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La historia de Ana, incesto y prostitución 1

en Dominación

La historia de Ana: incesto y prostitución I

Ana y Melchor se casaron muy jóvenes, ella con dieciocho años y él con veinticinco. Se conocían desde niños, siempre habían vivido en el mismo barrio y siempre habían sido novios. Toda una vida juntos. Tuvieron hijos muy pronto, Tamara nació al año de casarse y Alberto dos años más tarde. Vivían en un popular barrio de Madrid de clase media, en una casa vieja que Melchor heredó de sus padres. Pasaron algunos apuros económicos, sobre todo al principio, pero poco a poco, con esfuerzo y trabajo, fueron saliendo adelante. Melchor se dedicaba al transporte y fundo una agencia para rutas internacionales. Casi siempre él se encargaba de los viajes a Marruecos donde solía transportar materiales de construcción, viajaba hasta el estrecho, pasaba el camión en un ferry y después se trasladaba hasta Tánger, donde descargaba en una importante empresa de construcción. Ganaba bastante dinero con estas rutas, aunque su idea era consolidar la agencia y luego construirse una casa nueva para su familia. Estaban prosperando. Eran felices. Pero nadie sabe lo que el destino nos depara y la felicidad puede verse truncada por hechos inesperados, a veces hechos ocasionados intencionadamente, como más tarde le ocurriría a Melchor, y otros fruto de circunstancias insospechadas, como le sucedió al joven Alberto, pero en ambos casos Ana iba a verse afectada por esas súbitas y caprichosas maldiciones del destino. Ésta es su historia.

La casa donde residían era demasiado antigua y pequeña y tal vez por este pormenor Alberto, desde muy joven, vivió episodios intrigantes que a la postre traerían graves consecuencias para toda la familia. Tamara, al ser la mayor, dormía en su propia habitación, pero él siempre durmió en la alcoba de sus padres, en un pequeño cuarto unido al dormitorio principal y separado únicamente por una cortina. Por este motivo, desde muy pequeño cientos de veces durmió con los gemidos de sus padres retumbando en sus oídos. Hasta que empezó a entender. Oía gemir a su madre en medio de la oscuridad y a su padre acezar como un perro. Aunque procuraban ahogar los jadeos a medida que iba haciéndose mayor, Alberto agudizaba el oído y se hacía pajas cada vez que sus padres se ponían a joder. Algunas veces bajaba de la cama y ladeaba la cortina. Se masturbaba con las siluetas, observaba a su padre encima, bajo las sábanas, jodiendo a su madre. Volvía a tumbarse cuando terminaban, se mantenía alerta y cuando su padre se marchaba temprano, se dedicaba a espiar a su madre. Aguardaba hasta que la veía levantarse. Bajaba de la cama desnuda. Su madre era una mujer imponente. Alta y maciza, melena rubia ondulada, tez blanquecina, nariz afilada, labios gruesos y ojos verdes. Se fijaba en su amplio culo de nalgas abombadas y blandas, un culo con forma de pera. Se sacudía fuerte el pene cuando se volvía y sus descomunales tetas se balanceaban flojas, unas tetas acampanadas de base muy ancha, con pezones muy gruesos y oscuros. Y luego con su chocho, carnoso y con una mancha muy velluda que se extendía hasta las ingles. Su padre jodía con ella casi cada noche, resultaba complicado contenerse con una mujer así. Veía cómo se ponía las bragas y el sostén y abandonaba la habitación echándose por encima una bata. Fisgaba en sus cajones para masturbarse con sus bragas, la acechaba cuando se duchaba, cuando se desvestía, cuando dormía y los camisones le permitían ciertas posturas eróticas. Comenzó a fotografiarla para luego masturbarse en la intimidad. Estaba obsesionándose con su madre. Prefería espiarla a salir con los amigos, comenzaba a convertirse en un chico reprimido, encerrado en sí mismo, sin amigos, sin hobbies, sin ningún tipo de diversión. Su familia empezaba a preocuparse por él y no dejaban de aconsejarle. Fruto de su degeneración, su hermana Tamara también se convirtió en objetivo de sus perversiones. También la espiaba, también utilizaba sus prendas interiores. Tamara era una chica muy guapa, más delgada que su madre, con el cabello largo y liso de un tono castaño. Poseía unas tetas pequeñas, picudas y duras, también era muy culona, poseía un culo muy redondo y abombado que quedaba claramente definido cuando utilizaba vaqueros ajustados. Además, tenía la suerte que ni su madre ni su hermana se reprimían ante él cuando iban en paños menores o debían desnudarse, se entendía que prevalecía la confianza familiar. Ana salía desnuda en presencia de su hijo para coger la toalla y a Tamara no le importaba que su hermano entrara en el lavabo cuando ella meaba. Alberto procuraba contener los riesgos cuando su padre estaba delante, temía que le pillara y le acusara de pervertido. Melchor era un tipo recto que en más de una ocasión se le había ido la mano y le había soltado un par de hostias. Una vez estaba tumbado en la bañera, relajado, con el agua caliente, cuando irrumpió su madre levantándose el camisón para mear.

Lo siento, lo siento, no me puedo aguantar…

Se bajó las bragas ante sus ojos y se sentó en la taza a orinar. Alberto, desde la bañera, la observaba de perfil, sus nalgas asentadas en la taza, sus tetas en reposo tras la tela del camisón, oyendo el chorro caer. Se empalmó y se tocó bajo la espuma, se masturbó con su madre presente y el semen emergió a la superficie. Para colmo, cuando se levantó para limpiarse, se le cayó el rollo de papel y rodó por el suelo. Ana tuvo que inclinarse a recogerlo, con las bragas bajadas, exponiendo su amplio culo a los ojos de su hijo, que lo tuvo a escasos centímetros de su cara. Pudo ver su ano, un agujero cerrado de un tono rojizo, y más abajo su gran chocho peludo, una almeja de gruesa y profunda rajita. Fueron pocos segundos, pero suficiente para eyacular otra vez bajo el agua. Luego se subió las bragas y salió del cuarto de baño como si tal cosa. Su enviciamiento le estaba degradando. Las ganas por follarse a su madre le estaban enloqueciendo y no le apetecía ni salir ni divertirse, aparte de las malas notas en los estudios. Sus padres estaban preocupados, le animaban, llegaron incluso a pensar de que era gay, pero no conseguían sacarlo de su mundo. Estaba obsesionado desde hacía mucho tiempo, pero consciente de que mantener relaciones sexuales con su propia madre rozaba los límites de la perversión, rozaba los límites de la realidad. Y, inmerso en sus viciosos traumas, fueron pasando los años, hasta que un suceso destruiría la vida de Ana para siempre, una mujer corriente y honrada que siempre vivió por y para su familia.

Alberto cumplió la mayoría de edad y aún seguía siendo un chico tímido y acomplejado que apenas salía de casa, que solía repetir curso y que nadie le conocía amigos, y menos una novia. Continuaba con sus fantasías incestuosas, aunque todo se reducía a meras masturbaciones y a fisgar en la intimidad de su madre y su hermana, a recopilar material pornográfico de ambas mujeres. Tamara pronto cumpliría los veinte años, estaba en el primer curso de enfermería y llevaba unos meses saliendo con Marcos, su novio, un chico muy apuesto hijo de unos importantes empresarios del barrio. Ana, con treinta y ocho años, mantenía su espléndida belleza, más madura y más maciza, pero bien guapa y coqueta. Melchor había progresado bastante y la agencia de transporte funcionaba bien, sin embargo había invertido bastante dinero en la compra de camiones y el sueño de comprarse una casa más grande lo había dejado para más adelante. Las inversiones habían sido extraordinarias y las amortizaciones mensuales le quitaban el sueño y le dejaban el sueldo bajo mínimos, justo cuando su hija comenzaba en la universidad. Entendió que se había precipitado, pero ya era tarde para dar marcha atrás. Agobiado por las deudas, puso en venta tres de los cinco camiones y tuvo que admitir un socio en la sociedad que aportara algo de liquidez, un abogado que conocía desde que eran unos críos, un tipo llamado Darío, que casualmente, siendo adolescente, pretendió a Ana. A pesar de ello, siempre fueron buenos amigos y conservaron la amistad. Darío siempre fue un tipo respetuoso. Al final se casó con una ricachona del barrio, quince años mayor que él, y vivía desahogadamente en el centro de la ciudad. Darío ejercía de abogado, pero salió al rescate de su amigo cuando éste le planteó la posibilidad de entrar en el negocio. La avaricia es mala compañera y Melchor, cuando el negocio parecía sanearse por la aportación de Darío, cometió la torpeza de aceptar un trato de graves consecuencias. En Tánger unos narcos le propusieron traer a España un alijo de cocaína oculto entre la mercancía del camión, todo a cambio de una importante suma de dinero que Melchor creyó que valdría la pena. Pero interceptaron el alijo antes de la llegada a la frontera y las autoridades marroquíes le detuvieron acusado de tráfico de drogas. Inmediatamente fue encarcelado con escasas posibilidades de salir libre. Le encerraron en una prisión de mala muerte en mitad del desierto.

Darío fue el encargado de comunicarle la noticia a la familia. Fue un golpe duro para Ana, su vida se derrumbaba en un segundo. El socio de su marido le prometió que él se encargaría de todas las gestiones relacionadas con su defensa, aunque admitió las escasas posibilidades de éxito. Fue un palo para todos, Tamara no paró de llorar aquella mañana. Alberto, en cambio, fruto de su perversión, vio una luz a sus fantasías, vio la posibilidad de quedarse a solas con las dos mujeres. Sería el hombre de la casa al menos por un tiempo, hasta que su padre consiguiera la libertad. El mes siguiente a la encarcelación de Melchor supuso un calvario para Ana entre los asuntos de la empresa y el espinoso tema de su marido, menos mal que Darío procuraba aliviarle sus sofocones. Se ofreció a llevarla hasta Marruecos para el juicio y no reparó en gastos al ocuparse de la defensa de su socio, aunque en verdad lo hacía por ella, por estar a su lado el mayor tiempo posible. Desde muy pequeño Ana le había gustado mucho y formaba parte de sus fantasías. Durante el viaje no paró de mirarla, de crearse en la mente posibles encuentros, y no paró de halagarla y tranquilizarla en todo momento. Era tan hermosa. Para Ana la visita a Marruecos fue una pesadilla. No le permitieron ver a su marido, el director de la cárcel incluso le propuso ciertos favores sexuales a cambio de un rato con él, favores que ella rechazó, favores que la escandalizaron. El juicio se celebró una semana más tarde y Melchor salió culpable bajo una condena de cadena perpetua. El destino de Ana y sus hijos quedaba a la deriva y regresó a España destrozada, bajo la percepción de que era muy probable que jamás volviera a ver a su marido. Darío se ofreció a seguir luchando para conseguir la libertad de Melchor y le propuso la venta de su parte del negocio para que obtuvieran algo de dinero. Ana aceptó el trato, sabía que sería incapaz de ocuparse de la agencia de transporte.

Transcurrieron unos meses y la cosa fue a peor. Las deudas la acosaron hasta el punto de que le embargaron la vieja casa donde vivían y tuvo que ponerse a fregar escaleras. Los ponían de patitas en la calle. Unos días antes del desahucio, Darío se presentó en su casa. Había conseguido hablar con Melchor gracias a unos contactos en Rabat y su marido había tratado de solucionar el asunto desde la cárcel.

Ha hablado con su hermano Tadeo. Como sabes, tenía alquilada la planta de arriba y se compromete a acogeros por una cantidad irrisoria al mes. Ya ha despedido a los actuales inquilinos y os podéis trasladar allí hasta que cambien las cosas.

Y a principios de semana se trasladaron a la casa de su cuñado Tadeo, el hermano mayor de su marido. A Ana no le hacía mucha gracia, pero no le quedó más remedio. Nunca tuvo una estrecha relación con su cuñado, era un solterón de 55 años, un putero y un alcohólico con muy mal genio, pero al menos les ofrecía un techo barato para vivir. Era alto y gordo, con una barriga muy redonda y pronunciada, tenía una cabeza con forma de melón, picuda, y estaba calvo, sólo una hilera de pelos en forma de herradura, casi siempre sin afeitar y apestando a alcohol. Les recibió ataviado con un viejo albornoz de rizos y algo colocado de vino. Daba asco verle. Puso las cosas claras desde el principio. Les alquilaba la parte de arriba de la casa por cincuenta euros semanales y aparte debían ocuparse de la limpieza de toda la casa y prepararle la comida diariamente, así como tenerle la ropa a punto y la compra hecha. Ana le agradeció su hospitalidad y terminaron acomodándose en la primera planta.

Era una planta pequeña formada únicamente por dos cuartos, una sala de estar y un lavabo ridículo, todo en treinta y cinco metros. Existía un pequeño recibidor con una escalera que conducía a la parte de abajo, más extensa, donde vivía Tadeo. Ana dormiría en un cuarto, que a la vez serviría para planchar y de despensa, y Tamara y Alberto compartirían el otro, destinando la sala de estar para ver la televisión, comer y descansar. Diariamente, Ana se mataba a trabajar. Cuando Tadeo se marchaba por la mañana temprano, bajaba y le limpiaba toda la planta, le dejaba la comida a punto y después se iba a fregar escaleras por distintos edificios del barrio. A veces su hija Tamara la ayudaba en las labores del hogar, trabajando por las tardes en un bar para poder sufragarse los costosos gastos de la universidad. Ambas procuraban no cruzarse con Tadeo y se esforzaban en tenerle todo a punto para no cabrearle. Era un hombre de muy mal genio. A veces llegaba cuando Tamara le planchaba la ropa o cuando Ana le vestía la cama. Además, era un baboso, sólo había que ver sus miradas cuando acechaba cerca de ellas. Tanto Ana como Tamara procuraban ir tapaditas a conciencia para no incitarle. Eran sus amas de casa. Alberto seguía siendo un vago y apenas bajaba a la calle, salvo para ir al instituto. En una planta de dimensiones tan reducidas, su perversión incestuosa fue en aumento. Ahora dormía muy pegadito a su hermana, y su hermana no tenía ningún pudor para dormir en bragas o para cambiarse delante de él.

Una noche su hermana se acostó en ropa interior, un sujetador negro y un tanga de encaje. Con la luz del amanecer, Alberto se irguió para masturbarse con ella, como solía hacer cada día, aunque la mayoría de las ocasiones dormía arropada. Estaba tumbada de costado con las piernas flexionadas, de espaldas a él. Tiró muy despacio de las sábanas hasta descubrir todo su cuerpo. Acercó la cara a su entrepierna. Tenía la tira del tanga metida por el coño, hundida entre sus labios vaginales, con el clítoris por fuera. Luego seguía por la raja del culo, aunque la raja era tan profunda que no se veía ni la tira. Le olió el chocho sacudiéndose la polla, le olió el culo, con los ojos muy cerca, y se corrió olfateando el chocho de su hermana. Otra mañana despertó como siempre, temprano, y esa vez Tamara dormía tendida boca arriba. De tanto moverse una copa del sostén se le había movido y tenía una de sus tetas por fuera, con el pezón erguido. También por la delantera de sus bragas se transparentaba su coñito, aquella vez decorado sólo por una fina línea de vello. Se ponía las botas y soñaba con follársela algún día. Cuando su madre no estaba, Tamara llevaba a Marcos a casa, se encerraban en el cuarto y les escuchaba follar como locos. Sentía celos del novio de su hermana por el hecho de que él pudiera joder con ella. Su madre tampoco se escapaba de su perversión sexual y trataba de pillarla desnuda, a sabiendas de que ella no iba a reprimirse porque confiaba en él. Estaba harto de verla con las tetas al aire, verla bajarse las bragas para mear o masturbarse mientras ella dormía.

Una mañana Ana se levantó un poco más tarde que de costumbre, ese día libraba en un par de edificios donde limpiaba las escaleras. Bajaría a hacerle la comida a Tadeo y después saldría a hacer la compra. Sus hijos ya se habían marchado, Tamara a la universidad y Alberto a la fábrica donde había comenzado a trabajar de vigilante. Había dejado los estudios, estaba hastiado de repetir curso y esforzarse sin conseguir ningún avance. Se desnudó y se metió en la ducha. Sólo se llevó unas bragas marrones con la tela muy desgastada donde se le transparentaba todo. Tras secarse, se puso las bragas y al abrir la puerta se encontró delante a Tadeo con su habitual albornoz de rizos. Se quedó petrificada. Sus tetas se balancearon ante el frenazo y el gesto intuitivo fue cruzar los brazos para taparse, aunque enseguida la mirada de su cuñado bajó hacia la delantera de las bragas, por donde se apreciaba la mancha triangular del chocho, de hecho parte del vello sobresalía por la tira superior y por los lados. Sus tetas también sobresalían bajo los brazos y quedaba bien visible el canalillo que las separaba.

¡Tadeo! Buenas, ¿qué pasa?

Groseramente se mordió el labio con la mirada fija en sus bragas.

Ya debes dos semanas. Te advertí que no quería retrasos.

Sí, perdona, es que no cobré hasta ayer. Ahora mismo te los doy.

Abochornada, sin retirar los brazos de sus pechos, se adelantó a él hacia su cuarto. Tadeo la siguió con la mirada, fijándose en cómo se le transparentaba la raja del culo a través de la tela de las bragas, cómo vibraban sus nalgas con las zancadas. Su cuñada tenía un buen polvazo. Se acercó a la puerta. Nerviosa, tapó su cuerpo rodeándose con una toalla para luego rebuscar en su bolso en busca del dinero. Tamara, su hija, lo había observado todo desde el rellano de la escalera, pero decidió no intervenir por miedo y aguantó en silencio tras la puerta observando el sometimiento del que su madre era víctima.

Toma, Tadeo, y perdona.

Tadeo recogió el dinero y lo guardó en el bolsillo del albornoz.

No quiero más retrasos, me cago en la puta que parió

Sí, lo siento, de veras.

Has vuelto a hacerme arroz, joder. Llevo comiendo arroz todos los putos días. Baja ahora mismo y hazme otra cosa.

Sí, sí, claro, ahora me cambio y bajo ahora mismo…

Vio pasar a su tío y unos minutos más tarde a su madre ya vestida para prepararle otra comida al señor. La trataba como a su esclava, con desprecio y sometimiento. Era lo que les deparaba, pagarían de por vida el error de su padre. A veces cuando limpiaba el polvo o le servía la comida, Tamara sabía con los ojos que la miraba su tío. Era un cerdo y un baboso, pero no les quedaba más remedio que aguantarle.

Una mañana, Alberto libraba y permanecía tumbado en la sala de estar enredando con el móvil. Se abrió la puerta del lavabo y vio aparecer a su madre recién duchada. Llevaba una bata abierta de seda color blanco, con una teta por fuera y con todo el chocho a la vista. Llevaba las manos alzadas secándose el cabello y no tuvo pudor al pasar delante de su hijo.

¿Vas a salir? – le preguntó él para retenerla.

Se volvió hacia él, aún con la abertura de la bata permitiéndole una visión de su coño.

Sí, tengo que hablar con Darío, para tratar lo del recurso. Ayer habló con la embajada.

¿Quieres que te acompañe?

Ven si quieres, de acuerdo.

La vio entrar en el cuarto y cerrar la puerta tras de sí. Apareció diez minutos más tarde ataviada de una manera muy elegante y seductora. Llevaba una camisa blanca calada con el escote redondo y botonadura frontal, fruncida bajo el pecho para realzar el busto. Después de puso una falda color arena de ancha cinturilla con trabilla, con cerradura lateral, con la base a la altura de las rodillas. Llevaba unas sandalias de cuña alta de corcho, color blanco, y bajo el vestido llevaba unas medias negras, con liguero sujeto a unas braguitas negras de encaje. Fueron juntos dos manzanas más allá de la casa, donde Darío tenía el despacho. Iba preciosa. Con su manera de contonear el culo obligaba a más de un hombre a volver la cabeza.

Darío les atendió con la misma amabilidad que de costumbre. Tenía 45 años, delgado y apuesto, siempre de traje, aunque su pelo se había vuelto canoso, así como la perilla que rodeaba sus labios. Le dijo que no había vuelto a contactar con Melchor, pero por sus contactos en Rabat sabía que estaba bien dentro de las penurias que estaría pasando en una cárcel de mala muerte. Ana le dijo que quizás obtendría ayuda jurídica de la embajada para presentar nuevos recursos, y le pidió a su amigo que fuera agilizando las gestiones. En ese momento, Darío se dirigió a Alberto.

Puedes salir un momento, chaval. Quiero hablar a solas con tu madre. Haz el favor, chaval, date una vuelta por ahí…

Sal un momento, hijo – le pidió su madre -. No tardaré.

Alberto cerró la puerta tras de sí. La mitad de la puerta la formaba un cristal opaco, pero enseguida se fijó que tenía una esquina rota por donde mirar y oír. Se arrodilló para asomarse, procurando que su sombra no se reflejara en el cristal. Darío rodeó la mesa y se sentó en una esquina, frente a su madre. Ana permanecía con las piernas cruzadas, atenta a la postura de su abogado.

Mira, Ana, este asunto de Melchor me está costando una fortuna, no sé si eres consciente, pero me debes un montón de dinero… -. Ana bajó la cabeza -. Y para el recurso, el recurso es caro, Ana, muy caro. Allí hay que sobornar gente, ¿entiendes?

Lo sé, Darío, no tiene precio lo que estás haciendo por mí. No sé cómo pagarte, te estoy muy agradecida.

Darío la miró apretando los dientes.

Eres una mujer muy guapa, Ana, y una mujer guapa sabe como agradecerle a un hombre lo que está haciendo por ella. No sé si me entiendes, Ana.

Ana tragó saliva abochornada y evitó su mirada.

Sí.

Una mujer como tú haría cualquier cosa por su familia, ¿es así?

Sí.

Y yo he hecho mucho por ti, Ana, y no me importa seguir ayudándote -. Extendió el brazo y la acarició bajo la barbilla como si fuera una niña buena -. Eres tan hermosa -. Le quitó las gafitas que llevaba y las depositó encima de la mesa -. Una mujer como tú conseguiría que un hombre fuese paciente. No pretendo que hagas nada que no quieras hacer, pero he hecho mucho por ti.

Lo sé, Darío -. contestó seria -. No sé cómo agradecértelo.

Una mujer tan guapa como tú sabe agradecer las cosas -. Ana bajó la cabeza, atemorizada -. Todo tiene un precio, Ana, tu marido cometió un error y hay que pagarlo. Sólo quiero pasar un buen rato contigo. Levántate.

Ana se levantó soltando el bolso encima de la mesa, sin atreverse a mirarle a los ojos, pero él le levantó la mirada sujetándola por la barbilla. Debía hacerlo, no le quedaba otra alternativa, debía hacerlo por su familia y su marido.

Desnúdate.

Su hijo Alberto se masturbaba tras la puerta con la humillación que sufría su madre. Se desabrochó muy lentamente la camisa y se la quitó muy despacio. No llevaba sujetador y sus tetas se movieron levemente ante los ojos de su abogado. A continuación, bajó la cremallera de la falda y la prenda cayó por inercia dejándola en bragas, con las medias y el liguero, así como las sandalias de alta cuña que le otorgaban esa sensualidad lujuriosa. Darío bajó de la mesa mordiéndose el labio para sujetarse el placer que hervía en sus entrañas. La sujetó por los hombros y la acercó a él abrazándola y morreándola. Sus tetazas se aplastaron contra la camisa de Darío y enseguida notó la dureza del pene pegado a su cintura. Tuvo que saborear su lengua y su aliento mientras que con ambas manos le manoseaba el culo por encima de las bragas. La toqueteaba por todos lados, por la espalda, por el costado, hasta que bajaba de nuevo al culo para pellizcarlo y achucharlo. Le baboseó el cuello arrastrando la lengua.

Estás muy buena. ¿Le has hecho alguna vez una mamada a alguien?

No.

¿Quieres mamármela? Vamos, arrodíllate…

Como una esclava, se arrodilló ante su bragueta, con las tetas rozando el pantalón a la altura de las rodillas. Se encargó ella misma de desabrocharle el cinturón y el botón para bajarle la corredera. Los pantalones cayeron hasta los tobillos y le dejó sólo con un slip blanco. Le lanzó una mirada de súplica al bajarle la parte delantera y descubrir su polla tiesa, una polla de tamaño normal, con unos huevos pequeños y fláccidos. La rodeó con su manita derecha y la deslizó suave por todo el tallo, a modo de caricia. Darío bufó abrigado por el placer de tenerla postrada ante él.

Chúpala, vamos, chúpame la puta polla…

Erguida, la sujetó por la base y colocó la verga en horizontal para lamerla, deslizando sus labios desde el glande hasta la base, percibiendo su sabor áspero y asqueroso. Alberto les veía de perfil, veía a su madre arrodillada moviendo la cabeza hacia delante y hacia atrás, comiéndose la verga de Darío. Sus tetas chocaban contra los muslos de él y su culo ancho y flácido se meneaba con el tórax. Y él masturbándose mientras su madre se la mamaba a otro hombre, mientras se comportaba como una prostituta. La humillación acrecentaba su perversión. Darío acezaba y la sujetaba por la cabeza revolviéndole el cabello. Ella no paraba de mamar, se esmeraba en mantener el ritmo de las chupadas.

Uff… Uff… Uff… Qué bien lo haces, cómo te gusta, ¿eh, puta? … Ahhhh… Ahhh…

Mantenía un ritmo acelerado, moviendo la cabeza con energía, como esforzándose en hacerlo bien. Ana apartó la cabeza para tomar aire, con una baba que unía sus labios y la punta de la polla. Darío le acarició la mejilla con el dorso de la mano y la sujetó del brazo para levantarla. La colocó contra la mesa. Ella apoyó las manos en la superficie, ligeramente inclinada hacia delante. Darío se bajó el slip hasta los tobillos y tiró de sus bragas hacia abajo dejándola con el culo al aire. Se las dejó enrolladas hacia la mitad del muslo. Se agarró la polla y se pegó a ella hurgando con la punta en su entrepierna. Ana frunció el ceño cuando le rozó el chocho y cerró fuerte los ojos ante la clavada seca. Era un chocho jugoso, de gran abertura entre sus labios vaginales. Alberto vio la pelvis de Darío pegada a las nalgas de su madre, sus piernas peludas junto a las de piel suave de su madre. Se removió con la polla dentro, apretándole el culo, sin separarse, jadeando como un cerdo, sobándole las tetas con rabia. La cabeza de Ana colgaba hacia abajo emitiendo leves quejidos. Darío se meneaba sobre el amplio culo sin parar. Ana miró hacia la puerta y vio una sombra moverse, vio un ojo en la pequeña rotura del cristal y supo enseguida que se trataba de su hijo. Alberto también supo que le había descubierto espiándola. Darío bajó las manos y las metió bajo las tiras del liguero para revolverse sobre el culo con más fuerza, vertiendo su aliento sobre la nuca de Ana. Las tetas se zarandeaban chocando entre ellas.

Qué ganas tenía de follarte, puta – le susurró sin dejar de moverse -, siempre lo he deseado…

Rugió empujando secamente hasta detenerse con el culo contraído, apoyando la boca en la espalda de Ana, cosquilleándole con la perilla. Ella sintió el escupitajo de leche dentro de su coño y mantuvo la postura con las manos en la superficie. Estuvo pegado a ella unos segundos. Le fue retirando la verga poco a poco. Luego se subió el slip y el pantalón, satisfecho por el polvo que acaba de echarle. Ana se giró hacia él subiéndose las bragas y recogiendo la falda y la camisa. Vio que se acercaba hacia una mesa de cristal para echarse una copa.

¿Quieres tomar algo?

No, mi hijo está fuera, tengo que irme.

Dio la vuelta hacia ella dando un trago. En ese momento Ana terminaba de abrocharse la camisa y se ajustaba la falda a la cintura.

Te mantendré informada de las gestiones. ¿Estás bien?

Sí. Gracias. Hasta luego.

Ana encontró a su hijo en la calle echando un cigarro. Aligeró el paso al pasar a su lado, sin atreverse a dirigirle una mirada. Alberto trató de aparentar cierta naturalidad y durante el trayecto a casa le preguntó por el motivo de la conversación con Darío, pero ella se limitó a contestar de que todo iba bien. La notó muy afectada por lo sucedido, en cierta forma se había prostituido por ayudar a su familia y él se había masturbado observándola.

Era mediodía. Nada más entrar en casa, Ana se metió en la ducha, tal vez para borrar el rastro de la infidelidad. Por un momento, temió que el muy cerdo la hubiera dejado embarazada. Alberto también se puso cómodo, se desnudó y se quedó sólo con un bóxer ajustado. Se espatarró en el sofá para ver la televisión. Estaba muy caliente tras la escena vivida, tras saber que su madre le había descubierto, tras saber que se había convertido en una puta. Podría haberle parado los pies al abogado, pero ver a su madre humillada formaba parte de su perversión. La vio salir un rato más tarde con el pelo envuelto en una toalla y la nuca al descubierto. Llevaba un picardías negro, muy cortito, de finos tirantes y escote redondeado. Se le transparentaban las mismas bragas negras que Darío le había bajado y sus tetazas se balanceaban tras la gasa. Iba descalza. Alberto notó su pene electrizado, casi a punto de estallar. Vio que entraba en su cuarto y que se colocaba contra la cómoda enredando en un joyero. Alberto se levantó y se asomó al cuarto. La vio de espaldas, vio su enorme culo tras la gasa, su fina espalda, los muslos de sus piernas, su nuca y la toalla en la cabeza. Sus lascivos impulsos le empujaron a dar unos pasos hacia ella. Se pegó al culo de su madre y la rodeó con los brazos entrelazando los dedos a la altura de su vientre. La besó en la mejilla. Ana notó el relieve del pene de su propio hijo aplastado contra sus nalgas.

¿Estás bien? – le susurró su hijo al oído.

Sí, ¿por qué lo preguntas? -. Las manos de Alberto subieron lentas hasta abordar acariciadoramente sus tetas por encima de la gasa -. ¿Qué haces, Alberto?

Te he visto follar con ese hombre y he visto cómo se la chupabas – le dijo sobándole las tetas con delicadeza.

Hijo, yo…

Alberto se removió frotando la verga por sus nalgas.

Me has puesto muy cachondo…

Cariño, por favor…

Le metió la mano derecha por dentro del escote estrujándole una teta a modo de esponja.

Me has excitado mucho, necesito desahogarme contigo…

Se tiró del bóxer hacia abajo y metió los pulgares por debajo de las tiras laterales de las bragas, bajándoselas de golpe. La besó en la nuca, con la derecha paseándose por encima de las tetas, por dentro del escote, con la izquierda deslizándose por su vientre por encima de la gasa. Le elevó el camisón y encajó el tallo de la polla a lo largo de la raja del culo. Ana se contrajo al sentirle, apoyando sus manos en la superficie de la cómoda, sin apenas resistirse, dejándose magrear por su propio hijo.

Alberto, cariño, esto no está bien…

Nunca he estado con ninguna mujer, deja que me relaje contigo, sólo por esta vez…

Pero…

Sé que estás muy sola…

Alberto contrajo las nalgas y comenzó a masturbarse con el culo de su madre, deslizando la verga a lo largo de toda la raja. Ana sentía el grosor de la verga insertado entre sus nalgas, deslizándose, percibiendo el suave golpeteo de los huevos, así como el roce de la pelvis al moverse. Una mano continuaba dentro de su escote exprimiéndole con suavidad ambas tetas. Era una locura, pero fue inevitable una sensación de ardor en todo su cuerpo, un fugaz estímulo de excitación en su vagina. Bajó la mano derecha para tocarse, para refregarla por el coño, para impregnarse de su humedad, para agarrárselo con fuerza y masturbarse a la paz que su hijo. Alberto, con el tronco del pene hundido en la raja, continuaba contrayéndose, cada vez con más energía, observando cómo su madre se había agarrado el coño y se lo meneaba en círculos, como sedienta de placer. Ambos se removían, ahora Ana agitaba levemente el culo para percibir mejor el tamaño de la verga. Los dos jadeaban con profundidad. Ana sentía el aliento de su hijo sobre su nuca. Notó el chocho muy mojado, no paraba de derramar flujos. Alberto dio un paso atrás sacudiéndose la verga con fuerza. La falda del camisón cayó tapándolo con sus transparencias.

Súbete el camisón…

Ana se lo subió hasta la cintura ofreciéndole el amplio culo a su hijo. Él se la machacaba nervioso. Su madre le miró con las manos en la cintura para que no se le bajara la tela. Su hijo poseía una polla normal, más bien pequeña, con el capullo oculto tras el pellejo. Le vio resoplar y a los pocos segundos le regó todo el culo de salpicones de leche, gruesas gotas que se repartieron por sus nalgas y resbalaron hacia todos lados, hacia las piernas y hacia el fondo de la raja. Alberto tembló de excitación al soltarse la polla. Llevaba años deseando un momento como aquél. Enseguida se subió el bóxer tapándose. Ana cogió un pañuelo de papel y se lo pasó por el culo limpiándose todas las hileras que pudo, luego se subió las bragas y se ajustó el camisón.

Lo siento, mamá, te vi…

Bueno, no pasa nada, pero ni una palabra de esto a nadie, por favor, Alberto. Soy tu madre.

Lo sé, y gracias…

Asintió con la cabeza y salió del cuarto para encerrarse en el lavabo. Allí se sentó en la taza y reclinó la cabeza sobre las manos para reflexionar sobre todo lo sucedido esa mañana. Era muy grave que se hubiera prostituido ante Darío, pero mucho más escandaloso era haber mantenido una experiencia sexual con su propio hijo, haberse dejado arrastrar por la morbosa situación. Comprendió que Alberto era un chico raro y solitario, y que como hombre necesitaba desahogarse. Debía procurar que la situación no se repitiera. CONTINUARÁ.

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