. Se colgó el bolso del hombro, le estampó un besito en los labios y salió disparada -. Me voy, ya sabes lo impaciente que es don Carlos.

Julio estaba viviendo horas muy tensas sentado ante el mostrador de recepción, atendiendo algunos huéspedes y ordenando facturas, mientras su mujer se divertía con otro hombre, un maldito viejo pervertido que estaba obsesionado con ella. Eran las dos de la mañana y aún no habían llegado. No paraba de deambular tras el mostrador, nerviosito perdido, hasta que hacia las dos y media de la madrugada les oyó llegar. Hizo el paripé ante el ordenador, como esforzándose en aparentar naturalidad.

Ella venía agarrada de su brazo, como si fuera su esposa. Contrastaba ver su exuberancia con la estampa de aquel viejo, alto y barrigón, con cabellos y perilla canosa. Se detuvieron a unos metros del mostrador. Julio se levantó. Seguía agarrada de su brazo.

-          ¿Qué… Qué tal?

-          Ha estado muy bien – contestó ella -. Ahora vuelvo, don Carlos quiere que me tome una copa con él en su habitación.

-          La mujer se lo merece, hombre, lleva mucho tiempo aquí encerrada. No te importa, ¿verdad, machote?

-          No – contestó serio.

-          Vamos, bonita.

Les vio alejarse por el pasillo que conducía a la suite, ella agarrada de su brazo, meneando el culo por efecto de los tacones. El muy cabrón se la llevaba a su habitación. Hijo de puta. Se dejó caer en la silla y reclinó la cabeza sobre las manos cuando oyó el portazo de la suite.

     Nada más entrar en la suite, don Carlos se quitó la chaqueta y se dirigió al mueble bar. Ella, tímidamente, se mantuvo de pie sujetando el bolso delante de ella.

-          ¿Qué quieres tomar, bonita?

-          Me da igual, don Carlos, lo que usted tome.

Sirvió dos whiskys y le ofreció la copa. Bebieron unos sorbos, los dos de pie, uno frente al otro.

-          ¿Por qué no nos ponemos cómodos? Voy a cambiarme. ¿Quieres ponerte cómoda?

-          Sí, lo que usted quiera.

-          ¿Por qué no te quedas en braguitas? ¿Eh? Aquí hace calor. Así estamos los dos más cómodos.

-          Me da un poco de vergüenza, don Carlos.

-          Anda, tontona, quédate en braguitas, verás que cómoda.

-          Bueno, voy a quitarme la ropa.

Se dirigió hacia el baño y allí encerrada se desnudó, se quedó los tacones, unas pequeñas braguitas negras de satén, muy brillantes, de finísimas tiras laterales, y un sostén negro que tapaba únicamente la base de los pechos, dejando su gran volumen de masa blanda a la vista, con las medias de red. Se vio como una prostituta al mirarse al espejo. Se colocó la melenita y se retocó el carmín de los labios, después salió fuera.

Se hallaba sentado en mitad del sofá, espatarrado, fumando y bebiendo, con el batín rojo abrochado, un batín por donde sobresalía parte de la curvatura de la barriga y los pelos canosos del pecho, así como sus piernas largas y raquíticas. La miró embobado con el puro en la boca. Las gigantescas tetas se mecían al caminar, con parte de las aureolas asomando por encima de las copas. Meneaba la cadera por el efecto de los tacones y por la tira superior de las bragas sobresalían los pelos del chocho. Se ruborizó al ver cómo la miraba. Se lució al caminar hacia la mesita donde tenía la copa. El viejo pudo verle las bragas remetidas por el culo, igualmente con pelillos del coño visibles en la entrepierna. Se giró hacia él, dando un sorbo. Parecía su putita con las medias de red hasta medio muslo. Ella se fijó que tenía el batín un poco abierto y que asomaban parte de sus huevos. No llevaba calzoncillos.

-          Estás muy guapa en bragas – le dijo fijándose en cómo la delantera de las braguitas apenas le tapaban el chocho.

-          Gracias, don Carlos.

-          ¿Quieres darme un masajito en los pies?

-          Si a usted le apetece…

Soltó la copa y se arrodilló ante él. Cómo se le movían los pechos. El viejo alzó las plantas dejándolos apoyados en la moqueta por el talón. Se los empezó a masajear uno con cada mano, manoseándoselos muy suavemente.

-          Ummm, qué bien lo haces…

Le apretaba las plantas con extrema suavidad.

-          ¿Le gusta así?

-          Chúpamelos… Chúpamelos…

Se colocó a cuatro patas como una perrita, con sus pechos balanceándose, casi rozando la moqueta, y se inclinó hacia delante empinando el culo, empezando a lamerle el dedo gordo del pie, como si fuera un pequeño pene. Don Carlos contemplaba asombrado su culo empinado, sus tetas rozando el suelo, cómo se comía los dedos de sus pies, a veces mirándole sumisamente.

-          Así, muy bien, así… Chúpalos… Chúpalos…

Se los baboseaba a veces comiéndose el pie entero o mordisqueándole algún dedo, sin ningún escrúpulo. El viejo veía las hileras de saliva corriéndole por el empeine. Se desabrochó el cinturón y se abrió el batín hacia los lados. Se agarró la verga, fina y algo larga, blancuzca, y se la empezó a menear. Sin dejar de lamerle, Inés miró hacia él, vio cómo se la cascaba, cómo unos huevos blandos y largos, muy caídos, botaban en el sillón. Vio el vello canoso y rizado que rodeaba la polla y la curvatura de su barriga. Elevó un poco la boca del pie para mirarle. Una gruesa baba unía su labio superior con la uña del pie.

-          ¿Quieres chupármela, cabrona? – le preguntó sin dejar de atizarse tirones -. Acércate -. Inés dio unos pasos entre sus raquíticas piernas, entonces el viejo la agarró de la nuca y la forzó a curvarse sobre la verga -. Chúpamela… Así, cabrona -. Inés empezó a comerse la verga, lamiéndola despacito, con suma lentitud, deslizando los labios por todo el tronco, con las manitas apoyadas en sus muslos -. Ohhh… Qué bien la chupas… - jadeaba electrizado, colocándole ambas manos sobre la melena para empujarla -. Bájate las bragas… -. Sin dejar de mamar, echó los brazos hacia atrás, enganchó los pulgares en las tiras laterales y se las bajó por debajo del culo, después volvió a alzar las manos, acariciándole un muslo con una mano y los huevos flácidos con la otra -. Chupa, así, bonita, lo haces muy bien…

Lamía tan relajadamente que el viejo se reclinó con los ojos entrecerrados, dejándola a ella a su aire. Fue lo que se encontró Julio al entreabrir la puerta, el culo de su mujer, con las bragas enrolladas en los muslos. Podía verle el chocho entre las piernas y cómo subía y bajaba el tórax para mamársela. Había ido a buscarla ante la tardanza. El viejo acezaba de placer con los ojos casi vueltos. Vio que su mujer se erguía un poco y se la sacudía. Don Carlos abrió los ojos hacia ella.

-          ¿Quieres chuparme el culo?

-          Sí…

Mientras el viejo se levantaba con la verga empinada y baboseada, su esposa aguardaba arrodillada ante él. Se dio la vuelta y se curvó hacia el respaldo. Entonces vio a su mujer pasándole la lengua por el culo, a lo largo de toda la raja de donde sobresalía una pelusa canosa. Y en la entrepierna de su mujer vio aparecer sus dedos, meneándose el chocho, masturbándose mientras le lamía el culo a un viejo de setenta años. Era una puta, su sobrino la había convertido en una puta y a él en un cornudo, un cornudo que tendría que consentir aquellas perversiones si quería seguir a su lado. FIN. Carmelo Negro.

Gracias por los comentarios.

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