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El amante liberal

en Bisexuales

El cuerpo de Marina se había convertido en una batidora bajo el mío. ¿Quién dijo que las mujeres pierden la pasión cuando se casan? Quizá sus maridos. Sí, lo reconozco, soy el amante. ¿Y qué? ¿Acaso me vendrá ahora alguien con rollos moralistas sobre el sagrado lazo del matrimonio? Conozco a su marido, por algo llevamos siendo amigos desde el instituto, y sé que Gerardo no es el paradigma de la fidelidad. ¿Si esto es un castigo para él? No nos engañemos. Lo que menos me importa cuando estoy con Marina es el idiota de su marido. Esto es un premio para Marina y para mí.

Pero dejemos la disertación sobre la fidelidad para otra ocasión y volvamos al dormitorio. Volvamos debajo de las blancas sábanas del lecho marital donde el cuerpo desnudo de Marina se ofrecía a mis envites. Sus pechos firmes y grandes eran un manjar delicioso que mis labios no querían dejar escapar. Mi lengua jugueteaba en sus pezones mientras de la boca de Marina escapaban gritos, jadeos, risas y gemidos que revoloteaban en el silencio herido de la habitación. Su sexo constreñía el mío en un dulce y caliente abrazo que sabía a gloria. Rodamos sobre el colchón manchando las sábanas con caricias infieles, con movimientos duros y húmedos.

Sus dedos se hundían en mi espalda y sus talones presionaban cruelmente mis nalgas desnudas, empujándome hacia ella, hundiendo en su sexo la vara dura y ardiente que yo portaba entre las piernas. Su boca buscaba la mía, mientras sus duros pezones pinchaban mi torso y su vello púbico cosquilleaba en mi cintura. Su cuerpo perlado de sudor se removía bajo mío mientras su boca pegada a mi oído dejaba brotar susurros y palabras entrecortadas que me andaban volviendo loco. Su respiración se aceleró y sus ojos, pletóricos de excitación, buscaron los míos. No tuvo que decir nada para que comprendiera lo que pedía. Que acelerara, que le diera más y más y más, que la hiciera acabar, que explotáramos juntos en esa lluvia interna que tanto nos gustaba.

Obedecí, como obedecen los buenos amantes. Aceleré mis embestidas sobre su bonito cuerpo de veintiocho años. Marina gritaba, se encontraba a las puertas del cielo, y cuando explotó, sus palpitaciones me llevaron con ella. Sus brazos delgados se cerraron sobre mi espalda, sus piernas hicieron lo propio con mi culo y nuestros cuerpos se endurecieron merced al orgasmo que nos envolvió. Mientras nuestros músculos se tensaban, convirtiéndonos en estatuas desnudas bajo un cielo ensabanado, sentí nuestros jugos chocarse, batallar, mezclarse mientras el abrazo de sus piernas y sus brazos sobre mí exprimía el último hálito de vida que le quedaba a mi orgasmo. Luego, nos derrumbamos juntos sobre el blanco suelo del lecho.

Tardamos bastante en vestirnos, entre besos, juegos, risas y caricias. Pero al fin pudimos salir al comedor.

- Vamos, tienes que irte antes de que llegue Gerardo.

- Sin prisas, sabes que nunca llega antes...- El sonido de unas llaves abriendo la puerta cortó mi frase. ¡Ésa era la especialidad de Gerardo Díaz! ¡Llevarme la contraria!

- ¡Mierda! ¡Ya ha llegado!- exclamó Marina.- ¡Vamos, escóndete!

- ¡Hombre, Pedro! ¡Qué alegría verte por aquí!- Demasiado tarde. Gerardo me había visto.- ¿Has venido a por tu carpeta?- ¿Qué demonios...? ¡Joder, mi carpeta! Me la dejé en su casa cuando vine a ver el último partido del Real Madrid.

- Claro, claro.- Salvado por el proyecto del parque de San Rafael. Respiré aliviado.

- Marina, tráesela, que está en el estudio, encima del escritorio. Y luego prepara unos cafés, ¿por qué te tomarás un café, no, Pedro?

- Hombre, pues la verdad es que yo tenía prisa y venía sólo a por la carpeta...

- ¿Pero qué es esto?- dijo mi cornudo amigo pasando un brazo sobre mi hombro.- Me paso todo el día trabajando e cuando arribo a casa... ¡Eco!- Sus dedos se clavaron con fuerza sobre mi hombro.- Mi mejor amigo me rechaza una taza de capuccino... cremoso... delicioso...

- Bueno, está bien, me quedo.- forcé una sonrisa para intentar hacerlo creíble.

- Bien... ¡Marina, tráele la carpeta y pon unos cafés!

- Sí, voy.- Como siempre, agachó la cabeza y obedeció. Es lo único que no me gustaba de Marina, era un perro servil con Gerardo.

En cuanto Marina salió del salón, Gerardo se giró rápidamente y nos besamos.

- ¿Cuántas veces he de decirte que no vengas si está Marina? ¿No ves que puede descubrir lo nuestro?

- Tranquilo. Pero es que tenía tantas ganas de verte...- Mentí.

- Pero es que aquí, ya sabes...- sus manos me toquiteaban todo el cuerpo, y estaban empezando a devolverme la excitación.

- ¿Es ésta, chicos?- Marina apareció por la puerta con una carpeta en la mano y disimulamos lo mejor que pudimos.

- Sí, es ésa.- dije, mientras respondía a la mirada interrogante de Marina con un guiño.

- Ahora haz los cafés, cielo...- Dijo Gerardo.

Marina, como un corderillo, obedeció sin rechistar. En cuanto se hubo marchado, Gerardo volvió a la carga.

- ¿Quedamos mañana en el "Sol plaza"? ¿A las 12 en la habitación de siempre?

Para variar. El mismo hotel de siempre, la misma habitación de siempre, la misma hora de siempre. ¿Qué se le va a hacer? De todas formas, mañana no tenía nada planeado. Acepté y, a los pocos segundos, Marina entraba con los cafés. Nos los sirvió y se volvió a la cocina. Era una actitud que me mortificaba. ¿Cómo podía ser tan sumisa?

No tardé en marcharme de su casa. Los dos habían recibido lo que buscaban de mí, una sexo, otro, una promesa de sexo, y ya no había nada que me retuviera entre esas cuatro paredes. Luego pasó la noche y llegó la mañana, con el sonido del despertador, burdamente camuflado en un canto de gallo.

A las doce y diez minutos me presentaba ante el recepcionista. Era nuevo, al que había antes ya le habrían dado la jubilación. Éste no tendría más que veinte y pocos años, era rubio, muy guapo, pero demasiado joven para mí. Le sacaría unos diez años. Demasiados. Pregunté por la habitación y me dijo que mi compañero ya había llegado.

Iba a subir por las escaleras cuando oí un grito detrás de mí.

- ¡Pedro!- Me giré y vi a Gerardo corriendo para alcanzarme. Esbozaba una sonrisa divertida.

- Me han dicho que estabas arriba...

- Ya, pero bajé a llamarte por teléfono, como tardabas tanto.

Miré el reloj. Sólo había tardado diez minutos. Diez míseros minutos que Gerardo no había podido esperar.

- Ya veo... Oye, ¿De qué te reías?

- ¿Yo? De nada.- dijo, con tono jocoso.

Encogí los hombros y comenzamos a subir a la habitación. Me di cuenta que, antes de marcharnos, echó una mirada furtiva hacia atrás, hacia la recepción, pero no le di importancia. En cuanto llegamos a la habitación, Gerardo se tiró sobre la cama y comenzó a desnudarse.

- ¡Va! ¡Empecemos ya! Tengo ganas de volver a sentir esa maravilla que tienes entre las piernas.

Terminó de desvestirse en segundos, sembrando el suelo de la habitación de sus diversas prendas, mientras yo me lo tomaba con calma y sólo había tenido tiempo de colgar la chaqueta en una percha. Gerardo se arrodilló desnudo ante mí, y luchó con mi bragueta.

- ¡No me puedo esperar! ¡Sácala ya!- decía, como si sus manos me permitieran hacer algo.

Al fin, consiguió extraer mi verga, que ya estaba erecta, de su refugio. Me bajó pantalones y calzoncillos y, sin decir una palabra más, llevó mi polla a sus labios y la engulló sin contemplaciones. Su aliento cálido sacó de mi cuerpo un escalofrío al rozar mi piel. Era por cosas como estas que Gerardo se había convertido en mi amante. Era una maravilla en el ámbito sexual. Su lengua parecía haber sido creada para eso.

Sus labios se deslizaban sobre el tronco de mi miembro enaltecido, a la vez que su lengua dibujaba garabatos de saliva sobre el espacio que va desde la punta hasta el frenillo. No podía más que jadear, envuelto en las caricias húmedas de Gerardo. Sus dedos acariciaban con suavidad los testículos, deslizándose poco a poco hacia atrás, hasta el orificio posterior, acariciando su perímetro, cosquilleando en cada centímetro de piel. Mientras su boca excitaba mi lengua

Uno de sus dedos dejó las caricias y se introdujo de golpe en mi ano, arrancándome un orgasmo violento que llenó su boca y su garganta de mis fluidos. Gerardo se secó con el brazo una pequeña gota que se le escurría por la comisura, como si acabara de beberse una copa de un vino fuerte y no mi semen. Se echó entonces sobre la cama, poniéndose a cuatro patas, mostrándome su trasero respingón.

- ¡Cómeme, Pedro, cómeme!- se abría las nalgas con las manos, apoyando la cabeza en el colchón.

Hice lo que pedía. Me puse detrás de él y pasé la lengua por su ano. Sentí cómo Gerardo se estremecía con mis caricias. Escalofríos y temblores le recorrían el cuerpo mientras mi lengua penetraba lentamente su oscuro agujero. Él gemía de puro placer mientras mis dedos acariciaban, suavemente, casi sin rozar siquiera, su escroto y su verga erectísima. Poco a poco, la mía iba recuperando el máximo esplendor de su dureza.

Entonces me subí a la cama y me arrodillé detrás de él. Lentamente, fui deslizando mi verga por su culo, cuyo agradecido esfínter me devolvió la caricia apretando con dulzura mi miembro. Metía y sacaba mi pene de su culo, mientras mi mano derecha avanzaba, rodeando la cintura, para aferrar su miembro. Gerardo no cesaba de gemir, mientras lo sodomizaba y masturbaba. No tardó en correrse sobre las sábanas, cosa que yo hacía unos segundos después, vertiendo de nuevo el contenido de mis testículos, ésta vez en su recto.

Después de hacer el amor, nos vestimos mientras hablábamos de cosas sin importancia.

- Bueno, me voy que he quedado dentro de una hora.- dije, cuando ya estuve vestido.

- Venga, quédate a tomarte algo conmigo en la cafetería de aquí enfrente. Aunque sólo sea un café.

- Está bien, pesado.- dije con una sonrisa de burla.- ¿Por qué siempre me acabas convenciendo?

- Por que me quieres.- contestó, muy seguro.

El sol me daba en la cara sentado en la terraza de aquella cafetería. El segundo café de la tarde calentaba mis manos, mientras miraba a los ojos de quien me acompañaba en la mesa sin decir una palabra. Hasta que, al fin, me atreví.

- ¿Por qué no te vienes conmigo?- dije, de improviso, sacando el valor de no sé dónde.

- ¿A dónde?

- Lejos de aquí. Sí, quítate el anillo, divórciate y vámonos a vivir lejos de aquí, a otra ciudad.

- ¿Pero qué tonterías dices?

- Venga... ¿Por qué no? ¿Es por tu marido, Marina?

- Pues…- la mujer no sabía qué decir. Si hubiera sabido que una hora antes me estaba tirando a su marido en un hotel del centro no se lo habría pensado.

- Piensa, yo gano más dinero que él. Te hago el amor más veces que él. ¿Qué más quieres?

- Es que… ¡Lo has dicho tan de repente que no sé qué decir!

- Sólo di sí.

Dijo que se lo pensaría y nos fuimos a seguir con nuestras vidas. Dos horas más tarde me llamaba para decir que sí. Quedamos en celebrarlo al día siguiente en un hotel. Por más que quise evitarlo, ella tuvo que elegir ¡Cómo no! El "Sol plaza". A las cinco en punto de la tarde siguiente entrábamos en el hotel riendo y bromeando. Era el principio de un largo viaje, de una huida de todo.

El mismo recepcionista que me atendiera el día anterior, junto a Gerardo, nos alquiló la habitación a Marina y a mí. Ésta vez miraba ansioso el reloj, estaba claro que su turno estaba a punto de acabar.

- ¡Que lo disfruten!- dijo, mientras nos marchábamos. Luego, se giró para atender a un hombre con gabardina.

Subimos en el ascensor magreándonos tanto como podíamos. Acaricié el culo de Marina hasta que llegó un momento en el que lo podría haber moldeado de memoria en arcilla. Entramos en la habitación y caímos abrazados sobre la cama.

En la habitación de al lado, el recepcionista rubio abría sus nalgas para que su amante le perforara el culo.

- ¿Entonces me ayudarás, Iván?- dijo su compañero, cuya gabardina yacía en el suelo, sin dejar de penetrarlo.

- Sí… ¡Aaaaammmm!… Haré lo que quieras… todo…- contestó el recepcionista, hipnotizado por la excitación.

- Bien… Entonces tú los matarás… La policía no te podrá relacionar con el crimen…

- Sí… Yo los mataré, Gerardo, no te preocupes.

Encima de la mesa, una pistola automática brillaba con un cariz siniestro.

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