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Dos ramos de rosas (Sábado noche)

en Trios

Continuación de "Dos ramos de rosas (Sábado por la mañana)"

http://www.todorelatos.com/relato/42239/

A mis espaldas, el alegre cascabeleo de las campanillas de la puerta anuncia mi entrada a los cuatro vientos, al igual que ayer. Me dirijo al mostrador, pero ante él me encuentro con otra joven. Una bella rubia, con el pelo corto, de ojos negrísimos, anchas caderas y rostro amable que atusa unas flores encima del mostrador.

- Buenas tardes.- saludo..

- Buenas tardes.

Mi mente trabaja a gran velocidad buscando palabras, frases, un algo que decirle para no quedar como un estúpido. Cuando parece que mi cerebro ya ha podido engranar unas letras de forma coherente, es ella la que habla.

- Ahora Marta no está.

- ¿Marta?

- Mi hermana. Usted estuvo aquí ayer y le compró un ramo de rosas. ¿A que sí?

Asiento con la cabeza sin poder separar mi mirada de sus ojazos. Ella sonríe con una ligera mueca de sus finos labios, clava los codos en el mostrador y me mira.

Me siento reflejado en sus pupilas negras. El silencio flota hasta confundirse con el aroma de las flores. Yo no digo nada, ella no dice nada, sólo nos miramos.

Siete minutos después, Sara (se llama Sara, o por lo menos eso me ha dicho) cierra la floristería. Catorce minutos más tarde estamos tomándonos unas cervezas en la mesa de algún bar donde los parroquianos se acuerdan de la madre de un árbitro que acaba de mostrarle la segunda amarilla a un defensa brasileño.

Sara y yo hablamos, y la conversación transita desde su hermana hasta temas tan trascendentales como para no tener ninguna importancia y no merecer ser mencionados. En un momento dado, descubro mi mano traidora acariciando la suya encima de la mesa. Sara se ríe con mis chistes y su sonrisa me parece aún más bella que la de su hermana. Fuera de la burbuja que ha envuelto nuestra mesa, un balón pasa rozando el larguero, al camarero se le cae una copa al suelo y el mundo sigue girando.

Pasados unos minutos, nos encontramos en silencio con el aliento acariciando los labios del otro. Nuestras caras se han ido juntando, cada vez más, sobre la mesa, hasta quedar a escasos centímetros una de la otra. Sus ojos grandes dominan mi horizonte. Nada más existe.

La noche cae. Se incendia Bagdad. En California, un adolescente saca una escopeta en clase y comienza a disparar. Julia mira la tele medio dormida. Ronaldo se marcha de un defensa y marca gol. Y Sara y yo nos besamos en medio del griterío ensordecedor de un pequeño bar de una ciudad cualquiera.

Ciento diecisiete minutos y treinta y cinco segundos después de ese beso, Sara abre la puerta de su casa, encima de la floristería. Yo voy detrás de ella, y la sigo por la vivienda a oscuras, por un pasillo que desemboca en una habitación donde una gran cama de matrimonio de sábanas deshechas espera pacientemente el cuerpo de dos amantes.

Nos desnudamos rápidamente y nos lanzamos hacia la cama. Aparto las sábanas y Sara me tumba boca arriba, mi verga erecta clama por algo que la dé calor. Los labios de Sara, arrodillada a mi lado, se cierran sobre ella, mientras mi mano vuela hasta sus nalgas y se hunde entre sus piernas buscando el lugar del que se desprende esa fina humedad que noto a cada centímetro.

Hundo dos de mis dedos en el prieto sexo de Sara, que responde deteniéndose y cerrando los ojos en lo que dura la primera inmersión de mis dedos. A continuación, me abandono al trabajo de Sara sobre mi verga, echando la cabeza sobre la almohada y cerrando los ojos al tiempo que mi mano continúa con sus caricias entre las piernas de la joven. Luego, Sara saca un condón de la mesita de noche y me lo pone sin problemas.

Segundos después, se coloca de rodillas sobre mí, apuntando mi verga húmeda y endurecida a sus profundidades. La agarro de las caderas y la voy empujando hacia abajo son suavidad. Sus brazos descansan a los lados, su mirada se eleva al techo y suspira al tiempo que su sexo se abre como mantequilla al paso de mi miembro. Gime cuando su sexo se llena del mío, casi confundidas en una las dos matas de vello púbico, una rubia y otra negra, que se unen como si no se quisieran separar.

Sara me empieza a cabalgar, aumentando el ritmo, pero un sonido la hace detenerse. El inconfundible sonido de unas llaves abriendo una puerta, es seguido de un "clic" que inventa un haz de luz que recorre el pasillo. Luego, unos pasos que se van acercando imparables hacia la habitación. Al final, una figura recortada sobre el fondo de luz amarillenta del pasillo donde reconozco curvas que hace poco que vi.

- Joder, Sara, ya te vale.- Dice Marta al vernos a los dos en la cama, Sara encima de mí y yo debajo de Sara.- Y encima es el tío de la floristería. Sara…- continúa, en tono de reproche, pero sin mostrar ni una pizca de enfado. Decididamente, no sé si una cara tan bella es capaz de mostrar enfado.

- ¡Bah! ¡Cállate y métete, que lo estás deseando!- le contesta su hermana.

Aparentemente, soy el único sorprendido por la propuesta, ya que, sin demora, y después de apagar la luz del pasillo y encender la de la habitación, Marta empieza a desvestirse, lentamente, recreándose en mi mirada, que no le deja ni por un instante. Parpadear ahora sería un sacrilegio, porque me arriesgaría a perderme algún centímetro de esa piel que se desnuda con perversión, esa piel joven y divina, que me hace olvidarme de todo lo que, en este loco mundo, está fuera de la habitación que los tres ocupamos.

Poco a poco, retazos de piel van mostrándose ante mis ojos, cada vez más grandes, cada vez más lascivos, mientras Sara reanuda el movimiento sobre mi polla, que recupera casi instantáneamente la poca dureza que había perdido, enfebrecida por el espectáculo lujurioso que es Marta deshaciéndose de sus braguitas, haciéndolas descender por sus dos perfectas piernas hasta quitárselas, enrolladas sobre sí y mostrándome el prohibido fruto que, con gusto, voy a catar.

Rápidamente, Marta mueve su cuerpo desnudo hasta la cama y se acuesta a mi lado, para hundir en mi boca un beso y una lengua juguetona mientras su hermana gime empalándose una y otra y otra vez en mi miembro altivo.

Mis manos se dividen entre las dos jóvenes hermanas. Una, la izquierda, se apodera del pecho contrario de Sara, o más en concreto, de su pezón, que rebosa dureza por los cuatro costados. La otra, la derecha, se entretiene en dar placer a Marta, que no deja de besarme, atrayéndome hacia ella con su mano en mi nuca, y enredando mi lengua en la suya, como si hubiera la más mínima opción de que yo quisiera marcharme y ella se encargara de dejarme pegado a su cuerpo.

Poco después, y ayudándose con sus dedos sobre su clítoris, Sara rompe la noche con un orgasmo que recorre todos sus músculos. Cansada y jadeante, le deja su sitio a Marta, mientras ella hereda mis labios y me besa con dulzura.

- ¿Te gusta?- me susurra Sara, que parece la menor de las dos, al oído, con una inocencia y un vicio que siempre creí incompatibles.

Sobre mí, Marta cabalga con furia, follándome al tiempo que de sus labios escapan gemidos y gritos capaces de despertar a la bella durmiente.

- Me encantáis…- logro articular mientras mis manos cogen a Marta de la cintura para acelerar aún más el ritmo de las penetraciones.

Sara se aleja un poco para buscar algo en un cajón, lo que aprovechamos su hermana y yo para cambiar de postura. Ella se pone a cuatro patas sobre la cama, mientras yo, desde detrás me hundo cada vez más en su húmedo y acogedor sexo. Marta empieza a gritar de nuevo, blasfemando y pidiendo aún más, como si el movimiento que le estoy dando no fuera suficiente para llevarla a aquellos altos picos del clímax. Al tiempo que me inclino un poco más para alcanzar los pequeños pechos de Marta, Sara tumba su cuerpo desnudo a nuestro lado y comienza a liarse un porro.

- Que ruidosa eres, Marta, se tiene que enterar toda la finca que estás follando.- dice Sara, con el papel en la boca, mientras agarra el polen para prepararse el canuto.

- Vete a la mierda, Sara. ¡Jooodeerrr!- grita Marta, cubierta de arriba a abajo de sudor y explotando en un orgasmo que me lleva a mí con ella. Juntos, nos derramamos al unísono, dejando patente el placer en sendos gritos que seguro habrán despertado a más de un vecino.

Caemos sobre el colchón, con el corazón desbocado. Sara ya ha acabado de hacer el porro y lo enciende. Al poco tiempo, el cuarto se inunda del aroma de la maría que pasa de boca en boca.

Entre risas, Sara habla de la leyenda que se cuenta en un pueblo que conoce, a tocar de la frontera.

- ¿De qué frontera?- inquiere Marta con una sonrisa.

- De la de las montañas.- responde, llevándose el porro a la boca y pegándole una buena calada.

Poco a poco, entre los tres, vamos enhebrando una historia, una fantasía de príncipes dormidos, princesas azules y camas gigantescas donde hay mucha gente que no duerme. Palabra a palabra, caricia a caricia, mi verga recupera la dureza y esta vez es Marta la primera en probar de nuevo.

Estamos como una hora, jugando al juego ancestral de salirse la una para meterse la otra, y, a cada rato, Sara enciende un nuevo porro que multiplica, si es posible aún, el calor que nos recorre la piel.

A las cuatro de la madrugada aceptamos los tres, de mutuo acuerdo, darnos un pequeño descanso y dormir un poco. Es la una del mediodía cuando abro los ojos y miro el reloj. Marta y Sara, vestidas, pero sólo con la ropa interior, yacen vestidas a mi lado, las dos a mi izquierda. Las miro detenidamente, mientras ellas me miran a mí.

Sara tiene otro porro en la mano. "Eso te va a matar", le digo con una sonrisa, y ella me responde pasándomelo para que le dé un par de caladas. Las dos siguen en silencio, y mientras Marta se apodera del canuto, me atrevo a hablar.

- ¿Sabeis? No sé por qué, pero me han entrado ganas de irme. No es por vosotras, os lo juro, pero tengo ganas de que me dé el aire y marcharme a otro lado, no sé si me comprenderéis.

El segundo de silencio que se cuela entre nosotros se rompe con la voz de Marta.

- Te comprendo. Has tenido cojones de decirlo, y no es nada fácil.

- Es verdad, nos encantaría que te quedases pero ya ha de hacer ¿Cuánto? ¿Veinte horas que estás con nosotras?- tercia su hermana.

- Veinte horas contigo, yo llegué más tarde.- apunta Marta.

- Lo mismo da. Venga, ¡Vístete!- me empuja Sara.- Por que te vayas ahora no significa que no nos volvamos a ver. Sabes dónde está la floristería, si nos viene bien un meneo.- dice, moviendo las caderas en claro gesto.- te diremos que sí, y si algún día nosotras te vemos pasar, a lo mejor te llamamos. Por lo menos yo.

Sara mira a Marta y su hermana asiente con la cabeza, declarando su adhesión a las palabras de la más joven de las dos.

- Un momento.- me detiene Marta, cuando ya estoy vestido y apunto de irme.- ¿Vas a casa?

- Supongo.- respondo.

- Vente.- dice, mientras se coloca un jersey negro y unas zapatillas.

Sara, tumbada en la cama, repasa el último porro. Me acerco a ella y le dejo un beso en los labios calentísimos.

- Adiós.- me despido con un gesto y salgo siguiendo a Marta, que baja por las escaleras, hacia la floristería.

Entra en el local y, con soltura y rapidez, prepara otro esplendoroso ramo de rosas, esta vez amarillas.

- Para tu mujer.- me dice, dándome el ramo con una sonrisa.

Nos entretenemos un par de minutos más de la cuenta besándonos, poniendo en funcionamiento nuestras lenguas al máximo potencial. Luego, al comprobar Marta que no muestro indicios de querer separarme de sus labios, es ella la que se aleja de mí y me lleva hasta la puerta.

Se despide lanzándome un beso con la mano mientras me voy hacia casa.

Al llegar, me encuentro a Julia en el comedor, con los niños. Le extiendo el ramo de rosas con una sonrisa de medio lado antes de besarla.

- ¿Qué te ha cogido ahora con las rosas?- me pregunta.

- Dos mejor que una, ¿No crees?- contesto, mientras voy intercalando las rosas amarillas en el jarrón donde puse las rojas.

La voy mezclando, las rosas rojas de antes de ayer con las amarillas de hoy.

Allí, en el jarrón, decorando preciosamente el salón, dos ramos de rosas.

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