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Dame una oportunidad (Octava parte)

en Lésbicos

Siempre era María quien solía llegar antes a la escuela para recoger a su hijo, pero aquel lunes se encontró con que Saray estaba allí, poniéndole el abrigo rosa a su hija.

La monitora se deshacía en elogios, y Saray no podía hacer más que sonreír y acariciarle el pelo rubio a su niña de cinco años.

Saray captó a primera vista que María había llegado. Para ella estaba preciosa, tenía la cara más rosada de lo normal, quizá por el frío que empezaba a hacer, pero ese tono le daba una suavidad que se dejaba patente en todos los detalles de su cara.

Aquel era el momento que estaba esperando. Empezaba a echar mucho de menos a María cuando no estaba con ella, se había ganado un lugar en su corazón a pesar del poco tiempo que hacía que la conocía.

El temor de ser totalmente rechazada que tenía Saray se escondía muy bien detrás de una armadura formada por un atractivo de mujer rubia y ojos verdes. Era la destreza que poseía Saray, esconder las penas y aparentar una felicidad permanente hacia los demás. Era una cosa que quizá los dejara muy contentos, considerándola una mujer que nunca estaba triste, pero lo cierto era que a ella le había producido más de un dolor de cabeza tener que tragarse algunas cosas ella sola.

¿Iba a ser María esa persona que la comprendiese totalmente? Mike lo había sido, sí, y dejó de serlo mucho antes de que naciese su hija.

María abrazaba a su hijo mientras dejaba que el pelo negro y liso cayera en el vacío. A ella le pareció que estaba preciosa cuando cerraba los ojos y sentía profundamente cada abrazo que le daba, cada beso que repartía… Saray creía poder aprender mucho de ella, lo que le faltaba saber ahora era si María le dejaría.

Saray se acercó lentamente a María, observando sus caderas marcadas en los pantalones negros. Por alguna razón las estaba mirando demasiado, encontrando el atractivo de sus curvas.

-Hola cielo.

Saray le cogía las manos frías a María, unas manos que rebelaban que había estado un tiempo al aire libre. Aparte de ese detalle no podía haber nada que revelase que ella había caminado bajo el frío temporal. La piel de María no se secaba ni se agrietaba, tan sólo cambiaba de temperatura.

La mano cálida de Saray pasó por la mejilla de María, acariciando en un largo trazo la mayor parte posible de su cara, sabiendo que no podía detenerse demasiado.

-Saray… tengo que decirte una cosa.

La cara de María, paciente e incluso alegre, no había revelado ninguna sorpresa, pero ahora Saray temía que fuese algo malo por el tono que había empleado en decir eso.

-¿Estás bien?

-Sí, estoy muy bien… sólo necesito saber si me vas a apoyar en esto o no.

La mente de Saray ya empezaba a debatir que querría decir con ‘‘esto’’, pero por supuesto ella se mantenía en un nivel sereno.

-Yo te apoyaría siempre… ¿qué ha pasado?

-No… no estoy segura.

Creyendo erróneamente que María estaba poniendo en tela de juicio su aprecio, se acercó aún más a ella y la llevó al pasillo, donde después de examinar que no viniese nadie la besó en la boca, comprobando que sus labios también estaban fríos pero que no se molestaban en esconder una excitación al ser besados.

Ese beso duró escasamente tres segundos, acabando cuando ambas sintieron la presencia de la monitora que solía cuidar a sus hijos. Aquellos ojos de búho que las miraba ni siquiera se movían de su posición. Era tal el asombro que la monitora tardó un instante más en reaccionar. Sabía perfectamente que las dos estaban casadas.

María fue la primera en apartarse con la cabeza baja e irse volando de allí con su hijo. Saray, que por alguna razón aguantaba la mirada e incluso la buscaba, seguía observando a la monitora.

Pensó en decir algo, pero en breve se encontró con que se había quedado sola. María salió de allí sin decir nada, sin molestarse en despedirse o siquiera en dejar que su hijo dijese adiós a Samanta.

Con una fría despedida la monitora se quedó sola, mientras Saray llevaba de la mano a su hija y miraba como María se iba sin mirar atrás.

Era la segunda vez en dos días que había tenido ese pequeño susto, y siguiendo la progresión iba a peor.

Saray alcanzó a María cuando ésta hacía subir a su hijo en el asiento trasero del coche.

-María… lo siento…

Aquello fue lo único que pudo decir por la extraña situación.

Saray indicó a su hija que se sentará dentro del coche, siguiéndola con la mirada hasta que las dos volvieron a estar relativamente solas.

-Saray… no sé como seguir con esto.

-Ha sido culpa mía, tengo tantas ganas de besarte que… me vuelvo loca.

-Saray… no es sólo por eso, es por todo… No sé qué estoy haciendo contigo ni qué hago yo misma…

-Pero… tú me quieres, y yo te quiero… muchísimo.

-Todo esto es muy complicado, estoy hecha un lío…

Saray intentaba tranquilizarse, pero ya sabía lo que María estaba intentando decirle.

-Te he echado muchísimo de menos, ahora eres muy importante para mí.

-Yo también te quiero, únicamente necesito pensar un poco…

-Me… ¿me estás echando de tu vida para siempre?

Parecía que fuese lo que fuese lo que pasara, Saray recibiría la noticia endureciendo el corazón.

La vista de María se empezaba a nublar por el agua salada que se iba formando y que parecía querer resbalar en su cara en forma de lágrima.

-Un mes. ¿De acuerdo?-le dijo María.

La expresión de María hablaba por sí sola. Intentaba ocultarlo, pero su cara decía que ya había estado pensando en eso antes.

-No puedo estar tanto tiempo sin ti…

-Nos vamos a seguir viendo; cuando vengas a buscar a tu hija, cuando vayas a la iglesia con… con tu marido. Y yo iré con el mío.

María pronunciaba sus palabras intentando convencerse más a ella misma que a Saray.

Por un momento su expresión se congeló en la incertidumbre y Saray no reaccionó ante aquello.

-Está bien. Tómate el tiempo que necesites. A mí ya sabes que me vas a tener para lo que quieras.

Saray quería decir muchas cosas, pero eso fue lo único que le salió. Volviendo a casa, María pensaba en todo aquello. Había pensado en la posibilidad de que Saray la mandase a paseo, pero había reaccionado de una manera que incluso la hacía sentir culpable.

Las dos siguieron viéndose en el colegio y en la iglesia, aparentando lo que todos querían y escondiendo en su interior lo que sentían. María porque creía que era lo correcto, Saray porque la quería demasiado como para no desearle lo mejor.

En esas ocasiones María siempre intentaba estar en compañía de alguien, sabiendo que era prácticamente imposible que Saray dijese algo de lo que había pasado.

Un domingo de tantos en la iglesia Saray supo aquello que María había intentado decirle con anterioridad. Había contado los días de aquel mes imaginario, aunque no pensaba decirle nada a María cuando hubiese pasado aquel tiempo, sabiendo que no quería forzarla.

Veintitrés días. Hacía ya más de tres semanas que María le había dicho aquello, unas semanas en las que la echó de menos y que pensó en ella cada noche antes de dormirse.

Saray vio como Mike le daba dos besos a María. Con lo frío que era él… ¿desde cuándo se dedicaba a darle besos precisamente a ella?

María iba bajando la mirada a cada paso que daba Saray. Estando los cuatro de pie fue Mike quien siguió felicitándoles.

Pablo le dijo entonces que su mujer estaba embarazada. Casi de un mes, concretó.

Era algo difícil reaccionar a eso, pero Saray optó por sumarse a las congratulaciones que se repartían y darle la enhorabuena a María. Suponía que iba a ser casi una sentencia para el vínculo que habían establecido y que este se limitaría a una relación de amistad.

Fue aún más espinoso pensar aquello al verla tan radiante aquel lunes, resplandeciendo allá por donde pasaba. María se acercó a Saray y la cogió de la mano, diciendo que quería hablar con ella en el lavabo.

La monitora no se había olvidado de aquel beso entre aquellas mujeres, pero poco importó lo que pensase ella.

María cerró la puerta, estando solas y con un silencio impropio de aquel sitio.

-Saray… ¿qué piensas de todo esto?

Ella hablaba como si la estuviese ahogando guardar todo aquello.

-¿Te ha molestado?

-No… no. Cómo me va a molestar… Es maravilloso, me alegro mucho por vosotros, de verdad. Tener un hijo… es algo muy bonito. Seguro que cuando nazca podrá estar orgulloso de sus padres.

María levantó una mano para acariciar a Saray por donde pudiese, pero ésta se mostraba cautelosa a la hora de recibir una simple muestra de afecto.

-Sé que no viene al caso, pero Mike y yo vamos a separarnos.

-Lo siento.

-Tranquila… hacía demasiado que estábamos así, y los dos sabíamos que pasaría. Quizá por eso se ha mostrado tan comprensivo.

-¿Quieres que lo hablemos?

-Estoy… estoy bien, cielo.

Saray volvió a guardar aquel sentimiento de pena para mimar la barriga de María, tocándola casi con miedo, pero empleando dulzura y delicadeza.

Pronto la mano de María volvió a acompañar la de Saray para palpar juntas aquel vientre.

Después de que se hubiesen juntado las manos se unieron aún más encajando sus labios en un beso uniforme y sensorial que llevó a ambas a sentir un escalofrío recorriendo su cuerpo.

María acariciaba aquel pelo rubio con cuidado, sintiendo la suavidad que desprendía. Sin embargo, aquella fue la primera vez que Saray rechazó un beso de ella, y aun así lo hizo sonriendo.

Con sus brillantes ojos verdes decía que se iba a recoger a su hija, que la quería llevar a casa. María entendió entonces que Saray deseaba que su pequeño hijo y aquel que estaba en camino pudiesen estar con su padre. Quizá eso moldeara la actitud de Pablo y lo hiciera un hombre más hogareño.

Antes de que Saray pudiese acabar de recorrer el pasillo, María la detuvo.

-Saray… quería… pedirte un favor.

-Lo que quieras.

Fue por poco, pero Saray pudo retener en su boca la palabra ‘‘cielo’’ que tan felizmente pronunciaba refiriéndose a la que para ella era una extraordinaria mujer.

-Quiero ir a comprar… una cosa.

No hizo falta que dijese nada más. Saray hubiese parado medio mundo para darle lo que pedía, así que estaba encantada de poder acompañarla.

La tarde en que se fueron juntas de compras María y Saray se acercaron la una a la otra como buenas amigas. Era como sí todo fuese igual que al principio, cada una con sus problemas y creando una confidencia entre ambas que les permitía expresarse libremente.

Ambas miraron a una mujer con pinta de ir por el sexto o séptimo mes de embarazo, pensando que dentro de unos meses María estaría así.

-¿Cómo ha recibido Pablo la noticia? Seguro que le hará mucha ilusión-le dijo Saray.

El semblante de María se entristeció cuando Saray dijo eso, pensando quizá en algo que había pasado.

-Sí… de todas formas… esperaba que le hiciese más ilusión.

-¿No esperaba tener más hijos?-preguntó con atrevimiento.

-Me…me preguntó quien era el padre. Sigue empeñado en pensar que me acuesto con otro hombre. Está un poco… receloso con todo esto.

-María… si me dejaras intentaría cuidarte como te mereces. Pablo ya ha demostrado que es un… manazas.

Sin permitir que dijese nada y guardándose insultos mayores en su interior, Saray tonteó mirando alguna ropa y moviéndose cada pocos segundos. Por alguna razón no quería oír la respuesta.

Con un vestido blanco en la mano María hizo señas de querer probárselo. Una señora algo despreocupada por su trabajo se encargaba de vigilar los probadores.

María cerró la cortina y se endosó el vestido blanco, exhibiéndolo después delante de Saray. El contraste del blanco con su pelo negro y su piel rosácea era una combinación explosiva que casi dejaban con la boca abierta a Saray.

-Estás muy guapa…

-¿Crees que me queda bien?

-Te queda fantásticamente.

La expresión de Saray podía ocultar muchas cosas, pero María sabía cuando decía la verdad.

Pasándose la mano por el pelo vio como la señora que custodiaba sin afán los probadores se iba con unas perchas en la mano, con una parsimonia que indicaba querer hacer cualquier cosa menos estar allí sentada viendo pasar a personas en las que no volvería a reparar nunca.

Las tres cortinas estaban cerradas, pero Saray sabía que el último probador era donde estaba María. Abrió justo para verla otra vez con aquel vestido blanco.

Era un lugar pequeño y apenas había espacio, pero la compañía era la mejor que hubiesen podido pedir.

María no se retrajo. No pidió que se fuera de allí ni le hizo ningún gesto, ni siquiera una mirada que indicase a Saray que estaba sobrando. Tan sólo bajó sus manos para desabrochar el botón dorado que sostenía sus pantalones en su lugar, y fue la propia Saray la que los fue bajando hasta dejar al descubierto su tanga de un color azul cielo que se transformaba ocasionalmente en turquesa cuando decidía combinarlo con los brillantes ojos verdes.

Como si fuese a decirle algo a la oreja, María posó sus manos en las mejillas de Saray y le acercó su boca al oído, besándola y obsequiándola con un cosquilleo que hacía cerrar los ojos de Saray para viajar a otro lugar lejano, uno donde el placer reinaba.

El lóbulo de su oreja se volvía rojo y se cubría de gloria, plagado de una sensibilidad tremenda, cada vez que los delicados labios de María pasaban por allí.

A Saray le parecía imposible, pero más que besarlos o incluso mimarlos, los labios resbalaban por su oreja, con la sutil e invisible ayuda del cacao que María se había puesto muchas horas atrás.

La mano de Saray se coló por debajo del vestido blanco con tanta delicadeza que apenas rozó la ropa interior de María. Sus dedos eran tímidos, cohibían sus ganas de jugar y de ser correspondidos.

Con esa intrepidez que caracterizaba a Saray, se atrevió al fin a saltarse la primera parada para jugar un poco por encima e ir directamente a la zona más sensible, aquella que disponía estar piel contra piel, las yemas de los dedos contra el clítoris desnudo.

María apenas podía gemir aunque estallaba de deseo, la oreja de Saray le llenaba la boca y le saciaba toda la excitación. Los labios de Saray variaban entre la mejilla de María y entre comprimirse ellos mismos, dejándose llevar por el placer que le producía todo aquello.

Los dedos de Saray empezaron a resbalar poco a poco, igual que aquellos labios en su oreja. La otra mano luchaba por subir el vestido, en un intento inútil por descubrir el cuerpo de María. Sus dedos apretaban con fuerza la tela blanca, llegando incluso a temer en desgarrar el suave vestido.

Las manos de María eran como dos calentadores posados en aquellas mejillas, calentaban la cara de Saray y ese sofoco se transmitía a lo largo de su cuerpo.

Los movimientos de Saray empezaron a entorpecerse por la destreza con la que aquella mujer atacaba su oreja, esa que se estaba derritiendo a cada contacto de su boca, que se fundía cuando los labios la abrazaban y que se deshacía en un gozo cada vez que la lengua de María entraba para humedecer su satisfacción.

Saray intentó meterle un dedo a María, pero todo aquello era superior a cualquier cosa que utilizase para defenderse. Dejó de luchar. María seguía aguantándola, sabiendo que cuando aquel espasmo viajó por el cuerpo de Saray sólo significaba que había alcanzado su objetivo.

Era algo irreal, algo que nunca había pensado y que probablemente no hubiese creído mucho tiempo atrás. Pero era cierto. Saray se había mojado totalmente descubriendo el don de María por atacar orejas.

Era Saray quien luchaba por no jadear, con muchos más esfuerzos cuando su compañera quiso comprobar que lo había hecho bien e introdujo una mano bajo aquel tanga, haciendo rodar sus dedos por su vagina.

Era imposible para Saray renunciar a ella.

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