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Sabina (02: A la sombra de un león)

en Fantasías Eróticas

La letra: http://www.cancioneros.com/index.php?MH=nc.php?NM=2466

 

- ¡Eh, tú! ¡Sí, tú, coño!

- ¿Qué quieres? Yo no he hecho nada, yo no robo, yo…

- Que no, leches. Te cambio la ropa.

- ¿Qué? ¿Te estás cachondeando?

- Que no, joder, es un experimento, quiero hacer un reportaje sobre los mendigos. Su vida, ya sabes... es trabajo.

- Estás loco, chaval, pero acepto.

- Sí, claro que estoy loco. Como una puta cabra. Me acabo de escapar del manicomio, jaja…

- Sí, ya, lo que tú digas. Vamos aquí al callejón.

Nos cambiamos la ropa. Allí estoy yo. Vestido de mendigo, en pleno centro de Madrid, huyendo del jamás al que sé yo. Me falta la barba, pero eso no se lo puedo pedir prestado al vagabundo. Da igual, me vale así. Por allí se va él, con su ropa nueva, aspirando, por fin, algo que no huele a mugre y vertedero. Se marcha feliz y todo. Se marcha dejándome oliendo a perros muertos. Quizá en un plano completamente literal. ¡Qué asco!

Paso la mano por mi pelo, para despeinarme todo lo que pueda. Un cambio de look. "Menos fashion", que diría Joana. Joana… ¿Por dónde debe andar esa muchacha? Bah, no me importa. No puedo ir a verla, por que lo primero que harán los de blanco es buscarme en la casa de la gente que conozco, así que es mejor dejar de pensar en ella.

Bien. Ahora, recapacita. Estoy libre, en Madrid, en… ¡Joder cuánto ha cambiado todo esto en sólo cinco años! ¡Hombre, allí está la plaza Cibeles! ¡Aún recuerdo cuando vine a celebrar la séptima Copa de Europa del Madrid! ¡Qué tiempos aquellos, primo! ¡Y qué bien me lo pasaba! Pero claro, luego murió Sandra, me entró la "depre" y después… mejor no recordar lo que pasó después ¿Vale, primo? Simplemente, di con mis huesos en el manicomio. Pero era o eso, o la cárcel. Y sabía que las rayas nunca me han quedado bien.

Allí estuve todo un lustro, atontado a golpe de pastilla. Tenía tal cóctel farmacéutico en las venas que no podía ni hablar con normalidad. Pero dejé de tomar las pastillas (a escondidas las escupía, que siempre he sido muy listo), y seguí actuando como siempre. Como un zombi de los tranquilizantes. Y hoy, justo hoy, me he atrevido a escapar. No me ha gustado tener que dejar inconsciente al celador, pero por fin he huido de ese maldito universo blanco.

¡Cuidado, los "monillos"! Eso, cuando pase la policía actuaré como un mendigo más. La cabeza gacha, la mirada triste, los pasos cortos y arrastrando los pies, miraré de agenciarme un paquete de vino y pasaré desapercibido. Perfecto, siempre he sido un buen actor. ¡Joder qué bonita está la Cibeles hoy, eh! ¡Si parece que se ha puesto guapa sólo para mí!

Mira, me voy a sentar en la acera a mirarla más fijamente. ¡Ésa sí que es una mujer! ¡Y lo bien que se conserva para tener más de doscientos años! ¡Uy! Una anciana me ha tirado unas monedillas. Céntimos nada más, pero bueno. Que sigan echándome, que tengo que comer. Yo me quedo mirando a la estatua. ¡Qué bonita está allí arriba, con su carro y sus leones, tan madrileña ella!

Pues es guapa la condenada. Tenía su arte el que la esculpió. La verdad es que posee un perfil extraño, casi hipnotizador. ¡Uf, qué cómodo se está aquí sentado! Mejor descanso, que llevo todo el día corriendo. Aquí, apoyado en la pared estará mi casa por hoy. Mañana veré a dónde voy. Se me cierran los ojos. Estoy muy cansado tras la desesperada huida. Mejor apoyo la cabeza en la pared y me duermo.

- ¡Eh, tú!

No sé qué pasa. Alguien parece llamar a alguien.

- ¡Eh! ¡Eeehh!

Abro los ojos y ya es de noche. Las tres y cinco minutos de la madrugada, reza el reloj del cartelón ése.

- ¡Oye! ¡Tú, sí tú!

Alguien me está llamando, pero no lo veo. La plaza está extrañamente desierta.

- ¡Eh! ¡Aquí!

¡Me cago en Dios! ¡La Cibeles! ¡La Cibeles está hablando, primo!

- ¡Eh! ¿Me oyes?

Se está dirigiendo a mí. Mira en mi dirección. Vuelvo atrás la cabeza para ver si hay alguien detrás de mí pero no. Estoy solo. La Cibeles me está hablando.

- ¡Tú, sí, tú! ¡Ven!

- ¿Y-yo?- tartamudeo. No todos los días un monumento te dirige la palabra.

- Sí, tú.- Dice, articulando perfectamente con su boca, que creí de inamovible piedra.- Vente.

Voy hacia la fuente, pasito a pasito. Un taxi casi me atropella al cruzar la calzada. El taxista me llama hijoputa y se va haciendo sonar el claxon. Yo me voy acercando a la Cibeles, cuya cabeza, vuelta hacia mí, sigue cada uno de mis pasos.

- P-Pero... ¿Cómo coño...?

- ¿Ganas algo preguntando aún a sabiendas de que no entenderías la respuesta?- me contesta la estatua con chulería. Se nota que es madrileña.

Llego al borde de la fuente y la Cibeles me anima: "Sube aquí", dice, poniendo su mano en el regazo. Obedezco y, al pasar al lado de uno de los leones, éste gruñe peligrosamente. El bote que doy casi me hace subirme a la cabeza de la Diosa.

- Tranquilo, no te hará nada...- me calma la estatua viviente.- ¿A que no, Fernando?- dice ella, mirando fijamente al animal de piedra, a lo que el león sólo responde con un gruñido antes de volver a colocarse en su eterna posición.

- ¿Pero cómo coño pasa esto? ¿Está usted viva? ¿Esto...?

- Tutéame, anda, que para uno con el que puedo hablar no me vas a tratar de usted.- me dice Cibeles, evadiendo la pregunta.

- Bueno, pues... ¿Cómo es que estás viva?- pregunto.

- ¿Sabes? Normalmente no puedo hablar con nadie. En esta ciudad todo el mundo vive demasiado rápido como para darse cuenta de una vieja estatua que lleva aquí desde ni se sabe.

- No me has respondido.

- Ya lo sé. Como te contaba, por aquí nadie tiene tiempo para pararse a escuchar, todo lo más algún turista japonés. Al último casi le dio un infarto cuando le pregunté si hablaba español. Creo que fue luego a la policía y lo tomaron por un turista beodo...

Me río con la historia. ¿Quién me iba a decir a mí que, el mismo día que salgo del manicomio, iba a acabar riéndome con la Cibeles? Aprovecho para mirarla más fijamente. Su cara parece que va ganando color por segundos, al igual que su túnica, que se vuelve cada vez más blanca, suave y ligera. Su regazo es cálido y acogedor como el de una madre.

- ¿Sabes? No tengo muchas oportunidades de hablar con nadie. Eres el primero con quien hablo en... ¡Buf! ¡Ni me acuerdo! Y mucho menos... llegar a algo más que hablar...

¿Me lo estoy imaginando o la Cibeles me acaba de echar los tejos?

- ¿A... Algo más q-que hablar?- pregunto, con un nudo en la garganta.

Ella me mira a los ojos. Un fulgor verde empieza a hacerse patente en sus pupilas de piedra.

- Sí. Algo más.- Responde, y con su enorme mano me acaricia la mejilla.

El tacto tiene algo de divino. Me sorprende la calidez de sus dedos, como si jamás hubieran sido de piedra. Me cubre casi completamente la cara con su roce y noto como si una corriente extraña se colara en mi cuerpo.

Durante dos segundos, nos quedamos mirando los ojos. Yo de un lado, treinta y dos años. Ella del otro; Doscientos años de piedra, quince minutos de mujer. Las miradas se hacen una. Mis pupilas negras se clavan en sus dos luceros, ahora sí, completamente verdes. Nos acercamos lentamente, como si alguien hubiera pulsado el botón de avance superlento en el control remoto de la película que nos estamos montando yo y la Cibeles. Nuestros labios se acercan. El beso nos aprieta, nos une, nos ata. Su lengua y sus labios son más grandes que los míos pero no me importa. Es carne que morder, es saliva que besar, con la experiencia de seis mil años de diosa, doscientos de piedra y diecisiete minutos de mujer. Durante el beso, la siento empequeñecer, disminuir su tamaño hasta equilibrarse con el mío. Sus manos se acoplan ahora mejor a mi nuca, su espalda se reduce para que mis dedos puedan recorrerla mejor.

Nos separamos y ya no la veo como a una estatua. Es una mujer. Bella, sugerente, de carne y hueso y piel y sudor. De ojos verdes, labios rojos y mejillas sonrosadas. De piernas largas y pechos firmes escondidos bajo su túnica de gasa blanca.

Mi mano avanza hasta palpar uno de sus pechos por encima de la tela. La Cibeles se muerde el labio inferior y me mira a los ojos. Su mano imita a la mía pero acariciando mi verga. Desabrocha la bragueta y bucea en su interior. Cierro los ojos y suspiro. Le escruto el rsotro. Me recuerda mucho a Sandra. "Sandrita, Sandrita... ¿Sabes que te pareces a la Cibeles?".

Desato su túnica y ésta cae al suelo, rozándose con su piel con un sonido que me eriza la piel. Bajo la túnica, la Cibeles está desnuda. Bajo la túnica, la Cibeles está mil veces más hermosa. Me tiemblan las manos al acercarlas a sus pechos desnudos. El temblordesaparece, no obstante, cuando mis manos cubren sus pechos, pequeños y firmes, pechos de Dama, y sus pezones, única parte de su cuerpo que parece haberse olvidado de que ya no es una estatua, presionan en mis palmas.

Lentamente, mi mano va cayendo, viajando por la piel de su vientre, enredando los dedos en la maraña morena de su pubis. Bajo un poco más y la estatua-mujer jadea cuando acaricio su sexo. Con suavidad, voy repitiendo una y otra vez la caricia, dejando que mi dedo corazón se interne entre sus labios vaginales.

- sigue...- susurra ella mientras me quita la chaqueta y la sucia camisa del vagabundo, para terminar luego de desnudarme.

Los dos leones de la fuente nos miran fijamente, sin perder detalle de las manos que recorren dos cuerpos desnudos y los gemidos que conlleva cada movimiento de mis dedos en su interior y de su mano sobre mi verga.

Cuando ceso en mis caricias, mis dedos están húmedos. Me los llevo a la boca mientras con la otra mano empujo ligeramente a la Cibeles para que se recueste en su carro que, ahora, le queda grande por querer igualarme el tamaño.

En el suelo, tras sacar ella los pies, queda su túnica haciendo un círculo sobre el suelo de la fuente. La mujer Cibeles se deja caer en su carro y abre las piernas. Su sexo se abre como una granada ante mí. Me arrodillo a sus pies, acaricio sus muslos, recreo mi vista con lo que antes fuera piedra y ahora, dulce y sugerente carne.

Acerco mi boca a su coño. Se le pone la piel de gallina cuando mi aliento le sobrevuela la piel de la entrepierna un instante antes de que mi lengua tome contacto con su clítoris.

Me esmero en las caricias que le regalo a la Cibeles. Siendo una diosa romana, ¿Quién sabe la experiencia que tiene, y lo que le han hecho (y cómo) con anterioridad? Pero parece que no lo hago mal, por que ella comienza a gemir, con vocecilla candente, que me recuerda a aquellos tiempos con Sandra. Me agarra de la cabeza, me conduce por las remotas tierras de su cuerpo perfecto. Por que la Cibeles tiene un cuerpo perfecto, por más que se parezca a Sandra.

La Cibeles tira de mi pelo, para que ascienda por su cuerpo. Lo hago, y mi lengua se alimenta de cada gota de sudor que encuentra en la línea recta que me lleva hasta su boca. Coño, clítoris, vello púbico, cintura, ombligo, vientre, esternón, el valle de sus tetas, cuello, barbilla, labio y lengua. Sabroso recorrido por su cuerpo, que hace que el sabor de sus flujos se mezcle con su sudor y su saliva.

Empuja misa nalgas con sus talones, para acuciarme a penetrarla. Agarro mi verga, erectísima por sus gemidos y caricias, y la coloco a la entrada de su sexo. La miro a los ojos mientras la penetro. Siempre me ha encantado hacerlo. Observar sus ojos abiertos, mientras vas introduciendo la verga lentamente, notar cómo sienten la hombría que las penetra... me encanta. Es como entrar en su alma por el coño y los ojos a la vez, una suerte de doble penetración más espiritual que física.

- Bésame.- me pide Cibeles, y la beso, pierdo la lengua en su boca mientras empiezo el bombeo dentro de su cuerpo.

Sus caderas se acoplan a las mías, nos movemos los dos al mismo ritmo, un compás de dos tiempos que es acompañado de gemidos que se nos escapan de la garganta. La penetro una y otra vez, y cada vez con más fuerza. Separo mi boca de la suya, me alzo un poco, para verle la cara mientras me la follo.

Su cara es un poema. Se muerde el labio, hunde sus dedos en su deshecho peinado, los ojos le brillan de excitación, las mejillas cada vez más enrojecidas, su garganta late con cada gemido... saco mi polla de su coño y la vuelvo a meter con fuerza. El gemido que suelta es ya casi un grito. Repito el movimiento y ella repite el gemido. Una, dos, tres, cuatro veces.

- Por favor... sigue, por favor...- suplica ella.

La penetro y acelero el bombeo en su interior. Sus pequeños pechos parecen de gelatina, moviéndose y temblando a merced de mis embestidas.

- Sigue.- susurra con un hilillo de voz.

Sus piernas me abarcan la cintura. Se cuelga de mi cuerpo y comienza a hacer más ostentosos los movimientos de su cadera. Se penetra ahora con mi polla, me folla ella a mí, sus flujos me empapan ya verga y huevos, y el sonido de nuestras penetraciones se hace más lúbrico.

- Sigue.- dice, y a sus movimientos se suman los míos. La penetro, hundo todo lo que puedo en ella. Gimo y jadea, jadeo y grita, el calor aumenta, nos envuelve.

- ¡Sigue!- grita ella, ya más por decir algo que no sean interjecciones de placer que por cualquier otra cosa. El corazón me truena en el pecho, sus uñas se clavan en mis hombros.

La Cibeles se corre. El orgasmo recorre su carne y sus huesos ahuyentando su pasado de piedra y proclamando su actual naturaleza humana. Grita como una condenada, afirma y clama al cielo en un idioma desconocido.

Yo intento detenerme, darle tiempo a que se recupere, pero ella repite:

- Sigue, por favor, sigue.- Lo hago. Sigo y la noto volver a estremecerse. El sudor nos cubre a los dos, y el orgasmo se repite. Su cuerpo tiembla de arriba a abajo, o de dentro a fuera o al revés, no lo sé. Lo que sí que sé es que vuelve a correrse, me aferra la nuca y me hunde en su cara. Nos besamos. Labios, dientes, lengua... el beso es más mordisco que beso, es canibalismo desenfrenado. Me besa y me muerde, llevada por una lujuria que creía desaparecida desde que conocí a Sandra.

No aguanto más. La beso y eyaculo. Eyaculo y la beso. La inundo de hombre y hombría, me dejo hasta el último hálito de energía penetrándola.

Nos recuperamos mirando al firmamento.

- Ni una puta estrella... puta ciudad.- le digo, mientras ella vuelve a ponerse su túnica.

- Gracias por haber venido a abrigarme el corazón.- me dice, volviéndose a mí, y besándome cariñosamente en los labios. El beso es beso de diosa, con poder más allá de la unión de labios. Me besa, y yo caigo dormido...

***

Me despierta un terremoto de sirenas que parece barrer Madrid. Estoy tumbado en el regazo de la Cibeles, completamente desnudo, y las sirenas de los policías se van acercando.

- ¡Quieto!- me grita uno de los municipales.

- ¡Mierda!- exclamo. Hago ademán de irme pero el policía alza la pistola y me apunta.

- ¡Quieto!- repite, y me detengo.

Me aferro como puedo a los, ahora de nuevo, pétreos brazos de la Cibeles. Vuelve a ser la estatua que fue, seguramente hay demasiada gente para que se atreva a moverse. Los policías se acercan a mí, al tiempo que me agarro con más fuerza a mi querida estatua. Los polis me rodean, me cubren con una manta, me separan de mi querida estatua y me esposan.

- Lo tenemos, comisario... Sí, estoy seguro que es el loco que se fugó... casa con la descripción y además estaba en pelotas subido a la Cibeles... Entendido.- oigo al policía dialogar con alguien por el walkietalkie mientras me arrastran a la "lechera", el furgón que usan para llevar a los presos.

Lo lamento de verdad por la Cibeles. Otra vez le toca quedarse sola y sin marido.

- ¡Siento tener que irme!- le grito en la distancia a la estatua.

En ese momento, juraría que de uno de sus ojos de piedra, nace una gota de agua que resbala por su mejilla petrificada. Pero los policías no se dan cuenta. Riéndose, me empujan al interior del furgón y cierran la puerta, y ya no puedo ver a mi Cibeles.

Son las siete y once de la mañana. Estoy encerrado en el furgón que ha de llevarme de regreso a Cienpozuelos. La Cibeles llora. Los policías discuten antes de subirse al furgón. Un taxista pierde el control del taxi y se abalanza, como un cañonazo blanco, hacia el Banco Central. Derruye la pared, con un estruendo atronador que hace resucitar viejos miedos en la ciudad, y se queda con medio taxi fuera y medio dentro del banco. El vehículo echa humo de lo que antes fuera un motor en buen estado.

La gente grita, los policías corren hacia el banco, el pánico cunde y yo, desde dentro de la "lechera", oigo un 'clic'. Extrañado, empujo la puerta y ésta se abre lentamente.

- ¿Quién me ha abierto?- susurro, antes de salir del furgón.

Sin embargo, al mirar a la Cibeles, veo cómo me guiña un ojo disimuladamente.

- Gracias.- le digo, antes de salir corriendo como alma que lleva el Diablo. La manta con la que me habían cubierto los polis se cae, pero no me importa. Yo sigo corriendo, desnudo, por las calles de Madrid.

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