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Noche de Fallas

en Erotismo y Amor

La noche mágica de la ciudad de Valencia cae con suavidad por sus calles. Se ennegrece el cielo que cubre el paseo de La Alameda, "La Ciudad de las Artes y las Ciencias", los palacios de Música y Congresos, la catedral y cualquier otro edificio, monumento o no, que respire de esa suave brisa mediterránea que enaltece los sentidos. Ayer, o mejor dicho, esta madrugada, a la una y media, los cielos explotaron en el mejor castillo de fuegos artificiales del mundo. Anoche fue la "Nit del Foc" y hoy Valencia ha despertado en medio de una resaca de luz y pólvora. Pero hoy continúa la fiesta, hoy se queman las Fallas, y el fuego sigue siendo el protagonista.

Las luces especialmente colocadas para las fiestas no tardan en encenderse, en la calle Literato Azorín tapian el cielo con, este año, arabescos extraídos del ambiente de las "Mil y una noches", creando de nuevo un pequeño día en la noche. El goteo de fallas a la vuelta de cualquier esquina alegra la noche. Los ninots aguardan, manteniéndose estoicamente impasibles, su ígneo destino. Hoy es la gran noche de la ciudad. Hoy, ilusiones, dinero, y toneladas y toneladas de cartón-piedra arderán llevándose las lágrimas de las falleras. Hoy arden las Fallas, hoy arde Valencia. Lo que en un principio nació como una fiesta pagana para deshacerse de todo lo malo del año anterior, ahora es la fiesta grande de la tercera ciudad de España.

Aún es pronto, son las diez y media y la noche nada más comienza. Mientras que aún no se han apagado los rescoldos de lo que antes fueran fallas infantiles (más pequeñas, más políticamente correctas, y más cargadas de los personajes de la factoría Disney), las niñitas y niñitos lloran la combustión de esas bellezas de cartón, con alma de madera. A las doce arden las grandes fallas, las verdaderas reinas de la fiesta. A la una arden los cielos en castillos de fuegos artificiales que alumbran una nueva alba en plena naciente madrugada.

Así que aquí estoy yo, en medio de la ciudad, con las suelas desgastadas de comerme los metros entre una falla y la siguiente. Y entre una verbena y la siguiente, cómo no. Siempre dejo para la última noche las mejores fallas. Los muñecos de cartón piedra, más conocidos como "ninots", parecen más graciosos, más bellos, más incisivos en su humor ácido cuanto más se acerca su fin, como si estuvieran intentando mostrar todo lo buenos que son antes de que les llegue la hora de arder.

- ¡Venga, Jon! ¡Vente por aquí!- me grita un colega.

Lo sigo, metiéndome entre la multitud que rebosa la plaza en cuyo centro se alzaba, magnífica y victoriosa, una de las fallas más bonitas de este año. Los estandartes que claman los premios ganados así lo atestiguan. Pero entre la gente se me escapa el fugaz retazo de una mirada. Mirada de ojos negros que me resultan conocidos. Luego, una mano que se alza sobre las cabezas de la multitud y saluda, y me llama.

- Ves tirando pa’ la Alameda, Sito, ya te pillo luego.- le grito a mi colega mientras salgo tras esos dos ojos negros como la noche.

Atravieso el gentío. Choco, avanzo, retrocedo, empujo y me escabullo entre la gente. Llego a donde quería, donde creía que me esperaban esos ojos. "Moni, ladrona, dónde te has metido", pienso. Me giro, miro, creo verla y me equivoco. Al final, vuelvo a ver esos dos ojazos, pedazos de noche oscura, mirándome desde la otra punta de la plaza. Vuelvo a hundirme en los mares de gente. ¡Cómo le gusta jugar!

Llego a duras penas al lugar indicado. Y ella ya no está. Son demasiados años jugando conmigo como para dejarlo esta noche.

- ¿Ya te has cansado de buscar?- Me susurra una voz al oído mientras siento dos finos brazos pasar por encima de mis hombros.

Me giro, y allí está ella. Sonriendo como una niña bajo la noche de su melena oscura. Siempre sonriendo. Nunca sé cómo describir bien a Mónica cuando me enfrento con sus ojos. Siempre me pasa lo mismo. Su cuerpo es tan misterioso como ella. Sus facciones dulces, su cara redonda y blanca como el papel, su casi eterna melena negra, que le llega hasta las nalgas, todo eso es simplemente un accidente en sus rasgos. Por que su cara son dos ojos. Dos puñaladas de noche luminosa que te atrapan el alma con una sola mirada. Su cuerpo, rebosante de curvas perfectas, siempre anda escondido en sus suéters anchos. Mónica son dos ojos, siempre lo he dicho.

- Están bonitas este año las fallas. ¿No?- me dice.

- Tú sabes que yo no vengo a esta plaza cada año a ver las fallas.- Mi mirada se desvía hasta la Fallera mayor de ese año, que luce radiante el traje típico.- ¿Cuándo te presentarás tú? Eres más guapa, seguro que vences. Tengo ganas de volver a verte vestida de fallera- le contesto mientras mis manos atrapan su estrecha cintura.

- ¿Para qué? Ya fui Fallera mayor infantil. Ahora el traje de fallera no me viene.- nos reímos los dos. Me obliga a rectificar su descripción. Mónica son dos ojos y una sonrisa preciosa.

- Y qué… ¿Ya te has cansado de jugar conmigo?

Ella se acerca aún más a mí. Por un momento veo como si sus labios dibujaran el mohín de un beso, pero en el último segundo, gira la cabeza y pega su boca a mi oído.

- Yo nunca me canso de jugar contigo. Sólo que podemos jugar a otro juego.- Su mano me acaricia el culo con descaro. Mis dedos la imitan. Su lengua sale de sus labios y roza, casi sin tocar, mi mejilla derecha. Un relámpago de calor envuelve mi cara y me obliga a cerrar los ojos. Cuando los abro, Mónica ya ha desaparecido entre la gente.

Una sonrisa se dibuja en mi cara, el juego vuelve a comenzar. Echo mano al bolsillo trasero de mis vaqueros y encuentro una pequeña nota.

"Si quieres llegar al final, ves al principio. Allí te esperan mis besos.". Mónica. Así es ella. Hermosa y juguetona, bella y manipuladora. El principio. Salgo de la plaza, y del centro, con pasos rápidos. Quince minutos después, sin aliento casi, me paro frente a la puerta de un colegio. Grande y roja, como siempre, portal a dimensiones alternativas de libros y aburrimiento que sólo su figura aliviaba.

- Has tardado mucho ¿No?- En la acera contraria, apoyada en la pared, entre las sombras escondidas de las farolas, Mónica sonríe mirándome.

- Y tú has venido en taxi.- respondo, con las manos en las rodillas, intentando recuperar la respiración que se me escapa entre jadeos.

Lentamente, saliendo de la penumbra, como desnudándose de sombras, Mónica atraviesa la calzada, y su rostro se ilumina con la luz anaranjada de una farola. Es bella, muy bella. Tengo ganas de abalanzarme sobre ella, de llenarla de besos, desde la boca hasta las piernas.

- ¿Y dónde están los besos que me esperaban?- pregunto, mientras me incorporo.

Mónica sigue acercándose, me rodea el cuello con sus brazos y pega sus labios a mi oreja.

- Aquí…- suspira, y atrapa entre sus labios el lóbulo de mi oreja.- Y aquí…- me besa en la mejilla.- Y aquí.- Ahora, en la comisura de mi boca.- Y aquí…- desciende hasta la barbilla.

- Y aquí…- mis manos agarran su cara y mis labios se juntan con los suyos.

Abrazo su cintura, acaricio su culazo, mientras sus manos me atrapan la nuca y mis nalgas. Siento sus pechos aplastarse contra mí, y nuestras lenguas entran en la boca compañera, enredándose, acariciándose, luchando envueltas en saliva y suspiros. El tiempo pasa a nuestro alrededor, pero no para nosotros. Somos atemporales, somos eternos como nuestras caricias, que sólo duran un instante pero que dejan su calor y suavidad para la posteridad, pegados a nuestras pieles.

La explosión de un petardo y las risas jocosas de unos niños no muy lejos de nosotros nos impulsan a separarnos.

- ¿Dónde vamos?- pregunto.

- ¿Acaso te piensas que no voy a ver cómo se quema mi falla?- dice, haciéndose la sorprendida.- Volvamos para allá. Luego… Ya veremos.

El "Ya veremos" puede sonar interesante en boca de cualquier mujer. Pero en los labios de Mónica se convierte en Gloria y Misterio, en una nueva religión. Cuando Mónica dice "Ya veremos" me estremezco de pies a cabeza por que ella piensa en algo especial. Y cuando Mónica piensa en algo especial, la Teoría del Caos es una ley inviolable de la física entre dos cuerpos que se atraen y el cielo se convierte en una mala copia del futuro cercano.

Nos montamos en el primer taxi que pasa ante nuestros ojos. El asiento trasero del "Peugeot" se convierte enseguida en una vorágine de caricias improcedentes, un huracán de besos y roces subidos de tono. Los ojos del taxista se marcan curiosos en el espejo retrovisor, pero no me importa. Y seguirá sin importarme mientras siga teniendo la melena negra de Mónica entre mis manos, y sus besos llenándome de lengua la boca.

El auto aparca a varias manzanas de la plaza, imposible ir más allá en fiestas. Pago rápidamente al taxista y Mónica y yo salimos del taxi abrazados, riendo y besando. Recorremos las calles necesarias para llegar a la falla y nos encontramos, instantes después, metidos de lleno en la marea de gente que rodea el efímero monumento. Ya queda poco para que el fuego consuma el monte de cartón piedra. Aunque el gentío ha descendido, la plaza sigue abarrotada.

Mónica se aprieta a mí. Su espalda se empotra en mi pecho, y sus nalgas golpean la erección que crece y duele en los pantalones. Yo hundo mi nariz en su melena, y aspiro el aroma de jazmín y pólvora de Mónica. Ella vuelve su cabeza hacia mí, y sonríe. Con inusitada pericia, cuela su mano delgada en mis pantalones y coloca mi miembro apuntando al cielo, pegado a mi vientre, aliviando el dolor.

- No querría que te la doblaras.- dice, mientras extrae su mano.- ¿Con qué íbamos a jugar luego entonces?

La picardía de su voz enciende aún más mi sangre. Sigo sin saber por qué cada año, en la noche del 19 al 20 de marzo, ella me busca. Es uno más de sus misterios. Tampoco es que quiera preguntárselo. ¿Alguna vez se han sentido como en un cuento de hadas donde todo iba tan bien sin saber por qué, que temían preguntarlo por si se rompía el encanto? Pues bien. Estar al lado de Mónica es respirar y transpirar esa sensación.

Ya se escuchan los silbidos impacientes, la gente arde de ganas de ver arder la falla. Un doble pitido de mi reloj avisa de la hora punta y la fallera mayor da la orden para que el monumento empiece a quemarse. Mónica se deja caer sobre mí, mis brazos la estrechan, la acunan… Sus pupilas, fijas en la falla, van reflejando el fuego a medida que crece y cubre los ninots, que mueren carbonizados sin gritar ni maldecir su suerte.

Las llamas tiemblan, se encogen y crecen, haciendo crepitar el armazón de madera. Chispean las figuras al quemarse, mientras la escala anaranjada de la que forma parte el fuego, contagia de luz los ojos de los presentes, sobre todo los de Mónica. La abrazo un poco más fuerte cuando el fuego llega hasta el muñeco que corona la construcción, y los ojos de ella se humedecen viendo, de nuevo otro año más, cómo muere la fiesta en una orgía de fuego.

Recojo con suavidad la lágrima que cae por la mejilla de Mónica, mientras ella ve, por enésima vez, todo un año hundiéndose en las brasas. Es increíble la tormenta de sentimientos que puede hacer aflorar la quema (cremà) de una falla. El aire de solemnidad que agarrota el ambiente flota y se interna en lo más profundo de los pulmones, allí donde hacen contacto con el corazón. Es la fiesta grande de la ciudad, y vive en el alma de los valencianos e, incluso, de las gentes advenedizas que colapsan estos días la capital del Túria. Y eso, se nota.

Cuando los últimos ninots caen, con el esqueleto de madera calcinado y la piel de cartón piedra convertida en humo que llena las narices de olor a papel quemado, Mónica se gira y queda frente a frente conmigo.

- Ha estado bonito ¿Eh?- dice, con los ojos brillando de humedad y una media sonrisa tristona en la boca.- Ahora, sígueme.

- Lo que tú digas.- sonrío.

Nos escabullimos entre el vaivén ajetreado de turistas y falleros en dirección al antiguo cauce del río Túria, ahora reconvertido en gigantesco parque que atraviesa la ciudad. Un arañazo de verde entre tanto asfalto nunca viene mal para pararse y respirar.

Nos vemos de nuevo en medio de una marabunta de gentes desorientadas, pero a mí me lleva de la mano Mónica y no necesito más guía que sus pasos. Llegamos, finalmente a la entrada de uno de los puentes que cruzan el viejo cauce.

- ¿Dónde vamos?- pregunto.

- ¿Dónde va a ser? Al mismo río.

Casi a la carrera encontramos una rampa para bajar. Esquivamos la valla que prohibe el paso y seguimos corriendo hasta caer sobre la hierba. Rodamos, manchamos nuestras ropas de verde, pero no nos importa, reímos, peleamos, y acabamos los dos tumbados, mirando al cielo, contando ninguna estrella y miles de humos que cubren la ciudad como heraldos del falso progreso.

- ¿Qué hora es?- me pregunta, sin separar su vista del cielo oscuro.

- Doce… menos diez.

- ¿Y qué te apetece hacer para entretenernos?- me pregunta, poniendo su mano encima de mi entrepierna.

No necesitamos más palabrerío insuficiente. Me lanzo a sus labios, mientras mis manos acarician su cuerpo, en errático movimiento por encima y por debajo de su ropa. Lamo, chupo, beso su cuello, oyendo sus suspiros volverme loco en la oreja. Mi mano se hunde en sus pantalones y sus dientes se me clavan cuando acaricio su sexo. Su aliento me quema en la piel, sus caricias me queman el alma, y me muero de ganas de arder con ella en otra falla.

Se levanta y sale corriendo, mientras mira hacia atrás. Repuesto de la sorpresa, salgo corriendo tras ella, a pesar de lo difícil que es con una erección explotándote en los calzones. Al final, se detiene con una sonrisa y la atrapo.

Sin comprender qué es lo que ha hecho, acabo tumbado en la hierba, mientras ella sonríe con malicia. Sin perder un instante, se sienta encima de mí, las rodillas a ambos lados de mi cintura, y dejándome el miembro amenazando con incendiar la ropa que lo separa de ella. Mónica empieza a quitarme la camiseta, y yo cedo de buen gusto a sus maniobras. Mi pecho desnudo brilla de sudor entre la Luna y las farolas de la calle. Mónica se vuelca sobre mí y me besa, de nuevo, mordisqueándome los labios, succionando con su lengua como si quisiera beberse toda la saliva de mi boca.

Lentamente, su lengua sale de entre mis labios y desciende por mi cuerpo sin separarse de mi piel. Un camino de saliva, sendero de fuego, cruza mi barbilla, mi cuello, ensañándose en mi nuez, y continúa bajando, enredando y humedeciendo los pelos de mi pecho. Al llegar al vientre, Mónica comienza a desabotonarme los vaqueros, mientras yo parezco haber perdido mi capacidad de movimiento, y sólo puedo seguir con mi mirada su lengua, que exagera, con mucho, los escalones de mis abdominales, y se entretiene con los primeros vellos que anuncian la cercanía de mi polla, que empuja la ropa interior, ansiosa de recibir las caricias de Mónica.

Con suavidad y desesperante lentitud, Mónica me retira los slips, haciendo que mi verga respondona respire bocanadas del aire marciego poco antes de contaminarse dulcemente del viento ardoroso que escapaba de los labios de Mónica.

Su simple aliento sobre mi polla me incendia la piel, me potencia los sentidos. Mis terminaciones nerviosas se vuelven más sensibles a cada elemento percibido. Truenan los petardos en la lejanía, gritan los borrachos, cacarea la multitud y, ajeno a todo aquello, en medio de ninguna parte, la respiración agitada de dos amantes envuelve dos cuerpos en medio de la hierba.

Su pelo acaricia mi cintura, mil débiles agujas negras se clavan placenteramente en mí. Sus labios se cierran sobre mi verga, su lengua me alfombra la piel de saliva, y mientras tanto, Mónica no separa sus ojos negros de los míos. Si me sigue mirando no creo que pueda aguantar mucho, por eso miro al cielo. Pero en el cielo, normalmente bloque de cemento negro, hoy brillan dos estrellas en el firmamento nocturno. Dos estrellas que, indefectiblemente, me recuerdan al brillo de los ojos de Mónica. Y me creo morir. De repente, siento de nuevo los labios de Mónica sobre los míos, mientras su mano reanuda el frenético vaivén sobre mi miembro. Mónica me besa y yo exploto en la noche. Me roba la respiración con su boca, me derramo en saliva y semen. Ella me exprime los fluidos vitales y con ellos alimenta el brillo de sus ojos.

Sudor, saliva y semen, tres eses cuajadas de la cuarta del sexo, reflejan la luz de luna en mi verga. Mi respiración agitada lucha por desagitarse, la sangre en mi cuerpo recibe la orden de ir frenando poco a poco pero no hay autoridad capaz de detenerla. Por que está borracha de adrenalina y testosterona y no hay límite de velocidad al lado de Mónica. Por eso la beso, por que no hay límite. Y me incorporo y la sigo besando, y la continúo besando aún cuando mi peso la vence y cae hacia atrás. Ella me acaricia la espalda y las nalgas, clava sus uñas en ellas.

Mis dos manos luchan por deshacerse de su suéter. Pero cuando lo consiguen su multiplican por mil para dar abasto a todo lo que quiero acariciar. Por que en la noche del 19 al 20 de marzo Mónica no usa sujetador y sus pechos se dibujan en la belleza de su cuerpo como dos montes afrodisíacos y desnudos creados por algún dios que opinó que el mundo no era bello y que sólo ella podría cambiarlo. Y sobo las tetas, y acaricio los pezones, y mi lengua cosquillea en su ombligo, deshaciéndose del dulce abrazo de sus labios.

La oigo gemir. Mónica gime y sus gemidos para mí son oraciones de sagrado valor. Cada uno de sus gemidos se merece un templo por que con ellos mueve montañas, doblega la voluntad y subyuga a sus encantos a quien ose hacérselos emitir. Cuando Mónica gime yo ya no soy yo y me convierto en una torpe extensión de su cuerpo perfecto que sólo vive para obedecerla.

Sus manos se posan en mi cabeza y mi lengua suelta su duro pezón oscuro, que resalta en su piel blanca, para seguir sus órdenes y descender sobre su vientre plano. Mis manos aferran el pantalón y comienzan a bajarlo. Mónica alza su Culo (sí, Culo, con mayúsculas, por que cuando un culo es así necesita mayúsculas que lo distingan de uno normal) para permitírmelo y me encuentro con la suave superficie de sus braguitas.

Acerco mi nariz a ellas, y con ella toco su sexo sobre la tela. Un gemido medio gritado y una sensación de humedad responden a mi caricia. Su gemido se contamina del eco de los puentes, y mis manos tiemblan al acariciar su ropa interior. Terremoto de dedos que atrapan sus bragas y las bajan lentamente, dejando que emerja al aire su pubis glorioso, con una fina sombra de vello formando un triángulo apuntando a su clítoris.

Lo beso, y un grito, leve, corto, instantáneo, que nace y muere a la vez, escapa de los labios de Mónica. Saco la lengua de paseo mientras mis dedos telegrafían pulsos de yemas en los labios de su vagina. Todo yo, lengua, labios y dientes, extasían al saliente inflamado y duro de su sexo. Mis dedos se contagian de humedad, y cuando miro a Mónica, mordiendo su labio inferior, sus manos metidas en su melena negra, demudado su rostro en perfecta mueca de placer, no puedo evitar introducir dos dedos en su interior, arrancándole la respiración de los pulmones.

Mientras mis dedos siguen metiéndose, saliéndose, frotando y acariciando, y mi lengua inicia un movimiento de auténtico frenesí sobre la parte más sensible de su cuerpo, Mónica empieza a gemir, a arquear su cuerpo, a agarrarse los pechos coronados por duros pezones… Y al final, primero silencio y luego explosión, apoteosis como las de un castillo de fuegos artificiales pero canjeando fuego por flujo, trueno por grito, pólvora por sangre y pasión.

Mónica se derrama en mis manos convulsionándose envuelta en su sudor. Sus dos ojos negros me miran satisfechos, cargados de día en sus brillos. Tardamos en querer vestirnos, aún recuperándonos de la "petite morte".

- Sígueme…- ronquea su voz embrutecida por el orgasmo.

Y Mónica sale corriendo, y yo detrás de ella. Sale a la calle, patea callejuelas tortuosas, hasta que al final la atrapo en un portal, sacando las llaves de su bolsillo.

- ¿Por qué no has corrido en serio?- le pregunto, a sabiendas de que sus piernas atléticas llevan años de entrenamiento desde el colegio.

- ¿Y humillarte? ¿Para qué? ¿O te refieres a lo de la hierba?- añade, con una sonrisa pícara.

- Ahí estoy seguro que te has corrido en serio, cariño…- Termino diciéndole.

Al final abre el portal y entramos en el edificio. Subimos las escaleras besando, acariciando, reconociendo anatomías. Mientras ella se gira para abrir la puerta de su casa no pierdo la oportunidad de tocar y sobar esas nalgas que me vuelven loco. Mis manos las acarician, de izquierda a derecha, de atrás a adelante, quizá demasiado adelante. Mónica pega un respingo y las llaves, que ya habían cumplido su misión de pelearse con la cerradura, se le caen al suelo.

"Las baldosas que hay en nuestro descansillo saben lo que follamos. Empezamos enroscando algún tornillo y se nos fueron las manos.", los versos de una canción me vienen a la mente cuando Mónica se vuelve y me agarra la cara para besarme, lanzados ya los dos en pos de una excitación que busca el final feliz que no aparece en los cuentos. Ella se cuelga de mi cuello y yo me siento colgar de la Luna, volando en un cielo de placeres que sólo ella, Mónica, mi Mónica, la Mónica de las Fallas, sabe hacerme alcanzar.

La puerta se abre lentamente, obligada a hacerlo por el empujón de dos cuerpos que, hechos uno, entran besándose. Le pego una patada a las llaves y las envío por el suelo hasta golpearse con un mueble, mientras mis manos repasan por enésima vez la lección de "geografía de Mónica", haciéndose con toda la carne de mujer que pillan en su camino.

- Estoy sucia de hierba, necesito una ducha... ¿Te apuntas?- me pregunta, con su eterna sonrisa en los labios y cerrando la puerta con el pie izquierdo.

Nos desnudamos por el pasillo, tropezando con los pantalones que se niegan a separarse de las piernas. Al final, nos desprendemos de las últimas piezas de ropa en el mismo baño, y éstas acaban decorando lascivamente el espejo y la pila. En su cuarto de baño no hay bañera, en su lugar, una ducha cerrada ocupa todo su espacio. Me meto con ella, abrazándola como si se me fuera a escapar. Mi verga arde entre los dos, mostrando su cabeza altiva entre mi vientre y su vientre.

El vómito gélido de la ducha me ataca a traición, golpeándome la nuca con agua fría que no es capaz siquiera de rebajar la excitación que se apodera de mis músculos. Mientras el agua va calentándose, Mónica me voltea y me encuentro con el chorro de agua estrellándose en mi pecho, resbalando por mi vientre hasta mojar mi miembro, que se alza erecto, duro y grande en lo más profundo de mi excitación. Mónica lo aferra, rodeándolo con suavidad, y lo empieza a limpiar, obviando su dureza y su ansia, mi ansia. Mónica lava con esmero y dulzura mientras el chorro de agua parece decidido a erosionar mi pecho.

Ante mí, arrodillada, dominándome con caricias casi infantiles, Mónica limpia mi falo con delicadeza, mientras su pelo mojado se adhiere a su silueta cayendo en impúdica y envidiada catarata sobre su cuerpo de curvas. Casi me falta tiempo para levantarla y volver a apropiarme de sus pezones en la dictadura de mis labios. Ahora es ella la que recibe las miles de agujas líquidas de la ducha.

- ¿Alguna vez has hecho el amor en una ducha?- me suspira al oído.

- Una vez.- le respondo, sin dejar de acariciarla.

- Entonces… Mejor nos vamos a la cama, ¿No?

- Va a ser lo mejor.- río en su oído y ella en el mío. Río recordando aquella patética situación de resbalones casi asesinos, de incomodidad extrema, de un azulejo cabrón clavándose en mi espalda…

Nos secamos entre el cuerpo del otro y una toalla que nos rodea. Avanzamos desnudos por la oscuridad que plaga la vivienda, aunque yo simplemente sigo el brillo excitante de la piel húmeda de Mónica. Persigo el bailecillo de luces que refleja su espalda en diferentes tonalidades de su piel clara hasta la habitación, donde el aire fresco de la madrugada que se cuela por una ventana entreabierta va calentándose poco a poco merced a nuestras caricias juguetonas cuando caemos envueltos en besos sobre la cama.

Ella se coloca de espaldas a mí, y levanta una pierna, abriendo una puerta al infinito que guarda entre los labios de su sexo. Suavemente, cojo mi miembro y lo empujo con suavidad hacia el interior de su cuerpo. La veo cerrar los ojos, Clausurando a su vez los dos ramalazos de Luna que brillaban excitados en la habitación. Sigo con el movimiento, y Mónica enciende aún más mis instintos con gemidos que me sacan la cordura a martillazos. No sé cuánto tiempo más voy a poder mantener un ritmo coherente con el poco tiempo que llevo metiéndosela a Mónica. Ella parece entenderlo y se separa un poco de mí, me empuja ligeramente hasta que acabo tumbado boca arriba y se sienta sobre mí.

Su sexo húmedo devora en un solo movimiento a mi verga hinchada. Un gemido a medio camino ya del grito sale de su boca. Mis manos no se deciden entre su cintura y sus pechos, y alternan las caricias sobre sus tetas con el agarre de su cadera, como intentando hacer más profunda una penetración que ya no da más de sí. Pero es ella la que domina, la que folla y la que tiene en sus manos, en su sexo, el principio y el fin, el alfa y el omega, el aviso y la apoteosis de una lucha de sexos.

La respiración de ambos se evapora en gemidos y palabros incoherentes. La melena húmeda de Mónica bailotea libérrimamente, y sus ojos no son más que dos líneas que se cuelan por en medio de párpados entrecerrados por el placer. Mónica gime, cada vez a mayor volumen, mientras mi corazón se traslada hacia la punta de mi miembro, latiendo, anunciando un fin cada vez más próximo.

Mónica, que parece unida a mi mente por hilos invisibles, enloquece su respiración al mismo tiempo. Bota, gime, gime y bota, y un grito nace en su paladar cuando en la lejanía estallan tracas de pólvora y humo. Su sexo late y palpita como el mío, con el mío. Los dos a un tiempo, nos derramamos con gritos animales, vestigio de antepasados irracionales, y en último acto, su cuerpo vestido de sudor cae sobre el mío. Me besa, riendo me besa y me acaricia con las mismas manos que han hundido sus uñas en mi carne hasta bien sobrepasado el umbral del dolor.

Se derrota cayendo tumbada a mi lado, sin decir nada. Nada tenemos que decir, nuestros cuerpos han hablado y entre miradas cómplices nos acabamos durmiendo abrazados, como los perfectos amantes que somos una vez al año.

Cuando me despierto son cerca de las seis. A mi lado, con las sábanas cubriéndole la espalda desnuda, duerme Mónica. Quien quiera, que se la imagine dormida. Mil veces más bella, mil veces más misteriosa y, aunque parezca estúpido, mil veces más desnuda. Me levanto lentamente, intentando no despertarla. El aire frío de la madrugada azota mi cuerpo desnudo poniéndome la piel de gallina.

Mónica se ve extremadamente bella, dormida como una niña cansada. Algo en mi interior me levanta la verga y me incita a despertarla a besos en la entrepierna. Sin embargo, como a mano tengo una libreta, me da por escribirle unas rimas. Mientras el sol asoma lentamente su sonrisa por encima del mar, sonrojando el horizonte, cojo un bolígrafo y, mirando a Mónica, empiezo la poesía.

Si la acabo, volveré a la cama y quizá la despierte. Y quizá… la despierte.

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