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Sati

en Interracial

El fuego crepita, crece y se refleja en los ojos de los presentes. La noche, fuera de los alrededores de la pira, es tan cerrada que hasta las estrellas han muerto heridas de oscuridad. Se empiezan a escuchar los primeros murmullos y todas las miradas, de reojo, acaban en el cuerpo de Salila, la joven viuda Salila.

Ella, por su parte, sólo piensa. Recuerda. Mientras el cadáver de su marido arde en la pira, las llamas le traen añoranzas de su niñez, cuando entonaba cancioncillas infantiles mientras echaba ramitas al fuego de la cocina. “Na-na-na-na”... Canturrea mentalmente al tiempo que la pira funeraria de su marido se viste de incendio.

Pero, también, el fuego le hace rememorar la noche que dio inicio su calvario. Era una niña aún, recién salida de la pubertad, con sus pechitos mínimos y su vello incipiente. Era una niña aún, y él era un viejo que había aceptado casarse con ella sin aceptar más dote que su belleza adolescente. Era una niña aún, escondida bajo telas demasiado gruesas y pesadas, enjoyada con abalorios que le hacían daño en cuello y orejas, cuando, de la mano de su reciente marido, daba los siete pasos alrededor de la hoguera. Era una niña aún. Sólo una niña.

Ahora Salila no da vueltas a la hoguera. En los cánones está escrito que tiene que hacer otra cosa. Pero ella ha decidido no hacerla. ¿Qué sentido tiene llevar a cabo el “sati” por alguien a quien jamás ha amado? ¿Por qué tiene que morir ella, tan joven? ¿Sólo porque su familia la casó con un anciano?

“¿Por qué no salta?”

“¿A qué espera?”

“No lo va a hacer...”

“¿Quién se ha creído esa fulana?”

Indignación, sorpresa, rechazo. Sus vecinos la miran como a una paria. Alguien detrás de ella la empuja para ver si reacciona, pero ni por esas. Salila sigue en pie, sin moverse, mirando fijamente el fuego que se alimenta de madera y carne. La carne de su difunto marido.

Su cuñado y su sobrino tratan de acercarse a ella. Su suegra (una ancianísima mujer) lo impide mascullando “tiene que decidirlo ella”, aunque no pierde ocasión de fulminar con la mirada a su joven nuera.

El fuego alcanza su mayor altura. Los cánticos han cesado. Los murmullos y los insultos se acaban imponiendo. Salila no se mueve. No le importa lo que le diga nadie. ¿Por qué habría de importarle lo que diga aquella otra anciana vecina que incluso se había atrevido a acusarla de la muerte de su marido?

“Sus instintos adolescentes han acabado con el pobre Xayj... le ha terminado absorbiendo la vida con su lujuria”

¿Qué sabría ella? ¿Qué sabría nadie lo que Salila había tenido que soportar? Xayj, incluso en la misma noche de bodas, la había poseído siempre con crueldad, premura y desinterés por algo que no fuera él mismo Jamás Salila pudo saborear aquello que la gente llamaba “placer”. Jamás Salila pudo sentir otra cosa que desprecio hacia aquél hombre cuyo cuerpo, después de mancillar por la fuerza a Salila tantas veces, arde en la pira funeraria. Aquél cuerpo que, afortunadamente para Salila, tan poco ha tardado en caer bajo la enfermedad que lo aquejaba.

La pira comienza a marchitarse, consumida ya la mayor parte de la madera de la que se alimentaba. La gente marcha hacia su casa sin decirle a la viuda ni una palabra. Ni una palabra que ella quiera oír. Son comunes, en cambio, los “estúpida”, “fulana”, “puta malagradecida”, “deshonra”... Sólo cuando se siente sola, Salila rompe a llorar. No llora por su marido -él no lo merece-, llora por ella misma. Duda que su familia la deje volver a casa, y los hermanos de su marido tampoco permitirán que se quede en la casa que había compartido con Xayj.

Salila no tiene lugar a dónde ir. Tenía que haberlo pensado antes. Mientras ve consumirse las brasas, por primera vez piensa que habría sido mejor arrojarse a las llamas. ¿Qué va a hacer ahora?

Cuando ha llorado suficiente, y sus ojos quedan secos e hinchados, trata de regresar a casa de su familia. Ese viejo camino que tantas veces había seguido, de niña, hasta volver al hogar, nunca le había parecido tan oscuro. “Na-na-na-na”... cantaba cuando era niña y corría por el sendero, y su madre la esperaba en la puerta para abrazarla.

Pero esa noche nadie la espera en la puerta. Toda su familia está dentro, llorando la deshonra que Salila ha significado para ellos. No ha cumplido con el Sati, ha faltado a todo lo que le enseñaron ¿Y por qué? Sólo Salila, esa joven loca y cruel, que durante tanto tiempo ha sido hija, nieta, hermana, lo sabe. Sólo ella.

- ¡Vete de aquí! ¡Ya no perteneces a esta familia! ¡Nos has deshonrado a todos, maldita desagradecida! ¡Tenías que haberle seguido! ¡Nos has hundido en la vergüenza!- grita su padre tras la puerta, negándose a abrir a su propia hija.

Salila ni siquiera insiste. En el mismo silencio en el que ha venido, se marcha, con la cabeza baja, y ocultando sus lágrimas. No obtiene mejor bienvenida en la que, desde su boda, había sido su casa, la que compartía con Xayj. Como sospechaba, los hermanos y sobrinos del difunto están allí, y ni la dejan acercarse.

La primera pedrada roza la sien de Salila, la segunda y la tercera se quedan cortas, pero la cuarta le da de lleno en el hombro.

- ¡Fuera de aquí, puta! ¡No te mereces nada! ¡Mala esposa! ¡Fulana indigna!- grita la familia de su marido, mientras el lanzamiento de piedras prosigue.

Salila se aleja corriendo también de allí, agarrándose el hombro herido, destilando lágrimas de dolor y despecho de sus jóvenes ojos negros. Esa noche duerme sobre la tierra, incómoda, sucia, aterida de frío, bañada en lágrimas y, de nuevo, pensando que hubiera sido mejor lanzarse a las llamas donde ardió su esposo.

La despierta el sonido de un carro pasando muy cerca de ella. Salila hubiera preferido nunca despertarse, estaba soñando que era de nuevo niña y canturreaba “na-na-na-na” mientras jugaba sin preocupaciones, sin saber que, años después, esa misma niña que jugaba, sería desnudada y poseída por la fuerza en su propia noche de bodas.

- ¿Le pasa algo, señori...?- empieza en conductor del carro, pero cuando Salila alza su rostro, y él puede reconocerla, arruga la nariz.- Ah... eres tú.

El conductor escupe a la joven viuda y arrea a su caballo para alejarse cuanto antes de esa “apestada”. Salila no tiene dónde ir. Ese pueblo le cierra todas las puertas.

Marcha al río para limpiarse la arena que se ha quedado pegada a su sudor y lágrimas. Mientras contempla la corriente, piensa en cómo sería hundirse en ella, dejarse llevar por el río hasta una muerte lenta y agonizante, pero muerte al fin y al cabo.

Juguetea con sus pies en el lecho del río, levantando algo de arena. No. No puede suicidarse. El suicidio conlleva una reencarnación terrible, llena de dolor y tristeza. ¿Acaso ella no estará pagando ahora un suicidio en su vida pasada? Seguramente. Salila se lava la cara y vuelve al pueblo. Sus ropas están tiradas en la calle, a la puerta de la casa de su ya ex-marido. Salila las recoge (necesita tres viajes para llevarlas fuera del pueblo) mientras sus vecinos la miran con una mezcla de burla y desprecio. Luego, regresa a las afueras y allí empieza a, sin ninguna ayuda, construirse una choza. Tarda poco en habilitar un techo y un lecho. Cuando termina, el hambre ya carcome sus entrañas.

Dos días después, sin haber comido absolutamente nada, Salila paseaba por el pueblo. Vencida, impotente y hambrienta se desmaya ante la tienda de un brahmán. Éste se compadece (si cabe compasión para una viuda que no ha realizado el tan venerado Sati) de la bella joven y le da el trabajo más sucio del pueblo. Salila tiene que recoger los excrementos de vaca que el intocable, luego, mezcla con paja y seca para venderlas como combustible.

Es un trabajo que apesta, pero era el único que, en ese pueblo, Salila puede aspirar a tener. Con ese cometido, Salila consigue algo de comida con la que seguir subsistiendo. Así pasan los días. Entre mierda de vaca y burlas de vecinos. Salila aprende a mirar siempre al suelo, a no responder la mirada a nadie. Salila aprende a pasar desapercibida mientras la vida en el pueblo continúa. También, sin darse cuenta, Salila se olvida de sonreír.

Aquel día todo cambia. Salila marcha al río a limpiarse los frutos de su trabajo. Se mete en el río vestida con un delgado paño. El río está calmado, los peces saltan y esquivan las piernas de Salila. Shiva está feliz y el río que baja de su cabeza yace tranquilo. La joven viuda escudriña su reflejo en el agua. Su piel aceitunada, sus ojos negros, sus facciones dulces, sus dientes blanquísimos... se sabe aún bella. Pero también sabe que nadie va a fijarse en eso. Las viudas no tienen belleza. Sólo deshonra.

En esas está cuando alguien, a su derecha, metros arriba de la corriente, llama su atención. Un hombre. Un hombre de tez tan oscura como la propia Kali. Salila tiembla al ver la noche disfrazada de hombre. De hombre musculoso, grande, negro y calvo. Además, tiene esa mirada triste que parece calcamonía de la de los ojos de Salila.

- Ho-hola...- saluda la joven.

El negro se vuelve hacia la hindú y sonríe tontamente. Está claro que no entiende el idioma de Salila. A ella no le importa. Levanta la mano y la agita en un saludo universal que, ahora sí, el musculoso hombre devuelve sonriendo, añadiendo un:

- ¡Márhaba!

- ¡Márhaba!- sonríe Salila, aún sin saber lo que significa, mientras el negro inspecciona el cuerpo que perfila la prenda mojada, pegada a las curvas de Salila. Ella se sonroja y sale del río. Se coloca de nuevo el sari y desliza el faldón hasta taparse la cara.

Es extraño. Bajo la tela que oculta su rostro, la sonrisa se niega a abandonar los labios de Salila, como si tuviera miedo de no volver a ser vista en mucho tiempo. Con ella en la boca, Salila vuelve a su choza. No se atreve a cantar, pero en su mente, dan vueltas y vueltas las canciones de su infancia: “Na-na-na-na”.

Al día siguiente, Salila regresa al río. Allí está, de nuevo, ese hombre dando agua a sus músculos de ébano. Metido hasta la cintura en el agua, el negro juega con la corriente. Ella se queda parada, dejando su vista resbalar por cada recoveco de la musculatura del hombre.

Nota el corazón en la garganta y un fuego que crece dentro de ella. Un fuego que no conocía, un fuego que nada tiene que ver ya con las cacniones de su infancia ni con su marido.

El hombre va saliendo del río. Está desnudo. Está desnudo y su verga hinchada es un ariete que apunta al cielo. A Salila se le acelera la respiración. “Aquello”es gigantesco comparado con el miembro raquítico de Xayj. No lo comprende. Por mucho que lo intenta, Salila no lo entiende. No entiende cómo aquello no le da el miedo que merece. Al contrario. Pese a que su experiencia con Xayj le enseñó que ese bálano no era más que otra arma que hacía daño -mucho daño-, ahora lo ve, tan grande y negro como su portador, y no lo teme. Al contrario. Desea tenerlo en sus manos. Desea abrazarse a él y que pasen los días.

El negro y la india miran lo mismo. Con parsimonia, el negro agarra su miembro y comienza a acariciarlo con suavidad, de arriba abajo, recorriendo su extensa longitud. Salila sigue su instinto y hunde una mano entre sus ropas para acceder a aquel rincón que tantas veces mancilló sin amor Xayj.

Allí, de pie, el negro se masturba. Allí, de pie, Salila se masturba. El negro cierra los ojos -sus tristes ojos negros- y se concentra en sus caricias. Salila no quiere cerrar los ojos. Ella nunca ha podido ver nada parecido, y seguramente no tendrá más oportunidades que esa que ahora se le ofrece a la vista, en forma de africano masturbándose.

Sólo sigue las directrices de su instinto. No necesita más. Salila mueve su mano sobre su sexo y poco a poco, su propio cuerpo le dice dónde tiene que tocar.

El negro goza sin preocuparse de nada. Salila goza, mirando al negro gozar. A ella le tiemblan las piernas, él muestra los dientes (tan blancos que su contraste con el cuerpo es casi cegador). A ella los gemidos le resbalan entre los labios, a él los músculos se le marcan en tensión. Goza ella, goza él. Repite el negro palabras en ese idioma suyo que a Salila le parece poesía.

La viuda no puede detenerse. Su mano es un frenesí entre sus piernas. Gime, suspira, vuelve a gemir y se tapa la boca para que el negro, que se masturba con los ojos cerrados, no la escuche.

Salila no puede comprender cómo nadie nunca le había enseñado algo tan fácil y placentero como eso. Es tan fácil. Es tan bueno. Es tan... Sus dedos no la dejan pejnsar más.

Gime Salila, gruñe y rebufa el negro. Ella conoce por primera vez lo que es un orgasmo, dedicándoselo al africano. Él vomita borbotones de semen de su colosal miembro, ensuciando tierra, miembro, pierna y mano.

Salila cae de rodillas. Aún le tiemblan las piernas y aún sigue el negro sin verla, con los ojos cerrados. Él se gira para lavarse de nuevo en el río, y entonces la ve. Se queda paralizado. No sabe lo que Salila ha podido o no ha podido ver.

Pero a Salila no le importa. Ella está a cuatro patas sobre la tierra, agotada. La cabeza mirando a la tierra que la sostiene: Su ropa, húmeda a la altura de su pubis... La sonrisa satisfecha remachada en sus labios indios.

El negro se oculta con la mano su media-erección. No sabe qué más hacer. Su ropa está unos metros más arriba, el río aguarda a su izquierda, per él sólo hace que mirar a esa belleza india que, a cuatro patas, parece prometerle sumisión. Esa sumisión de la que él tanto sabe.

Al final, antes de que la viuda alce la cabeza, el negro se mete en el río, a ocultarse de cintura para abajo. El agua fría ayuda a reducir las dimensiones de su miembro. Salila se levanta y ve de nuevo al negro en el río. Mirándola con miedo, con curiosidad también. Se desnuda y, ella también, se deja mecer por la corriente metiéndose en el río.

- ¡Márhaba!- saluda Salila, sonriente, mirando fijamente al africano. No es capaz de describir la sensación que el río, frío y caliente como sólo puede serlo el agua, causa en su piel desnuda. Pero sus pezones, ya bastante engordados por el placer anterior, se erizan  sin pudor.

- Márhaba.- responde el negro, y va avanzando, ayudado por la corriente, hacia Salila que lo espera con las piernas en el agua y los pechos al aire.

Sólo basta una palabra. Cada uno sólo conoce una palabra del otro, y ya se atraen como un imán. Él llega donde ella, con sus ojos tristes y su cuerpo negro. Salila está temerosa. Ve al negro y se ve a ella y piensa que la diferencia de tamaño es insalvable.

- Márhaba.- sólo sabe decir Salila cuando ve al negro frente a ella.

- Márhaba.- él sonríe. Sus dientes son blancos como la leche.

Traga saliva ella, y parece verse reflejada en las cotitas de agua que salpican los anchos pectorales del africano. Cuando siente las dos pieles tan juntas, negro y aceituna sobre el azul transparente del cielo, todos sus miedos se evaporan.

- Márhaba.- repite ella y, subiendo sus manos a la nuca del negro, lo atrae hacia su boca.

La hindú y el africano se besan como antiguos amantes. Quizá en otra vida fueron marido y mujer, quizá en otra vida fueron dos enamorados. En ésta, son sólo dos desconocidos que se besan, ardiendo en deseo.

El negro (no tiene nombre, o por lo menos no lo recuerda, desde niño fue usado como esclavo de toda índole, sin derecho a hablar ni a escuchar, hasta que, según dicen, enfermó y lo echaron del palacio), abraza a Salila. Se siente de nuevo hombre amante y amado. Se apega más a su cuerpo, siente la opresión de sus pechos, pequeños, jóvenes, firmes, pegados a su torso. Salila, por su parte, también nota otra opresión más abajo, allí donde la dormida serpiente negra despierta de su letargo.

La nota resbalar entre sus piernas. Casi piensa que podría apoyarse en ella sin ningún problema, de la dureza que está logrando.

Es grande, es extranjera, es prohibida, y Salila se muere por tenerla en su interior. Lo lleva fuera del agua, sin decirle nada. Ni él ni ella podrían entenderse hablando, así que prefieren entenderse en el universal idioma del sudor y los besos y el calor de los cuerpos desnudos.

El negro se sienta sobre una roca a la orilla del río. Su verga erecta, enorme y caliente, golpea su vientre. Salila la mira con lujuria, con miedo, con impaciencia. Se coloca a horcajadas sobre el negro y apunta su miembro hacia ella. Es imposible. No entra. Aquello es muy grande para el estrecho sexo de la joven viuda.

El africano le da la vuelta a Salila, hasta que queda de espaldas a él, sentada en su regazo. El glande rosado cubierto de piel negra asoma entre las piernas de la hindú. Manos negras decoran el vientre aceituna de Salila. Los colores se mezclan cuando los dedos del hombre siguen bajando y se entremezclan en el vello púbico de Salila, confundiéndose en su negrura.

Salila da un respingo. Los dedos del negro han tocado el cielo. Jueganíndice y anular con los labios mientras el más largo, como una culebra grande y negra, traba animosa amistad con el clítoris de la india.

Gime Salila. Eso es placer. Suspira Salila. Eso es amor. Se mueven las manos del negro entre las piernas cada vez más abiertas de la india. Un dedo se cuela en el sexo mojadísimo de la viuda, y Salila da un respingo. Sólo su marido había entrado ahí. Sólo él y, ahora, este oscuro (de piel, que no de alma) desconocido.

Boquea como un pez Salila y entre respiraciones se le escapan gemidos y jadeos. Gira la cabeza para buscar con su boca la del amante africano. La encuentra y a un metro de ahí, otro dedo encuentra el camino para acompañar a su hermano.

Dos dedos negros (tan gruesos cada uno como el instrumento que la desvirgó) hurgan en las entrañas de la india. Salila tiembla, gimotea con su lengua entrelazándose con la del negro, mientras las dos manos del africano atacan su punto más vulnerable. Agudizando su ataque, toma el slítoris de Salila entre sus dedos y lo soba con la delicadeza merecida.

Salila no soporta más. Se rompe en un orgasmo atronador que no se oculta de gritar a los cuatro vientos. Le tiemblan las piernas y todo su cuerpo se convulsiona en el regazo del negro.

Sonríe Salila satisfecha. Sonríe el hombre feliz. La hindú baja la vista y observa su sexo, lubricado, abierto, hambriento de más. Con delicadeza, rodea con su mano el poderoso falo que se desliza entre sus piernas y desciende del cuerpo del negro sólo para volver a subir dándole frente.

Se empala. Salila se empala en la gruesa estaca del africano. Eleva un gemidito que se pierde en el río como un acorde de sitar en el silencio. Nota en su propio pecho el latir acelerado del corazón del africano. Tum-tum. Tum-tum. Parece entonar música de timbales, de canciones rituales alrededor de la hoguera. “Na-na-na-na” intenta murmurar Salila, pero sólo le salen gemidos. Gemidos inclasificables.

Latidos y gemidos. Timbales y sitar. Negro y aceituna. El africano y la hindú. Su amante y Salila. Hombre y mujer. El mundo se reduce a ellos dos. A sus dos cuerpos desnudos, juntándose, dentro-fuera, haciendo del placer un arte en el que mecer a los dos.

Le falta el aliento al negro. Besa el cuello de Salila. Se le escapa una tos justo antes de explotar. Gruñe, grita, murmura algo que a Salila le suena como “Ahb-bi anti”, e inunda el sexo hindú con su semen extranjero.

Salila se siente llena, los trallazos de semen en su interior parecen golpear algún punto débil porque ella también estalla en un clímax que los envuelve a los dos, que los azota a los dos, que los agota a los dos.

Los dos vuelven, por enésima vez, al río que los unió. Allí limpian los efectos de su acción. Se despojan de sudor y suciedad y se vuelven a llenar con palabras bonitas que ninguno de los dos entiende, pero que, saben, están llenas de cariño y amor.

La noche empieza a caer. Salila se despide con un beso de su negro amante y vuelve a su choza. Mira a su alrededor y se siente sola. No es la primera vez desde que murió su marido, por supuesto, pero sí que es la primera vez que, decididamente, le importa. ¿Por qué? ¿Por qué debe ella quedarse en ese pueblo que la señala con el dedo, que le cierra cada puerta que abre, que la trata como una basura?

Allí lejos, al norte, está Vrindavan, una ciudad bajo el amparo de Krishna. Vrindavan, la ciudad de las viudas, Krishna la protegerá, y no se sentirá sola por que estará con otras que han pasado (quizá, con mala suerte) lo mismo que ella.

Lo decide. Se decide. Se echa a dormir, por primera vez en mucho, muchísimo tiempo, con una sonrisa en sus labios.

Al amanecer recoge sus cosas en un saco. Las que no le cabe las apila fuera de la casa y les prende fuego. “Na-na-na-na” canturrea, con su sonrisa de niña, esa sonrisa que jamás debió borrar con brutalidad Xayj. “Na-na-na-na”. Sus enseres menos útiles pasan por el acto purificador del fuego mientras el sol tiembla aún sobre el horizonte.

Salila sonríe y canturrea mientras sus cosas se van haciendo humo que el viento lleva a la ciudad, como si, por fin, los dioses se confabularan con ella y la ayudaran a decirle a todo el pueblo que no han podido con ella, que Salila se marcha a ser feliz, a encontrar el hueco en el mundo que no tenía en las llamas de la pira de su esposo.

Salila anda hacia el norte, cantando como cuando niña. A la orilla del río, el hombre negro, de rodillas, sufre un violento ataque de tos. Salila se arrodilla a su lado.

- ¿Qué te pasa? ¿Te duele algo?

Él no contesta, pero sonríe entre tos y tos por que Salila está allí. La besa tiernamente en los labios, todavía arrodillados los dos y le dice algo en su idioma. El idioma que Salila no entiende y que hubiera dado la vida por entender.

Tras ese primer beso, los labios parecen imantarse. Vuelven a besarse, en un beso más largo. Ya no hay tos, ya no hay dolor. Los dos desconocidos se besan y caen sobre la hierba. Salila no sabe de medicina, en ese momento sólo sabe de amor y con ello quiere sanar a su amante desconocido.

Deja tumbado al hombre sobre la hierba y desenrolla la tela de algodón que hace las veces de pantalones. El negro (aunque su piel, algo más pálida, ya no parezca tan negra) no dice nada, se abandona a las caricias de Salila que, en poco tiempo, hace despertar a la bestia de entre sus piernas. Sonríe de nuevo el pálido negro al sentir la lengua de Salila sobre su bálano. Se estremece.

Salila se monta de nuevo sobre su amante africano. Aquél que tantos kilómetros ha recorrido para acabar endulzando su vida. Aquél cuyo rostro le hace parecer a punto de empezar el viaje a una nueva vida. Aquél que suaviza el gesto en mueca de placer cuando nota el apretado sexo de Salila abrazar el suyo.

Y son de nuevo dos desconocidos alegrando una vida. Esta vez le toca al extranjero africano, que prepara, alfombrado de amor, su camino hacia su próxima reencarnación. Nadie le ha dicho a Salila que él espera que Azra'il, el ángel de la muerte, lo lleve al paraíso a disfrutar con las huríes que, si Allah tiene algún gusto, y seguro que lo tiene, se parecerán a Salila.

Pero ahora, ni uno ni otro piensan en dioses, ni en ángeles, ni en nada que no sean sus cuerpos morenos uniéndose de nuevo cerca del río. No tarda mucho el africano en derramarse nuevamente en el interior de Salila. Con espasmos débiles, acaba dentro de la hindú, que le sonríe y le besa amorosamente.

- Sukram. Sukram janila.- carraspea él en su bello idioma. Salila no entiende, pero lo toma por un “Gracias”.

- ¿Cómo te llamas?- pregunta Salila, aún desnuda como el africano, tumbada a su lado.

Él no logra entender. Encoge los hombros y sonríe, mueca forzada en su rostro adolorido. Salila se señala y dice:

- Yo, Salila.- Salila. “lágrima”. El hombre asiente y repite el gesto.

- Habib.- Habib. “amado”.

Habib y Salila se besan. Por fin se han conocido. Ella se queda cuidándolo todo el día. Le lleva agua, le da algo de la comida que lleva, hace incluso un té para ayudarlo a dormir y esquivar así el dolor. Habib sólo repite “Sukram janila” cada vez con un hilillo de voz ronca. Salila le canta las canciones de su infancia y su voz aguda y suave llena el bosque. “Na-na-na-na”. Los pájaros en las ramas le silban la melodía a Salila, ayudándola a cantarle a su negro amado.

Ya hace horas que el sol está cayendo cuando Habib cierra los ojos. Salila le toca el pecho y nota que los timbales que ayer sonaban hoy se han callado. Sigue cantándole mientras llora. Una lágrima tuerce por su cara y le moja la mejilla, cayendo justo en los labios de Habib.

Salila busca ramas por el bosque. Prepara la pira sin dejar de cantar. Con mucho esfuerzo, pone al africano en el interior de la torreta de piedra y saca unos aceites de su saco. Hace fuego como los hombres primitivos, con un palo y hierbas secas. Unta de aceite el cuerpo de Habib y, abrazándose a él, prende fuego a la pira.

“Na-na-na-na”... canta Salila mientras el fuego la une, para siempre, con su amado africano.

 

 

 

Adaptación libre de un cuento tradicional hindú.

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