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Rosas y gasolina

en Hetero: General

Aparcas el coche a escasos cien metros del circuito. El sol golpea desde lo más alto con la inclemencia propia del verano. Tus manos, perfectamente cuidadas, aferran un ramo de rosas para el campeón. Sales del coche y empiezas a caminar con pasos cortos, casi con profunda reverencia hacia el gigantesco edificio que rodea la pista. "Circuito Ricardo Tormo" reza algún que otro cartel que logras divisar en tu camino. Asaltan tus fosas nasales los agrios aromas del alquitrán y la gasolina. Una corriente eléctrica parece recorrer tu cuerpo al volver a sentir esos olores. "Huele a él", piensas. Aunque no quieres, no ahora, recuerdas el cuerpo desnudo y sudoroso de Roberto sobre ti. Roberto Puertas, el último campeón de la categoría reina, y también tu marido.

Recuerdas, lentamente, con la suavidad propia de la bruma de la memoria, la última noche que pasaste con él. Acababa de ganar una carrera en Shangai, y llegó al hotel presa de una euforia que, después de dos besos y unas caricias, como sólo él sabía dártelas, te contagió. Caísteis sobre la cama, y las manos frenéticas lucharon con la ropa.

Aprietas con fuerza el ramo de rosas, casi sientes las espinas atravesar el plástico y lacerarte la mano. Pero no te importa. El presente, con su dolor, no existe, es una mentira. Sólo existe el pasado, un pasado que lleva indefectiblemente su camino por aquella habitación de hotel.

Te arrodillaste junto a él, desnudo, tumbado en la cama, con su verga cabezona implorando al cielo. Rodeaste su miembro con tu boca y lo escuchaste gemir. Tus labios comenzaron a prodigar sus húmedas caricias mientras tu lengua remolineaba en la punta de su polla. Sentiste una mano en tus nalgas, buscando un lugar dónde meterse.

Atraviesas la puerta del circuito, agradeciendo la sombra, y casi te parece escuchar el rugir de las motocicletas preparándose para la carrera de mañana. Ese rugido, "relincho" como decía Roberto, que parecía llevar grabado en la mente. Sí, ese relincho. Caballos y caballos sin carne, ni patas, ni crines, ni herraduras en los cascos, pero que relinchaban en el silencio roto del circuito. Sigues paseando, mientras cierras los ojos para volver a perderte en el pasado placentero de aquella noche de hotel.

Tus labios comenzaron el subibaja mientras sus dedos acariciaban tu sexo con suavidad. No pudiste evitar un gemido que encendió su cuerpo más aún de lo que estaba. Saboreaste la pequeña gota de líquido que ya salía de su endurecida masa de carne. Tembló cuando tu lengua acarició la punta de su miembro. Se estremeció de arriba a abajo cuando tus dedos comenzaron a acariciar sus testículos. Y todo esto, mientras él te sacaba gemidos placenteros con su mano en tu sexo húmedo.

Sales a la pista y la explosión de luz en tus ojos te saca momentáneamente de tus recuerdos. El sol castiga la pista, la intensidad de sus rayos te obliga a taparte la cara. Te escondes del sol tras el ramo de rosas. Los pétalos brillan reflejando su luz y encendiendo aún más sus colores. El calor ya empieza a cubrir tu piel con perlas de sudor. Sientes la gasolina que flota en el ambiente incendiarse con la bruma ardiente que envuelve el circuito. Sudas, el calor te rodea… Igual que entonces.

Sudabas, el calor te rodeaba… Roberto hundía la cabeza entre tus piernas. En tu boca flotaba el sabor del semen y el sudor del campeón. Su lengua trazaba garabatos en tu clítoris, las yemas de sus dedos acariciaban, separaban y se internaban entre los labios de tu sexo. Gemías, sin miedo a que nadie pudiera escuchar tus gemidos. El resto del mundo no importaba por que no existía, te abandonabas a las caricias de tu marido, cerrabas los ojos y disfrutabas de todo ello. Cada vez estabas más y más húmeda, más y más excitada. Gritaste cuando sentiste que te acercabas al orgasmo, tensaste tu cuerpo, y te derramaste en su boca.

No puedes evitar que tus pezones se endurezcan debajo de la cómoda camisa blanca que llevas. Los recuerdos vienen con demasiada fuerza y tú nunca fuiste mujer de negarte a los instintos. Pones tus pies en la pista y el asfalto amenaza con derretir tus zapatillas. El calor no cede ni por un momento. Los cabellos, recogidos en suave coleta castaña, se pegan a tu frente empapados de sudor. Gotas de agua destellan en los colorados pétalos de las flores, como si también las rosas estuvieran sudando rocío. El calor convierte el ambiente en irrespirable. Los rayos de sol, por su parte, obvian el bochorno y siguen precipitándose sobre la superficie grisácea de la pista.

Por aquél entonces también tenías los pelos pegados al sudor de tu frente. Sudor que Roberto se bebía, a lametones, a besos, a lengüetazos indecentes sobre toda tu piel. La saliva del motorista se mezclaba ahora con tu sudor en tus pezones. Y gemías. Y cerrabas los ojitos, concentrándote en el placer de esa lengua, de esos dedos que paseaban por tu cintura y tu clítoris, de esa verga que se iba introduciendo, lentamente, entre tus piernas. Aguantaste la respiración mientras sentías la tremenda vara de carne del campeón entrar en tu cuerpo, las sensaciones que sufrías parecían haberte robado hasta los jadeos, que no salían ya de tu boca, al tiempo que tu sexo era lentamente atravesado por el torreón de Roberto.

Te detienes sobre la pista. Jadeas, te tranquilizas. No es hora de andar excitada, no ahora. Pero el calor de ahí fuera parece haberse conchabado con el de ahí dentro. Tu vientre quiere arder, tus dedos, abandonar las rosas en el suelo y calmarlo. Pero no. No aquí, no ahora. Tomas aire, inspiras, espiras, tus pechos van y vienen por debajo de la ropa. Marcas pezones debajo de la tela. Te tenías que haber puesto sujetador. O no. Hace mucho calor y nadie te mira. Tampoco es muy importante. Reanudas tu marcha sobre la enorme recta de salida del circuito. Mientras, no puedes dejar de pensar en él.

Te abrazaste al cuerpo musculoso de Roberto. Apagabas un gemido y clavabas tus uñas en su espalda a cada embestida de sus caderas. Recibías con dedicación cada envite, cada fuerte penetración. Respirabas jadeos, sentías quemarse cada poro de tu piel, y Roberto seguía penetrándote con poderío. No tuviste que esperar mucho, te sobrevino un orgasmo que intentaste apagar en su boca. El profundo chillido de placer se convirtió en un gemido al escaparse entre vuestros labios.

La recta es muy larga. Mucho más si vas caminando y bajo un sol inclemente. 837 metros de parte a parte. Gigantesca. Y tú, en medio de ella, caminando hacia su final, hacia donde la recta dejaba de ser recta y se perdía en una curva cerrada a la derecha. Sigues andando, acercándote a ella. Te queda poco para llegar, pero el calor te abraza y te ahoga. Al mismo tiempo, tus recuerdos lamen tu cuerpo, humedeciéndolo. Sólo te hace falta una conjunción astral para pensar que no llegarás. ¡Cuán largo es el camino con tanto que recordar! Recuerdos… El recuerdo de Roberto sobre ti.… El recuerdo de tu orgasmo en aquél hotel…

Disfrutaste cada instante de aquella explosión, y hubieras dado lo que fuera para mantenerla allí, entre tu mente y tu entrepierna, colgada de una cuarta dimensión que las unía. Y él seguía, sin pausa, sin vacilación. Arrancándote más gemidos, gruñendo de placer, casi rugiendo. Relinchando como su moto. Le brillaban los ojos y podías verte reflejada en sus pupilas. Te mordías el labio inferior, envuelta tu cara en mueca de placer. También a ti te brillaban los ojos, resaltando sobre tus mejillas enrojecidas de excitación. Lo sentías de nuevo, llenándote, naciéndote desde el vientre. Mientras su verga exploraba tus entrañas, sentiste un nuevo orgasmo nacer, y en la mirada de Roberto viste que esta vez él te acompañaba. Se aguantaba, te esperaba, destilaba sudor y gasolina, cerraste los ojos y arqueaste tu cuerpo. Te corriste. Y él se derramó en ti, semen de campeón inundándote el sexo.

Recuerdas el brillo de esos ojos. Estabas acostumbrada a verlo ya, media España estaba acostumbrada a verlo ya. Era el brillo que poseía sus pupilas cada vez que se bañaba en champán desde lo más alto del podio. Buscas el podio con los ojos. No está montado todavía. Te hubiera gustado verlo, pero nada se puede hacer. Te vas acercando, cada vez más, al final de la recta. El asfalto eleva corrientes de aire ardiendo hasta poco más arriba de tus rodillas. El alquitrán hiede a cada metro. La gasolina besa también tu olfato, pero ese olor no te molesta. Por que huele a él.

Estabais los dos tumbados sobre las sábanas, sin ganas de proteger vuestros cuerpos desnudos del aire indecente que acariciaba las pieles, acompañando a las manos que sobaban cada anatomía con movimientos suaves y lentos. No os decíais nada, no lo necesitabais. Os mirabais a los ojos, y de vez en cuando, os besabais. Vuestras lenguas cambiaban sabores, salivas, incluso olores. Te parecía que cada centímetro de su cuerpo olía a gasolina.

Pasas tu lengua por tus labios. Está reseca, como tu boca. Ya ha perdido el sabor de los labios de Roberto. Llegas a la curva. Te detienes. Pasas tu mano por la frente y te intentas llevar el sudor que hace amago de caer sobre tus ojos. Escuecen, sudor y luz, en tus ojos lacrimosos. Sales de la pista, te sientas, con el ramo de rosas a tu derecha. Miras al cielo. Aquélla nube se parece al título de campeón de Roberto. Roberto… tu mente, enfebrecida, te regala un último recuerdo.

Lo veías todo desde las gradas del circuito. Rugían los motores. Pasaban bajo tus ojos exhalaciones de motos coloristas. La Aprilia iba en cabeza, seguida de dos Yamahas, tres Hondas, y otra Aprilia que parecía en problemas para mantener el ritmo de la cabeza. Roberto iba ganando. Sonreías. Lo imaginabas sobre su moto, cortando el aire primaveral del circuito, con una erección entre sus piernas. Sonreías. Él te lo había contado, le excitaba ser el más rápido, las venas se convertían en un torrente de adrenalina que le endurecía la verga. Sonreías. Pasó por undécima vez por debajo de ti, en la gran curva, rompiendo los trescientos quilómetros hora.

Era el más rápido, siempre lo había sido. Miras el ramo de rosas que yace, junto a ti, tumbado en la hierba. Te dan ganas de dormirte, el calor secunda la moción susurrándotelo al oído, pero no. Sientes en la cara una brisa que se agradece y que disuelve la película de aire caliente que se pegaba a tu piel. Sigues mirando el cielo, descansando las piernas, sin perder de vista aquella nube que se parece al título de Roberto. Cierras los ojos y vuelves al pasado. Al tuyo, al de Roberto y al del circuito.

Sonreías. Ganaba. Iba ganando y sonreías. Pero la sonrisa se borró de tu cara. Bailó la rueda delantera al tomar la curva, hizo un extraño y Roberto cayó de la moto. Rodó por la arena, todo casco y uniforme. La moto deslizándose por el suelo, le perseguía, como si no hubiera tenido bastante con lanzarlo con furia lejos de ella. Gritaste, el corazón te dio un vuelco. Luego, te desmayaste… Negro. Todo era negro… Te despertaste en un hospital. La gente lloraba, tu hermana te miraba sin poder aguantar la pena. Se acercó a ti. La miraste a los ojos, y rompiste a llorar. Os abrazasteis, en un abrazo largo, triste y que buscaba arrancar un consuelo que no existía. Lloraste y las lágrimas no te dejaban ver nada.

Lloras y las lágrimas no te dejan ver nada. Sólo puedes oler la gasolina que se ha adherido a cada centímetro del circuito, mientras escuchas al viento imitar los rugidos de una Aprilia. Dejas el ramo de rosas al lado de la cruz. Lees en ella el nombre y los apellidos de Roberto. Triste homenaje para el campeón. Abandonas el ramo y te marchas, nuevamente, llorando. Allí, incluso las rosas, parecen tener aroma a gasolina. Excitante, ya, para siempre, aroma a gasolina.

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