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La leyenda del jaguar

en Zoofilia

"Cuenta la historia que Cuauhtémoc aún vive en la selva." Así acabó la historia tu padre. Según la leyenda, Cuauhtémoc era un indio americano. Maya, azteca, tolteca... nadie sabía muy bien a qué pueblo pertenecía, pero a ti te gustaría que hubiera sido inca. No sabes por qué, pero te parecía que debía ser inca. Cuauhtémoc era un indio joven, que vivió la invasión de sus tierras por tus antepasados, los españoles que llegaron a las Américas con la cruz en una mano y en la otra la espada. Los españoles que grabaron con fuego y sangre en América una lengua, una religión, y un auténtico genocidio en nombre de Dios.

Dice la leyenda que Cuauhtémoc fue el primer indio que vio a las tres carabelas de Colón atracar en el continente, que vio cómo los españoles empezaban a cortar árboles y más árboles para construir el fuerte. Cuauhtémoc no podía permitirlo… ¡Estaban destruyendo su casa! ¡La casa del jaguar! Se acercó a ellos corriendo, quería hablar con ellos, decirles cómo cortar madera para que el bosque no se resienta. Sin embargo, cuando lo vieron aparecer, los españoles le saludaron con disparos y perdigonadas. Una de las balas le atravesó la pierna, destrozándole el fémur. Lo cogieron preso, y lo mantuvieron a pan y agua hasta que aceptara la religión que ellos imponían. Cuauhtémoc se negaba. El culto de su pueblo era el único que iba a considerar durante su vida. Y allí seguía, adelgazando por la mala comida, a punto de morir por la gripe que no parecía afectar demasiado a los españoles. Pero siempre, encomendándose al dios jaguar, el dios de la selva que lo protegía, y le salvó de aquella enfermedad mortal. Todos los días rezaba al jaguar, y cada día sobrevivía para dar paso al siguiente. Pero un día, un quince de marzo en el calendario español, los guardias que fueron a darle la comida diaria, se encontraron la celda en sombras, pero vacía. Cuando la abrieron para ver cómo había escapado aquél chico, un jaguar saltó desde la oscuridad y mató con sus garras y sus mandíbulas a los dos carceleros. Cuando los españoles acudieron a los espantosos gritos de sus compañeros, se encontraron un jaguar lleno de sangre de frente a ellos. Temerosos, asustados, lo dejaron huir del campamento y perderse en la selva. Así fue como Cuauhtémoc se liberó, condenándose a una vida eterna en forma animal hasta que de alguna forma, llegara a sentir la mano del Dios Jaguar en su corazón.

"Esa frase, que nadie sabe lo que significa, está escrita en el zigurat de la ciudad de Chichén Itzá, a miles de kilómetros de Colombia, que es donde, en teoría, ocurrió esta leyenda."

"Vaya- pensaste- ¿Cuánto tiempo necesitará un jaguar para llegar desde Colombia al norte de Méjico?" Sabías que no era más que una leyenda, pero te había impresionado. "La mano del Dios Jaguar en el corazón" ¿Qué significaría aquello?

- ¡Bueno niños! ¡A la cama!- Habló tu padre. Era él el que se había empeñado en que la familia hiciera la ruta quetzal. Y allí estabas tú, a los dieciocho años perdiéndote unas vacaciones en la playa por hacer una ruta en otro continente. Lo único que tenía de bueno eran las historias que tu padre contaba. Al ser profesor universitario de historia antigua, sabía expresarse de forma que todas las leyendas pareciesen ciertas. Te levantaste del suelo, agradeciendo a tu madre que hubiera alquilado tres habitaciones (una para tus padres, otra para tu hermano, y otra para ti), puesto que con el calor que hacía no querías dormir completamente vestida. En el caso de que tu hermano hubiera dormido en tu misma habitación, no habrías podido desvestirte sin causarle una erección en su cuerpo de catorce hormonales años. Así pues, llegaste a tu habitación y casi te caes de espaldas al ver la cama. ¡Tenía sábanas de seda! Cerraste la puerta con llave y comenzaste a desnudarte. Querías notar su suavidad por todo el cuerpo, por los pechos, por el culo… por el sexo… Ya completamente desnuda te lanzaste a la cama y te metiste bajo la sábana. Era tan suave, esa seda blanca... era tan suave que no tardaste en quedarte dormida.

Eran las doce de la noche, y tú estabas dormida. De repente, la cerradura comenzó a girar, aunque sólo tú tenías la llave. La puerta se abrió pero no había nadie delante. Tú seguías dormida. De repente, apareció un jaguar por la puerta, con su andar sigiloso y elegante. Tú no te despertabas. Poco a poco, el jaguar fue llegando a tu cama, plantó su zarpa en la suave tela y comenzó a hacerla deslizar hacia atrás. Tu cuerpo en sueños, respondió a la caricia de la seda deslizándose sobre tu cuerpo. La seda iba retrocediendo dejando tu cuerpo desnudo en la cama. Tú seguías dormida boca abajo, con un suspiro danzando en tus labios por la caricia de la seda blanca. La sábana fue dejando tu bello cuerpo al descubierto... Tu espalda… tu cintura… tus nalgas redonditas y duras… tus piernas... toda desnuda a merced del depredador que te miraba todo el cuerpo. Aún dormida, te diste la vuelta y quedaste boca arriba. El jaguar se subió a la cama, para poderte ver mejor. Olisqueó tu cara, tus pechos grandes, tu vientre plano, tu sexo. El animal respiraba en tu oído y tu te excitaste. El olor de tu sexo encendió al felino. Colocó sus patas traseras entre tus piernas, separándolas un poco, lo que te hizo despertar. Sus patas delanteras estaban a los lados de tus pechos, y cuando abriste los ojos, su cara estaba justo enfrente de la tuya. Tuviste demasiado miedo incluso para gritar. El felino te miraba fijamente a los ojos, pero esos ojos, los del jaguar, no eran de gato. Los ojos del jaguar eran dos hermosos ojos humanos que te miraban con ternura. Sentiste ganas de gritar, pero entonces oíste una palabra: "¡Ayúdame!" Esa palabra no parecía provenir de ningún sitio. Pensaste que era el jaguar, pero no había abierto las fauces…

La volviste a escuchar… "¡Ayúdame!". La voz era la de un joven, y no entraba en tu cerebro por los oídos, simplemente estaba allí dentro y surgía, desde lo más profundo de tu mentalidad… "¡Ayúdame!". No sabías qué hacer, querías gritar, pero las palabras no te salían, querías huir, pero las piernas no te respondían. Estabas a merced de un asesino sigiloso de la naturaleza, y sabías que eras su presa. No te quería comer, te quería… Miraste por debajo del cuerpo del animal. Su pene se alzaba erguido sacando varios centímetros de músculo rojo de la funda de pelos que solía contenerlo. Era enorme. Una parte de ti dijo que sería divertido ver cómo se las arreglaba ese animal contigo, pero la otra parte, la más sensata, te exhortaba a huir. Pero no podías... Esos ojos del jaguar te tenían petrificada. Eran ojos humanos, eran los ojos de…

- Cuauhtémoc.- lo susurraste tan bajito que sólo el avezado oído de un cazador de la selva lo podía oír. Entonces, el animal agachó sus patas traseras e hincó su miembro en tu sexo. Te abrazaste al cuerpo del poderoso animal con brazos y piernas mientras tu cuerpo se arqueaba al sentir esa espada de carne caliente atravesar tu sexo. Te levantó diez centímetros de la cama mientras sus cuartos traseros comenzaban a ir y venir en tu vagina. Cada vez entraba más de ese descomunal miembro. 15 centímetros... 18 centímetros... 20 centímetros... Después de varios minutos te pareció sentir en tu cuerpo más de treinta centímetros, que casi llegaban al fondo de tu sexo. El animal te embestía con fuerza, y tú te entregabas a él con una docilidad incomprensible.

- ¡ah! ¡ah! ¡ah!...- cada vez que te hincaba su miembro hasta el fondo, ahogabas un gemido en el pelaje del cuello del animal. Sentiste que desde lo más profundo de tu estómago nacía un orgasmo. Una boca humana se juntó a la tuya para apagar el grito, mientras tú te sentías volar. Tú estabas volando por la selva, follando con un jaguar que follaba como los hombres, que besaba como los hombres...

Cuando el orgasmo hubo pasado, y tu sexo se mojó completamente, buscaste en el jaguar la boca que apagó en sus labios tu grito, pero sólo estaban las fauces felinas. No había nadie más en la habitación, pero un hombre te había besado, había metido su lengua en tu boca y había dejado un sabor a sangre y a sal...

Seguías suspirando, ahogando tus gemidos en el cuello del animal, que te estaba dando un placer más intenso que el que cualquier hombre te pudiera haber dado. Su sexo entraba y salía del tuyo, y tú ya no sentías la suavidad de las sábanas. Estabas abrazada a la suavidad del pelo del jaguar, empalada por su miembro y a varios centímetros del lecho. Tus pechos se aplastaban contra el vientre del animal, que te seguía mirando con esos ojos humanos. Entonces, como si alguien hubiera pulsado el botón de avance rápido en el control remoto de tu vida, el animal aceleró sus embestidas. Otro orgasmo se estaba formando en lo hondo de tu vientre, buscaste otra vez esa boca, esa boca de hombre con sabor a jaguar, no podías dejar que el resto del mundo se enterase de lo que estabas haciendo con un jaguar... Allí estaba, otra vez esa boca que se unía a la tuya, unos labios jóvenes, viriles, que ahogaron un grito en tu grito. Allí, los dos, llegasteis juntos al orgasmo, y él te llenó de su semen y tus fluidos. Cuando abriste los ojos, y despegaste tus labios de los que te besaban, ya no había ningún jaguar, sino un hombre. Un indio que te miraba a los ojos, tiernamente, con sus ojos negros. Un indio con un cuerpo divino, moreno, de anchas espaldas, que aún estaba encima tuya...

- ¡Gracias! Ya era mucho tiempo...- dijo, y volvió a bajar sus labios para encontrarse con los tuyos. En medio del beso, desapareció, se esfumó sin dejar nada. Tú caíste dormida. No estabas cansada, no tenías sueño, pero caíste dormida como si te hubieras pinchado con la rueca de la bella durmiente. Cuando despertaste, las cortinas dejaban entrever un día soleado. Te levantaste, y viste que la puerta volvía a estar cerrada con llave. Creíste que todo había sido un sueño, un sueño muy real, pero un sueño al fin y al cabo. Te hubiera gustado quedarte con Cuauhtémoc. Abriste la maleta y cogiste ropa para ponerte, después de ducharte. Sin embargo, al sacar la camiseta, un colgante cayó al suelo. Como único abalorio tenía una gran piedra verde elipsoidal, y en el fondo de la joya, podía verse la cara de un jaguar, con unos ojos humanos.

Poco tiempo después, ya de vuelta en España, leí una cosa en un libro que me llamó la atención. Decía que en muchas antiguas religiones, el momento del orgasmo era visto como un momento de unión espiritual con el mundo divino, y que por eso la Iglesia Cristiana, tan preocupada por recordarnos que el rezo y la misma Iglesia son los únicos caminos hacia Dios, satanizaba tanto el sexo.

"Así que el orgasmo está visto como un acercamiento a lo divino" pensaste… "Algo tan divino como la mano del Dios Jaguar en el corazón" Y apretaste bien fuerte el colgante con la piedra verde que llevabas al cuello.

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