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La valla

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El mundo sería un lugar más lindo si las fronteras se borraran y estuviera de moda ser negro.

(Gracias a Snebiqaus)

El grupo se sienta al calor brillante de la hoguera. La noche es fría y no hay mucha ropa bajo la que abrigarse. El fuego danzarín saca del claroscuro de los rostros miradas cansadas, temerosas, pero sobre todo esperanzadas. Los hombres se miran entre sí. Cruzan sus miradas y luego las bajan al suelo. Ese mismo suelo que ha sido tan injusto. El suelo que quinientos metros más al norte se rige por otras leyes que no tienen que ver con la pobreza, la guerra y el hambre.

La travesía ha sido larga. Da igual desde dónde se empezó. No importa si se ha venido de Guinea, de Nigeria, de Malí, no importa. La travesía siempre es larga y dura. Y costosa. El grupo acaba de pagar la "rasca", el "impuesto" que cobran los policías marroquíes por cerrar los ojos ante cada avalancha nocturna que sufren las vallas que separa Marruecos de Melilla, África de Europa.

El silencio sólo es truncado por el ulular del viento. El frío se acentúa, la gente se aproxima más a la hoguera. Este grupo son diez personas, todos hombres, pero más allá hay otro grupo, y allí otro, y más allá otro y así hasta más de quinientas personas que arriesgarán su vida esta noche para reclamar un hueco en España.

Nadie habla. Sólo el viento con aullidos agudos y largos, pero los emigrantes callan. Las palabras sobran en esta situación. Atrás queda su tierra, la que se muere de enfermedades que no urge investigar por que no hay dinero con que pagar los medicamentos. Atrás queda la tierra del sufrimiento eterno, de la pobreza y el olvido. Atrás queda el África que nadie quiere visitar. El África que queda lejos de las pirámides de Egipto, que poco tiene que ver con el zoco de Marrakech, que se esconde a la sombra de las luces de las cataratas Victoria. El África de los voluntarios y misioneros y no de los turistas. El África de verdad.

Uno del grupo echa más leña a la hoguera para huir del frío que se cala en los huesos. Otro observa una foto de su familia a la lumbre del fuego, mientras llora. Otro repasa el mapa que han dibujado en su mano indicándole cómo llegar a la comisaría. Otro estira su cuerpo, ya es la cuarta vez que intenta saltar la valla, las largas cicatrices de sus piernas y brazos así lo atestiguan. Dos o tres rezan pidiendo la ayuda divina para escapar del hambre, quizás sean más. A estas alturas ya no se distingue a un religioso rezando de un loco que habla consigo mismo.

- levantaos- susurra uno que acaba de llegar en un francés con claro acento marroquí.

Suena un silbato y empieza la locura. Es la señal. Se levantan del suelo las escaleras y todos corren hacia la valla. Seis metros. Seis metros entre la pobreza y el hambre y la esperanza y la ilusión. Sólo seis metros que separan dos continentes enteros. Comienza la estampida.

Las masas pobres y hambrientas surgen de los bosques con sólo una idea en la mente. Saltar. Saltar la valla. Saltar la valla y dejar de ser carne de cañón del hambre. No piensan. Han perdido su individualidad para convertirse en una turba, y como cualquier turba tienen su grito de guerra. No es el "¡No pasarán!" de los republicanos españoles. No es el "¡Patria o muerte!" de los guerrilleros castristas. Ellos gritan alabando al hombre que les ha dado una posibilidad de no morir. "¡Viva Zapatero!" gritan los que intentan escapar de su pasado de hambruna y enfermedad. "¡Viva Zapatero!" gritan los que buscan un trabajo digno. "¡Viva Zapatero!" gritan los hijos del olvido, los sin papeles que entran por la puerta trasera de Europa.

El tejido metálico se acerca cada vez más. Hay que saltar las vallas. La primera, la del lado marroquí, la más endeble. Después de cruzar esa tierra de nadie por donde patrullan los guardias, llega la valla española. La más reforzada. La que de verdad está construida para que nadie se la salte. Seis metros. Seis metros y luego otra valla. La peor valla de todas. La valla de la incomprensión, la del desprecio y la de la discriminación. La valla de "Los españoles primero", la valla del color de la cara, de la religión y de las costumbres, la valla de la amnesia histórica y del racismo. La tercera valla. La verdadera valla. La Valla con mayúsculas.

A través de los alambres ya se pueden ver los soldados españoles, que miran con ojos grandes y sostienen los rifles con manos temblorosas. La palidez de las caras de los soldados y los guardias civiles resalta más en la negrura de la noche. Las escaleras toman posición y se alzan ante la alambrada. Los emigrantes comienzan a subir. Cada paso les acerca a la bendición. Algún que otro soldado levanta el arma y amenaza con un francés chapurreado y titubeante. Empiezan a llegar los primeros a lo alto de la alambrada y empiezan también a volar las primeras bolas de goma desde la parte española. El que minutos antes miraba una foto de su familia recibe un pelotazo en la cara y cae desde lo alto de la valla. Su cuello se rompe al tocar el suelo. Ya no lo conseguirá.

La avalancha humana se sigue sucediendo. Algunos caen de las escaleras e intentan trepar por la alambrada. Un soldado echa mano de su bolsillo y extrae munición para su rifle. Carga el arma y apunta. No tardan en sonar los primeros disparos y nuevos hombres de color se suman a la lista de muertos. La sangre mancha de nuevo la Tierra de Nadie. Se oyen gritos de dolor, de angustia, de rabia y de locura, en francés y en español.

Los soldados desarman a su compañero para evitar una masacre y las pelotas de goma siguen volando, golpeando indiscriminadamente tanto a negros como a blancos. Las fuerzas de seguridad están desbordadas ante el aluvión de locos que se les echa encima. Locos. En ese momento no tienen otro nombre. Son hombres que se lanzan como posesos hacia una valla sin preocuparse de la posibilidad de morir, de salir herido. ¿Qué les empuja a hacerlo? Locura. Hambre. Locura. La locura del hambre. La locura mundial. El norte abrumado de obesidad y el sur muriéndose de hambre. ¿De quién es la locura? ¿Quién es el loco?

Las escaleras caen, algunas se rompen, otras las rompen los soldados. Se escuchan voces, gritos, lloros. Más de uno se ha quedado enganchado en el alambre de espino que corona la valla. Otros que han conseguido traspasar la valla marroquí intentan trepar con manos y pies la española. Se resbalan, se dislocan los dedos al caer. Gritan. Los menos ya han conseguido superar las dos vallas y se alejan corriendo hacia Melilla con las ropas hechas jirones y con manchas de sangre por causa del alambre de espino. Sin escaleras, algunos optan por saltar directamente desde lo alto de la valla hacia España. Seis metros. Seis metros de caída cuasi eterna. Hay piernas rotas, heridos graves y muertos, pocos muertos, pero demasiados muertos.

Entre la marea de gritos se rescatan algunos perfectamente audibles: "¡Negro! Baja de ahí!", "Ne nous blessez pas!", "¡Cuidado, joder!", "Common tu t’apelles?"… esto último con cerrado acento español, de un soldado andaluz que intenta desenganchar a un inmigrante de la valla. Algunos consiguen su objetivo y cruzan al territorio español. Los demás serán deportados a su país de origen o, en el mejor de los casos, a Marruecos.

Cuando el sol despierta por el este ya todo ha terminado. Hay dos cadáveres colgando de la alambrada, junto con retales de ropas desgarradas por los alambres de la valla. La sangre salpica la escena. Algún que otro soldado parece fuera de sí, lloran desconsoladamente, se echan las manos a la cabeza sin saber qué hacer. Quizá seguirán el camino de otros compañeros que han pedido la baja por ansiedad después de ver la misma escena repetirse noche tras noche. La escena de la locura, de la sangre y de la impotencia de ver vidas que se arriesgan y se pierden por cruzar las fronteras que otros construyeron hace siglos sin imaginarse lo que podría causar. Una escena que no tendría por qué producirse en un mundo justo.

Sin embargo, como desgraciadamente saben hasta los niños, el mundo es injusto. Y nosotros no hacemos nada por remediarlo.

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