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Muñeca

en Hetero: General

Tenía la piel de color pálido, como la de todas aquellas que han sido obligadas a crecer en un mundo de muñecas donde las sábanas eran de seda y la calle era sinónimo de pecado. Tenía la piel del mismo color que las muñecas de porcelana de su infancia. Esas muñecas que rebosaban sus muebles esperando a que algún día se disculpara por haber crecido demasiado rápido y haberse olvidado de ellas.

Desde que el colegio nos empujó a una clase nueva junto con otros veintidós niños y niñas, quedó claro que no íbamos a ser compatibles. Los años pasaron, y la vida se empeñó en demostrarnos que en la parte de atrás de cada página había un mundo prohibido que crecía al mismo ritmo que nuestro metabolismo. Sin embargo, nada cambió entre nosotros, y si lo hizo, fue a peor. Cada vez éramos más distintos. Ella era una niña de papá, una señorita pija cuya familia desbordaba dinero a espuertas. Era una de esas niñitas cursis que se creen que puede comprarse todo. Yo era un inadaptado, un chaval de barrio obrero, hijo de la derrota y el alcohol, que de vez en cuando emergía del pozo de humeante tabaco que eran los billares del barrio para asistir a clase. Nos movíamos en esferas muy diferentes. Yo jamás saldría de la pobreza hereditaria de mi familia, pero apostaría lo que fuera a que ella no hubiera podido pasar una noche en el barrio sin acabar escondiéndose en algún portal, tiritando de miedo.

Para mí el colegio acabó con la secundaria, y me metí de cabeza en el taller de mi padre. Me gustaba trabajar. No preguntéis por qué, pero me gustaba. Quizá fuera por que vengo de una familia de currantes, que se han ganado la vida trabajando de sol a sol, y han podido transmitir el amor al trabajo duro por los genes. Quizá fuera por que de tanto oír lo gratificante que era el trabajo bien hecho de boca de mi padre. O quizá fuera algo que le echaba mi madre a las croquetas... ¡Yo qué sé! Lo que sí que sé es que no volví a saber nada más de ella.

El diez de julio apareció por mi ventana acompañado de unos rayos de sol que tuvieron la osadía de despertarme un segundo antes de que sonara el despertador. Fue el aparato el que pagó los platos rotos estrellándose contra la pared y apagando sus numeritos rojos para siempre. Maldije mi manía de no apagar la alarma los domingos, que era cuando mi padre cerraba el taller y no había trabajo. De todas formas, me levanté y me vestí. Si tenía suerte, a lo mejor pillaba al Beto en el billar y me devolvía los cincuenta euros que me debía.

La mañana me saludó como siempre, con una bocanada de aire caliente como el fuego. El asfalto quemaba, y el sol gratinaba literalmente a los paseantes veraniegos. Me fui a los billares esperando encontrar a alguien con quien echar una partida, pero estaba lleno de adolescentes fumando que no me habrían durado ni tres tacadas. Extrañamente, me pude ver a mí mismo hace diez años en cada uno de esos chavales. El Beto no aparecía por ninguna parte, así que me decidí a pasear por el barrio. El día pasaba cansinamente por mi lado, haciendo perderse los segundos por entre los adoquines. Como siempre, la noche del domingo me encontró en un bar abierto, esperando que mis bolsillos se vaciaran de algunos euros que me quemaban la piel.

Cuando no me quedó ni un maldito céntimo, volví a mi casa, algo decepcionado por no haberme podido emborrachar, pero alegre al fin y al cabo. No sé si sería producto del alcohol, pero oía el ruido de los tacones de una lejana señorita golpear en el asfalto como si estuvieran a dos centímetros de mis oídos. De repente, otros pasos más rápidos, los solaparon y oí como la mujer, varios metros detrás de mí, pegaba un chillido. Sólo tuve tiempo de girarme y chocar con el ladrón, con el que caí al suelo. Más rápido que él, agarré el bolso que llevaba y que dudaba que fuera suyo. Cuando vio que no tenía nada que hacer contra mí, (no es por vacilar pero mido uno ochenta y cinco y un cuerpo de mula de carga), se marchó dejando el bolso en mis manos.

Me acerqué a la joven que estaba caída en el suelo, maldiciendo a voz en grito e intentando levantarse.

- ¿Estás bien?- pregunté, mientras me acercaba a ella, que se ponía en pie con evidente fastidio viendo cómo sus caros zapatos de "Gucci" habían perdido su estilizado tacón a causa de la caída.

- Sí, bueno no.- contestó

- Vaya, ¿Te has hecho daño?- Me quedé mirándola fijamente, intentando adivinar qué hacía una mujer tan ricamente vestida de noche por el barrio. De pronto, su cara, pálida al igual que la de todas aquellas que han sido obligadas a crecer en un mundo de muñecas, me devolvió a mis años de adolescencia rebelde.

- ¿Qué miras?- dijo, con clara muestra de desprecio.

- ¿Patricia?- no se esperaba aquello. Me miró, pero por más que me observaba, yo sí que había cambiado lo suficiente, y la barba de tres días que afloraba por mis mejillas me quitaban cualquier parecido con aquél jovencito de quince años que se cruzaba con ella por los pasillos de clase.

- ¿Qué hace la niña pija del colegio de noche por el barrio?- pregunté con una sonrisa bobalicona

- No me… ¡Julián!

Estallamos en una risa conjunta. Después de diez años, la calle nos había reunido.

- Gracias.- dijo recogiendo el bolso de mi mano e intentando caminar. Sin embargo, nada más apoyar el pie un grito de dolor atravesó sus labios.

- Me parece que te ha jodido el tobillo, Patri.

Me miró con una mueca extrañada. A medio camino entre la indignación por el vocabulario soez y la sorpresa por que me atreviera a llamarla por un diminutivo.

- ¿Qué pintas tú aquí a estas horas?- dije mientras le ofrecía mi brazo para apoyarse, que ella aceptó tras un instante de meditación.

- No me hables, no me hables. Llevo una noche. A tres manzanas de aquí el coche me ha dejado tirada, el móvil se ha quedado sin batería, me he recorrido no sé cuántas callejuelas de este barriucho para encontrar un teléfono para llamar a un taxi y cuando al fin encuentro una cabina el teléfono está roto.

- Vaya, pues sí que te ha ‘mirao’ un tuerto, ¿No?

No dio ni siquiera dos pasos antes de tropezarse y acabar abrazándome para no caerse. Quedamos los dos unidos, con nuestros vientres pegándose, y sus senos oprimiendo mi pecho. Se formó un silencio tenso roto sólo por las respiraciones de los dos. Yo sentía su aliento en la barbilla, su delicioso perfume en la nariz y el tacto de la piel de sus brazos bajo mis manos.

- Anda, sube a mi casa y llamas desde allí.- al fin, rompí el hielo. La mirada que me echó se podía traducir por un "¿Estás loco?"- ¡Vamos! No soy un lobo, no te voy a morder.

- Está bien- aceptó de mala gana.

Subimos los escalones de mi edificio, mientras ella rezongaba y me preguntaba a por qué no teníamos ascensor en mi finca. Patricia se aferraba a mi brazo, y cuando, por algún descuido, apoyaba el pie derecho, sus dedos se hincaban en mi carne con una fuerza de la que no creí capaz a una mujer tan frágil como ella.

- Ahí tienes el teléfono.- dije cuando entramos en el salón comedor de mi casa.- yo voy a ver si tengo alguna pomada para ese pie.

Mientras escarbaba en el botiquín, buscando algo, la oí llamar a la empresa de taxis. Cuando volví al salón, estaba de pie al lado del sofá.

- ¡Mierda! ¡Mierda, mierda y mierda!- arqueé las cejas. Creo que era la primera vez que oía a Patricia Villalba soltar un taco.- ¡Joder! ¡Hoy hay huelga de taxis! ¡Mierda!

- Creo que tienen derecho a pedir más seguridad, ¿No?- la mirada de sus ojos habría traspasado un muro de hormigón a golpe de ira.

- No me vengas con tonterías Julián. ¡Mierda! ¡Vengo hoy de Francia y me pasa esto! ¡Si es que es una mierda!

- Tranquila, ¿No tienes a nadie a quien llamar y que te lleve a casa?- dije mientras la hacía sentarse y la descalzaba de sus caros zapatos blancos para aplicarle un ungüento que había encontrado en el botiquín.

- No quisiera despertar a nadie.- Yo miré el reloj de muñeca, las tres y cinco de la madrugada. Bonita hora, pensé. Yo sabía que no era sólo por despertar a alguien. Lo que no quería la autosuficiente Patricia Villalba era pedir ayuda.

- A lo mejor me mandas a la mierda, pero aquí hay una habitación libre. Quédate a dormir y mañana llevamos tu coche al taller de mi padre.- aconsejé mientras mis dedos acariciaban su pie con movimientos suaves.

- ¿Estás loco?- el semblante de tranquilidad que había reinado hasta entonces en su cara se descompuso

- ¿A qué tienes miedo? Mira la habitación libre.- señalé a la puerta de mi izquierda.- Y ahora mira la mía- señalé a la derecha justo en la parte opuesta de la casa, sin dejar de masajearle los pies.

- ¿A qué tienes miedo?- repetí.

- Está bien.- dijo mirándome directamente a los ojos, con una mirada desafiante.- ¿Puedo usar la ducha?

- Toda tuya.- le señalé una puerta que quedaba detrás de ella.

Después de varios segundos que usó para levantarse y comprobar el estado de su tobillo, se fue andando al baño. Me senté en el sofá y no tardé en oír el agua caer. Me sorprendí con una erección notable al imaginarme a Patricia desnuda, dejando caer el agua por su cuerpecito de muñeca. Presa de un razonamiento que no tenía nada de racional, me levanté y me dirigí también al baño.

Abrí la puerta, y allí estaba ella. Gloriosamente desnuda en el plato de la ducha. Su cuerpecito de muñeca se erigía en la magnificencia de su desnudez. La tela del pantalón vaquero apretaba mi erección demasiado fuerrte. Su cuerpo de gimnasio y aerobic se aproximaba a la perfección. Ver el agua envolver ese cuerpo, empapar esos cabellos de rubio teñido, caer por su cara haciendo pequeños ríos por sus mejillas, rodeando sus ojos verdes y golpeando en sus labios rojos, era algo hipnotizador.

No sé qué hacía allí, qué buscaba ni que pensaba hacer después, pero sé que tenía que hacer que me descubriera para continuar. Sin embargo, antes de dar fe de mi presencia decidí aprenderme cada milímetro de su piel con mi mirada. Observé sus pechos pequeños y firmes, su cadera estrecha, su culo duro y apetitoso, su pequeño matorral púbico, y su sexo abierto. No pude más, avancé otro paso y me vio.

- ¿Qué haces?- preguntó aterrorizada.

- No lo sé…- contesté, mientras me metía con ella en la ducha y la besaba con toda la pasión de la que era capaz.

Hubiera esperado que me gritara, que me insultara, que me golpeara y después me denunciar, pero extrañamente, me devolvió el beso. Me agarraba la cabeza mientras yo la abrazaba por la cintura. La ducha seguía encendida y mi ropa cada vez estaba más empapada, pero me importaba más bien poco. El único contacto que yo sentía era el de su mano en mi cabeza y el de su lengua en la mía. Increíblemente, no me rechazaba, y yo sentí que la ropa comenzaba a quemarme puesta.

El pensamiento no acababa de formularse en mi mente cuando ella bajó sus manos a mi cintura y empezó a quitarme la camiseta que se me pegaba al cuerpo. No tardó en enviarla al suelo junto con su ropa y mandar a sus manos a ayudar a las mías a deshacerse del vaquero. El pantalón se deslizó hasta el suelo mostrando un ángulo de excitación bajo los calzoncillos empapados de agua.. Mi verga acabó alzándose majestuosamente señalando al techo. Nuestros cuerpos desnudos se juntaron una vez más. Mis manos comenzaron un recorrido frenético por todo su cuerpo mientras las suyas agarraban mi pijo y le daban un masaje que me llevaba a la gloria.

Mi mano bajó por su vello púbico para acariciar toda la longitud de su sexo. Desprendía un calor intenso y cuando mi dedo hizo un esfuerzo por ser más personal, fue literalmente absorbido hacia el interior de su vagina. Cuando sintió esa pequeña intrusión en su gruta, le sobrevino un espasmo de placer que la hizo arquearse ligeramente a la vez que su mano apretaba mi miembro enviando a mi cerebro informaciones contrarias de placer y dolor. Saqué mi dedo de su chochito hambriento y enfilé mi miembro hacia él. Una sola estocada me bastó para introducirlo en su interior.

El agua nos envolvía, mientras su sexo abrazaba ardientemente el mío, llevándolo lo más hondo que permitía su longitud. Su cuerpo se aplastaba entre el mío y la pared de alicatado azul de la ducha. Su respiración agitada se clavaba en mis oídos mientras entraba y salía de su cuerpo. Sus piernas abandonaron el suelo para abrazarme la cadera, dejándola flotando en su excitación. La agarré de sus nalgas prietas, masajeando cada uno de los poros de su piel, mientras sus gemidos desbordaban la cavidad de la ducha y las botellas de gel y champú firmaban un pacto de suicidio y se lanzaban desde los estantes.

Su cuerpo era un volcán ardiente. Sus pezones estaban por hacer un agujero en mi pecho de tan duros que los tenía. Sus piernas eran las que llevaban el ritmo. Empujaban y aflojaban mi cuerpo para que éste se moviera a voluntad de Patricia. Sus manos acariciaban mi nuca, mientras las mías se negaban a abandonar el cálido refugio de sus nalgas.

De repente, todo en ella se endureció. Detuvo sus movimientos, clavó sus uñas en mi espalda, y abrió la boca y los ojos hasta donde su condición humana lo permitía. Después, con la fuerza de la marea, un grito cuasi eterno salió de sus labios, clavándose en mi cerebro. Cuando el orgasmo hubo pasado, rodamos sobre nosotros hasta que fui yo el que quedó con la espalda pegada en la pared. Entonces ella sacó mi verga de su sexo saciado y se arrodilló ante mí.

El chorro de la ducha le golpeaba la nuca cuando metió mi miembro en su boca, mojado de agua, líquido preseminal y sus propios fluidos. Eso no le impidió empezar a hacerme la mejor felación que recuerdo. Introdujo toda la longitud de mi polla en su boca, la sacó y la repasó de arriba abajo con la punta de la lengua. Volvió a descender para introducirse uno por uno mis testículos en la boca, todo esto sin dejar de mirarme directamente a los ojos.

Extrañamente, aún en esa situación, sus ojos verdes parecían los más inocentes del mundo, y por un momento vi en ella a la jovencita pija del colegio que se santiguaba cada vez que oía una palabrota. Como un relámpago, me imaginé a las dos Patricias, a la de ahora y a la de hace diez años arrodilladas ante mí, chupándome la polla, acariciando mis testículos, jugando con mi verga. Bajo esa impresionante visión, me corrí en la boca de Patricia. Fue una eyaculación sensacional, ocho o nueve chorros que se deslizaron por la garganta de Patricia vaciaron mis huevos.

Después de eso, acabamos de ducharnos, bien abrazados, apretaditos en el plato de la ducha.

- ¡Mira esto!- dijo, levantando su ropa, que había quedado empapada, al igual que gran parte del suelo del baño.

- Ponte esto, le dije tendiendo un albornoz. Deja que ponga la ropa al lado de la estufa y mañana estará seca.

- ¿Voy a tener que dormir desnuda?- una sonrisa pícara floreció en su cara.

- Si tienes frío, vienes a mi habitación, y te doy calor...- le dije, y le volví a besar. Nuestros cuerpos desnudos se volvieron a unir, por enésima vez.

La vi salir del baño, dejando caer al suelo el albornoz nada más pasar la puerta, y dirigirse corriendo desnuda a mi habitación, mientras reía como una niña traviesa. Cuando llegué a ella, me esperaba tumbada en la cama, con su cálida piel blanca como la cal llamándome.

Tenía la piel de color pálido, como la de todas aquellas que han sido obligadas a crecer en un mundo de muñecas donde las sábanas eran de seda y la calle era sinónimo de pecado. Y, sinceramente, fue en la calle donde empezó nuestra historia de pecado, así que pienso que los mundos de muñecas no mentían tanto...

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