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Dos ramos de rosas (Viernes noche)

en Hetero: General

A las cinco horas treinta y ocho minutos de la tarde de un segundo viernes de septiembre alzo la vista hacia el gran reloj con contorno de aluminio que preside desde la pared todos los escritorios de la agencia de viajes, y calculo las horas que me faltan por llegar. Para coger la gabardina, decir adiós e irme quedan aún tres horas y veintidós minutos.

"¿Y si me fuese a casa?", pienso. Septiembre es un mes flojo. La mayoría de personas han hecho vacaciones en julio y agosto y, en septiembre, faena hay poca. Llevado no sé bien por qué impulso poco más que irracional, me levanto de la mesa y me dirijo hacia el despacho del jefe. Con seguridad (más de la que yo mismo creí que poseía), toco a la puerta y escucho la voz de mi jefe.

- Adelante.

Abro la puerta y me encuentro al director sentado ante su escritorio. Una nube de humo blanco emborrona su cara, mientras un grueso puro se yergue orgulloso entre sus dedos.

- ¿Quiere uno?- Dice, mirando al habano.

Acepto, más por cortesía que por verdaderas ganas de fumar. Saca un estuche de un cajón y me lo extiende, abierto, y cojo el que mejor me parece. Uno que es de tamaño medio, ni largo ni corto. Uno grande podría significar que me estoy aprovechando, uno corto indicaría un desinterés que no me conviene.

Recojo el cortador que me extiende y con él rebano la punta del puro. Con él en la boca, me acerco un poco para facilitar que la llama de su encendedor, que baila y se contonea, prenda el cigarro. Tomo las dos primeras caladas con la inexperiencia propia de quien sólo fuma puros en las bodas, pero consigo evitar el indefectible ataque de tos. Mientras mis pulmones luchan a brazo partido con el negro humo del puro, el jefe saca dos vasos y una botella de "Cardhu" de un pequeño armario que hay a su derecha.

- ¿Un whisky?

Hago que sí con la cabeza.

- ¿Con hielo?

Repito el gesto. Echa tres cubos en cada vaso y luego vierte dos dedos de líquido en cada vaso. Mientras el pequeño torrente ámbar se suicida sobre los hielos, envolviéndolos de su abrazo etílico, el jefe empieza a hablar.

- ¿Y bien? Usted dirá.

Trago saliva. Alzo el vaso y le doy un pequeño sorbo. Cierro los ojos y dejo fluir por mi boca las palabras que había ido guardando para la ocasión.

- Verá. Soy consciente de que aún me quedan más de tres horas para acabar, pero, si le tengo que ser sincero, tengo unas ganas locas de irme a casa.

Ya está, ya lo he dicho. Mientras un segundo de silencio nace y muere con la duración de vida que le corresponde a su naturaleza, le pego otro trago al vaso de whisky que se agita en mis manos.

- Me hago cargo. Y no lo digo por decirlo, ni por quedar bien. Es más, no tengo por qué quedar bien con usted, ya me entiende. Me hago cargo por que el tedio, el aburrimiento, es algo que conozco bien. Yo mismo paso las horas muertas mirando por esta ventana. Bah… no lo voy a aburrir con mis fantasmas y el montón de lamentaciones que haré cuando sea viejo por no haber hecho algunas cosas cuando aún estaba a tiempo. ¡No! ¡Nada de eso! Váyase a casa, o a dar una vuelta. No hay problema. Si ha tenido las pelotas de venir desde su mesa hasta aquí y decirme sin vergüenza que tiene ganas de irse tres horas antes de lo que toca… ¡Demonios! Es que entonces tiene verdaderas ganas de marcharse.- Le pega una buena calada al puro y siento su cara difuminarse tras la cortina de humo.

Nos entretenemos hablando un rato más. De esto, de lo otro, de lo de más allá… Me levanto y agoto todo el whisky que quedaba en el vaso de un trago. La garganta me regala una ola de escozor para que recuerde que ella existe y que no le gusta el whisky.

- En fin… Me voy entonces.

- ¿Va a casa?- me pregunta.

- Sí… supongo que sí.- respondo.

- Un momento.- Se agacha para abrir uno de los cajones inferiores de su escritorio, y saca una caja de bombones negra y pequeña.- Para su mujer, déle recuerdos de mi parte.- dice, extendiéndome los dulces.

Los recojo y salgo del despacho con una sonrisa socarrona de oreja a oreja mientras el puro pende burlonamente de mis labios. Sin detenerme, cojo la gabardina del perchero y atravieso la agencia despidiéndome con la mano. Alguno que otro sale del embobamiento al que los subyuga el tecleo del ordenador y, después de cerciorarse de que la hora que marca su reloj es la correcta, me miran con una mezcla de envidia e incredulidad.

El aire vespertino golpea mi gabardina cuando salgo a la calle, con el humo del puro escociéndome en los ojos. Introduzco la caja de bombones en la gabardina mientras camino. Si no fuera por el puro creo que me pondría a silbar. Pero como tengo el puro en la boca, no silbo, fumo. Fumo y me paro ante el escaparate de una floristería donde las rosas se engalanan con azahares, dalias, tulipanes, orquídeas y todo tipo de flores exóticas. La puerta del establecimiento se abre con el soniquete de las barras de metal que avisan de mi entrada.

La dependienta es una chica de unos veinte años, largos cabellos y ojos vivos. Su piel morena le otorga un atractivo mediterráneo muy consistente. Me saluda con un "Buenos días" y una sonrisa. Dejo ir una bocanada de humo al devolverle el saludo.

- Buenos días.- digo.

- Ummm… Qué buen olor.- dice mientras cierra los ojos y dilata las aletas de la nariz, acercándose un poco a mí y metiendo su hermosa cara entre la nubecita de humo inconsistente que ha brotado de mis labios.

- ¿La del tabaco en general o sólo la de los puros?

- ¡Oh, todo tipo de tabaco! Pero el de los puros especialmente. ¡O el de pipa!- añade, como si se acabara de acordar de algo.- Pero es que los puros me recuerda a los que fumaba mi padre, me evoca grandes dedos manchados de nicotina, que se enredaban con mi manita de niña, hace ya tiempo, y entonces yo acercaba la cara y aspiraba con toda mi fuerza para sentir el olor del tabaco. ¿Usted tiene los dedos manchados de amarillo?

Me agarra las manos para inspeccionarlas de cerca. Uno a uno va cogiendo mis dedos y mirándolos sin que yo pueda ni quiera hacer nada. Ahora estoy ensimismado con sus ojazos escrutándome la piel de mis manos, quizá aún hipnotizado por su voz suave hablándome de algo que no recuerdo pero que me evoca un aire nostálgico y casi, casi ochentero. No soy capaz en ese momento ni siquiera de explicar cómo es que nuestras caras están tan cerca la una de la otra. ¿Las hemos ido acercando, poco a poco, sin que ninguno fuéramos conscientes de ello? ¿Se ha acercado ella, fruto de una estrategia preparada? ¿He sido yo el que ha ido adelantando su cabeza hasta llenarme la nariz con el aroma a flores de su melena negra?

Ella levanta la mirada y me pierdo en la inmensidad de sus ojos negros. Sigue con mi mano derecha entre las suyas, con su suavidad acariciándome los dedos. Estamos en silencio, mirándonos a los ojos, cada uno sintiendo en sus labios el aliento del otro. Siento que mi boca va a decir algo y, justo en ese momento, se abre la puerta y entran un par de ancianitas bien abrigadas. Se acercan al mostrador y preguntan si tienen hierba para gatos. Como repelidos por fuerzas magnéticas, nos alejamos, con un rubor escandaloso en el rostro y el corazón desbocado en el pecho.

De pronto, las ancianas me miran, se miran entre ellas, y vuelven a mirarme para decirme:

- Es que, si no tienen, no nos esperamos.- intentan disculparse por haberse colado.

- Eh… sí, un momento, que atienda al señor…- dice la florista.- Entonces… ¿Qué quería?

- ¿Eh? ¡Ah, sí! Un ramo de rosas, para mi esposa.- digo.

- Una mujer afortunada.- contesta, mientras prepara el ramo.

- No tanto como quien le ha dejado este chupetón en el cuello.- le digo, acariciándole la marca que porta en su piel.

Demudada por la vergüenza, se tapa el chupetón con la mano y sonríe modosa mientras me niega inconscientemente el regalo para la vista que son sus ojos, mirando para otro lado. Pago el precioso ramo de rosas, rosas rojas que colaban en mis fosas nasales su aromática esencia, y salgo a la calle de nuevo. La cabeza me arde, sonrío, tiro los restos humeantes del desaparecido puro. No recuerdo la última vez que me sentí así.

En la puerta de mi casa me esperan Ana y Daniel, mis hijos, que se me lanzan al cuello con los brazos abiertos. Rápidamente, le lanzo el ramo a mi mujer, que me observa apoyada en la pared del comedor, para poder agarrar a mis hijos. El ramo describe una suave parábola desde mi mano a las suyas y alzo a Ana y Daniel cada uno en un brazo.

- Estábamos en la ventana, mirando los coches, y te hemos visto que venías.- Me dice Daniel.

Son muy ligeros, y casi no noto su peso cuando me acerco a mi mujer para darle un beso. Sabe que me gusta el sabor del pintalabios recién puesto, y por eso se lo pone siempre que llego. Aún con los brazos ocupados, yo, con Ana y Daniel y ella, con el ramo de rosas rojas, alargamos el beso hasta que mis labios parecen ya satisfechos del gusto dulzón del carmín de mi mujer.

Mientras dejo a mis hijos en el sofá, Julia va a colocar el ramo en un jarrón. Lentamente, en silencio, me acerco a ella y, al tiempo que le dejo un beso allí donde el cuello se une con los hombros, arrancándole un escalofrío y una sonrisa, le doy la caja de bombones aún sin soltarle el cuello, embriagándome de su perfume, que cosquillea en mis labios.

A la hora de la cena, Julia se sienta a mi lado, cruzando las piernas con perfecta perversión. Al comer, sus labios sensuales, brillantes de carmín, se entreabren, como anunciando un suspiro tímido que nunca se atreve a salir. Son tan bellos sus labios… me dan ganas de besarlos, de morderlos, de agotarlos en mi boca. Me vuelven loco. Con sigilo, sin que se den cuenta Ana y Daniel, que parecen más interesados en construir torres de guisantes en el plato que en lo que hacen las manos de sus viejos por debajo de la mesa, acaricio la pierna de mi esposa con la punta de los dedos.

Julia me devuelve una mirada a medio camino del "¿Estás loco?" y del "Sigue si eres hombre". Mientras pincho un trozo de carne del plato con el tenedor de mi mano derecha, mi mano izquierda inicia un lento movimiento de vaivén sobre su muslo. Siento como Julia vence el primer movimiento instintivo de cerrar las piernas al sentir mi mano colarse por la parte interior de sus muslos. Sus ojos verdes me miran a la cara y me señalan a mis hijos, que mastican desganados la verdura que acompaña a la ya desaparecida carne. Sin embargo, sus piernas se abren, facilitando el acceso para colarme bajo su vestido, y dando clases de sinceridad a la engañosa mirada.

Julia pega un respingo cuando mi dedo corazón golpea su ropa interior. La noto ligeramente húmeda. La aparto discretamente a un lado y acaricio levemente la entrada de su sexo. Julia gime y se pone en pie de un salto. Tiene la cara colorada cuando recoge los platos vacíos y se marcha a la cocina.

- ¿Qué hay de postre, mami?- pregunta Daniel.

- Fresas…- la oigo gritar desde la cocina.

- ¡Joooo!- dicen, a una, Daniel y Ana.

- Y helado…- añade Julia, en última estancia.

Mientras los niños aplauden contentos, me sirvo voluntario para ir a por los postres a la cocina. Me acerco a Julia, que está enjuagando los platos antes de colocarlos en el lavavajillas, y la abrazo por la espalda, pegando a sus nalgas la mediana erección que retenían mis pantalones.

- ¿Estás loco? ¿Cómo se te ocurre hacer lo que has hecho delante de los críos?

- Si me prometes que no te ha gustado, juro no volver a hacerlo.

Julia, con una sonrisa, calla.

Cuando vuelvo a la mesa, con las cuatro tarrinas de helado, veo encima de ella las notas de Ana y Daniel. Son buenas, muy buenas, en eso no se han parecido a su padre, gracias al cielo. Los niños miran cada detalle de mi mirada mientras inspecciono ambos boletines.

Luego, conscientes de lo orgullosos que estamos por sus notas, cuando su madre y yo decimos de mandarlos a la cama, se quejan alegando:

- ¡Es viernes!

Claro, es viernes, y los viernes siempre les dejamos acostarse un poco más tarde. Nos sentamos los cuatro en el sofá y, mientras ellos se parten de risa viendo a los cruz y raya, le doy un beso a Julia en la mejilla, a traición.

- Pero qué cariñoso has venido hoy- me dice.

- Cosas de la edad.- respondo, mientras le doy un casto beso en los labios. Media hora después, cuando los críos se han dormido, agazapados en nuestros regazos, tenemos claro que nos toca llevarlos a la cama. Cuando los acostamos, las sábanas por la barbilla, y sonrío como un idiota al ver el mohín de placidez de los rostros de mis hijos, me acerco a Julia y le digo:

- ¿Y si nos vamos a bailar?- a mí no me entusiasma el baile, pero sé que a Julia le enloquece.

- Pero no hemos encontrado canguro, y dejar a los niños solos…

- No os preocupéis.- dice Ana, con voz somnolienta y aún con los ojos cerrados.- Somos mayores, y estaremos durmiendo. Aquí, como estamos ahora. Cerrad la puerta con llave, por fuera, si queréis estar más seguros. Y dejad la llave en el espejo, por si pasa algo. Pero nunca pasa nada…

- ¿Qué te parece, entonces?

- Venga, iros a bailar, divertíos, que yo me encargo de que el enano no se despierte.- susurra Ana, señalando a su hermano pequeño.

Después de arreglarnos un poco, salimos a la calle. El club al que íbamos de jóvenes no había cambiado en nada. Incluso, seguían poniendo la misma música. Estamos dos, tres horas moviendo el esqueleto, y cuando salimos, sudando por el esfuerzo, más yo que ella, el aire parece haberse vuelto más cálido.

Nos besamos en cada farola, en cada esquina y, conforme nos vamos acercando a casa, también en cada árbol, papelera, parada del autobús o simplemente por que sí. Llegamos a casa riendo, bromeando en voz baja para no despertar a los niños. Caemos, entre caricia y caricia en la cama, y Julia se acerca a mi oído.

- Estarás cansado… No querrás follar…- en realidad, es una pregunta, le cuelga con una sonrisa unos interrogantes: "¿No querrás follar?".

Y tanto que quiero.

Al momento ya me faltan manos para quitarle la ropa, mientras ella ríe. Con premura, le bajo el vestido y desabrocho su sujetador para apropiarme, en goce común, de su pezón derecho, que noto erguido en mi boca.

Ella respira entre jadeos, mientras me desabotona la camisa, arañándome el pecho sin querer. Ambos detenemos las caricias para desvestirnos a gusto e ir más rápidos. Mientras yo aún ando peleándome con el botón del pantalón, después de haberme descalzado y haber tirado los calcetines a no sé muy bien dónde, Julia ya está desnuda y gateando sobre la cama, sonriendo y mirándome con ojos y gestos de juguetona gata en celo.

Unos instantes después, me lanzo a la cama, haciendo quejarse no tanto a los muelles como sí a la madera del somier. Abrazo y muerdo a mi esposa, y la beso, en el cuello, mientras mi verga ya se muestra en lo más alto de su excitación.

Me bastan un par de caricias en el bajo vientre de mi esposa para comprobar que está húmeda y dispuesta para el sacrílego acto. Se tumba en la cama y abre las piernas, llamando al abrazo de mi cintura. Y yo que ataco, y me meto en sus entrañas hasta allí donde el cuerpo me da de sí. Julia gime y me abraza. Me aprieta con manos y piernas como si quisiera que me hundiera aún más en ella.

Ella me gime al oído, me exhorta a darle más, a vencer mis propios límites y hundirme más en su sexo húmedo y hambriento de mi carne, de toda mi carne. Me besa en la boca y asfixia allí sus jadeos. Su lengua se entrelaza con la mía, como trasladando la fuerza del movimiento de mi miembro dentro de su coño.

Embisto una y otra vez, penetrando y volviendo a penetrar ese sexo que tan bien se amolda al mío. Julia cada vez gime más alto, me encanta cuando esos casi gritos salen por su boca, demostrando su placer, que es el mío. En un momento dado, cambiamos de postura y ella pasa a cabalgarme a mí. La siento gemir mientras sus grandes pechos, herencia de la etapa de lactancia, botan, rebotan y vuelven a botar ante mis ojos, apuntándome con los dos pezones, tiesos y oscuros, que se desdibujan en sus grandes aureolas.

Veo como mi verga entra y sale de su coño, humedecida de los jugos naturales de mi esposa. Para no quedarme estático, acaricio sus pechos, que tiemblan como atravesados por corrientes eléctricas. Y volvemos a cambiar de postura. Yo sigo abajo, pero ahora ella me da la espalda, dejándome ver ese soberbio culo que tanto me enloquece. Sus anchas caderas, caderas de madre amantísima, se convierten en el objetivo de mis manos, que las aferran y empiezan a manejar el movimiento de los dos cuerpos.

Sus manos me imitan y me clavan las uñas en las nalgas, invocando cuatro puntos enrojecidos cerca de la cintura. Mientras ella empieza a gritar, anunciando el orgasmo que se avecina, mis manos abandonan sus caderas para repartirse, como buenas hermanas, el clítoris y los pechos de los que me apropio por detrás. Mientras froto y ella apaga sus gritos como puede para que no la oigan los niños, nos corremos al mismo tiempo, en una suerte de coreografía ensayada durante dos años de noviazgo y nueve de matrimonio. Eyaculo en su cuerpo, inundándola de mi semen, que se mezcla con sus propios fluidos.

Extenuada, se desacopla de mi cuerpo y se tumba a mi lado. El flequillo, normalmente siempre en su sitio, está ahora alborotado, como el resto de su pelo, y se le pega con el sudor a la frente. Sudamos los dos, intentando recuperar la respiración, ahora convertida en un vaivén jadeante.

- Ha estado maravilloso, cariño.- me dice, acariciándome la cara.

- Lo mismo te digo.- respondo con una sonrisa.

Nos preparamos para dormir. Nos hundimos bajo las sábanas, deshechas a causa del movimiento anterior, y me quedo abrazándola por la espalda, pegada mi boca a su oído.

En un momento dado, mi verga empieza a recobrar la vitalidad perdida y inicia un lento movimiento de ascensión y endurecimiento hasta que poco a poco, con un poco de ayuda de las dos caderas y su mano, vuelve a colarse en su sexo.

Y volvemos a empezar.

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