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Campos de Cádiz

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El 1933 entraba en Andalucía como en el resto de España. Por aquél entonces, los días quemaban en los brazos de mangas subidas hasta el codo. El trabajo en el campo siempre había sido difícil, pero era el único que Luis conocía. Su piel curtida al sol mostraba el moreno innegable de los campos de Cádiz, el moreno que compartían sus compañeros de fatigas. Las ramas de los olivos se descargaban de verde gracias a los brazos trabajadores de los jornaleros. Aunque venía gente de todo el sur peninsular, al dar trabajo, el duque de Medina-Sidonia siempre daba prioridad a sus vecinos. "Hay que cuidar Casas Viejas, que si no se nos va a ir al garete" Solía decir el cacique. Cada vez era mayor el paro, sobre todo entre los agricultores, y no faltaban brazos para la recogida, pero Luis siempre había tenido trabajo bajo el bastón del duque de Medina.

Sin embargo, Luis se olía algo nuevo este año. Y no sólo él. Los viejos del pueblo lo comentaban en la plaza, mientras pasaban las campesinas con sus cestas cargadas, recién salidas del mercado.

- Los jornaleros están demasiado irritables. Es este calor que no se marcha. No hay quien lo aguante.

- ¡Ca! ¡Deja de echarle la culpa al calor! ¡Sabes bien de quién es la culpa, viejo torpe! ¡Tu hijo y esa chusma de los cenetistas que le acompañan nos están revolucionando a los buenos trabajadores!

Las discusiones entre don Eustaquio, y don Felipe, eran el pan nuestro de cada día. Eran dos contrarios que se atraían irremisiblemente. Cantonalista el uno, carlista el otro. La izquierda y la derecha ideológicas se juntaban cada tarde en el mismo banco del pequeño pueblo. Y nunca pasaron de las palabras. En su fuero interno, cada uno de esos viejos respetaba al otro por que en esa época, escaseaban las personas que supieran discutir pacíficamente. Y ellos dos, eran unos de esos pocos.

- Sabes que corren tiempos difíciles. La República falta a sus promesas de nuevo y la gente se impacienta.

- La República es un nido de alacranes y los anarquistas lo aprovechan para meterle propaganda marxista a los campesinos. Peligro. Te lo digo yo, peligro. La FAI va a destrozar el pueblo.

- Esperemos que no pase nada. Si pasa, este pueblo va a ser un infierno, recuérdalo. ¡Un infierno!- El tono de don Eustaquio recordaba al de los remotos voceros apocalípticos.

- Anda, padre. No diga tonterías y vayámonos para casa, que María ya está haciendo la comida.

Por detrás de los ancianos apareció la figura alta y robusta de David, el hijo del viejo cantonalista. David, un jornalero de treinta años que llevaba en sus venas la vieja casta revuelta de los Villarrubia, era el secretario del sindicato en el pueblo.

- ¡Y tú tranquiliza a esos malditos cenetistas! ¡Si juegas con fuego te quemarás! ¡Y después incendiarás el pueblo!- La voz vieja y desmejorada de don Felipe graznó con fuerza en el silencio relativo de la plaza mayor.

David volteó su rostro lleno de furia hacia don Felipe. Durante un segundo, la mirada de fuego del joven se enfrentó a la triste pero llena de fortaleza del anciano. Sin embargo, algo dentro de ese rostro repleto de arrugas inquietó a David. El joven bajó la mirada y salió de la plaza con los puños cerrados.

- ¡No tarde, padre!- le gritó a una distancia de seis metros.

¿Por qué no lo entendían? Se preguntaba el joven mientras sus pies golpeaban la tierra del camino con tanta fuerza que cada paso sonaba como el de un gigante.

Los dos ancianos se despidieron como viejos amigos y Eustaquio emprendió el camino hacia la casa de su hijo con el paso lento y trabajoso que le permitían sus malogradas rodillas. Temía por el pueblo. Y temía, sobre todo, por su hijo. "¡Si juegas con fuego te quemarás!". Sabía que don Felipe tenía razón. Los cenetistas, y su hijo entre ellos, revolucionaban a los campesinos. Y si alguien encendía la mecha, ellos serían los primeros en recibir el fogonazo. Eustaquio golpeó el suelo con el bastón para intentar alejar de su mente los pensamientos más negros.

* * *

El día nuevo despertó como siempre, con el canto del gallo que tenía don Manuel, el maestro, en su corral. Luis se levantó de la cama, haciendo un esfuerzo por adaptar su vista a la repentina claridad que había invadido su habitación. Se cambió de ropa y salió hacia la hacienda del cacique. La tierra no se araría sola, y el duque de Medina-Sidonia no iba a mancharse las manos de tierra, eso estaba claro. Además, ese día por la tarde había una reunión en el sindicato. Luis las odiaba.

De todos modos, la mañana siguió su curso y la tarde llegó con su séquito de nubes. El sindicato del pueblo se reunía en casa del secretario. David Villarrubia, compañero de Luis e hijo del viejo don Eustaquio, abrió las puertas de su morada para que la treintena de hombres tomara sitio para la reunión. La mayoría quedaron de pie. Las únicas cuatro sillas las ocupaban los tres dirigentes cenetistas y don Eustaquio, que observaba de reojo la reunión, algo apartado, mientras pasaba descuidadamente las páginas del diario "El socialista".

- A ver, compañeros, callaos, hay algo importante que contar. – José Monroy, ex-dirigente del sindicato en el pueblo, que recién había dejado su puesto al "Currestaca", comenzó la charla. Como venía siendo normal últimamente, los tres líderes de la CNT en el pueblo eran, además, miembros de la FAI.

Las palabras no se hicieron esperar y la sorpresa llenó el ambiente. ¿Revoluciones en las capitales? ¿Comunismo libertario? ¿Juntas anarquistas? ¿No más trabajos forzados para que se aproveche el cacique? Eso era algo por lo que todos los trabajadores darían un brazo. El "Currestaca", un rudo labrador que sabía tanto de política como de chino mandarín, encendió las fatigadas almas con palabras de ánimo. La concurrencia estalló en gritos y vítores a la CNT. Sólo cuatro personas continuaban en silencio. Dos de ellas eran David y José Monroy, dirigentes del sindicato, que sonreían viendo la puerta que se les abría en la historia. En el lado contrario, Luis y don Eustaquio, que por más que se esforzaban, sólo veían muerte. Muerte y destrucción.

Don Eustaquio se levantó y salió hacia la cocina, donde María estaba con el pequeño Julián, su hijo. En la sala se quedaron los sindicalistas. Todos fueron saliendo de la casa poco a poco, pero Luis se quedó detrás, esperando a quedarse solo con el dueño de la casa, David. En cuanto el "Currestaca" y Monroy hubieron salido por la puerta, Luis se acercó al cenetista. Las piernas le temblaban, sentía que su cuerpo era una amalgama de emociones, por fin llegó hasta donde estaba David, que le daba la espalda, sin percatarse de que no estaba solo.

Luis puso una mano en el hombro de David y le obligó a darse la vuelta. Frente a frente, quedaron los dos jóvenes, con sus caras separadas por no más de veinte centímetros. Durante un instante, las miradas se cruzaron, sin saber cómo habían ido a parar a esos ojos. Luego se llenaron de fuego, y se besaron. Los labios de Luis se juntaron con los del cenetista, saboreándolos, disfrutándolos, al igual que su amante. No le sorprendió que fuera David el que se separara.

- ¿Estás loco? ¿No ves que puede salir mi mujer, o mi padre, y nos pueden ver?

- David, no me importa, te quiero. Te quiero y lo sabes, ¿Cuándo podremos estar juntos?

- Ya lo sabes...

- Sí, sí, ya sé... Cuando Julián pueda mantener a su madre, pero es que me parece tanto tiempo...

- Ya sabes, Luis... No puedo dejar abandonada a mi familia. Te quiero, pero no al precio de matarlos de hambre...

- Pero...

No pudo terminar, por la puerta apareció de nuevo Eustaquio.

- ¡Hijo! Tu mujer dice que si puedes ayudarla...

- Dígale que ahora voy, padre, estoy hablando aquí con mi compadre Luis...

- No tardes, hijo, que me parece que andaba con prisas...

- Bien, padre.- Eustaquio volvió a la cocina con su nuera y su nieto y Luis, sin una palabra más, salió de la casa, enjugándose una lágrima.

David entró en la cocina y se encontró a su mujer sentada, esperándolo. Eustaquio subía por las escaleras acompañando al pequeño Julián, de sólo siete años.

- Dime que no lo vas a hacer.- La voz de María sonó seca y sin miramientos.

- Que no voy a hacer ¿Qué?

- Que no vas a llevar a este pueblo a la revolución...- La mirada negra y encendida de María se clavaba en sus ojos.

- Haré lo que crea conveniente, mujer.

- Pero ¿Y si...?

- "Y SI" ¡NADA!.- El grito resonó en toda la casa.- Ahora que existe una posibilidad de dejar esta pobreza en la que nos hunden los caciques, no voy a dejar pasar la oportunidad. Yo no quiero ser pobre toda la vida, ¿Y tú?

- Pero a veces el dinero pide un precio demasiado alto.- Desde la escalera llegó la voz rasposa de don Eustaquio.- No le chilles. He sido yo quien le ha dicho a tu mujer que hablase contigo.

- Padre, lo siento pero ésta es nuestra hora y hemos de aprovecharla.

- Pero, David...- María se levantó de la silla y se acercó a su marido.

- ¡TÚ TE CALLAS, MUJER! ¿Qué sabréis vosotras de política?- El grito rabioso hizo que su esposa frenara en seco. La mujer le regaló otra mirada, pero esta vez resentida, y se fue corriendo por las escaleras, subiéndose las faldas, pasando por al lado de su suegro, mientras rompía a llorar.

Don Eustaquio observó cómo subía María, luego miró a su hijo, meneó la cabeza de un lado a otro, y siguió a la mujer con su paso lento. David se sentó en una silla con gesto de evidente enfado. Sabía que estaba a punto de llorar, y no quería. Hoy ya habían llorado demasiadas personas.

* * *

Esa misma noche, los sindicalistas reunían sus sillas para escuchar la única radio del pueblo, la del maestro de la escuela.

- ¡No puede ser! ¡Han fracasado las revoluciones en las capitales!- La voz le temblaba al "Currestaca" al sentir tan cerca la derrota, sin siquiera haber puesto el balón en juego.

- ¡Tú lo has dicho! ¡No puede ser! ¿No te das cuenta de que te están engañando, bobo?- le espetó "Gallinito", otro de los trabajadores.

- ¿Cómo?

- ¿Acaso te crees que el gobierno va a decir que una revolución se les ha ido de las manos? ¡Azaña no es idiota, hombre!

- ¡Claro! Entonces…- de nuevo, a los ojos del "Currestaca" volvió la luz de la esperanza.

- Sí, la revolución debe continuar.- Sentenció Monroy, sonriendo.

* * *

Los dos días siguientes pasaron en el pueblo con paso lento. Todos sentían el ambiente repleto de tensión. Los terratenientes veían con recelo cómo sus campesinos cruzaban miradas confiadas, sin decir una palabra. Algo estaban planeando y no tenían ni idea de lo que podía ser.

Osorio llegó corriendo al pueblo. Le faltaba el aliento cuando atravesó la puerta de la casa de Monroy. Goterones de sudor recorrían su cara y sus brazos, llegando a humedecer la nota que, arrugada, llevaba en su mano. Sin poder hablar aún, haciendo un esfuerzo ciclópeo por recuperar la respiración dejada en la carrera, le extendió el mensaje a Monroy, que lo leyó sin demora.

- A las diez de la noche. Con todas sus consecuencias.

Se hizo silencio. Las miradas se cruzaron. De repente, una sonrisa… Y todos estallaron en gritos de victoria. "¡Marchemos! ¡Marchemos!" gritaba "Gallinito" .

- Me la ha… dado… Llamas… en Medina… Sidonia…- jadeó Osorio, pero nadie le escuchaba ya. Todo era ansia y era esperanza y fe en la victoria.

La noche que los campesinos esperaban llegó como tantas otras. La luna llena presidía un firmamento negro, en el que destellaban las estrellas. Subidos en el tejado de una casa, Monroy y un joven campesino esperaban la señal. Cuando los revolucionarios cortaran el suministro eléctrico de Jerez, los campesinos de Medina Sidonia encenderían una hoguera en el campanario. Ésa sería la señal.

Sin embargo, los minutos pasaban y nada más que la luna y las estrellas rompían la oscuridad de la noche. Medina Sidonia no encendía ningún fuego, la impaciencia se hacía insufrible.

- ¿Cuándo van a...?

- ¡CALLA!- El grito del sindicalista rompió la madrugada.

Las horas seguían su imperturbable camino, y la señal seguía sin aparecer. La revolución había fracasado. Sin embargo, Monroy se resistía a la idea. "¡Estúpidos! ¿Qué han hecho con nuestra revolución?".

- Baja y di que la señal ha sido recibida. La rebelión debe continuar...

- Pero José, la hoguera...

- ¡¡¡BAJA Y DILO!!!

Asustado, el campesino obedeció. José Monroy no era alguien a quien se pudiera replicar. Quizá no tuviera el cuerpo de toro que poseía el "Currestaca", pero era muy peligroso. "La revolución debe continuar" pensó Monroy mientras veía bajar a toda velocidad a su compañero. La noticia corrió como la pólvora entre los campesinos. El plan se puso en movimiento. Un grupo de hombres fue hasta los límites del pueblo y cortaron las líneas telefónicas. Otro grupo marchó a vigilar las carreteras que llevaban a Casas Viejas. Otro comenzó a cavar trincheras para impedir que los coches entraran al pueblo. El resto, se armó con los rifles de caza que habitaban cada casa y se encaminó hacia la hacienda del cacique, dispuestos a reclamar sus riquezas. Los sindicalistas avanzaban por las calles con un vocerío que llenaba el eco del pueblo. La revolución había empezado en un pequeño pueblo de Cádiz.

- ¡Maldición!- Gustavo, el guardia civil, supo que algo gordo pasaba en el pueblo cuando vio, por la ventana del cuartel, a la veintena de campesinos armados marchando, a la que se le iban uniendo más y más hombres a su paso por las calles del pueblo. La mano le temblaba mientras llamaba por teléfono para pedir ayuda a los puestos de los pueblos vecinos. Los otros tres guardias civiles se amontonaban en la ventana.

- ¡Maldita sea! ¡Han cortado las líneas! ¡Julio! ¡Coge un caballo y vete a Medina a pedir ayuda!

El joven guardia civil (el más joven de los cuatro) asintió y salió corriendo del cuartel, con la cara pálida como la luna, y la capa negra aleteando detrás suyo.

- ¡Y que Dios nos proteja!- dijo Gustavo cogiendo un rifle y besando el crucifijo que llevaba al cuello.

- ¡No se puede salir! ¡Estamos rodeados!- Exclamó Julio, volviendo a entrar en el cuartel y atrancando la puerta.

- Mierda. Mil veces mierda. ¡Por la patria, chicos!- exclamó Gustavo alzando su rifle.

No había tiempo para mucho. Los campesinos ya se habían apostado ante el cuartel. Allí estaba "Gallinito", allí el hijo del "Seisdedos", allí su cuñado. Sólo los más valientes, locos y quizá algún que otro estúpido se habían quedado a dialogar con la Benemérita. Si fracasaba la revolución, ellos serían los primeros en recibir el fogonazo. Si triunfaba, nadie los recordaría como héroes.

- ¡Rendíos y uníos a nosotros!- bramó la vos del "Gallinito".

Como única respuesta, una bala le rozó la mejilla. Eso fue suficiente para empezar el diálogo de disparos.

* * *

El grupo que había cortado las líneas telefónicas, y en el que iba Luis (más por miedo a los suyos que por deseos de revolución), volvía al pueblo. Sólo Luis iba desarmado. Nadie había podido convencerle de que cogiera un arma. El grupo se internó por las calles polvorientas del pueblo entre gritos.

- ¡Vamos por aquí, compañeros!- Chilló uno de los campesinos, mientras se perdía por una callejuela sinuosa.

- ¡Vamos, vamos!- los demás le siguieron, y sólo Luis desconocía cuál iba a ser su próximo paso. Aunque llevaban antorchas en la mano, hechas con ramas gruesas y trapos, el joven pensó que eran para romper la oscuridad en la que el pueblo estaba sumido.

No dio crédito a sus ojos cuando vio a sus compañeros forzar la puerta de la única iglesia del pueblo, antorcha en mano. Los campesinos comenzaron a destrozar los bancos, el confesionario, todo lo que tuviera madera para alimentar la hoguera que encendían encima del altar. Las llamas no tardaron en alcanzar metros de altura, mientras los rebeldes reían, a excepción de Luis, que lo observaba todo con los ojos abiertos como platos. Fuego... el fuego empezaba a calentar el aire, Luis no podía quedarse en la iglesia. Tenía que salir.

- ¡Bastardos! ¡Malnacidos!- Por la puerta abierta de la iglesia entró el párroco.- ¿Qué hacéis, malditos?

- ¡Váyase, padre! ¡Aquí no hace nada!- Por fin el cuerpo de Luis comenzó a responderle. Corrió hacia el sacerdote e intento sacarlo de la iglesia.- ¡Sálgase fuera! ¡Hágame caso!

- ¿Pero qué habéis hecho, Luis? ¿Qué nos habéis hecho?- No respondió, quizá por que Luis se estaba haciendo esa pregunta desde hace tiempo. Salieron de la iglesia. Tras ellos, aún resonaban las risas de los campesinos...

* * *

Los revolucionarios ya se habían desplegado por todo el pueblo. El "Currestaca" y Monroy reunían a los habitantes del pueblo en la plaza, mientras David dirigía el asedio al cuartel. Con su voz basta y potente, el "Currestaca" empezó a leer el documento que había escrito José Monroy. Los jornaleros y demás trabajadores oían con orgullo las palabras como "pueblo", "justicia", "comunismo", "libertad"... perfecta y demagógicamente engranadas por la pluma de los cenetistas. Alumbrados por las luces de antorchas y candiles, las caras de los revolucionarios adquirían un aspecto diabólico a causa del juego de luces y sombras a contraluz.

Luis veía cómo la mayoría del pueblo había salido a la plaza, a animar a los revolucionarios, a sumarse a la revolución. "Si sólo supieran... Si sólo supieran...". Tampoco Luis sabía, pero estaba seguro de que iba a averiguarlo.

La noche iba pasando. Los rebeldes cavaron trincheras, hicieron barricadas. Según Monroy, tenían que aguantar hasta que en las capitales estallaran también las revueltas. Pero las comunicaciones estaban cortadas, y nadie sabía qué pasaba fuera del pueblo. De lo que pasaba dentro del pueblo, sólo existían rumores. "Han caído dos guardias civiles", corría de boca en boca, y más de uno escuchó que los campesinos habían tomado el cuartel y, con él, los fusiles "mauser" de la Benemérita.

- ¡Guardias de asalto! ¡Llegan los guardias de asalto!- Gritaba alguien, corriendo calle abajo, con la cara blanca como la cal.

Algunos echaron sus armas al suelo y huyeron a sus casas, volviendo con las familias que nunca debían haber dejado. El resto, se escondieron, prestos a sorprender a los represores.

Silencio. En el pueblo se hizo el silencio más sepulcral, roto sólo por el golpeteo de las herraduras de los caballos con la hierba. Se acercaban los guardias de asalto, y en cada casa había un rincón donde se agazapaba, abrazada, una familia. Rodrigo, el zapatero, asomó la cabeza por la ventana, para ver dónde quedaban los guardias. Casi al instante, un disparo desgarró el silencio y Rodrigo caía al suelo, en una lluvia de cristales, con un agujero de bala en la cabeza.

- ¡Vamos al horno del Seisdedos!- gritó David a sus compañeros, para ver cuántos le seguían.

Si pocos le oyeron, menos aún reunieron valor para seguirle, entre los cuales estaba Luis.

- ¡No, Luis! ¡Vete a mi casa y cuida de Julián y María, por favor!

- Pero David...

- ¡LUIS, POR FAVOR! ¡VETE A MI CASA!

* * *

Luis se separó del grupo de ocho personas que se dirigían al horno del carbonero del pueblo, y se dirigió a la casa de su amante. María le abrió la puerta, se notaba que sus bonitos ojos negros habían llorado mucho esa noche.

- Ah, Luis, eres tú... ¿qué ha pasado?- preguntó la mujer.

- Todavía nada. Todavía...

- ¿Y David?

- Se ha ido al horno del "Seisdedos"...- Luis y María se cruzaron una mirada triste. Luego, entraron en la casa. Subieron al piso de arriba, donde estaban las habitaciones, y entraron en la que más al fondo quedaba. Una decoración espartana y una cama simple, hacían pensar a Luis que ese era el cuarto de don Eustaquio, que estaba mirando por la ventana, mientras Julián lloraba en un rincón.

- Tranquilo.- dijo Luis.- Tu padre está bien.

- ¿Volverá?- preguntó Julián, con voz quebrada por las lágrimas.

El segundo que tardó Luis en contestar "seguro", fue suficiente como para hacer volverse a María, para ocultar unas lágrimas incipientes.

* * *

"¡Bang! ¡Bang!" Los tiros restallaban a espaldas del "Gallinito", que huía del pueblo a la carrera, atravesando los campos del oeste de Casas Viejas. "¡Bang!" El "Gallinito" corrió aún más rápido. El miedo se le enredaba a los pulmones y le dificultaba la respiración. "¡Bang!" El corazón amenazaba con salírsele del pecho. "¡Bang!" Los disparos sonaban lejanos, pero el terror estaba demasiado cercano. ¡Bang! "Marchemos, marchemos" había dicho él, y ahora lo único que se le ocurría era "Corre", "Huye". Y eso hacía, huía, corriendo como alma que lleva el diablo sobre los sembrados del pueblo. "¡Bang!" Sonaba a sus espaldas, y hizo todo lo posible por correr aún más rápido, mientras sentía el corazón latirle en las sienes. "¡Bang!" Sonó, y el "Gallinito" se frenó en seco. Abrió la boca como si quisiera decir algo, pero en vez de eso, calló y cayó. Cayó al suelo con una rosa de sangre en su espalda. Tras él, don Felipe alzaba un viejo escopetón y observaba cómo el rebelde traidor caía al suelo.

- Hijo de puta...- susurró, antes de volver caminando, como si nada hubiera pasado, al pueblo, que seguía inmerso en una traca de disparos.

* * *

Los nuevos refuerzos, guardias civiles llegados de Alcalá de los Gazules, iban llegando, mientras, uno tras otro, los revolucionarios iban deponiendo sus amas y rindiéndose o marchándose del lugar. A media tarde, aquello parecía desierto. Una nueva revolución había fracasado en la República. Casas Viejas ya no figuraría en los libros de Historia como el pueblo desde el que se instauró el comunismo libertario en España.

Todos los guardias y campesinos que habían en el pueblo se giraron al ver un coche lujoso aparcar en la plaza. Fernando de Arrigunaba, delegado del gobierno de la República, bajó del flamante auto para dirigirse a Fernández Artal, el sargento de los guardias de asalto.

- ¿Qué es lo que está ocurriendo?- preguntó el político.

- Ha habido una ins…

- No te he preguntado lo que ha ocurrido. ¿Qué está pasando ahora, en este mismo instante?

- La revolución está desmantelada, los sospechosos detenidos, y sólo resisten unas diez personas en el horno de un carbonero.

- ¿Por qué?

- Están muy armados, no queremos una masacre.

Tres disparos, y unas profundas maldiciones se escucharon desde la parte de la ciudad donde estaba el horno del "Seisdedos".

- ¿Qué…?- Angustiado, el guardia de asalto llevó la vista hacia las callejuelas que llevaban al horno. No tardó en personarse junto a los que lo asediaban.

- ¿Qué carajo ha ocurrido?

- Magras, señor, lo han herido y lo han capturado.

- ¡Joder!

- ¿Qué pasa?- preguntó Arrigunaba.

- Han capturado a un guardia de asalto. A ver ¡Que traigan a uno de los sospechosos!

Un guardia trajo, casi a patadas y trompicones, a un hombre esposado, empapadas sus ropas de jornalero en sangre, mostrando cara, brazos y piernas dolorosos cardenales.

- Escúchame bien. Vas a entrar ahí y les vas a decir lo siguiente…

* * *

Los minutos pasaban y el enviado no salía. Tampoco el guardia de asalto que usaban de rehén. Pero de pronto, se escuchó la voz del "sospechoso".

- ¡Tomad esto, hijos de puta!- Una escopeta asomó su cañón por la ventana y los tiros rozaron a más de uno.

- Vale, se ha acabado la tontería.- Otro guardia de asalto, luciendo galones, se acercó al grupo.- Soy el capitán Rojas, y he recibido órdenes del Director General de Seguridad, Arturo Menéndez, de concluir esto en quince minutos… ¡Chaval!- le dijo a un joven guardia civil.- Consigue una lata de gasolina.

El guardia civil se levantó, y se puso en movimiento en busca de lo que le había sido ordenado. Sin embargo, frenó al escuchar la réplica de Arrigunaba.

- ¿Estás loco? Hay mujeres, niños, un anciano y un guardia ahí dentro.

- ¿Y a mí qué?- luego, girándose hacia el guardia civil dijo- Chaval ¿Quién te ha dicho que te pararas?

* * *

- ¿Ve usted algo, don Eustaquio?- El anciano calló ante la pregunta de Luis.

No podía ser lo que veía. El humo comenzaba a elevarse por el cielo del pueblo y a sus oídos llegaron sus mismas palabras, las que él mismo dijo como una suerte de predicción catastrófica: "Esperemos que no pase nada. Si pasa, este pueblo va a ser un infierno, recuérdalo. ¡Un infierno!" Un infierno. Fuego y azufre y un dolor sin final... Un infierno que nacía en el pueblo al mismo tiempo que las volutas de humo que nacían del horno del carbonero. Se echó hacia atrás y cayó sobre la silla. Su cara sin expresión lo decía todo. El terror se apoderó de Luis y María, que dieron gracias a Dios de que Julián estuviera dormido.

Fue Luis el que primero se asomó a la ventana. Allí estaba. En medio de una hoguera, el horno donde se supone que David debería haber estado a salvo. Corriendo como alma que lleva el demonio, Luis bajó las escaleras y salió a la calle. Sus pasos devoraban la tierra mientras se acercaba al horno del Seisdedos. El olor a quemado empezaba a colarse en su nariz. Llegó a donde los guardias civiles rodeaban el horno.

Los cadáveres de un niño y una mujer estaban en la entrada del horno, acribillados a balazos. Desde dentro, sólo llegaban los sonidos del crepitar del fuego, ni un grito, ni una petición de auxilio. Nada. Como si todos hubieran… A Luis el mundo se le cayó encima. Presa de sus sentimientos, pasó entre los guardias y se dirigió al interior del horno en llamas. Un guardia civil hizo amago de ir a buscarlo, pero su compañero se lo impidió.

La bocanada de aire caliente envolvió a Luis en cuanto entró por la puerta. Gritó, llamó a David, pero nadie contestó. El humo dificultaba su visión, se le metía en los pulmones, en los ojos. Luis tosía. Lloraba y tosía. Las llamas lo rodeaban, el aire quemaba, la respiración se le hacía más dificultosa por segundos.

- ¡¡¡DAVID!!! ¡¡¡DAVID, POR DIOS!!!- nadie contestaba, excepto el fuego.

Fuego. El fuego le cercaba. Fuego en la cara, fuego en la piel, fuego que se le metía en los pulmones, y lo quemaba desde dentro. Por un momento, por su mente pasó la imagen del cristo ardiendo en la iglesia, cuando ellos la quemaron... Fuego... Le costaba respirar... Fuego... No podía moverse... Fuego... Vencido, se desmayó mientras las llamas se acercaban a él.

* * *

- ¡Pasad! ¡Malditos bastardos! ¡Pasad!- la voz de Rojas empujaba a los sospechosos, que lloraban desconsoladamente al entrar en las ruinas del horno del "Seisdedos" ¿Cuál era el olor de la muerte? Cenizas, gasolina y pólvora, ahora lo sabían. Uno a uno, fueron entrando en la ennegrecida estancia. Todo fue muy rápido. Cuando todos estuvieron dentro, una ráfaga de disparos casi interminable dejaba un resultado de doce muertos más que se sumaban a los anteriores. Allí, doce cadáveres sobre las cenizas de otra decena. Muerte y más muerte sobre las cenizas de la revolución.

* * *

La primavera había entrado en Barcelona como tantas otras. Sin flores. El humo ennegrecido de las fábricas oscurecía levemente el cielo. La ciudad condal estaba convirtiéndose poco a poco en la más poblada de España… Barcelona escapaba del invierno como podía y en las tabernas los trabajadores encontraban un refugio para reunirse y hablar de lo que quisieran. Corría el año 1934 y la derecha republicana había ganado en las urnas gracias a la unión de sus partidos en la CEDA…

- Son una panda de farsantes, Manolo. Todos y cada uno de ellos. ¿Dónde está Lerroux? ¿Dónde está el que decía que no nos detuviéramos ni ante los sepulcros ni los altares? ¿Dónde está? Yo te lo diré, ¡Aliado con los curas! ¡Pedazo de farsante!

La cerveza que aún quedaba en la botella de la mano de Joan se deslizó por su garganta.

- ¡Niño! ¡Ponme otra cerveza! ¡Pero de las del alemán! ¡Una Damm o como se diga!

- Yo creo que ya vale, Joan. ¿Cuántas llevas ya hoy?

- ¿Y a ti qué te importa? Lo que te decía, se están cargando la República. ¡Ya verás lo que dura nuestro sueño del Estatut! ¿Y lo de dar el voto a las mujeres? ¡Collons, Manolo! ¡Ahí sí que se han lucido! Si han ganado los curas es por que han votado las mujeres, ¿Eh? Y no me digas que no.

- ¿Y TÚ QUÉ SABRÁS?- Gritó una figura oscura desde el fondo del local.

La figura golpeó con fuerza la mesa con el vaso que llevaba en la mano y se levantó. Pasó por en medio de los dos trabajadores, arrebujado en su gabardina negra y salió a la calle.

- ¿Qué le pasa al "andaluz"?- preguntó Joan. Manolo se encogió de hombros.

Luis, "el andaluz", bajó el ala de su sombrero para ocultar su cara del sol y de la mirada de los viandantes. Las marcas que el fuego había dejado en su rostro no habían desaparecido, y nunca lo harían, como tampoco las pesadillas en las que el fuego lo rodeaba...

Luis llegó a la puerta de su casa y la abrió. De dentro le llegó un jaleo al que se empezaba a acostumbrar.

- ¿Ya está la comida?- preguntó.

- Le queda un poco, Luis.- Contestó María.

- ¡Hola, tío Luis!- por la puerta de la cocina apareció Julián. El niño, de ocho años ya, le dio dos besos y se volvió junto a su madre.

Luis se sentó y abrió el periódico. Tuvo mucha suerte en salir vivo de aquél horno. Los demás murieron carbonizados. Sólo él, quizá por estar más cerca de la puerta, pudo ser sacado a tiempo. Y luego, los guardias deteniéndolo, y las patadas, y las humillaciones. Luego, unas palabras salvadoras: "No. Él no tuvo nada que ver, os doy mi palabra.". Estuvo a punto de besar a Andrés, el párroco, pero le dolían tanto los huesos que no pudo ni moverse. Ahora, una nueva vida se abría en su camino, y ésta vez, rezaba para que no se la pudieran quitar.

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1468 ó A diez metros bajo el trono de San Pedro

Aquí no hay quien viva, el guión perdido

Cuentos no eróticos: Caperucita

Solo de flauta en do menor

El amante liberal

Allí fuera llueve

Más de mil cámaras...

Lluisín (Y como dijo el Pocholo)

Sunday. Jan 1. 4:37:53 am

La virgen y el eunuco

Lluisín (El Cabrón de la -facul-)

Mi primera amante

Con K de Kasa

Cuentos no eróticos: Las olas

¿Dónde vas, Sergio?

Pintor

Cuentos no eróticos: El maestro

Ante el espejo (2)

Ante el espejo (1)

Ya no pido

La valla

Desesperación (Diosa noche)

Deseperación (Me olvidé)

Untitled

Inventario

La tienda (5: El final)

La tienda (4: el libro)

Desesperación (Y tú no vuelves)

Muñeca

He tenido un sueño

Por siempre mía

La tienda (3 :la boina)

Y yo os declaro...

En la noche

Preciosa y el aire

Tan puta como yo

Experimentos Pavlovianos

La hora sin sombras

Desesperación (soneto)

Desde el infierno

Te marchaste

La esposa del rey

Desesperación (por tus labios)

Desesperación (ódiame)

Las leyes de Murphy

Quieres volver con él

¡Qué triste es la Luna de Valencia!

La tienda (2: la poción)

La tienda (1: la poción)

Para Wendy

La hija de Wendy

Amor gitano (2)

Historias de Las Arenas (2: lésbico)

Historias de Las Arenas (1: amor filial)

Historias de Las Arenas (3: infidelidad)

La leyenda del jaguar

Cuando lo pierdes todo

Un mal día en verso

Al oído de una amante

Amor gitano

Anda, túmbate a mi lado

Abre la puerta y olvida

Julia (2)

Adela (3)

Adela (1)

Adela (2)

Julia (1)

Julia

La niña de la calle

Teníamos catorce años