Como cada mañana, Noelia se levanta para prepararle el desayuno a su marido. No mujer, que ahora no tengo hambre; sólo un café. Se va sin darle un beso. Las siete y cincuenta y cinco, dentro de poco a despertar a los niños. Hoy es lunes, habrá más pataletas de las normales. Después de los típicos problemas consigue que la mayor despierte a los pequeños. Las ocho y media, aún queda tiempo pero no puede despistarse, con la televisión encendida los niños no comen.
Las nueve menos cuarto. Medio lista para salir directa al trabajo tras dejar a los niños en el colegio. Dan las nueve, y el desayuno aún no está terminado. Los lleva tarde a causa de eso, y uno no le da un beso de despedida porque ya empieza a ser demasiado mayor y le da vergüenza.
Espera el autobús, que llega diez minutos tarde de lo que marca el panel informativo. Está a tope, no hay sitio para sentarse y nadie le cede el sitio. Noelia es una mujer de 42 años, que ha envejecido últimamente a un ritmo drástico pero que se conserva lo suficientemente joven como para que nadie se levante y le ceda un sitio. Queda una parada, hay un puesto libre. Se sienta, pero no pasan ni dos minutos antes de tener que volver a levantarse.
Camina tres minutos hasta su trabajo, que se convierten en cinco por los semáforos en rojo. Entra a la residencia, saluda a Maite mientras pasa al vestuario. Se cambia, no quiere mirarse al espejo pero lo acaba haciendo. Sacar algo positivo, recuerda ella. Acaba alabando sus pechos. Su cuello quizá. Se pone el traje blanco. No le hace un cuerpo bonito, piensa.
Se dirige a la cocina, hay que repartir los desayunos en la residencia. Parece que el Señor Manuel Ribas se ha despertado con el pie izquierdo hoy. Se dirige allí mientras lleva la bandeja en sus manos. Entra despacio en la habitación, mientras ve al Señor Ribas sentado en su silla de la que no se ha levantado en más de 20 años. Recuerda la primera vez que lo vio y le contó como se quedó inválido. Y me quedé impotente, añadió él entonces, no tenga miedo de lavarme bien, no soporto la suciedad.
Y era cierto. Un cuarto impecable, y no por el hecho de que pasase el personal de limpieza dos veces al día. 12 años trabajando allí y lavando al señor Ribas y su ‘‘amigo’’ nunca había reaccionado a ninguna caricia. Manuel no mentía, era impotente.
Es lunes, odio los lunes; elegida frase favorita del Señor Ribas. Noelia tiene paciencia, pero ya empieza a tener algún problema de espalda. Manuel no reprocha nada cuando a ella se le cae la cuchara al suelo. ¿Y la maldita cuchara? Ahí está. La recoge, mira a Ribas. Éste, absorto, mira por la ventana. Ella mira. La ventana tiene las persianas bajadas, pero el Señor Ribas la sigue mirando. Noelia no entiende nada.
Levanta la bandeja plateada para quitar la manta y comprobar que todo va bien. Se para. Mira la entrepierna del anciano, donde se asoma un bulto tímido que se convierte poco a poco en la figura de un pene marcado a través de los pantalones. El señor Ribas sigue mirando la ventana. Noelia no dice nada, sólo mira el bulto. Manuel informa, sin mirarla, que estará listo en diez minutos. Ella piensa, rápidamente, para recordar la ropa interior que se había puesto. Tanga morado, muy fino, con delgadas tiras que dejaba al aire sus carnes y que se apretaba a su cintura.
Ribas sigue mirando a la ventana. Noelia sale de la habitación con una sonrisa. Su culo, ese culo aún virgen a sus 42 años, ese culo que su marido le agarra siempre mientras están haciendo el amor… ese culo ha provocado una erección a un hombre que llevaba 20 años, como mínimo, sin tenerla dura. No ha sido Laura, ocho años menor que ella y con unas piernas largas y apetecibles, ni Sandra, 14 años menor, con un aspecto jovial y pecho firme; a pesar de que ambas la han acompañado alguna vez cuando lavaba a Manuel. Ha sido ella la culpable, y todo el mérito lo tiene su trasero y aquel tanga que lo decoraba.
Noelia se va por el pasillo, sin poder esconder esa sonrisa pícara y juguetona. Aquel, era un lunes diferente…