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El hijo pródigo ha vuelto (1)

en Interracial

El gallo cantaba a las cinco en punto, hora en la que salía el Sol en la vieja Villa de los Matamoros de Cantabria, y hora en la que Mercedes se levantaba cada día en su solitaria casa. Se santiguaba mientras daba gracias por habérsele permitido vivir un día más. Se quitó el camisón de flores que usaba para dormir y se bajó las bragas blancas y puras que tenía puestas. El sujetador dejó de apretarle sus grandes senos y los dejó bamboleando en el aire durante dos segundos, tras los que volvieron a su lugar e hicieron juego con las carnosas caderas que poseía.

La rutina era la forma de vida que tenía Mercedes desde que su madre la dejó hacía ya ocho años. Durante todo ése tiempo había estado sola, y más aún si contaba aquellos años finales de demencia senil que finalmente pudo derrotar a su querida madre.

Los días en la Villa de los Matamoros eran tranquilos y monótonos. La monotonía marcaba cada movimiento de los poco más de quinientos habitantes que allí vivían, los cuales se conocían unos a otros a la perfección.

Mercedes preparó el agua para el café mientras miraba el calendario de la Santa María Madre de Dios, la patrona de aquel pueblo.

Lo sabía. Para bien o para mal aquel día iba a ser diferente. No estaría más con su soledad, iba a acompañarla su hermano Joaquín. Él había decidido marcharse del pueblo cuando sólo contaba con dieciocho años de edad, harto de aquella vida alejada de la mano de Dios, como dijo él.

Mercedes no lo entendió en aquel momento. ¿Cómo podía un pueblo tan religioso estar alejado de Dios?

‘Eres tonta, mujer’’, fue la repuesta de su hermano. Ella era joven e inexperta, contaba sólo con diez años de edad y por eso no entendió lo que su hermano quería decir. En lugar de explicárselo, optó por irse para siempre. Consiguió trabajo en una fábrica de la gran ciudad, donde no volvió a dar pistas. Su padre mencionó un día que trabajaba para una de aquellas franquicias alemanas que fabricaban coches. El demonio, según él, ya que a su parecer todas habían apoyado al nazismo en la Segunda Guerra Mundial.

Mercedes había querido ser profesora, luego ayudar a los más necesitados, después pasó a decir que colaboraría con la Iglesia, y finalmente se conformó con encerrarse en su pueblo y ejercer de costurera. Actualmente, ese humilde sueldo más el dinero que ganaba por el arrendamiento de las tierras que le había dejado padre le daba el sustento necesario. Ya no era la jovencita que se debatió entre salir o no del pueblo; el tiempo había pasado y con treinta y cinco años estaba asentada en su hogar.

Un mes antes, había venido a su casa un chico vestido de tirantes y sombrero de paja, como si fuese un amish en tierras cántabras. Era el nieto de Doña Rogelia, el niño que solía hacer los recados en el pueblo.

-Esto es para usted, señora-le dijo el chiquillo entonces.

Mercedes le dio una moneda de dos euros por haberle traído el sobre y leyó atentamente el recado que le mandaban.

‘‘Estimada Merche’’

¡Era Joaquín! Sabía que había estado en la fábrica, le alegraba que su hermano se acordase de ella y mandase noticias de lo acontecido.

‘‘Te escribo estas palabras porque me voy a ir al pueblo contigo. Llevo en paro más de dos años y aquí la situación es difícil. No se te ocurra vender las tierras, voy a trabajarlas’’.

Sus palabras escritas indicaban que venía a quedarse. Su hermano iba a volver a casa, a su hogar… ¿cómo no iba a recibirlo con los brazos abiertos?

Padre y madre ya no estaban, desgraciadamente, con ellos, pero los dos hermanos se entenderían. Mercedes estaba segura.

El día en que Joaquín regresaba al pueblo, Mercedes bajó a la tienda a comprar queso de aquel que su hermano siempre desayunaba antes de irse al campo cuando era niño. Limpió concienzudamente la casa, levantando las fotos familiares y limpiando el poco polvo acumulado que pudiese haber.

Ella barría el patio delantero a eso de las doce de la mañana, cuando el Sol pegaba de lo lindo. Tapándose con una mano para agudizar su visión, vio llegar un coche verde escarabajo que marchaba ruidosamente por el sendero lleno de piedras.

Del pequeño escarabajo, salió Joaquín. A sus cuarenta y tres años era un hombre hecho y derecho, con el pelo negro acumulado en su cabeza. La calvicie nunca había sido un problema familiar, y para él no fue una excepción. La camisa sucia y a rayas dejaba entreverle que no se cuidaba demasiado, y su barba tenía restos de comida que habían descendido de sus dientes amarillentos.

-¡Joaquín, querido!

-Hola Merche-dijo él desganadamente.

-Hermano, cuánto tiempo sin saber de ti. ¡Qué alegría que hayas decidido volver!

-Mujer, ayúdame un poco, anda, y llévame la otra maleta a dentro.

-Sí… sí, por supuesto-dijo ella felizmente.

Mercedes no dejaba de pensar en cómo podía él meter casi treinta años de vida en dos simples maletas. En parte la tranquilizó notar que la maleta que forzosamente podía llevar alzada pesase tanto, pues quería decir que Joaquín había tenido una vida fructífera.

-Te he acondicionado tu antigua habitación para que puedas volver a dormir ahí.

-Prefiero dormir en otro cuarto.

-Oh… por supuesto. Puedo adaptarte la habitación que padre tenía como estudio, si lo prefieres.

-Mujer, que ésta casa es muy grande. ¡Será por habitaciones! Deja, ya elegiré alguna habitación luego.

Mercedes se fue aprisa a la cocina y sacó el queso que había cortado en trozos de la nevera. Joaquín miró de arriba abajo a su hermana, fijándose en aquellos grandes pechos y en el vestido largo que llevaba puesto.

-Mira, te he traído el queso que tanto te gusta.

Ante la cara de asco de su hermano, Mercedes se frotó las manos. Pensó que ya había hecho algo mal, aunque no sabía qué.

-Tienes que comer, estás muy delgado…-dijo pasándole la mano por el hombro.

-Y tú estás muy gorda… ¿no hay cerveza?

¿Gorda? Hacía mucho tiempo que no se pesaba… ¿tanto se le notaba? Ella no había notado que la tira de las braguitas le apretase más las carnes, seguía usando la misma talla que años atrás…

-No… no hay… ¡Oh, pero puedo ir a la tienda de Doña Rogelia!

-Sí, tráeme un par.

Mercedes salió de casa igual de contenta, sin darse cuenta de que desde que Joaquín había entrado por la puerta sólo había hecho que concederle sus caprichos.

Con las manos en los bolsillos, Joaquín se levantó de la mesa, llevándose un trozo de queso a la boca. Paseaba por aquella estancia, la misma en la que había hecho los deberes cuando era pequeño… Todo era tan familiar… La cocina en la que madre cocinaba su delicioso pollo con verduras, el patio donde rompía cristales con la pelota, los campos que veía por la ventana donde se había perdido a los quince años con la hija de Don Ramón…

-La puta que me parió…-exclamó Joaquín al darse cuenta de dónde estaba.

Subió las escaleras, catando cada habitación de la casa. Todas estaban inmaculadas, como si fueran ocupadas por huéspedes maniáticos de la limpieza.

-¿Y para qué limpia ésta tanto?-preguntó en voz alta.

Circuló por todas las habitaciones, pasando por la suya propia, hasta llegar a la habitación de Mercedes. Un olor a rosas lo embargó al abrir la puerta. Las otras estancias olían a humedad, pero era una humedad de no haberse utilizado en mucho tiempo y no de tener las paredes cayéndose a pedazos.

En el tocador, una foto de madre, quieta y de pie, tímida como solía ser ella. Al lado, una de padre, con una escopeta descargada en la mano.

Vio la foto que tenía Mercedes en la mesita de noche. Ella haciendo la primera comunión con nueve años. La estantería que quedaba encima de su cama tenía libros para aburrir, de los cuales más del ochenta por ciento, quizá, era poesía compuesta por autores pertenecientes a la Generación del 98 y del 27.

Todo estaba ordenado y limpio allí… demasiado para el gusto de Joaquín. Sin pudor, abrió el primer cajón de madera. Sacó unas inmensas bragas de mujer mayor, blancas y puras, que cubrían hasta el ombligo a aquella mujer que se las pusiese.

-Mira éste paracaídas…-dijo sosteniendo las bragas en el aire.

Revolcó entre la ropa interior de su hermana, entre sujetadores y bragas inmensas, hasta dar con unas braguitas de un verde marino que tenían estampadas unas flores de loto blancas y azules, seductoramente puestas en los puntos clave que tenían que tapar.

-Chica mala…

Mercedes entró por la puerta con la bolsa blanca de plástico en la mano izquierda. Zurda de toda la vida, había aprendido a escribir con la derecha por obligación, pero era incapaz de utilizar la destreza que su mano hábil le proporcionaba para hacer las tareas cotidianas.

Al ver que Joaquín no había comido del queso, se fue a la cocina a poner las cervezas en la nevera. Quizá hubiese salido al campo, y estaría de regreso en poco minutos.

-¿Joaquín?-preguntó al ver que sus zapatos seguían al lado de la mesa.

Parecía que el silencio volvía a reinar en la casa.

-¿Joaquín estás ahí?

Con cierto nerviosismo subió las escaleras hasta el piso de arriba, donde volvió a inquirir de su presencia.

-¿Joaquín estás aquí?

Se le ocurrió abrir varias puertas, picando y preguntando antes de abrirla, comprobando que su hermano no estaba en ninguna.

-¿Y dónde estará éste hombre?

Iba a picar en su propia habitación, pero era el único sitio en el que él no estaría nunca.

Un ruido raro provino del interior y captó la atención de Mercedes. Pegó lentamente su oreja a la puerta de madera, como cuando escuchaba a sus padres discutir sin que ellos lo supieran.

-¿Joaquín estás ahí?

-A… ahora salgo…

-¿Estás bien?

Mercedes no sabía lo que oía, era como un rumor lejano. Joaquín no respondía, y Mercedes agarró el pomo de la puerta dispuesta a girarlo.

-¿Estás bien?-repitió.

-¡Sí mujer, vete abajo!

-¿Estás seguro?

-Sí… sí… Vete abajo y prepara la comida.

Mercedes soltó el pomo de la puerta. No sabía qué hacía su hermano en su habitación, ni por qué se mostraba tan raro. Pero ella no tenía nada que esconder. Si había entrado para registrar no encontraría nada malo, Mercedes ni fumaba ni bebía ni…

Menos de cinco minutos después Joaquín se subía la cremallera de los pantalones y doblaba las bragas de su hermana, atrapando el semen expulsado segundos antes entre la tela. Con el cajón abierto, las guardó sin preocuparse de dejarlo todo tal y como estaba y bajó a la cocina.

-¿Está la comida?

-Le falta un poco todavía. ¿Estás bien?

-Sí, mujer. ¿No habrás vendido las tierras que te dije, verdad?

-Oh no, las tierras de padre están a buen recaudo. La cosecha sigue al día y los trabajadores son buenos en estos tiempos.

-Tienes que despedirlos-dijo él rascándose la cara con la misma mano que antes había sujetado sus partes nobles.

-¿Por qué Joaquín?-preguntó sorprendida.

-Mujer, ya conseguiré yo otros dentro de un tiempo. Necesitamos dinero.

Mercedes miró la olla en la que se cocinaban las lentejas.

-No, no quiero…-dijo sin mirarlo.

-Merche… que la cosa está muy mal.

Ella abrió la nevera con la mirada baja y sacó dos huevos sin saber por qué. Lo único que quería era tener las manos ocupadas. Tras breves segundos sin decir nada, sacó un plato blanco y rompió uno, separando la cáscara.

-No Joaquín… no quiero…

-Mujer…-dijo él pensando en su testarudez.

-El dinero que ganamos nos servirá para vivir. Nunca he pasado apuros, y me basta con ayudar a Doña Cesárea en sus quehaceres como costurera para ganar un dinero. Es más que suficiente.

-No… no es un capricho…

Mercedes rompió el otro huevo a la vez que su hermano se levantaba y se seguía rascando la cara.

-Llevo dos años pasando hambre… La gente ya no contrata a viejos de mi edad, he acumulado deudas y tengo que pagarlas… No tengo un duro y me he visto en la necesidad de volver aquí… ¿No lo entiendes, mujer? No es un capricho…

Mercedes batió y mezcló los dos huevos en el plato. La olla seguía sonando y Joaquín se acercaba a ella con cara de pena.

-Lo entiendes, ¿verdad?

-Sí… sí, lo entiendo.

-La crisis es terrible. No tengo donde caerme muerto, irme fuera no me ha servido de nada. Por eso he venido aquí, a trabajar las tierras que padre nos dejó y tirar pa’ alante como se pueda. Tenemos que despedirlos.

-Está… está bien, Joaquín.

Él se volvió a calzar los zapatos antes de acercarse a la puerta y rascarse otra vez la barba para pronunciar sus últimas palabras.

-Esta barba me pica horrores… Cuando puedas prepara la toalla, la cuchilla y demás que quiero afeitarme.

Joaquín salió de allí dejando a su hermana sola, con las diferentes tareas por hacer. La más dura, para ella, fue bajar al campo y decirles a los muchachos que tenían que prescindir de sus servicios. Entre malas caras, Mercedes explicó que necesitaban el dinero.

Los tres muchachos se enfadaron con ella, y empezaron a reclamar su indemnización por el despido. Cuando Mercedes empezó a sollozar, ellos comprendieron que quien hablaba era su hermano y no ella. Sacó un rollo de billetes para cada uno y se los dio sin levantar la vista. Ésa sería la última vez que ella los vería…

Entró en casa y siguió cocinando hasta dejarlo todo listo. Su hermano le indicó que se afeitaría después de comer, cuando le estuviese bajando el alimento y pudiese estar más relajado.

Levantando de la mesa la cerveza que ella le había comprado, Joaquín saboreó el brebaje que llevaba saboreando durante años con demasiada asiduidad.

-¿Qué fue de Mariana?

Mercedes subía su cuchara lentamente, probando sus propias lentejas. Quizá un poco más de sal.

-Ya sabes, Mariana…-continuó él-… Mariana.

-Oh, sí… Hace mucho tiempo que se casó y se fue del pueblo…

Joaquín maldijo a ambas. Ya era una pena, tenías las tetas más grandes del pueblo.

Acabado de comer, se estiró a ver la tele en el sofá mientras oía a su hermana lavar los platos.

-¡Mujer, luego si tienes un momento puedes afeitarme!

-¡Sí…!-respondió ella desde la cocina.

Joaquín sacó de debajo de una mesa de cristal un periódico atrasado de hacía una semana. Aun así, empezó a leerlo con la televisión encendida hasta que Mercedes llegó con la cuchilla.

-Túmbate aquí, lo haremos en la silla de la abuela.

Con la cabeza tirada hacia atrás y la barba llena de espuma, ella empezó a afeitarlo. Sentía el olor de limpieza de su hermana clavándose en sus pulmones, un olor a jabón seco que se impregnaba en su vestido, el aroma a flores que Mercedes desprendía.

Los grandes pechos de su hermana rozaban con su brazo cada vez que movía la cuchilla, erizando cada pelo que tenía y poniéndolos como agujas.

La erección en sus pantalones empezaba a ser evidente, marcando ese gran bulto del que era un orgulloso dueño. Recordaba las braguitas a flores de su hermana, lo que hizo completar el levantamiento de su miembro dentro de sus pantalones.

Con un leve roce tuvo una visión de su hermana bailando, moviendo sus piernas como una bailarina de striptease. Las bragas se estiraban cada vez que doblaba sus piernas, dejando al aire un gran culo tapado por una capa tensa.

Mercedes enrojeció cuando a su hermano se le vieron las intenciones en el pantalón, y acabó deprisa la labor que llevaba a cabo.

Joaquín pasó toda la tarde en los campos, sin que ella supiese qué hacía allí. Entretanto, le dio tiempo de darse una ducha, leer, limpiar y todo lo que hacía normalmente.

Siempre echaba llave a todas las puertas a las nueve de la noche, conectaba la alarma y se iba a dormir. Ésa noche era diferente. Joaquín miraba la televisión y no hacía ademanes de querer irse a la cama. Era una de las cosas a las que tenía que acostumbrarse poco a poco.

-Buenas noches, Joaquín.

-Buenas noches…-dijo desganado.

Mercedes se fue escaleras arriba a la vez que Joaquín miraba el reloj. Se deslizó hasta la entrada principal, donde no tuvo que aguardar más de veinte minutos, los cuales gastó entretenidamente entre cigarrillo y cigarrillo.

De un coche negro con cristales tintados salió una chica asiática. Debía medir, a lo sumo, un metro sesenta. Llevaba un vestido fino y apretado que cubría su menudo cuerpo. Eso fue lo que notó Joaquín: el cuerpo delgado y marcado que tenía aquella chica. Tenía una cara preciosa, con sus ojos rasgados y sus labios rosados y seductores. El pelo liso y negro le caía hasta los hombros.

-¿Hablas español?-le preguntó él tirando el cigarrillo.

-Por supuesto-dijo sonriendo.

-Ven guapa, acompáñame un rato al piso de arriba.

El coche negro y brillante se quedó allí, sin moverse un milímetro y apagando el motor. El conductor, que se escondía tras esos cristales que nada podía verse, había observado toda la escena y el culo de la chica contonearse hasta la entrada de la casa.

Joaquín entró en la habitación que le había preparado su hermana con la chica de la mano. La hizo sentar en la cama en la que hacía tiempo que no dormía, si es que había dormido alguna vez allí.

Le acarició la mejilla, mientras ella dejaba su pequeño bolso encima de la mesa. Joaquín había sido muy claro: asiática y menuda. Quiero que se le marquen los huesos de la muñeca, que tenga un cuerpo pequeño, que pueda ver el hueso de la clavícula cuando le esté mordiendo el cuello…

-¿Cómo te llamas guapa?

-Mei Liang-dijo ella con una sonrisa que mostraba sus dientes perfectos.

-Mm… eres muy guapa, ¿lo sabías?

-Gracias señor… ¿y usted cómo se llama?-dijo pasando su menuda mano por el pecho del hombre maduro.

-Joaquín.

Tras decirle su nombre, se acostó en la cama sin apartarle la mano del cuello, como si se fuese a caer si la soltaba.

-¿Estás cómoda Mei?

-Sí, mi Joaquín…

Con una mirada devoradora, Joaquín miró los pequeños pechos de Mei. Ella sonreía sabiendo que era de su agrado. Con una cara juguetona, Mei intentó morder el aire, mostrando que podía ser muy potente.

-¿Puedo desabrocharte el vestido, guapa?

-Puede hacer lo que quiera…

Mei le besó la frente tras decirle eso y se apoyó en el marcado paquete que él ofrecía a través de los pantalones. Se quitó el vestido morado y posó con cara de niña inocente, una niña que marcaba sus pezones a través del sujetador morado y que escondía su coño en el minúsculo tanga violeta.

Joaquín fue aplastado por ella, quien lo besaba tomando la iniciativa y le curaba las partes recién afeitadas con mimos.

Uno a uno los botones de la camisa se rendían ante los dedos de Mei. Sus manos eran el bastón de madera, ella misma era Moisés, y estaba desabrochando la camisa como si abriese el Mar Rojo.

Tras abrir la camisa por completo, descubrió un vientre lleno de grasa pero liso, una barriga sin pelo. Chupaba su vientre con las mismas ganas que se chupa un helado en verano, y al igual que éste, la piel de Joaquín se derretía ante el contacto de la húmeda lengua. Dónde tenía que haber la separación de los abdominales, Mei paseaba su lengua, marcando el camino que ella quería.

Cuatro meses sin sexo era lo que llevaba Joaquín, desde aquella vez que alivió sus penas con la camarera cincuentona del Bar Copas, en pleno Santander.

-¿Me quieres?-le preguntó Mei al oído.

El cálido aire que desprendía volvía a erizarle los pelos del brazo, y acentuaba la erección de su pene, que pedía saltar a la vagina más cercana.

-Sí… eres una chinita muy guapa…

-¿Me deseas?-le susurró.

-Te follaría como a una perra…

La pequeña mano agarró con fuerza el miembro marcado de Joaquín y lo movió casi dolorosamente para él, que observaba como Mei se mordía el labio inferior.

-¿Entonces por qué no me follas?

El propio Joaquín se bajó los pantalones como pudo y se quito rudamente la camisa, maldiciéndola como si tuviese vida propia y pudiese herir sus sentimientos.

-¿Estás cachonda, verdad?

-Estoy cachonda por ti…

-Chúpamela un rato, guapa…

Mei no se hacía rogar. Sabía que era lo pactado. Al ver el pene desnudo de Joaquín pensó que le hacía falta una buena limpieza, y que él no era muy dado al aseo personal más que el mínimo para no oler; pero todo eso se lo guardó en su cabeza. Sólo era una hora… sólo una hora…

La boquita de Mei chupaba el miembro duro y maduro de aquel hombre. Reconocía ese sabor, la sensación de estar chupando una piel que sabía a hombre. Miraba con sus ojos alargados y sujetados con unas pestañas haciendo de pinzas cómo Joaquín se derretía por una simple mamada.

El culo en pompa de Mei dejaba su ano al descubierto, su agujero más íntimo expuesto y abierto al aire que corría en la habitación. La fina tira no era suficiente para cubrirlo todo, e incluso parecía que por momentos pedía entrar dentro, sabiendo que a Mei la volvía loca esa tenue estimulación anal.

-Vaya culito que tienes, guapa…

Joaquín tenía una visión de aquellas nalgas flotando en el aire, de estar abiertas totalmente y de ser envueltas por un aire caliente y jugoso.

La mojada lengua de Mei, la que había recogido todo el líquido transparente y lo había llevado hasta lo profundo de su ser, se paseó a lo largo del pene brotado hasta llegar al glande, donde escupió su saliva para seguidamente agarrarlo y masturbarlo con las dos manos.

-Esto es un regalo del cielo…-dijo ella sin dejar de sonreír.

-Seguro que has lamido muchas pollas…

Mei besó los testículos de Joaquín antes de atrapar uno con maestría y metérselo por entero en la boca. Sin morderlo, todo contacto era muy sensible y agradable. Él empezó a gemir con ganas, sin preocuparse de nada más que no fuese follarse a ésa puta.

-Muchas… pero ésta es una de las más grandes que he visto…

Mentía. Pero a los hombres les gustaba que le dijesen eso. Se sentían orgullosos de poder impresionar con su miembro viril, y más si sabían que el aprobado se lo daba una chica con mundo. Algunos no se lo tragaban, otros eran más felices creyendo que era verdad, y otros, como Joaquín, se tragaban esas palabras porque tenían el ego por las nubes.

-Ponte… ponte de pie…

Mei obedeció, quedándose de pie y marcando sus pequeños pezones a través del sujetador. Juntaba las piernas casi torciéndolas, dibujando unos muslos seductores. No supo cómo pero su mano derecha se encontraba acariciando su pelo y su dedo índice de la otra mano cuidaba de su labio.

-¿Por qué no te tocas un poco ése coñito?

Con la misma inocencia, ella paseaba el dedo por su vagina, por el lindo conejito que se había depilado para que se pareciese más al de una adolescente, aunque ya hubiese pasado, en teoría, de esa etapa.

-Métete un dedo guapa, pero mételo hasta el fondo.

Lo hizo tan seductoramente que quiso estimularse ella misma, mojando su dedo en la salsita que poco a poco iba floreciendo.

-Dámelo, que quiero probar a qué sabes.

Mei sonrió con cierta sorpresa cuando le chupó el dedo entero. Lo que la sorprendió fue el entusiasmo que puso, cerrando los ojos y poniendo pasión en ello, y no el hecho de que quisiese lamer un simple dedo.

-Nunca había probado los flujos de una chinita… Estás muy rica.

Joaquín podía manejarla físicamente y lo sabía. Con un brazo no le hubiese costado levantarla, ni le costó abarcar los pequeños pezones, mordiéndolos a su antojo.

Ella se divertía tonteando, enfocando su importancia al hombre que tenía delante, pero gimió con aquellos mordiscos porque completaba el morbo que necesitaba.

-Muéstrame ese coñito, guapa…

Mei se bajó el tanga y se sentó encima de Joaquín, dejando que éste deshiciera el nudo que le sostenía el sujetador. Ella se adueñó de la prenda y lo enredó sensualmente alrededor de su pene, limpiando con gracia el líquido que parecía salir a gotas.

-Qué guapa eres…

-Mm… ¿qué te gusta de mí?

Mei preguntaba arropando el pene, proporcionándole cosquillas que se turnaban entre la mano y la prenda, los dos proveedores de esos agradables mimitos.

-Eres… eres muy guapa… tienes un coñito de… y un cuerpo…

Joaquín nunca había sabido decir piropos. No era un hombre seductor, ni siquiera amable. Sus palabras se entrecortaban y no lograban salir completas de su boca.

Mei tiró el sujetador al suelo y se sentó encima de él sin penetrarlo, dejando que su miembro la rozara un poco, unos roces juguetones y cortos que alimentaban el apetito sexual de Joaquín.

-Ven un momento…-le pidió ella.

-¿Qué…?

-Que vengas un momento… que no muerdo…aún.

La cara de desconcierto se transformó en cara de follar cuando ella le reveló sus palabras.

-Voy a sacarte hasta la última gota…-le susurró al oído.

Las manos volaron hasta el pequeño culo desnudo y tensaron todo su cuerpo, provocando el nacimiento de un grito provocando que Mei tuviese que taparse la boca mientras se reía de lo que había hecho.

-Ven aquí…

Joaquín atrapó su pene y se lo metió dentro, gimiendo sin parar hasta que lo tuvo todo dentro, ante la excitada cara de la chica asiática.

-Bota un poco, guapa…

Mei movía su culo arriba y abajo, clavándose ése palo lleno de carne, sin dejarlo salir demasiado. Los gemidos de Joaquín se hacían sonoros, y para mantenerse en éste mundo agarraba la escasa carne que Mei tenía, haciéndola gritar también a ella.

-Sí, señor…no pare… fólleme…

-Quieres… ¿quieres, eh? ¡Cómo te gustan las pollas!

Mei no cesaba de botar arriba y abajo, rebotando su redondo culo contra el suelo que conformaba las piernas de Joaquín.

-Sí…siga señor…siga…

-Joder que buena estás…

Joaquín se incorporó y ella se agarró a su cuello, pegándole las tetas a la cara. Él sólo podía sacar la lengua y chupar, porque ella no lo soltaba y él era incapaz de actuar con una teta juvenil tan cerca.

Mei se pegó todavía más y cambió sus movimientos de adelante hacia atrás. Joaquín comenzaba a temblar, el calor que recorría su cuerpo era un sofoco que lo hacía sudar y maldecir de placer a la chiquilla veinteañera que tenía encima.

-Sigue…sigue puta…

-Sí…señor…

-Cómo debieron follar tus padres…aquel día estaban inspirados…

-Mmm…

Mei no decía nada más, disfrutando de la situación. Una ternura la llenaba de caricias. Sus uñas se paseaban por la espalda blanca de Joaquín, llena de irregularidades en la piel pero aun cubierta por una piel tensa.

-¿A ti qué… qué te han dado para que estés tan buena?-le preguntó él besando y mordiendo la piel de su pecho.

Sin esperar respuesta le clavó un par de palmadas fuertes en la nalga, que hacían que Mei se riera. Ella no gemía ni esbozaba muecas de dolor, su reacción era reírse antes la admirable pasión de su amante.

Mei acercó sus pequeños labios rosados a la oreja de Joaquín y la chupó un par de veces antes de complacerlo con sus palabras.

-Mucha leche…-le susurró.

-Ah… puta… ¡Dime que quieres más!

-Quiero más, señor…

-¿Te gusta?

-Me gusta que esté recién ordeñada…

Joaquín no pudo aguantar más y pellizcó la suave piel blanca asiática cuando soltó su semen lo más rápido posible.

-Siga, siga…

Mei gimió junto a él, encima de él, proporcionando caricias hasta que Joaquín la apartó con un empujón segundos después.

El pene quedó mojado y tieso por el acto sexual, a la vista de cualquiera. Mei se acercó y con su pequeña mano volvió  a masturbar a Joaquín, quien casi se la apartó violentamente.

-Quita, quita…

-Siga un poco, señor…

-Espera guapa, quiero descansar…

A la vez que Mei miraba el reloj que había en la mesita, Mercedes despegaba su oreja de la puerta. Había oído ruidos en aquella casa, concretamente en la habitación de su hermano, y se había levantado asustada pensando que algo terrible podía estar ocurriéndole.

Ése ruido… era el mismo que padre y madre hacían cuando dormían con la puerta cerrada los días de lluvia. Alguien estaba con Joaquín, era un hecho claro.

Al oír silencio tras el largo rato en el que había estado escuchando, Mercedes picó a la puerta.

-Joaquín, ¿estás bien?

-¡Vete mujer!

-¿Pero estás bien?

-¡Sí! Venga mujer, vuelve a la cama, que no pasa nada.

-Está bien…

Mercedes dio dos pasos antes de volver a estar ante la puerta y picar de nuevo.

-¿Quieres que te traiga algo?

-¡Coño mujer! ¡Que estoy bien!

Sin responder, se fue preocupada por el pasillo hasta llegar a la habitación, donde encendió la luz y esperó alguna noticia que le aclarase la situación.

-¿Su mujer?-preguntó Mei besándole el pecho sensualmente.

-Mi hermana, que se ha venido a vivir conmigo… Chúpamela un rato, que quiero seguir…

Mercedes decidió levantarse, ya que tampoco iba a dormir con aquel panorama, y esperar en el pasillo vestida con el camisón blanco de dormir de aquella noche.

-¿De verdad estoy gorda?-se preguntó a sí misma en voz alta.

Se agarró el vientre y sorprendida descubrió que podía agarrar algo más de carne de lo que hubiese esperado.

Un rato después, Mei salió de la habitación y se encontró con Mercedes, lo que provocó, una vez más, sus risitas.

-Hasta lueguito…-se despedía ella moviendo la mano.

Bajando las escaleras y mirando por la ventana, Mercedes aún estuvo a tiempo de ver el coche lujoso y negro que brillaba bajo la luz de la clara Luna.

-Se cree que soy tonta…-dijo en voz alta.

Subió las escaleras a toda prisa hasta la habitación de Joaquín, donde lo encontró acostado en su cama y con una sábana blanca cubriéndole sus partes íntimas.

-Joaquín… en la casa de padre y madre… ¡cómo te has atrevido!

-Mujer… era una amiga…

-¿Una amiga?

-Sí, joder… una amiga de la ciudad. Quería visitarme.

Mercedes no había pensado en esa posibilidad. Aunque no cambiaba el hecho de que ella pensara que habían hecho el coito, pensaba diferente si era una amiga.

-Sólo era una amiga, mujer… anda, vuelve a la cama.

Mercedes bajó la mirada antes de acomodarse el camisón para irse.

-Buenas noches, Joaquín.

Él se giró a un lado, abrumado por las ganas de dormir, y no le dijo nada más.

Aunque con algún problema, pudo dormirse pronto para estar otra vez a las cinco de la mañana haciendo sus tareas diarias.

Con lo acontecido la noche anterior, Mercedes no se dio cuenta de que el televisor se había quedado toda la noche encendido.

Lo apagó con el mando a distancia a la vez que ella levantaba un periódico abierto que había encima de la mesa de cristal.

Se fijó en un anuncio grande, el más grande de la página, en el que había dos chicas asiáticas juntas y abrazadas con mirada lasciva.

‘‘Asiáticas. Veinteañeras y complacientes. Muy cariñosas y guapas. Disfrutarás como nunca lo has hecho’’.

Debajo, un número de teléfono.

Mercedes se santiguó cuando confirmó que una prostituta había estado en su casa.

Joaquín la había tomado por tonta…

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Jessica en París (capítulo I)

Los secretos de la familia Martínez (capítulo 3)

El bulto

Los secretos de la familia Martínez (capítulo 2)

Sucedió en la playa

Follando como conejos

Los secretos de la familia Martínez

El regalo