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Dame una oportunidad (Novena parte)

en Lésbicos

Mike se marchó de casa dos semanas después. Él y Saray no eran el tipo de pareja que discutieran sin parar sin poder estar en la misma habitación, más bien era la falta de todo aquello lo que había acabado poco a poco con su matrimonio.

Ambos hablaron con Samanta para explicarle como sería todo a partir de ahora. Saray seguiría viviendo con ella en la gran casa que tanto le gustaba, pero a papá lo iba a ver un poco menos que de costumbre. Para ellos no funcionaban los papeles o los días de visita, y aunque la custodia seguía siendo de Saray su ex marido iría a ver a su hija siempre que quisiese. Así lo querían los dos.

Samanta, una niña de cinco años que había copiado el físico de su madre hasta el más mínimo detalle, lo recibía todo con una madurez envidiable. La única cosa que pidió cuando Saray le preguntó qué quería fue invitar al hijo de María a jugar a casa.

Cuando vio a su hija jugar con él, Saray supo que aquella era su medicina para todo. Con el divorcio de sus padres necesitaba aquello con más fuerza, y el hijo de María nunca la defraudaba.

Saray estaba muy bien a pesar de todo lo que había pasado, pero aun así recibía los abrazos y los besos de María con ganas e impaciencia.

-¿Le ha molestado a Pablo que vinieseis?-fue la primera pregunta que le salió a Saray.

-No te preocupes por él, ya le he dicho que quería estar contigo en estos momentos.

-Yo… no quería que hicieses esfuerzo innecesario. Hubiese ido a buscar a tu hijo, pero… como has dicho que…

-No-interrumpió María moviendo la cabeza.

Por un momento la miró, tan sólo para poder observar la hermosura de su rostro.

-Yo quería estar contigo-aclaró María.

Esa fue la mejor noche para Saray en mucho tiempo. Tras dejar a su hijo durmiendo en la habitación de Samanta, María se acurrucó junto a Saray, quien la cuidaba con cada detalle, repitiéndole que no dudase en pedir lo que necesitase o preguntando un par de veces si estaba segura de que aquel colchón era apto para sus necesidades.

Sus atentos dedos removían con ternura el pelo de María, y su mirada la observaba durmiendo de lado, cosas que llegaban a su cerebro y se unían para pensar que esa mujer le había robado el corazón.

Los suspiros de Saray y la respiración de María llenaron de arriba abajo la habitación, sumiéndola en un silencio que acabó por manifestarse en cada rincón de la casa.

-Saray… ¿estás despierta?-susurró María un rato después ya con las luces apagadas.

Segundos después de que se oyese eso, Saray reaccionó dándose cuenta de que quizá necesitase algo.

-Sí…

-¿Todavía me quieres?

-Más que ayer.

Los susurros de María se acallaron por un instante, dejando que el deleite de aquellas palabras se infiltrase en ella.

-Yo también te quiero-volvió a susurrar.

Saray acarició tímidamente el brazo de María, casi sintiendo el mismo bienestar que ella al recibir dicha muestra de afecto.

María envolvió la pierna de Saray entre las suyas, haciendo que respondiese con un tierno beso en la frente que sólo demostraba gratitud, lleno de ternura y sin una pizca de lujuria por intentar nada más.

-Siento lo de Mike.

-No pasa nada, cielo. Tarde o temprano iba a ocurrir.

-Cuándo… ¿Cuándo dejaste de quererle?

María estaba dubitativa pensando si estaba preguntando demasiado, y Saray tardó unos segundos en responder; segundos en lo que todo lo que se escuchaba era el sonido de su cabeza acomodándose en la almohada de nylon.

-Hace mucho tiempo…

-Yo…

Los ojos de Saray se abrieron en la oscuridad, a pesar de que sabía que a duras penas podría ver nada. Aquel ‘‘Yo’’ le había sonado demasiado interesante por alguna razón.

-Me parece que yo tampoco quiero a Pablo.

Saray esperó un instante para responder algo, un gesto que fue muy sensato por su parte.

-Podrías… darle otra oportunidad. Si habéis tenido un par de peleas seguro que podéis solucionarlo.

-Es que… me he enamorado de otra persona. De ti. Te quiero.

Saray quería contestar, pero se quedó callada. María seguramente se debatía en la oscuridad, pensando en encender la luz o palpar a Saray para que ella actuase. Mirando a algo que no veía, Saray se preguntaba cual de las mil cosas que pasaban por su mente era la correcta para decir en ese momento.

-Me… me hubiese gustado ir contigo al pueblo.

María entendía poco de ese comentario, pero Saray entendía aún menos por qué había elegido esa respuesta.

-Me hubiese gustado ir contigo al pueblo. Contigo y con tu hijo, Álex, y Samanta. Me hubiese gustado pasar contigo las Navidades, abriendo los regalos y poniéndonos un gorro de Santa Claus para dormir. Me hubiese gustado celebrar con ellos cada cumpleaños, y haber visto como crecían poco a poco. Me hubiese gustado estar contigo en el supermercado cada semana, preguntándonos qué marca de pasta de dientes sería realmente la mejor. Me hubiese gustado regalarte una taza que pusiese ‘‘a la mejor mamá del mundo’’ y que luego dijeses que lo único que pedías era que continuásemos siendo tu familia día a día, que con eso estarías contenta. Tu familia… esa que hubiese estado contigo los domingos por la tarde, ayudándote a escapar de la rutina y haciendo que esa aburrida tarde se convirtiese en una de las mejores de tu vida… Me hubiese gustado discutir contigo y luego tener la oportunidad de disculparme y decirte que era una tonta, hacer las paces contigo y abrazarte durante toda la noche. Me hubiese gustado haber tenido la oportunidad de hacer todo eso…

María se pasó la mano por sus ojos para limpiar las tenues lágrimas que empezaban a brotar. Saray, totalmente inmóvil, suspiraba secretamente por haber abierto su corazón.

En la misma oscuridad, María la besó juntando sus labios apasionadamente y con cariño, sin querer soltarlos ni un solo segundo. Saray no era de piedra, pero retenía por alguna razón sus ganas de llorar. Respondía a los labios de María irregularmente, dejándose atrapar y siendo manejable al placer.

La mano desatada se coló bajo la camiseta roja de los San Francisco 49ers que Saray utilizaba para dormir aquella noche, tocando sus pechos descubiertos sin ninguna barrera que los protegiese.

-María, no me hagas esto… no juegues conmigo, por favor…

Saray pensó que había pronunciado esas palabras entre un lloriqueo, pero lo cierto fue que sólo las pensó. Esa frase se perdió en su mente, dejando la impresión de haberla pronunciado con palabras sordas.

Las lágrimas se escapaban de sus ojos sin saber realmente el motivo. Toda la situación la superaba y la abrumaba, sabía qué era lo que se había impuesto y como aquello entraba en conflicto con sus verdaderos sentimientos.

No quería que María se moviese mucho, ni que interrumpiese su reposo y el de su bebé, pero eso tampoco lo dijo. Parecía que si pensaba las palabras era suficiente, que con saberlo ella ya lo comprendía todo el mundo.

Los suaves pantalones rosas de pijama bajaron sin esfuerzo, dejando las piernas de Saray indefensas. Apenas sentía algún tacto más que del calor, pero era más que suficiente para empezar a crear una sensación de serenidad.

La figura de María se dibujaba delicadamente teniendo de fondo la ventana cerrada y opaca que escasamente dejaba ver que allí había alguien.

María no se conformó con haberlos bajado y los apartó de su cuerpo, cogiendo delicadamente cada pie y sacándolos del tembloroso pijama.

Como si las lágrimas marcasen su excitación, Saray derramaba de sus ojos el líquido salado que no llegaba a caer en otro sitio más que en su rostro. La calefacción de la habitación estaba a tal grado que sus piernas se envolvían en un acaloramiento que sólo se mermaba por sus pies fríos, los cuales se juntaban entre ellos buscando la temperatura ambiente.

Los dedos de María también seguían la moda y se volvían más calientes a cada segundo que pasaba. Ella acarició a Saray para hacerle saber que estaba allí, que no hiciese ningún movimiento brusco, y le abrió las piernas para palpar el interior de sus muslos.

Sin saber qué era lo que llevaba de ropa interior, María bajó uniformemente la prenda hasta dejarla en el colchón. No quería decorar los tobillos de Saray con lo que posiblemente fuese un precioso tanga al puro estilo sensual y seductor de esa mujer, sino que no se sintió satisfecha hasta haber dejado aquella prenda sobre la cama.

La vagina de Saray estaba caliente y su piel se humedecía en vez de dejar su estampa en los labios vaginales. Poco a poco notaba como las piernas se le abrían en la oscuridad, percibiendo las mejillas de María rozar su piel a cada centímetro.

-María…

Tan sólo el hecho de pensar en lo que iba a ocurrir dejaba sin palabras a Saray. Las lágrimas se habían secado con una rapidez pasmosa, y el calor del lugar empezaba a sofocar.

-María…no me hagas esto…

Pensó que era su último acto de valentía, pero una vez más no pronunció aquellas palabras. Se atraparon en su cabeza y no salieron de allí. Su tímida mano se activó y buscó la cabeza de María; no para empujarla ni para cogerle el pelo, únicamente fue un gesto de gratitud. No podía hacer más que acariciar esa pequeña oreja, como si estuviese reprendiendo a una niña. Quería reprenderla, no había duda: el pecado de María era gustarle tanto a Saray.

El cuerpo de Saray aceleró el proceso que no había realizado gradualmente y se encontró mojándose con el contacto de esa boca en tan sólo dos segundos. María la besaba sin despegar los labios, ayudándose de su traviesa lengua que empezaba a asomar de su boca para meterse dentro de la zona más íntima.

Era la primera vez que María probaba un coño femenino, pero quien se daba cuenta de ello era Saray. No porque lo estuviese haciendo mal, más bien porque así le estaba demostrando que sus palabras eran ciertas y sinceras.

Las manos de Saray necesitaron buscar otro apoyo más firme y recorrieron el camino hasta el edredón, víctima de los pellizcos que le daba Saray por intentar calmar el cosquilleo que empezaba a pasearse por su cuerpo.

Los ojos verdes se cerraron, entregando todo su ser al placer. El cúmulo de sensaciones se iban sucediendo, notaba la lengua recorrer de arriba abajo sus labios y besar la fina raja hasta llegar al preciado clítoris, lugar donde se desató la locura.

La respiración de Saray se agitaba y ella misma intentaba cubrirse para tapar sus gemidos, pero la mano de María no hacía más que apretarla y animarla a desencadenar un grito tras otro.

María absorbió su clítoris, lamió sus labios vaginales y se mojó junto a ella cuando consiguió arrancarle un orgasmo. El amor la había ayudado a avanzar por la senda correcta a pesar de ser la primera vez que tenía esa experiencia.

Ninguna de las dos dijo nada más; María simplemente destapó la cama echando el edredón a un lado y Saray la secundó con sus movimientos lentos. No se molestó en volver a ponerse los finos pantalones de pijama o cualquier cosa que le cubriese, sencillamente se acostó con su camiseta roja dejando que María durmiese a su lado. Saray no podía evitar pensar en todo como un proceso muy rápido y fugaz que por eso mismo era increíble.

Al pensar que un gesto tardío sería tomado malamente, Saray la besó en el cuello y se abrazó a ella por la espalda, recibiendo el calor humano de María. La tranquilizó sentir sus dedos acariciando su mano, seña que bastó para que pudiese dormir a gusto.

Una emisora de radio que hacía sonar El Concierto para clarinete en La Mayor de W.A. Mozart despertó a ambas del sueño. Antes de subir al coche y llevar a los niños a clase volvieron a besarse, sintiendo que poco a poco se encontraban la una a la otra.

Pablo había pasado aquella noche solitaria en su casa. Comprendió que María quisiese ayudar a su amiga en su divorcio, pero se mostró reacio a la idea de que ella tuviese que conducir y desplazarse.

Hacía tiempo que él se basaba en sus propias opiniones, y pensó que ya era hora de contrastar el veredicto con el de alguien que podía ayudarle. Un par de horas después de que su esposa se hubiese ido con su hijo, Pablo corrió hasta la iglesia, sorprendiendo al cura por encontrarse allí entresemana.

Con ahínco y talante se anduvo por las ramas hasta que quiso dejar las cosas claras poniendo algunos billetes encima de la mesa para que el eclesiástico señor empezara a proclamar lo que María le había confiado domingos atrás en aquella ocasión que pidió confesarse.

Casi había pasado un día de aquella mágica noche, y Saray seguía pensando en María. Esbozaba una sonrisa al oír su nombre, aunque no tuviese nada que ver con la María que ella conocía.

Fue sorprendida cuando no la encontró en la escuela para recoger a su hijo, pero aún se sorprendió más cuando supo la verdadera razón de por qué no había ido: María había estado hablando con Pablo, diciéndole que necesitaba tiempo en su relación y que quería separarse. Desconocía parte de la historia en la que quizá se hubiese barajado ya el tema entre ellos, pero lo cierto es que María quería separarse a pesar del bebé que venía en camino.

Saray insistió para que fuese a su casa a pasar unos días, al menos hasta que pensase donde iba a quedarse o qué quería hacer. Pensando en el trajín, María optó finalmente por irse momentáneamente con su hijo a casa de su madre.

La noche en que Pablo llamó a María para hablar con ella se caracterizó por un frío viento y un temporal digno de los comienzos de invierno. Ella intentó esquivarlo, pero él insistió en hablar sólo dos minutos excusándose en que ya estaba en la puerta del edificio y no le costaba nada bajar.

María vaciló si debía avisar a su madre o al resto de familia que en ese momento estaba reunida con ella. Finalmente, tras comprobar que su hijo seguía durmiendo en su cama, bajó al portal para hablar con Pablo…

Pasó casi media hora hasta que alguien se dio cuenta de que María no estaba en casa. Sin querer pensar lo peor la llamaron al móvil, aparato que ni siquiera se había llevado consigo. Su madre se inquietó al comprobar que no sólo había dejado eso en casa, pues todo lo que había dejado en la habitación parecía indicar que se había ido a la calle hasta en zapatillas de andar por casa.

La primera persona a la que llamaron mientras todos se culpaban por no haberse dado cuenta de su ausencia fue Pablo, quien no cogió el teléfono. La segunda fue Saray quien, alarmada, salió disparada con su hija hasta la casa de la madre de María con lágrimas en los ojos.

A Saray se le ocurrió llamar a Mike, quien contestó con voz dormida desde el hotel en el que presumiblemente se alojaba. Ella seguía de los nervios e insistió en salir a buscarla. No hizo falta ni que recorriese toda la calle, pues para bien o para mal encontró a Pablo andando por la acera.

No quiso creer lo que se le pasaba por la cabeza, pero se trastornó y perturbo cuando le pareció reconocer una mancha de sangre en la ropa de aquel hombre.

La cara de Pablo no mentía…

Próximamente la décima y última parte de ‘‘Dame una oportunidad’’.

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