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La guarra de su vecino 2

en Hetero: Infidelidad

La guarra de su vecino

           

(Esta es la historia de cómo Ana, una mujer casada, se convierte poco a poco en la guarra de su vecino y en la calientapollas de su jefe, una doble vida a espaldas de su marido)

         

      El jueves Ana se levantó a la vez que su marido, pero él salió primero de casa. Se lavó el culo en el bidé para limpiarse los restos de semen reseco. Tal como le había prometido a su amante, había dormido con su leche durante toda la noche. Estaba cachonda, recordaba cada detalle con su joven vecino, lamiéndole el culo, preparando la macedonia o la excitante penetración anal. Sus sensaciones ya resultaban enfermizas, ya no se concentraba en nada, no le apetecía ni ver la tele, ni llamar a sus amigas, ni visitar a su familia, ni siquiera el Messenger le atraía. Hasta le excitaba ver a su jefe desnudo, tan viejo, tan gordo y tan peludo. Pensó en seducirle con alguna ropa provocativa, hacer que babeara cuando la viera. Se colocó una fina blusa blanca sin sostén, para que sus tetas fueran sueltas, con sus pezones señalados en la tela y transparentándose la oscuridad de las aureolas. Después se puso una falda corta gris, ajustada, con una amplia abertura lateral que con los pasos dejaba gran parte de su muslo a la vista, se calzó con unos zapatos de tacón aguja y se maquilló debidamente. Iba de manera explosiva y despampanante.

      Llegó antes que su jefe. Estaba inquieta, quizás se estaba precipitando y provocando una locura arriesgada, pero la ninfomanía que le había inspirado su joven vecino la arrastraba hacia una lujuria descontrolada. Cuando le vio venir, se puso a merodear por la oficina como si estuviera archivando facturas. Don Miguel se quedó embobado al verla, con aquellas faldas tan cortitas y aquella abertura lateral que le dejaba buena parte del muslo a la vista. E iba muy descotada, y cómo se le movían las tetas bajo la camisa, con los pezones señalados, con las aureolas transparentándose.

-          Buenos días, don Miguel

-          Joder, Anita, qué guapa vienes hoy, la hostia.

-          Gracias, don Miguel.

-          Igual se me va la mano y te ganas una palmadita en ese culito.

-          No sea usted viejo verde, don Miguel. Anda, vaya a cambiarse.

Volvió a examinarla descaradamente antes de salir, viendo cómo contoneaba el culo y el balanceo de sus tetas. Seguro que le había sobreexcitado con sus sensuales vestimentas y su ingenuo comportamiento. A través de las cristaleras le vio dirigirse hacia el retrete. Las puertas del taller aún permanecían cerradas y decidió seguirle para espiarle, ocultándose entre las pilas de neumáticos, con vistas al habitáculo. Le tenía a unos tres metros. Una luz tenue iluminaba la estancia. Se quitó las botas y se despojó de la camisa, mostrando su torso peludo y abultado, y acto seguido se bajó los pantalones y el calzoncillo hasta quedarse desnudo. Vio su culo gordo y velludo y sus huevos apretujados entre los robustos muslos, y al girarse le vio su polla tiesa, una pequeña y gruesa salchicha empinada hacia arriba, con el capullo rozando los bajos de la barriga. Le había calentado bien, estaba empalmado. Desnudo y descalzo, se colocó ante la taza, se bajó la verga y se puso a mear. Cuando terminó, se la sacudió y se la agarró, comenzando a masturbarse, mirando al frente, de pie ante la taza. Se la machacaba con fuerza y velocidad, con sus nalgas contrayéndose, como si el puño fuera una vagina. Su manaza abarcaba toda la polla. Seguro que estaba pensando en ella. Ana, muy caliente, se metió la mano bajo la falda y se acarició el chocho por encima de las bragas. Vio cómo salpicaba leche de manera dispersa y cómo se la escurría. Después colgó la ropa y se vistió con un mono de faena. Ana aguardó escondida entre los neumáticos cuando le vio salir, rascándose los cojones, con el mono desabrochado casi hasta la cintura, dejando buena parte de su barriga a la vista y los pelos densos del pecho. Vio cómo se asomaba a la oficina en su busca, luego abrió las puertas del taller y fue hacia la cafetería de enfrente, como hacía todas las mañanas. Aprovechando su ausencia, Ana irrumpió desesperadamente en el retrete y lo primero que hizo fue coger los calzoncillos para olerlos. Aspiró profundamente taponándose con ellos la nariz. Qué olor a macho. Ummmm. Le hubiese gustado masturbarse con ellos. Volvió a colgarlos y se fijó en la taza. Había gotas de leche por el borde, mezcladas con salpicones de orín verdoso. Se asomó y vio que no había tirado de la cadena, que algunas porciones flotaban en el fondo. Se arrodilló y pasó la lengua por una mota de leche del borde, saboreándola. Acercó la punta a una porción espesa y trató de sorberla como si fuera gelatina y para lamer una tercera gota pasó la lengua por encima de una mancha de pis. Se incorporó escupiendo, limpiándose los labios con el dorso de la mano. Cómo podía ser tan cerda, se preguntó desesperada, qué diablos le estaba pasando a su mente pervertida. Siendo adicta al Messenger, descubriendo sus fantasías ante desconocidos, nunca pensó que llegaría a comportarse como una guarra.

Regresó a la oficina en busca de una pizca de serenidad y buscó en internet temas relacionados con la adicción sexual. Existían terapias de grupo y antidepresivos para tratar la ansiedad sexual, el problema es que no sabía si deseaba superar aquel trauma, le resultaba emocionante y morboso. Era la guarra de su vecino y la calientapollas de su jefe, mientras su maridito creía que era una esposa fiel y honrada. Comenzó el ajetreo del taller con la llegada de los clientes y el sonar del teléfono. Ana trató de distraerse, aunque a veces le miraba el culo a su jefe, o su jefe entraba en la oficina para devorarla con los ojos. A más de uno se le caían las babas cuando entraba en la oficina y la piropearon varias veces. Serían las once de la mañana cuando sonó el teléfono. Era la mujer de don Miguel. Tras saludarla, avisó al jefe y éste entró en la oficina, fijándose en el escote de Ana, por donde podía ver la ranura que separaba sus tetas. Y Ana también se fijó en su mono abierto, en su panza dura y en los pelos del pecho.

-          Dime, María… Ya sé que estás enferma y que no puedes salir, pero qué quieres que haga… Aquí hay jaleo para reventar, joder… A ver si se despeja esto un poco y puedo salir, pero me tengo que cambiar y toda la madre que parió… ¿Y qué cojones le compro?... No tienes ni idea, ¿no?. Bueno, ya veré, anda, adiós -. Colgó bruscamente -. Joder.

-          ¿Qué sucede, don Miguel? – se interesó Ana.

-          Mi hija, viene a comer a casa, es su cumpleaños y no le hemos comprado nada. Y a ver cómo salgo con la que tenemos encima.

-          Debo llevar esta remesa de recibos al banco, si usted quiere yo me ocupo de comprarle algo.

-          Pues te lo agradecería mucho.

-          No se preocupe, ella tiene mi edad, puedo probarme cualquier cosa y le estará bien.

-          Gracias, Anita. Vuelvo al taller. Coge el dinero que necesites.

A Ana la guiaban sus impulsos lujuriosos. Llevó unos documentos al banco y se pasó por una tienda de lencería. Eligió un conjunto muy sexy compuesto por un tanguita blanco de muselina, un sujetador de pequeñas copas triangulares y unas medias blancas muy brillantes, con un liguero de tiras laterales. Se lo envolvieron en papel de regalo y se regresó al taller, dispuesta a propiciar una situación realmente comprometida. Don Miguel ultimaba el arreglo de un vehículo con los clientes presentes y no se percató de su llegada. Alborotó un poco la mesa para simular que había reanudado el trabajo administrativo y diez minutos antes de las dos del mediodía vio que cerraba el taller y se dirigía hacia la oficina. Le azotaron los nervios cuando le vio entrar. Iba sudando como un cerdo, con hileras resbalándole por el pecho y la barriga.

-          ¿Has comprado el regalo de mi hija?

-          Sí, sí, le he comprado lencería, muy bonita -. Se levantó del asiento para desenvolver el paquete -. Creo que le gustará.

-          ¿Lencería? – se extrañó el viejo.

Ana desplegó el tanguita y el sostén y luego le mostró las medias y el liguero. Don Miguel se quedó embobado al ver las prendas.

-          ¿Cree usted que le gustarán?

-          Joder, Anita, son muy eróticas.

-          Pero son muy cómodas, se lo aseguro.

-          ¿Usas ese tipo de bragas?

-          Sí, ya le digo, estos tangas son muy cómodos.

-          No sé, Anita, parece lencería muy picante. Va a parecer una puta.

-          Que no, don Miguel, hágame caso, le gustará. ¿Quiere que me lo pruebe? – le preguntó con la voz algo temblorosa, con los pómulos algo ruborizados.

-          Sí, pruébatelo, así vemos cómo queda.

-          Voy a cambiarme en el baño, ¿de acuerdo?

Cogió las prendas y salió de la oficina en dirección al baño. Don Miguel la siguió a corta distancia, fascinado con los meneos de su culo y con la extrema morbosidad. Su secretaria dispuesta a probarse lencería erótica delante de él. Ana irrumpió en el baño y cerró la puerta tras de sí, encendió la luz tenue y comenzó a desnudarse. Se colocó el conjunto y se puso los tacones para realzar el erotismo. Se miró en el mugriento espejo que había por encima del lavabo. Parecía una puta.

-          Pase, don Miguel.

Don Miguel abrió la puerta dando un paso hacia adentro y ella se giró hacia él. Se quedó boquiabierto al verla. Sus tetas blanditas sufrieron un severo vaivén al moverse. Las diminutas copas sólo tapaban la zona de los pezones y la carne esponjosa le sobresalía por todos lados. Fue bajando con la mirada, por su vientre liso y fino, hasta pararse en el tanga, con la delantera de muselina, donde se le transparentaba todo el chocho, con el vello apretujado contra la gasa. Las tiras laterales del liguero, con pinzas enganchadas a las medias relucientes, así como los tacones, le otorgaban la sensualidad de una actriz porno. Dio media vuelta para que la viera por detrás. Don Miguel se quedó pasmado al verle el culo, con la fina tira del tanga metida por la raja, dando la impresión de que no llevaba nada. Volvió a ponerse frente a él y vio que se pasaba la mano por el bulto.

-          ¿Le gusta, don Miguel?

Don Miguel dio un paso hacia ella y extendió el brazo acariciándole la cara con las ásperas yemas de sus dedos, fascinado con el volumen de sus tetas.

-          Qué guapa estás, Anita, ummm, me ha puesto cachondo verte así.

-          Cómo es usted, don Miguel…

Le plantó las dos manazas en el culo y la achuchó contra él apretujándole las nalgas. Sus tetas rozaron su pecho peludo, percibió su aroma masculino y su olor a sudor. Trató de rozarse con ella e intentó besarla, aunque ella trató de resistirse.

-          Estoy muy caliente, Anita…

-          Don Miguel, por favor…

Dio un paso atrás terminándose de desabrochar el mono de trabajo.

-          Bájate las bragas.

-          Don Miguel…

-          Que te bajes las putas bragas – le vociferó nervioso.

-          Vale, no se ponga usted así.

Se deslizó las braguitas unos centímetros por debajo de las ingles descubriendo su coño. Él se quitó el mono y se quedó desnudo, sólo con las botas. Ana examinó su cuerpo peludo y sudoroso, su pronunciada barriga, sus pectorales velludos y su polla empinada, como una pequeña salchicha empalmada. También se fijó en sus huevos gordos y flácidos.

-          Quítate el sujetador -. Anita echó los brazos hacia atrás para desabrochárselo mientras él se acariciaba la verga. Retiró el sostén de sus pechos -. Mueve las tetas, muévelas para mí -. Ana meneó el tórax y sus tetas se mecieron chocando la una contra la otra. Don Miguel permanecía embelesado ante ella, meneándose la polla despacio -. Ohhhh, hija puta, qué buena estás… -. Dio un paso hacia ella y empezó a tocarle el coño, a achuchárselo con la mano derecha, meneándoselo en círculos, electrizado -. Joder, cabrona, qué cachondo me tienes… -. Acercó la boca a sus tetas y empezó a lamérselas, comiéndose los pezones, deformándoselas con la boca, a la vez que se sacudía su verga y le meneaba el coño.

Ana estaba muy caliente y el coño le chorreaba cuando le hurgaba con los gruesos dedos. Tenía las tetas muy sensibles al baboseárselas. Se las comía como un hambriento. Todo su cuerpo peludo estaba envuelto en sudor. Mantenía las manos sobre los costados, quería tocarle, pero no se atrevía.

-          Ven, zorrita, agárrate a la percha.

Obedientemente, Ana dio unos pasos y alzó los brazos empuñando dos pomos de la percha, como si estuviera esposada a ellos, de espaldas a su jefe, con la mejilla pegada al calzoncillo colgado. Don Miguel le dio un tirón al tanga bajándoselo un poco más, hasta el encaje de las medias, y se pegó a ella sujetándose la verga para clavársela en su chocho jugoso. Ana cerró los ojos al notar el pinchacito, más suave que la clavada anal de Ramiro, notó su barriga sudorosa prensada en su cintura y cómo la abrazaba sobándole las tetas, acezando fervientemente en su nuca. Comenzó a contraer el culo para follarla, aplastándole las nalgas con la pelvis, tratando de ahondar con su pollita, corta, pero gruesa y dura como una barra de hierro. Ella mantenía los brazos en alto. La besuqueaba por el cuello, por la nuca, por el cabello, hasta por las axilas percibió su baboseo. Ana comenzó a emitir débiles gemidos. La follaba nerviosamente contrayendo el culo gordo. Ella acompañaba las penetraciones meneando la cadera.

-          Sabía que eras una golfa, que ganas tenía de follarte… Ahhh… Ahhh… Ahhh…

-          No le diga nada a mi marido – le pidió en medio de un gemido.

-          Tranquila, zorra, no tiene que enterarse de lo puta que es su mujer. Ahhh… Ahhh… Ahhh…

El viejo se ponía de puntillas para tratar de profundizar con su pollita, apretujándola contra la pared, acariciándola por los costados y baboseando por su espalda. Ana frotaba la cara por el calzoncillo, gimiendo secamente como una perrita. Bajó los brazos de la percha y los echó hacia atrás para acariciarle el culo peludo, aplastándole las nalgas carnosas con sus palmitas, como animándole a darle más fuerte, a pegarse más a ella. Los dos se meneaban rítmicamente al son de las clavadas. Don Miguel agudizó sus jadeos al comprobar con qué afán le tocaba el culo, como se entregaba, cómo echaba el culito hacia atrás, cómo disfrutaba la hija puta. El sudor le cocía en todo el cuerpo, con gruesas hileras corriéndole por la espalda y la barriga. Ana tenía el coño muy mojado, sentía la polla dentro como si fuera una varita de hierro. El viejo se detuvo y la embistió secamente volviendo a frenar. Ana cerró los ojos al percibir el escupitajo de leche dentro de su chocho. Le asestó dos embestidas más y dio un paso atrás sacándole la polla. Ana se volvió hacia él, con las bragas bajadas. De la polla le colgaba un hilo grueso de baba blanquinosa y tenía el pequeño palote erecto y manchado de semen por el tronco.

-          Tomarás pastillas o algo, ¿no? A ver si te voy a dejar preñada.

-          Sí, sí, tranquilo.

La acarició bajo la barbilla.

-          ¿Te ha gustado?

-          Sí.

-          Muy bien, Anita. Me gusta que seas tan golfa.

Anduvo hacia la taza y se puso a mear. Tenía la verga más floja. Le veía de perfil, envuelto en sudor, sosteniéndosela para mear. Qué culo más gordo, más macho, le hubiera gustado chupárselo, como también le hubiera gustado lamerle los huevos, se había vuelto una cerda descontrolada. Cortó un trozo de papel higiénico y se limpió el chocho mientras él meaba. Luego comenzó a quitarse las bragas, el sostén y las medias y comenzó a vestirse. El viejo miraba cómo se vestía. Le sonó el móvil cuando se colocaba la falda. Era su marido, extrañado por la hora.

-          Tenemos mucho lío en el taller, salgo enseguida. Puedes ir comiendo si quieres. Vale. Adiós.

Al terminar de mear, se sacudió la polla y se volvió hacia ella con las manos en la cintura. Ana ya había terminado de vestirse y se estaba colgando el bolso.

-          ¿Le envuelvo el regalo, don Miguel?

-          Quédatelo, te lo regalo. Y ni una puta palabra de esto, ¿me has entendido?

-          Sí, no se preocupe. Bueno, hasta mañana.

-          Adiós, bonita.

Y salió del retrete dejándole desnudo. Sus impulsos se habían desmadrado y ya se encontraba en una aureola desenfrenada. Había follado con su jefe, un viejo gordo y peludo que le doblaba la edad. Estaba preocupada por los riesgos que estaba corriendo, por el escandaloso final que podía propiciar, pero la calentura sexual no le bajaba. Llegó a su barrio a las tres menos diez de la tarde y encontró a Ramiro en el portal, ataviado con su ropa heavy, su camiseta negra de tirantes para exhibir sus tatuajes y el pantalón de chándal negro.

-          Qué guapa vienes, llevo un rato esperando a mi putita.

Ana le dio dos besos en las mejillas y entraron dentro en dirección al ascensor.

-          Es tarde, Ramiro, mi marido está impaciente, he tenido jaleo en la oficina.

Las puertas se cerraron y Ramiro pulsó el botón de parada.

-          Ese maricón tiene que tener su ración – La abrazó besuqueándola por el cuello y manoseándole el culo por encima de la falda -. Llevo toda la noche deseándote.

Ella también le rodeó por la cintura, dejándose besar.

-          Nos van a pillar, Ramiro, aquí es peligroso y se puede montar una buena.

-          Arrodíllate, quiero que ese marica se beba mi leche.

-          ¿Cómo, Ramiro?

-          Arrodíllate.

Se levantó un poquito la falda para arrodillarse y aguardó erguida a que él se bajara la parte delantera del chándal. Consultó la hora. Se sacó la polla y los huevos sacudiéndosela hacia su rostro. Ambos se miraban a los ojos mientras él se masturbaba y la salpicaba de diminutas gotitas de babilla. A veces le rozaba el pómulo con el capullo. No podía más, el muy cabrón la ponía muy caliente. Se metió la mano derecha bajo la falda y se apartó las bragas para acariciarse el coño. Ramiro le sonrió. Ella acercó la boca y le besó los cojones con varios besitos, para después empezar a mordisquearlos con los labios, tirándole de su piel dura y áspera, con la cabeza ladeada, mirándole sumisamente y acariciándose bajo la falda. Qué rico estaban, duritos. Le pasó la punta de la lengua de lado a lado, a modo de caricias, y le hundió los labios, tratando de atrapar una de las bolas para saborearla como un caramelo, con la polla rozándole la frente. Le dejó los cojones mojados cuando apartó la cabeza para aguardar ante la verga la eyaculación, sacando la mano de debajo de la falda. Ramiro frunció el entrecejo tirándose fuerte. Ana abrió la boca y él apoyó el capullo en su labio inferior. Frenó las sacudidas y al segundo la verga comenzó a derramar leche sobre la lengua, cuatro pequeñas porciones de gelatina blanca.

-          No te la tragues – le ordenó sacudiéndosela, salpicándole de gotitas el paladar y retirándole la verga después -. Cierra la boca y no te la tragues. Ya te puedes levantar -. Ana se levantó con la boca cerrada, colocándose la falda, y Ramiro se guardó la verga -. Trágatela cuando vayas a besarle. Luego iré a verte. Vístete de puta para mí.

Ana asintió, la besó en las mejillas y reanudó la marcha del ascensor. Subió al tercero con el semen sobre la lengua. Abrió la puerta, colgó el bolso y vio venir a su marido por el pasillo en dirección hacia ella.

-          Joder, cariño, es muy tarde…

Justo cuando iba a besarla en la boca, se tragó todo el semen y le metió la lengua, morreándolo unos segundos, traspasándole la esencia del semen. Se acojonó cuando le vio paladear, como extrañado.

-          Hemos tenido mucho curro – dijo ella inquieta.

-          Joder, te huele el aliento, ¿qué has comido?

Le tembló la voz al responder.

-          Un caramelo de esos de dejar de fumar. Están malísimos.

-          Pero si tú no fumas.

-          Se lo vi a don Miguel, caramelos con fruta, pero dejan un sabor horrible de boca. Podías echarme un refresco.

-          ¿Y qué guapa te has puesto?

-          Tenía que hacer unos recados al banco. Bueno, voy  a cambiarme. Se hace tarde. Pon tú la mesa, ¿vale?

Se lavó el chocho en el bidé y se pasó una esponja por las tetas para limpiarse la saliva, luego se puso ropa cómoda y almorzó con Toño en la cocina. Se tendió un ratito a la siesta mientras ella quitaba la mesa y a las cuatro y cuarto se marchó, prometiéndole de que intentaría estar de regreso para antes de las ocho.

Nada más salir por la puerta, se vistió de puta para su joven amante, con el picardías blanco y transparente, sin bragas. Se perfumó, se arregló el flequillo de su corta melena con el secador y se calzó con los tacones de boda para darle erotismo. A las cuatro y media sonó el timbre, tenían toda la tarde por delante para ellos dos. Era él. En cuanto pasó dentro, Ana cerró la puerta deprisa y se abrazaron morreándose y manoseándose, como dos amantes apasionados.

-          ¿Cómo está mi putita favorita?

-          Me estás volviendo loca.

-          Vamos a tu cama y nos relajamos un poco.

Recorrieron el pasillo abrazados por la cintura, lanzándose besitos a los labios. Irrumpieron en la habitación de matrimonio, un cuarto iluminado por la luz del atardecer gracias al enorme ventanal que daba al balcón. Había retratos por todas partes, fotos de bodas y fotos individuales de Ramiro. Mientras ella se miraba al espejo para retocarse algunos cabellos revoltosos, Ramiro se desvistió hasta quedarse desnudo. Tenía la verga floja, se balanceaba hacia los lados con las zancadas. Se tumbó en el centro de la cama, boca arriba, con la cabeza apoyada en la almohada. Ana entró por un lado de la cama a cuatro patas y fue directa a morrearle, con las tetas colgando hacia abajo como las ubres de una vaca, rozándose por su tórax raquítico. Tras un intenso beso, deslizó sus labios por su cuello y los fue rozando hasta su tórax, lamiéndole las tetillas, primero una y luego otra. El joven permanecía relajado, con los ojos entrecerrados, mientras su amante madura le lamía por todos lados. Le lamió la axila con toda la lengua fuera y volvió a bajar con la lengua a lo largo de su tórax, pasando por la cintura. La verga seguía flácida. Ella continuaba a cuatro patas y notó cómo le acariciaba el culo bajo el camisón. Le estampó besitos por todo el tronco hasta empezar a mordisquearle los huevos, tirando de ellos con los labios, tratando de comerse una de sus bolas, impregnándolos de babas. La verga se iba endureciendo poco a poco. Mientras le lamía los huevos como si fuera una perrita, Ramiro extendió el brazo y cogió de la mesita de noche un portafotos donde aparecía un primer plano de Toño ataviado con la orla de la universidad. Ya tenía la polla bastante dura y seguía baboseando sobre sus cojones, completamente bañados en saliva. Ramiro sacó la foto del cristal y Ana ladeó la cabeza hacia él.

-          Toma, pásame a este marica por la polla.

-          Cómo eres de malo – le dijo recogiendo la fotografía de su marido, sonriente, muy repeinado, con una expresión orgullosa.

Se colocó arrodillada entre las piernas delgadas de su amante y se asentó el culo sobre los talones. Le levantó la verga, manteniéndola en vertical, y le pasó la fotografía por los huevos, impregnándola de saliva, y después, sujetando la polla por el capullo, rozó la fotografía por todo el tronco.

-          Me gustaría follarme a esta maricona delante de ti, para que vieras lo maricón que es, ¿no te gustaría?

-          Sí, me encantaría que te lo follaras.

Apoyó la fotografía encima de su muslo, boca abajo, y se curvó hacia delante para continuar chupándole los cojones, dándole pasadas con toda la lengua fuera, como si fueran una rica bola de helado. Ramiro, mirando al techo, concentrado en las lamidas, bajó un brazo para machacársela despacio. Los huevos se le movían dentro de la boca. Escupió unos pelillos y le besó por la mano que empuñaba la polla. Ramiro respiraba por la boca, con los ojos entornados.

-          ¿Quieres que te chupe el culo?

-          Sí, putita, chúpame el culo.

Ella misma se ocupó de levantarle ambas piernas. Ramiro se la seguía machacando despacio, con las piernas en alto. Ana se tumbó boca abajo, con la frente aplastándole los cojones. Los pies le sobresalían por fuera de la cama. Le abrió la raja con los pulgares y le estampó un beso a modo de tornillo, como si estuviera besando a alguien. Ramiro relajó el orificio anal para que se abriera y así pudo meterle la punta de la lengua, agitarla en el interior y asestarle húmedas y blandas clavadas.

-          Ohh, qué bien me chupas el culo… Ummm… Ummmm…

Se esmeraba en mantenerle la punta de la lengua dentro del ano, para poder agitarla, tratando de profundizar, probando sus esencias anales. A veces se cansaba y se la pasaba por encima, repetidas veces, lamiendo como una perra. Se tiró más de un cuarto de hora lamiéndole el culo, hasta que Ramiro bajó las piernas y ella se incorporó. El joven bajó de la cama con la verga empinada. Tenía los huevos impregnados de salivazos.

-          ¿Qué vas a hacer? – le preguntó ella escupiendo aire, como si tuviera algún pelillo pegado a la lengua.

-          Ahora vuelvo.

Salió de la habitación y ella aguardó arrodillada en el centro de la cama, mirando a su alrededor, mirando las fotografías donde aparecía feliz con su marido. Tenía la boca seca de lamerle durante tanto rato el culo y los huevos. Apareció a los pocos minutos. Traía consigo un pequeño embudo blanco de plástico que ella utilizaba para llenar las botellas.

-          Eres un perverso. ¿Qué piensas hacerme?

-          Ven, deja que te coloque -. La sujetó por la nuca, la colocó a cuatro patas, mirando hacia el cabecero, y le bajó la cabeza inclinándole el tórax, pegándole la cara a la almohada, con el culo en pompa y las tetas posadas sobre el colchón -. Ábrete el culo.

Acató su deseo y echó los brazos había atrás abriéndose la raja del culo. Con la mejilla hundida en la almohada, observaba la foto de bodas que había encima de la cómoda.  Ramiro se arrodilló tras ella. Acercó la cara y le escupió justo en el ano, esparciendo la saliva con la yema del dedo índice. Después acercó el embudo y le fue clavando despacio el tubo en el ano. Ana abrió la boca y arqueó las cejas soltando un profundo quejido por la dilatación y la dureza. Le hundió el embudo hasta la base del cono, unos diez centímetros de tubo. Ramiro la observó con el embudo clavado en el culo. Se asomó por el cono y vio la oscuridad del fondo. Ana se esforzaba en abrirse más la raja. Cerró los ojos, en un intento por concentrarse para superar el dolor. Ramiro dejó caer saliva dentro del cono, saliva que resbaló lentamente hacia el tubo hueco clavado en el ano, perdiéndose en la oscuridad del fondo.

-          Qué cabrón eres, Ramiro, me duele mucho…

-          Chsss, calla.

Enrolló la fotografía de Toño con la orla procurando que el diámetro fuera más pequeño que el tubo del embudo, para meterla en el cono y encajarla dentro del tubo, una forma peculiar de clavarle la fotografía de su marido en el culo.

-          Ay… Ay… Ay, Ramiro… Ufff… Me duele…

Se agarró la polla y contrajo las nalgas metiéndole el capullo dentro del chocho húmedo. Sujetándosela por la base, se la agitó, como masturbándose, con el capullo oculto en el chocho. Ramiro cerró los ojos tirándose del pellejo, tratando de menear el glande en el interior. Ana comenzó a gemir, con el placer derrotando el dolor anal que le provocaba el embudo clavado con la fotografía de su marido. Ramiro contraía las nalgas follándola con la punta y masturbándose a la vez. Ella meneaba la cadera, como exigiéndole que le necesitaba más adentro, con las manos abriéndose la raja del culo. Ramiro comenzó a emitir jadeos secos, hasta que nerviosamente, sujetándose la polla, se puso de pie y flexionó las piernas, acercando el capullo a la fotografía enrollada en forma de tubo. Comenzó a verter leche en el tubo formado por la fotografía, leche que resbalaba hacia el interior del ano. Derramó leche en abundancia por el tubo fotográfico, trasvasándola al interior del ano por el tubo del embudo. Ana la sintió caer y resopló con los ojos cerrados, manteniéndose el culo abierto. Los escalofríos de placer resultaban muy poderosos y le provocaban temblores en las piernas. Ramiro, de pie encima de la cama, se irguió dando un paso atrás, embelesado con el embudo clavado en el culo de su amante y con la fotografía enrollada en mitad del cono, encajada en el remate del embudo. Vio que del chocho manaba un caldo amarillento que goteaba hacia la colcha de manera incesante.

-          Ay, no puedo, Ramiro… Ay… Ay…

Se estaba meando de placer. Cerró los ojos con fuerza, en un intento por contenerse, pero al final no pudo aguantarse y se le escapó un chorro doble de pis hacia la cama, empapando la colcha y sus rodillas. Ramiro observaba fascinado. Ella le miraba con el ceño fruncido, hasta que los finos chorros se cortaron y se convirtieron de nuevo en un goteo. Una gran mancha se extendió por la colcha azulada. Ella procuró relajarse respirando por la nariz y retiró las manos del culo. La raja se le cerró con el embudo clavado en el ano.

-          Ven, putita.

La cogió por las axilas y la ayudó a ponerse de pie encima de la cama. Luego la giró hacia él y la sujetó por los hombros para que se arrodillara. Acató su orden y se arrodilló erguida. El picardías se le bajó, quedándose el volante por detrás enganchado en el embudo que llevaba clavado en el ano con la fotografía de su marido. Ramiro, de pie ante ella, se agarró la polla con la mano derecha y la sujetó bajo la barbilla con la mano izquierda para mantener la cabeza elevada. Se miraban a los ojos. Aún le caían gotas del chocho. La encañonó. Ana abrió la boca y un segundo más tarde un potente y fino chorro de pis comenzó a caerle dentro de la boca. Trató de taponar la garganta con la lengua y el paladar para no tragar. La boca se le fue llenado de un caldo avinagrado, sumergiéndole los dientes inferiores y la lengua. Pronto empezó a resbalarle por la comisura de los labios y la barbilla, deslizándose como torrentes hacia el resto de su cuerpo. Ramiro retiró la mano manchada de su barbilla y guió el chorro hasta mearle las tetas por encima del camisón, hasta empaparle la gasa, que se adhirió a su piel blanca. El chorro se fue cortando poco a poco. En la colcha se había formado un charco alrededor de sus rodillas y poco a poco iba absorbiéndose hacia las sábanas. Ella mantenía la mirada elevada hacia él y la boca llena de un líquido verdoso. Bajó la cabeza y lo vomitó sobre la cama, escupiendo repetidamente después, temblando de asco, con múltiples muecas involuntarias en su rostro.

-          Joder, tía, qué pasada, qué gusto mearte… - dijo bajando de la cama.

Ella tuvo que escupir varias veces más y después se sacó el embudo del culo, desplegando la fotografía de su marido, arrugada e impregnada de semen. Continuaba arrodillada encima de la cama, en mitad de la mancha. Y eran las seis y media.

-          Y ahora yo qué hago, joder, mira qué hora es. Como llegue Toño nos mata. Vístete y vete, por favor, tengo que limpiar todo esto. Vigila fuera por si viene y le entretienes con el rollo del ordenador.

-          ¿Bajarás luego a verme?

-          Sí, pero vete, anda vete.

Mientras él se vestía, ella quitó la colcha y las sabanas y formó un montón junto con el picardías empapado. Tenía toda la delantera mojada. Desnuda, llevó todo a la lavadora y la puso en marcha, después guardó el embudo en su sitio, sin ni siquiera lavarlo. Sus tetas danzaban alocadas ante el nerviosismo con el que se movía. Ramiro se despidió de ella asestándole un cachete en el culo. Frotó con jabón la mancha amarillenta del colchón y trató de secarla con el secador. Después le dio la vuelta al colchón y vistió la cama con ropa limpia. Actuaba deprisa y nerviosa. El tiempo corría. Rompió el portafotos para fingir que se le había caído y trató de secar la fotografía, rasgándola, como si se hubiera roto por culpa de los trozos de cristal. Abrió las ventanas para ventilar y perfumó toda la habitación a conciencia. Oyó a su marido cuando la habitación ya estaba lista, pero ella aún estaba desnuda y olía fatal por la meada.

-          Cariño, ya estoy en casa – gritó Toño desde la entrada.

-          ¡Vale! ¡Voy, un segundo!

Disponía de un par de minutos mientras su marido se quitaba los zapatos y soltaba las cosas. Se roció todo el cuerpo con colonia de baño para deshacerse del mal olor, se puso unas bragas y un vestidito de estar por casa y salió a recibirle. Se reencontraron en el pasillo, cuando él ya iba a buscarla.

-          ¿Qué tal, cielo? He estado arreglando nuestra habitación.

-          Estoy reventado.

Aún tenía el horrendo sabor a pis cuando le besó en la boca, aunque Toño no le dijo nada a pesar de que hizo una extraña mueca. Le explicó el incidente del portafotos y después su marido fue a ducharse. Por los pelos. Trató de reflexionar mientras se bebía un refresco para quitarse el sabor avinagrado de la lluvia dorada. Era una cerda, pero le encantaba. Sabía que estaba enferma, que era una ninfómana sin límites, pero resultaba tremendamente emocionante y perverso. A las diez de la noche le dijo que iba a bajar la basura y a preguntarle a su amiga Patricia sin pensaba ir a la peluquería, para que le pidiera hora.

-          ¿Quieres venir y damos un paseo? – le propuso ella.

-          No, amor, paso, estoy hecho polvo.

Bajó la basura y la tiró al contenedor. Llevaba un vestidito amarillo muy veraniego, suelto, de finos tirantes. Vio a Ramiro asomado en el balcón de su casa y el joven le hizo una seña para que le esperara. Se metió en el portal, cobijada en la penumbra, inquieta por si alguien les veía. Se abrieron las puertas del ascensor y Ramiro le dijo que pasara. Una vez dentro, las puertas se cerraron y el ascensor comenzó a subir, pero el chico pulsó el botón de parada. La sujetó por los hombros y la volvió bruscamente hacia el espejo, pegándole la mejilla al cristal, que se empañó con su acelerada respiración. Cerró los ojos. Le levantó el vestido y le tiró rudamente de las bragas bajándoselas de un lado. Sintió el roce de la polla por los bajos del culo y al segundo notó cómo le pinchaba el chocho hundiéndosela de golpe. Trató de ahogar el gemido. Ramiro le jadeó en la nuca, sujetándola por la cintura y follándola aligeradamente, presionando todo su cuerpo contra el espejo. La polla entraba y salía de su chocho muy velozmente, como bombeando, hasta que fue aminorando la marcha, corriéndose dentro mediante chorros intermitentes de leche. No se habían dirigido ni la palabra. Le lamió la mejilla y resopló sobre sus cabellos rubios, aún con la verga encajada en el coño, con la pelvis aplastándole las nalgas.

-          Cómo me gusta follarte… - le dijo él, volviéndola a besar en la mejilla.

-          Y a mí. Me tengo que ir. No quiero que sospeche – le susurró de manera jadeante.

-          ¿Me das un beso en el culo?

-          Sí.

Ramiro le sacó la verga y se volvió curvándose, plantando las manos en las rodillas y ofreciéndole su culo huesudo y blanco. Ana se giró hacia él, colocándose las bragas y bajándose el vestido, y se acuclilló ante él, bajándole el chándal unos centímetros más. Le abrió la raja con sus manitas y hundió la boca besándole el ano repetidas veces. Después frunció los labios, los pegó al orificio y trató de sorber, como si pudiera absorber algo. Apartó la cabeza, miró el ano y procuró abrirle un poco más la raja. Acercó la boca y le pasó la lengua por encima, tres veces, hasta que retiró las manos poniéndose de pie.

-          Me tengo que ir, Ramiro – le dijo reanudando la marcha del ascensor.

-          Hasta mañana, putita – se despidió subiéndose el chándal.

-          Adiós, loco.

Su joven amante se bajó en la segunda planta. Con el sabor del culo en la boca volvió a besar a su marido, un beso prolongado con lengua. Y luego cenaron en la cocina, con todo el chocho lleno de leche. Esa noche no se tomó la píldora. Le excitaba la idea de quedarse preñada de otro hombre.

 

    El viernes se levantó a la vez que su marido y salieron juntos de casa. Ella iba enardecida por dentro, la lujuria le corría por las venas ante la idea de un nuevo encuentro con su jefe. Ilusionada por liarse con un tipo gordo y peludo de sesenta y un años, resultaba patético en una mujer tan elegante como ella, era consciente de ello, pero las sensaciones resultaban irrefrenables. Por fuera no parecía tan enfervorizada cuando estaba con Toño y parecía más abstraída, más fría con él, incluso su marido se lo había hecho saber y ella le había mentido con la excusa de que estaba agobiada por el trabajo del taller. Llevaba una minifalda de volantes negra con lunares blancos y una blusa a juego, sin mangas, abotonada con corchetes en la parte delantera, calzaba zapatos de tacón y se había echado gomina en el cabello repeinándoselo hacia atrás.

-          Anímate, cielo – le dijo su marido al despedirse de ella.

Fue la primera en llegar al taller. Soltó el bolso en la oficina, encendió el ordenador y se dirigió hacia el retrete donde su jefe solía cambiarse. Aquella pequeña estancia de luz tenue estaba impregnada de un olor varonil. Vio la percha donde había estado sujeta mientras le perforaba su coñito. Vio la taza por donde había pasado la lengua y tocó con sus manitas su mono de trabajo, oliéndolo profundamente para captar su esencia a macho. Merodeó por el pequeño cuartucho durante unos minutos hasta que oyó la puerta del taller, abrirse y cerrarse. Quería incitarle. Ella se colocó de espaldas a la puerta y al momento apareció el jefe. Ana se volvió hacia él con una boba sonrisa en los labios. Llevaba la camisa ya desabrochada y la barriga por fuera.

-          Buenos días, don Miguel.

-          ¿Qué haces aquí?

-          Necesitaba hacer pis.

-          ¿Quieres mear?

-          Sí, es que la cafetería está todavía cerrada.

-          Hazlo.

-          Gracias, don Miguel.

Dio unos pasos hacia la taza. Le miró de reojo. La observaba plantado bajo el arco de la puerta. Se había despojado de la camisa y estaba desabrochándose el cinturón. En el taller hacía un calor horrible a esas horas tan tempranas y su torso peludo ya brillaba por el sudor. Se levantó la faldita por detrás y se bajó las bragas, echando el culo hacia atrás y flexionando las piernas, sin llegar a apoyar los muslos en los bordes de la taza. Don Miguel continuaba embelesado, sin apenas parpadear. Se quitó los pantalones y se quedó sólo con un slip blanco muy ajustado a las carnes, con la delantera abultada. Un chorro de pis de poca potencia le brotó del coño cayendo hacia el fondo de la taza. Don Miguel se metió una mano dentro del slip, acariciándose, dando pasitos hacia ella, pendiente de cómo meaba ante él. Ana le miraba a los ojos, curvada ligeramente hacia delante mientras meaba delante de su jefe. El chorro fue cortándose, dando paso a un incesante goteo, justo cuando don Miguel se detenía delante de ella y le acariciaba la cara.

-          Qué cachondo me pones, Anita -. Sacó la lengua y la pasó por encima de sus labios. Ana trató de corresponderle irguiéndose con las bragas bajadas y sujetándose la falda en la cintura con los antebrazos -. Qué buena estás, Anita… - La rodeó con los brazos morreándola, manoseándole el culo, hurgándole en el chocho mojado con sus dedos gordos. Ana también le abrazó, metiéndole las manitas dentro del slip para acariciarle las nalgas peludas, tratando de rozar la vagina contra el bulto. Se besaban intensamente a mordiscones, manoseándose y rozándose -. Sácate las tetas -. El viejo dio un paso atrás y mientras él se ocupaba de bajarse el slip, Ana se desabotonó la blusa abriéndosela hacia los lados para descubrir sus tetas acampanadas -. Quítate las bragas.

El viejo esperaba acariciándose despacio su palote erecto, viendo embelesado cómo aquella mujer tan impresionante acataba sus órdenes. Ana se quitó la blusa y la lanzó sobre un banco. Sus tetazas sufrían ligeros vaivenes ante el súbito movimiento de sus brazos. Se bajó la cremallera lateral de la falda y la dejó caer hasta los tobillos, después se bajó las bragas y se quedaron los dos desnudos. Un cuerpo seboso y peludo envuelto en sudor y un cuerpo delicado de finas y suaves curvas, de un tono blanquecino, en contraste con el tono tostado del viejo.

-          Chúpamela, vamos, chúpame la polla, jodida golfa…

Ana se arrodilló ante él, le sujetó el rabo de hierro con la manita izquierda y se la metió en la boca a modo de puro, saboreando su capullo dentro de la boca con la lengua. El viejo le plantó las manazas encima de su cabeza y comenzó a contraer las nalgas para follarle la boca. La frente rozaba su barriga sudorosa. El vello denso que rodeaba la verga le cosquilleaba la nariz. Los huevos gordos se aplastaban contra su barbilla. Utilizaba la manita derecha para acariciarle el muslo de la pierna, desde la cintura casi hasta el tobillo.

-          Así… Así… Ummmm… Qué bien lo haces, Anita… Ohhh… Ohhh… Qué mamada… Ohhh…

A veces apartaba la cara y le sacudía la pollita sobre la lengua, mirándole con los ojitos sumisos, con sus manazas revolviéndole el cabello engominado. Las tetas blandas se mecían con los movimientos del tórax y le arañaban la pierna con los pezones. Estaba muy entregada a la mamada. Don Miguel vio que a veces retiraba la mano del muslo de su pierna para darse una pasada por el chocho, como si el placer la quemara, pero enseguida volvía a acariciarle la pierna. Se la chupaba despacio y sosegadamente, ensalivando todo el tronco, con algunas babas colgándole de la barbilla. De la barriga le goteaba sudor en la cara, con los pelos pegados a la piel áspera por la humedad. También su manita se impregnaba de sudor al acariciarle el muslo y de los huevos le goteaba saliva que resbalaba desde el tronco de la polla. Apartó la cara, le pegó la verguita al bajo vientre y acercó los labios a sus huevos gordos y blandos, mojados por la saliva, besándolos acariciadoramente por todos lados.

-          Ay, cabrona, qué gusto… - decía mirando hacia arriba, con los ojos entornados, con las manazas sobre sus cabellos rubios -. Qué bien lo haces, qué buena eres… Ohhhh…. Ohhh…

Le dio un par de pasadas con la lengua fuera a los huevos y se levantó estampándole besos por la zona del ombligo, irguiéndose poco a poco mientras ascendía con la lengua hacia los pelos del pecho, rozando sus tetas blandas por la panza. Le lamió las tetillas sudorosas rodeadas de un denso vello rizado, envuelta en su mirada sumisa, hasta que se irguió del todo.

-          Venga, don Miguel, colóquese así, curvado sobre la cisterna.

-          Sí, Anita, sí, lo que tú quieras…

El viejo se colocó ante la taza y curvó todo su cuerpo apoyando las manos en la cisterna, con su enorme panza colgándole hacia abajo y la verga empinada, pegada al bajo vientre. Anita se arrodilló tras él. Tenía ante sí su culo gordo y sudado. Las hileras de sudor le corrían por las nalgas peludas y alguna le resbalaba desde la rabadilla al interior de la raja velluda. Los huevos le colgaban entre las robustas piernas. Le plantó las manitas en la cara exterior de los muslos y empezó a besarle el culo por las nalgas, pequeños besitos, probando el amargor del sudor, percibiendo el hedor maloliente.

-          Hija puta, cómo me pones – suspiró bajando una mano para sacudirse la verga mientras le besaba el culo.

Sacó la lengua y la deslizó por toda la raja, tres veces, desde casi los cojones hasta la rabadilla, después elevó sus manitas, acariciándole las nalgas primero, acercando la nariz para olerle, hasta que le abrió la raja con ambas manos y descubrió su ano arrugado, cubierto de vello, con pelillos procedentes del interior. Insertó la cara en la raja, primero estampándole un profundo beso y después acariciándole el ano con la punta de la lengua.

-          Ahhh… Ahhhh… - jadeaba machacándosela muy fuerte, con sus huevos danzando entre sus piernas.

Trató de abrirle más la raja para intentar meterle la punta de la lengua en el ano. El viejo relajó el orificio anal y pudo meterle la punta, saborear su interior, agitarla, con la nariz apoyada sobre su rabadilla. El viejo subió una pierna encima del borde y entonces pudo chuparle mejor el culo, primero tratando de meterle la lengua todo lo más profundo posible y después dándole pasadas por encima. Le dejó todo el culo baboseado y metió la cabeza entre sus muslos para volver a lamerle los huevos por detrás, con la frente pegada al culo.

-          Ay… Ay… No puedo… Ahhh…

Ella le metió el brazo derecho entre las piernas y le agarró la polla bajándosela, ocupándose de ordeñársela aligeradamente mientras le lamía los cojones. Don Miguel se aferró con ambas manos a los cantos de la cisterna, jadeando como un perro ante los tirones que sufría su verga. La polla comenzó a escupir leche en el interior de la taza. Ana continuó ordeñándola, ahora fijándose en cómo eyaculaba, con babas uniendo sus labios con los huevos. Tras dos gruesos escupitajos de semen, comenzó a echar gotas sueltas. Ella dejó de sacudírsela y se la acariciaba hacia abajo muy despacio. Le oía lanzar suspiros de relajación. Irguió la cabeza y le dio un beso en el ano, volviendo a meter la cabeza entre las piernas. Le mantenía la verga hacia abajo, apuntando al interior de la taza. Comenzaron a caer gotas transparentes, cada vez de manera más incesante, hasta que se transformaron en un chorro de pis intenso y potente. Ella se la sostuvo hacia abajo para que meara dentro de la taza, como una manguera, con la frente pegada a su culo, pendiente del chorro verde claro, un chorro que sonaba al estrellarse contra el agua del fondo, donde se mezclaba con los escupitajos de semen. El chorro fue perdiendo potencia hasta convertirse de nuevo en un goteo. Hubiese querido probarlo, pero no se atrevió. Cuando cayeron las últimas gotas, se la sacudió como si fuera una campanilla, llegando a salpicarse las tetas con algunas gotitas de pis.

-          ¿Me da un trozo de papel, don Miguel? Para limpiarle.

El viejo se mantenía curvado sobre la cisterna y ella arrodillada bajo su culo gordo. Le entregó un trozo de papel higiénico y le limpió el capullo, después le soltó la verga y le limpió el culo, pasándole el trozo de papel un par de veces por el fondo de la raja.

-          Madre mía, Anita, me has dejado sin fuerzas.

Ella se apartó levantándose y don Miguel bajó la pierna irguiéndose y volviéndose para mirarla. Vio algunas gotas de pis por sus pechos. Anita consultó la hora.

-          Será mejor que nos vistamos, don Miguel, seguro que hay gente esperando fuera.

-          Claro, bonita, vamos a vestirnos.

Tuvieron una mañana muy ajetreada, ella en la oficina con papeleo, visitas y llamadas y don Miguel en el taller con numerosos clientes. Consiguió olvidarse por un rato de sus tentaciones sexuales. Habló con su marido dos veces por teléfono, aunque no le hizo mucho caso y Toño volvió a insistir en que la notaba muy agobiada. Salieron discutiendo, atosigada por su insistencia. A las dos en punto vio que don Miguel cerraba el taller. Ella se encontraba sentada ante la mesa de la oficina. Le vio dirigirse hacia el retrete y a los cinco minutos apareció de nuevo cambiado, abrochándose la camisa. Cuando se acercaba hacia la oficina, Ana se levantó precipitadamente y se dirigió hacia la percha donde tenía colgado el bolso. Fingió que rebuscaba dentro, como disponiéndose para marcharse. Le oyó entrar y dar unos pasos hacia ella, hasta que la rodeó por la cintura, aplastando la panza contra su espalda, lamiéndola por el cuello. Ana apoyó la cabeza sobre su hombro dejándose avasallar. Le sobó los pechos por encima de la blusa.

-          Qué cachondo me pones, puta -. Ana se removió para sentirle, acompañando con sus manitas los manoseos por los pechos -. Quiero follarte. Ven conmigo – La condujo hasta la mesa y la forzó a curvarse sobre la superficie -. Bájate las braguitas.

Ana se elevó la falda y se deslizó las braguitas hasta mostrar su precioso culo blanco. Las dejó enrolladas en las rodillas. Miró por encima del hombro, aguardando a que se bajara la bragueta, se abriera los pantalones y se sacara su pollita tiesa con sus huevos gordos. Sosteniéndosela, se pegó a ella, hurgándole con la punta de la verga en los bajos del culo, en busca de la rajita vaginal. Sintió el peso de su barriga en la cintura y al instante notó la clavada de la varita de hierro.

-          Au… - gimió Ana mirándole por encima del hombro, vertiéndole un jadeo sobre la cara -. Au… - Se quejó tras un severo embiste -. Ahhh… Ahhh…

El viejo aceleró follándola, sujetándola por la cadera, acezando como un perro sobre su rostro. Ana sentía la veloz entrada del palito duro, clavadas secas que le bombeaban el coño. Dio un acelerón y de repente disminuyó la intensidad de los empujones, evacuando escupitajos de leche dentro de su coño. Una corrida bastante rápida, en menos de dos minutos. Se removió contra el culito blanco y dio un paso atrás extrayendo la verga. Ana mantuvo la posición, mirándole por encima del hombro, como si necesitara más. Sus sensaciones resultaban insaciables, su vecino la había convertido en una guarra y necesitaba más. Don Miguel vio que contraía las nalgas nerviosamente y que una mota de leche asomaba por la rajita. Unos segundos más tarde goteó pis hacia las bragas, un goteo que se convirtió en un flojo chorro disperso que empapaba las bragas, goteando después hacia el suelo. Mientras meaba sobre sus bragas, le miraba para incitarle. Las gotas salpicaban hacia sus piernas y hacia los tacones al caer al suelo. Cuando el chorrito fino comenzó a cortarse, Ana echó los brazos hacia atrás y se abrió la raja del culo, ofreciéndoselo a su jefe. El viejo se agarró su polla, apuntándola, dando un pasito hacia ella, hasta que comenzó a mearle el culo con un chorro grueso que le caía justamente en el ano, resbalando como un torrente hacia el chocho y vertiendo sobre las bragas, de donde chorreaba hacia el suelo. Le dejó todas las nalgas salpicadas, con hileras corriéndole por ellas, con un goteo incesante del chocho a las bragas, con un charco alrededor de sus tacones y un hedor insoportable que le entraba por la nariz.

-          ¿Te gusta que te meen encima? – le preguntó el viejo guardándose la verga y ajustándose los pantalones.

-          Sí – reconoció manteniendo la postura, con todo el culo chorreándole.

-          Me gustan las guarras como tú. Tendrás que limpiar todo esto. Yo tengo que irme.

El viejo le miró el culo mojado unos segundos y después abandonó el despacho. Sacó varios clínex del bolso y trató de secarse las nalgas, el coño y la raja del culo, gastó un paquete intentando secarse. Después se subió las bragas empapadas y se bajó la falda. Era consciente de que estaba muy enferma, de su afición al sexo duro y guarro. Se sentía excitada al llevar las bragas mojadas, excitada de que su jefe la hubiera meado. Después fue a por el cubo de la fregona para limpiar el charco y las salpicaduras de la mesa y más tarde abandonó el taller. Fue andando hasta su barrio, con las bragas chorreándole, con algunas manchitas en la falda. Se miró las piernas. Le resbalaban gotas por la cara interna de los muslos y tuvo que pasarse un clínex para secarse las hileras. Ramiro no estaba cuando llegó al edificio pasadas las dos y media. Subió al piso y encontró a Toño preparando la mesa. Se tapó la falda con el bolso para ocultar las manchas. Su marido quiso darle un beso, pero ella le apartó la cara.

-          ¿Qué te pasa, cariño? Por favor, no lo entiendo, cuéntame qué te pasa.

-          Voy al baño.

Le dejó con la palabra en la boca. En el baño, se desnudó y se quitó las bragas, escurriéndolas sobre el bidé, donde formó un pequeño charco amarillento. Sumergió el dedo índice y lo chupó, probando su fuerte sabor a vinagre, escupiendo sobre el bidé, excitada por el hecho de probarlo. Luego las enjuagó bajo el grifo y se lavó el chocho y el culo. Se puso una batita blanca de seda, sin nada debajo, y fue a la cocina. Toño ya había empezado a comer.

-          No me encuentro bien, ¿vale? Estoy un poco agobiada.

-          Pero, amor, no hay motivos…

-          Déjame, por favor, ya se me pasará.

-          ¿Quieres que esta noche salgamos a cenar? – le propuso su marido.

-          No, esta noche no.

-          Vale, como tú quieras, mi amor. Sólo quiero que estés bien. Intentaré venir temprano, ¿vale?

-          Voy a acostarme un rato.

Ni siquiera le dio un beso cuando abandonó la cocina. Se tumbó en la cama para fingir que dormía. Le dolían las ingles, las tenía rojas y escocidas por haber llevado las bragas mojadas. No le apetecía para nada la compañía de su marido, era un pelele, un bobo, ella deseaba hombres machos como su vecino y su jefe. La habían convertido en una guarra. Empezó a plantearse separarse de él para vivir sin miedo, para estar libre y explayar sus fantasías. Le apasionaba ser víctima de una lluvia dorada, hacer un beso negro y tragarse con gusto el semen. Y con su marido nada de eso podía hacer. Tampoco le apetecía solventar su adicción, resultaba emocionante. Oyó entrar a su marido y cerró los ojos. Le dio un beso en la mejilla y luego salió de la habitación. Al rato oyó la puerta de la calle. Entonces se levantó Era muy probable de que su joven amante apareciera. CONTINUARÁ CON LA TARDE DEL VIERNES Y UN EMOCIONANTE FIN DE SEMANA. Carmelo Negro.

Email y Messenger: joulnegro@hotmail.com

Gracias.**

 

 

 

 

 

 

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