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Seven years

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Siete años. En la cabeza de Peter revoloteaban esos siete años que habían pasado desde que abandonó, en un barco con destino a España, la dulce mirada de la estatua de la Libertad. Ahora estaba a punto de cumplir siete años fuera del país que le vio nacer. A punto para tener en sus manos toda una fortuna gracias a su plan. El mejor plan que jamás hubo logrado hacer. Un plan perfecto...

El último atraco había salido realmente mal. Normalmente, con el cañón de una pistola apuntándoles entre ceja y ceja, los empleados no tenían huevos para pulsar la alarma. Pero aquél cabrón fue la excepción de la regla. Si Peter cierra los ojos, puede recordar con fidelidad todo lo que ocurrió hace ya más de siete años.

* * *

- ¡Vamos, cabrón! ¡Suelta la pasta! ¡Métela en la bolsa! ¡Vamos, cabrón, o te pego un tiro!- Thomas, su compañero, gritaba, poseído, y la pistola le temblaba en la mano, apuntada directamente a la frente del empleado del banco.

- ¡Tranquilo, tío! ¡No vayas a hacer ninguna gilipollez!- intentaba calmarlo Peter, que se ocupaba de vigilar a los clientes que estaban tumbados en el suelo, amenazándolos con el rifle de caza que sostenía en las manos.

Todo ocurrió a cámara lenta. O así le pareció a los que lo veían. Thomas se volvió hacia su compañero, perdiendo momentánea de vista al empleado, que aprovechó para pulsar la alarma silenciosa, esperando que ninguno de los atracadores se diera cuenta.

- ¿Qué has hecho, hijo de puta? ¿QUÉ COÑO HAS HECHO?- Por desgracia, Thomas lo había visto.

- ¡TOM! ¡NO!- Gritó su compañero. Demasiado tarde. El disparo tronó, retumbó en el silencio impuesto del banco. Los clientes gritaron, chillaron, rompieron a llorar... el caos se desató.

Tom y Pete salieron a la carrera del banco, con la bolsa más medio vacía que medio llena, perdiendo a cada metro algún que otro billete que se escapaba de la bolsa.

Arrancaron el coche y salieron quemando neumáticos, mientras, de lejos, se escuchaba el agobiante ulular de las sirenas. El automóvil chirrió cuando Thomas pisó a fondo el acelerador.

Recorrían ya las calles a toda velocidad cuando se quitaron los pasamontañas. Tras ellos, cada vez más y más lejos, las sirenas de los policías iban apagándose en la inmensidad de la ciudad.

* * *

- ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder! ¿Qué coño has hecho?- se desesperó Peter.

- ¡Se lo advertí! ¡Se lo advertí y el hijo de puta pulsó la alarma!- Thomas, aún manchado de salpicaduras de sangre, conducía con la cara transformada en un rictus de locura.

- ¿Y ahora qué hacemos?

- Yo me voy una temporada, no sé, a Méjico o a Cuba…

- ¿Con qué dinero, gilipollas? No habremos conseguido ni diez de los grandes gracias a tu magnífica actuación.

- No me vengas con esas, Peter. Si nos hubiéramos quedado allí ahora mismo la policía nos estaría pateando las pelotas. Nos lo repartimos a partes iguales, cinco mil para ti, cinco mil para mí. Lo suficiente para empezar una nueva vida.

- ¿Y Joana?- Su esposa no dejaba de darle vueltas en la cabeza.

- Olvídala, no hay suficiente para vosotros dos. Si te la quieres llevar, antes de un mes estarás bien jodido.

Y tenía razón. No podía empezar una nueva vida para dos con ese dinero. Y, casi con seguridad, tampoco era suficiente para empezar una nueva vida él solo. Sólo tenía una opción. Romper la baraja y doblar la apuesta.

- Aparca ahí.- le dijo a Thomas, indicándole la cuneta, cerca del bosque al que habían llegado.

- ¿Qué quieres hacer?- preguntó extrañado el conductor, pero obedeciéndole y aparcando el coche.

Sin una palabra más, Peter se apeó del vehículo, aún con el arma bailándole en las manos, y caminó silencioso hacia la espesura del bosque.

- ¡Peter Sommersby! ¿Qué demonios se supone que estás haciendo?- dijo Thomas, bajando también del vehículo y saliendo, con paso lento, detrás de su compañero.

- Esto.- Cuando Peter, internándose entre los árboles se sintió a salvo de las miradas de los posibles conductores que pasaran, se volvió hacia su compañero y le disparó.

Bandadas de pájaros abandonaron los árboles, asustadas por el sonido del disparo, ahogando el silencio con el ruido del batir de sus alas. El estómago de Thomas Ravencroft empezó a escupir sangre por el orificio de bala.

- ¿Por qué?- logró susurrar, mientras caía al suelo, agarrándose el vientre, mientras la sangre se colaba entre sus dedos.

- Por Joana. Sobre todo, por Joana.- contestó, mientras se acercaba de nuevo al coche, golpeando en la sien izquierda, al pasar, con la culata de la escopeta a Thomas, que se desangraba en la hierba.

Sentado en el asiento del copiloto, con la puerta abierta, y mirándole a los ojos vidriosos, Peter esperaba que Thomas, inconsciente, muriera. Aguardaba que su compañero dejara de respirar, al tiempo que se desesperaba pensando lo que debía hacer. Tenía que trazar un plan. Tenía que desaparecer, tenía que esconder el cadáver de Thomas, tenía que cuidar de Joana, tenía que hacer demasiadas cosas con muy poco.

Thomas Ravencroft no tardó en morir. Debajo de su cuerpo, un gran charco de sangre empapaba la hierba, robándole el verde original. Cuando cogió el suficiente valor para acercarse al cuerpo sin vida de su ex-compñaero, Peter sacó una pala del maletero, y se internó en el bosque arrastrando como podía el pesado cadáver de Thomas.

* * *

Ya caía la noche cuando salió de entre los árboles, con la camisa manchada de tierra, hierba y sangre. El plan aún seguía dándole vueltas en la cabeza, martilleándolo con insistencia. Los pasos estaban claros... parecían demasiado claros. Tenía miedo de cometer algún fallo. No. No podría permitírselo. Todo tenía que salir perfecto. Había que alejarse de allí. Otro paraje, en otro lugar. Tenía que alejar su coche del cadáver, ahora enterrado, de Thomas. Mientras conducía, Peter hablaba consigo mismo, mientras mecía su cuerpo adelante y atrás, desde el asiento hasta casi chocar su pecho con el volante. Cualquiera que lo hubiera visto habría pensado que estaba loco. Pero no le importaba. El plan. El plan le importaba. El plan. Tenía que alejarse. Otro bosque, otra montaña, otro lugar. Pero no demasiado lejos. Tenía que volver.

Aparcó a varios kilómetros de donde había enterrado a su compañero, y bajó del coche. En sus manos temblaba la pistola de Thomas mientras él se acercaba de nuevo a los árboles que bordeaban la carretera. Apuntó. Disparó. Su sangre manchó la hierba.

Al disparo ahora se unió su angustioso grito de dolor, para que de nuevo las bandadas de pájaros que dormitaban volaron de la copa de los árboles, escapando de ese berrido más animal que humano, buscando un nuevo paraje más tranquilo.

Buscó en la hierba la bala, mientras el dolor se extendía por todo su cuerpo. Era necesario. Eso se decía mientras pensaba en él y en Joana. No podía dejarla sin nada. La encontró, enterrada un dedo en la tierra endurecida por la falta de agua, y se la guardó en el bolsillo. Antes de volver hacia el coche, cogió su cartera con su documentación y la lanzó al interior del bosque. Con esfuerzo, se quitó la improvisada venda de su mano. Aún con el dolor escupiendo en todas sus terminaciones nerviosas, pasó la mano por el capó del coche, como acariciándolo, dejando cinco gruesas líneas sangrientas en su superficie.

Peter maldecía, blasfemaba, el dolor le envolvió. Un agujero de parte a parte atravesaba ahora su mano. El dolor aumentaba hasta hacerle temblar las piernas y caer arrodillado en la hierba, agarrándose la mano herida con la otra, que había soltado la pistola nada más lacerar a su compañera. Se quitó la camisa y con ella se envolvió la carne sanguinolenta en que se había convertido su mano.

* * *

Cuatro minutos y cincuenta y dos segundos tardó en escuchar el sonido de otro coche. Casi cinco minutos en los que temió que su plan acabase ahí. Quizá era lo que se merecía. Fallar. Morir. Sus pensamientos se iban ensombreciendo por seguhndos. Por eso, cuando oyó el ronroneo de un motor, se lanzó omo loco a la carretera agitando brazos y pidiéndole, al cielo y al conductor, que se detuviera.

- ¡Cielo santo! ¿Qué le ha pasado?- Dijo el conductor cuando le vio la camisa en la mano, toda ensangrentada.

- No lo sé, se me paró el coche, creí ver a alguien en el bosque, me acerqué y me dispararon. Un cazador, o… ¡Yo que sé! Por el amor de Dios, ¿Puede llevarme a la ciudad?

- Por supuesto. Suba.

- Muchas gracias.- Tras dejar caer al interior del vehículo un pequeño saco arrojándolo por la ventanilla, Peter se sentó en el asiento del copiloto y, con dificultad, sacó un papel de su bolsillo. Algo parecía escrito con tortuosa caligrafía.- ¿Puede llevarme allí? Es la casa de mi médico.

- Sin problemas.

Menos de veinte minutos después y tras una carrera alocada a través de la madrugada, el conductor dejaba a Peter ante un bloque de apartamentos en el centro de la ciudad.

- Muchas gracias.- dijo, cogiendo la pequeña saca y corriendo hacia la puerta de los apartamentos. El conductor, antes de arrancar, se extrañó de los dos billetes que habían caído de la bolsa.

El dedo de Peter pulsaba una y otra vez, sin interrupción, uno de los botones.

- ¿Quién coño es a estas horas?- respondió una voz ronca.

- Charly ábreme, por el amor de Dios.

- ¿Peter? ¿Pero qué coño? ¡Sube!- la puerta se abrió y Peter subió por las escaleras.

* * *

- ¡Por Dios, Peter! ¿Cómo coño te has hecho esto?- Decía Charly Pérez mientras intentaba curar, como mejor podía con el escaso instrumental que poseía, a su amigo Peter.

- Es muy largo de explicar. Lo siento. ¿Aún tienes el teléfono de Rodrigo?

- Peter, ¿En qué mierda estás metido?

- ¡No preguntes, coño! ¿Lo tienes o no?

- Sí, sí, lo tengo.

- Dámelo.- Peter agarró el teléfono y marcó el número apuntado en la hoja de papel que le mostraba Charly.

- ¿Pero quién carajo me molesta a estas horas?- contestó la voz de Rodrigo, con un claro acento mexicano.

- ¿Rodrigo?

- Sí, soy yo.

- ¿Cuánto cobras por un pasaporte?

- ¡Chingue su madre! ¿Para eso me despiertas?

- Te doy tres de los grandes si tienes uno para mí mañana a primera hora a la casa de Charly.

- Tú trae la foto.

Y colgó.

- ¿Qué te tienes entre manos?- preguntó Charly.

- Desde hace una hora, estoy muerto. Oficialmente desaparecido.

* * *

La mañana estaba recién levantada cuando alguien tocó a la puerta del apartamento de Charly.

- ¿Está aquí ese cabrón?- preguntó Rodrigo, agitando un librito azul en su mano.

- Sí, Rodrigo. ¿Lo tienes?- Preguntó Peter, saliendo de la habitación, con la mano vendada, y lanzándose hacia los papeles que portaba Rodrigo.

- Un momento, pendejo. Primero enséñame los verdes.

Peter se acercó al sofá y agarró el pequeño saco que había. Los había contado esa misma noche. Se había equivocado al decirle a Thomas que no había ni diez mil dólares. Habían dieciséis mil cuatrocientos dólares. Sacó un montón de billetes y, después de contarlos, se los entregó a Rodrigo.

- Treinta billetes de cien. Todos tuyos.

- Ahí tienes el pasaporte, señor Robert McFadden.

- Cojonudo.

* * *

Eran las doce y treinta y tres cuando un taxi dejaba a Peter en la casa que compartía con su esposa. El simple sonido de la puerta abriéndose fue lo único que necesitó Joana para lavantar su atormentado cuerpo del sofá y dirigirse hacia él.

- ¡Peter! ¿Pero qué te ha pasado? ¿Por qué no has llamado? ¿Qué te has hecho en la mano?

Peter la obligó a volver a sentarse en el sofá antes de decirle nada.

- Joana. Tú no me has visto.

- ¿Qué coño dices, Peter?

- Toma.- le alargó la saca que llevaba. Joana no se quiso creer lo que había allí dentro.

- ¿Pero qué…? ¡Peter!

- Diez mil dólares. Te ayudarán a pasar los siguientes siete años. Luego, cobrarás mi seguro de vida y vendrás a donde yo esté. A partir de allí, con el medio millón de dólares del seguro, viviremos otra vez juntos.- Las manos de Peter no paraban quietas ni un instante.

- ¿Tu seguro de vida?

- Sí, mi seguro. Es un pastón. Mucho dinero. Podremos vivir muy bien con ello.

- ¿Pero dónde te vas? Peter, no...

- No puedo decírtelo.

- Pero… ¿Cómo sabré dónde tengo que ir? ¡Peter, por Dios! ¿Qué locura es esta?

- Tengo que irme del país, Joana. ¿Es que no lo entiendes? Tengo que irme y esta es la mejor forma para los dos. Yo te diré dónde estoy dentro de siete años, no te preocupes.

- Dios mío, Peter. Pero…

- Ni peros ni hostias. Yo no he estado aquí. Mañana denunciarás mi desaparición y te sorprenderá todo lo que la policía descubra. Tú no sabes nada de esto ¿Entendido? Y otra cosa. No cambies de casa.

- E-entendido.- dijo, enjugándose una lágrima.

- Cariño. Te quiero. No olvides que todo esto lo hago por ti.- dijo Peter, acercándose a su mujer y besándola con pasión.- Te quiero. No lo olvides

- Te quiero- repitió ella, entre sollozos.

* * *

Al día siguiente, cuando caía la noche, Robert McFadden, después de toda una noche conduciendo, embarcaba rumbo a un país extranjero desde la ciudad de Nueva York. Mientras, a cientos de kilómetros de allí, el Sheriff del condado llamaba a Joana para decirle que habían encontrado el coche de su esposo. Al mismo tiempo que el barco se alejaba lentamente de las aguas presididas por el brazo en alto de una dama francesa de 46 metros de altura y 225 toneladas, Joana Sommersby rompía a llorar al descubrir el coche de su marido manchado de sangre. Y mientras Robert McFadden, antes conocido como Peter Sommersby, se dejaba caer en la cama de su camarote, a mucha distancia de allí, uno de los ayudantes del Sheriff se dirigía hacia Joana, que a duras penas lograba mantenerse en pie, ayudada por el sheriff.

- He encontrado esto.- Dijo el joven ayudante, mostrando al oficial y a la mujer de Peter una cartera manchada de sangre. Las líneas rojas casi tapaban el nombre que rezaba el carnet de conducir. "Peter Sommersby". Joana apagó un sollozo en la mano y comenzó a llorar de nuevo.

- ¿Habéis encontrado el cuerpo?- le susurró el sheriff a su ayudante sin que la mujer pudiera oírlo.

- No, señor. Pero seguimos buscando.

- Daros prisa. Tenemos que encontrarlo nosotros antes que los animales salvajes.

* * *

Ahora, siete años después de todo aquello, Robert McFadden se tumbaba en la cama de un piso de mala muerte en un barrio periférico de la ciudad de Valencia y su mujer recibía en el banco medio millón de dólares en concepto del seguro de vida de su marido. Lo que debería ser un día triste, el día en que su marido pasaba de "desaparecido" a "oficialmente muerto", se acababa de convertir en un día feliz. Posiblemente el día más feliz de su vida. Joana sonreía mientras sacaba en efectivo el dinero.

Al día siguiente, nadie podía encontrarla en Estados Unidos. Lo único que su hermana, cuando fue a buscarla, encontró en su casa, fue un panfleto de propaganda de una ciudad extranjera.

"¡Venga a Valencia! ¡Ofertas especiales hasta el 5 de mayo! Estancias de 15 ó 20 días. ¡Visite "L’Hemisfèric", obra del famoso arquitecto Santiago Calatrava!…" Todo ello sobre la foto del conocido edificio modernista.

Joana lo había entendido a la primera. Valencia. 5 de mayo. A las 15:20. En "L’Hemisféric". Su marido era listo. Muy listo. El cuatro de mayo por la noche, Joana aterrizaba en el aeropuerto de Manises de Valencia. Esa noche durmió tranquila en un hotel. Como cada noche desde hacía siete años, no pudo soñar.

A las 15:15, Peter se acercó al lugar indicado. Esperaba que Joana lo hubiera entendido. Nadie había allí. Sólo, únicamente, una mochila negra parecía abandonada en el suelo. Por uno de los bolsillos exteriores asomaba el pico de una nota. Peter la agarró. En ella, con excelente caligrafía, y en inglés, había lo siguiente:

"Para Peter:

Aquí, en el maletín de dentro, tienes el dinero. Medio millón de dólares. No es poco. Mañana te espero en el mismo sitio. Necesito tiempo para pensar. Es mucho tiempo, no estoy segura de que pueda seguir sintiendo lo mismo, y, peor aún, no sé si tú seguirás sintiendo lo mismo. Si lo has hecho por el dinero, no volveré a verte. Si aún me quieres, volverás mañana.

Te quiero.

Joana."

Miles de sentimientos lucharon en Peter. ¿Cómo era capaz de dudar de él, si en siete años sólo había pensado en ella? Pero muchas cosas podrían haber cambiado. Siete años son toda una eternidad. Peter recordó a una compañera de trabajo que, si no hubiera sido por que Joana aún seguía ronroneando en su mente, podría haber llegado más lejos. Además, pensó, Joana se había desprendido de medio millón de dólares sólo para probar su lealtad. Peter cogió la mochila y se marchó con ella.

* * *

Esa noche, mientras le daba vueltas y más vueltas al maletín, Peter seguía pensando en su esposa. Habían pasado siete años desde la última vez que la vio. Siete largosaños. ¿Habría cambiado mucho? ¿Seguiría igual de hermosa? En esos momentos tendría ¿Cuántos? ¿Treinta y cuatro años? Aún era joven, y seguro que aún era guapa. Los nervios se agarrotaban en el estómago de Peter.

Hastiado por el insomnio, se levantó y se dirigió de nuevo hacia la mesa donde había dejado el maletín. Medio millón de dólares. Tan cerca, y tan lejos. No podía abrirlo, eso era algo que tenía que hacer con ella, no podía traicionar la confianza que Joana había puesto en él. Pero estaban allí dentro, a sólo unos milímetros de sus dedos. Una cantidad tan grande como nunca antes había visto. Medio millón de dólares. Siete años esperando una fortuna. Siete malditos años. Pero no podía ver el dinero. Sin embargo, ¿Quién se iba a enterar si abría el maletín y los miraba, aunque sólo fuera una vez? Joana ya lo había hecho, al meterlo, así que ahora le tocaba a él. Decidido, con los ojos brillando del verde de los billetes que esperaba, abrió los cierres del maletín.

* * *

La explosión devastó toda la vivienda. Los cascotes se derrumbaron sobre la carretera en medio de una bocanada de fuego. El sonido despertó a todo el barrio de Benicalap. Cuando policías, bomberos y ambulancias llegaron, todo el piso estaba en ruinas. Debajo de una montaña de cascotes y objetos destrozados, yacía el cuerpo calcinado de Peter Sommersby, alias Robert McFadden, sin vida. Nadie se lo explicaba. Era un buen vecino, que nunca había hecho mal a nadie. También es verdad que en los últimos días parecía algo nervioso y preocupado, pero de ahí a suicidarse explotando una bombona de gas butano…

Los medios de comunicación distribuyeron la versión de que la policía sólo barajaba la posibilidad de que hubiera sido un accidente o un suicidio. Nada de bombas. Nadie podía atentar en Valencia, y menos ante la pronta llegada del Papa Benedicto XVI. No había sido más que un lamentable accidente que le podía haber pasado a cualquiera.

Y el planeta se lo creyó. Siguió girando y maldiciendo la mala suerte que tienen algunos. Todo el mundo se creyó que fue un accidente, excepto una persona, una sola persona que apuraba el café en un bar del centro dos días después. Ella sabía lo que había sido. Un crimen. Un crimen perfecto. Nada de esas leyendas infantiles donde el maleante siempre recibe el castigo. Eso no era así en el mundo real. El medio millón de dólares que tenía en su habitación del hotel así lo atestiguaba. Mientras se encendía un cigarrillo pensó, con una sonrisa, en lo fácil que es burlar a la policía sea de donde sea…

- Señorita.- Joana se giró para descubrir tras ella dos policías nacionales.

- ¿Yes? ¿Sí?- dijo, tragando saliva.

- Aquí no se puede fumar.- contestó uno de los agentes, señalando el cartel donde lo indicaba.

- ¡oh! ¡Okéi! Gracias…

- ¡Manolo! ¡Ponnos dos cafés, que dentro de na’ empezamos turno!- dijo el otro agente, dirigiéndose al camarero y sentándose en uno de los taburetes de la barra, secundado por su compañero.

- Lo que yo decía…- susurró para sí misma Joana.- Un crimen perfecto.

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