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Cuentos no eróticos: Las olas

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José nunca le había tenido miedo a las olas. Ahora, plantado en la playa, con su mirada fija en la otra orilla, sabía por qué. Sólo eran agua. Agua que viene y que va con mayor o menor fuerza, pero que no era muy distinta de la que se bebía embotellada cada día. Agua salada que él dominaba.

Sintió el frío acariciar suavemente sus brazos, piernas y cara. Miró su objetivo, la otra orilla. Como cualquiera de los objetivos que José se marcaba, le parecía magnífica y prepotente, como si estuviera segura de que José jamás llegaría. A continuación, miró al oleaje. La luna emitía un baile de luces que danzaban en las olas agitadas. El mar andaba revuelto, y la marea embestía con furia las rocas del acantilado que quedaba a su derecha. Las olas se levantaban sobre la superficie, luego se vertían sobre sí mismas, y acababan derramándose mansamente por la arena, muriendo a los pies de José.

- Tanta furia allí dentro, para vomitarse vergonzosamente ante mí.

El joven se quitó la camiseta y la tiró sobre la arena. Salió corriendo hacia el agua, hacia las olas, y se zambulló en ellas. Había vencido a oleajes más furiosos, había recorrido distancias más largas, había nadado en circunstancias mucho peores, pero, sin saber por qué, estaba seguro de que ése iba a ser su mayor desafío. Una sonrisa torcida, casi cínica adornaba su rostro cuando se metió en el agua.

El líquido elemento le envolvió como siempre lo hacía, con su aparente frialdad. Pero él sabía que no era así. El mar era de todo menos frío. Era apasionado, furioso, terrible... Era Furia y Terror. Pero no frío. Jamás frío. A los pocos metros de comenzar su carrera, su cuerpo comenzó a notar el calor del elemento que le envolvía.

"Así me gusta más" pensó, mientras su cabeza se hundía y resurgía del agua. Se detuvo un momento para disfrutar de ese primer calor del agua. Aprovechó para mirar la orilla que acababa de dejar. Aún estaba demasiado cerca. La otra, sin embargo, continuaba allá lejos, llamándolo, incitándolo... Reemprendió su viaje con sus poderosas brazadas, abriéndose paso entre las olas, que levantaban muros de agua ante él, muros de agua que atravesaba sin piedad. Se sentía libre. Vivo y libre. Con capacidad de nadar todos los mares que le pusieran por delante. Sus brazos se movían poderosos, llevándolo sobre el mar encabritado.

Sentía que iba a poder llegar a cualquier sitio con su tesoro en el bolsillo. Sí, podría. La moneda de oro estaba bien resguardada en su pantalón corto. Entonces, cuando llegase, con su nuevo amuleto de la suerte en el bolsillo, de nuevo se sentiría realizado, como tantas otras veces. La felicidad lo embargaría durante unos días hasta que volviera a tener esa necesidad de demostrarse que no tiene límites. La necesidad de saberse superior a todo y a todos y de poder demostrarlo, como un campeón.

Cambió de estilo de natación para poder fijar su vista en la orilla. El estilo mariposa le permitía mirar hacia delante, quizá por eso le gustara tanto. Mientras nadaba, pensó que era la forma más bella de natación. Siempre con el pecho por delante, surgiendo del agua, mostrándolo, diciendo: "¡Aquí estoy yo, venciendo al elemento más destructivo! ¡Más que el fuego, más que el aire! ¡Yo venzo a la fuerza inconmensurable del agua! ¡Yo estoy aquí!". Sí, era bello, era grácil, como una mariposa, pero con muchísima más fuerza y muchísima más arrogancia. Era él. José. Hermoso, grácil, fuerte, arrogante, poderoso... todopoderoso.

Seguía nadando, con su sonrisa suficiente y rabiosa. La orilla de la que salió quedaba cada vez más lejos, y José sintió que se empezaba a cansar. Volvió a nadar a croll. Era menos espectacular, pero más eficiente. "Economiza la brazada, pequeño". Le dijo aquél gigantón vasco que le enseñó a nadar. "Tienes talento, apuntas maneras, sólo tienes que recordar que puedes con todo. Con mares y ríos, con océanos y lagos. Con frío y calor. Nadie puede contigo, nada puede contigo."

- Nadie puede conmigo, nada puede conmigo. Nadie puede conmigo, nada puede conmigo.- repetía José.

Su voz jadeante se perdía en la inmensidad de la noche. Miró hacia delante. La otra orilla seguía allá, tan lejos, tan arrogante, tan provocadora...

- No podrás conmigo.

El cansancio se empezaba a notar, pero José sabía cómo hacerle frente. "Si no piensas en él, no existe." Bendito gigantón vasco. Poco a poco, José pensó en lo que le esperaba en la otra orilla. Nada. Nadie. Nadie sabía que estaba nadando de un lado a otro del mar. Estaba solo porque solo había conseguido todo lo que se proponía. Nadie le vería llegar victorioso a la orilla. Nadie estaría allí para animarlo, para felicitarlo, para recordar su hazaña. Nadie más que él por que a nadie más necesitaba. Estaba solo. Solo ante el agua, que cansaba sus brazos.

No, no, no. No cansaba. La respiración se volvía más dificultosa, la moneda del bolsillo parecía aumentar de peso, pero no cansaba. No estaba cansado. Las piernas se le volvían cada vez más lentas, al igual que los brazos, pero no estaba cansado. Los ojos le pesaban, pero no era el momento de descansar, era el momento de demostrarse que podía llegar allí.

Atravesaba las olas. El agua de mar se le metía en la boca cuando respiraba, a causa de las olas, pero no importaba. Era sólo agua. Agua que viene y que va. Agua que intentaba apagar la fuerza de sus miembros. Se detuvo. Miró hacia delante, mientras se mantenía a flote. La orilla parecía no haberse acercado, pero ya estaba a la misma distancia de José que la otra, desde la que había salido. Intentó volver a nadar, pero un relámpago de dolor cruzó su pierna izquierda.

El muslo izquierdo se agarrotó, el músculo se volvió duro como cables de acero, y la pierna se le paralizó. No se acordó que estaba nadando hasta que el agua salada se introdujo en su nariz. Movió los brazos, y la pierna que le quedaba libre para mantener su cabeza sobre las olas. Poco a poco, fue recuperando la movilidad de su pierna. El susto había puesto su corazón a prueba. No podría permitirse eso si quería llegar.

Pero llegar se acababa de convertir en una meta lejana. Se sentía cansado. Cansancio. El cansancio era demasiado fuerte como para dejar de pensar en él. Ni siquiera aquél gigantón vasco podría haberlo superados. Maldito cansancio. Plomo en los brazos, cemento en los pies. Cada movimiento era un mundo, y los mundos se alejaban cada vez más en el tiempo. Las olas seguían golpeándole, era un pelele a merced de la fuerza del agua. Cansado. Pesan los brazos. Pesan las piernas. Pesa la moneda de oro del bolsillo. Sabía que sólo había una dirección posible, abajo, y por primera vez, se maldijo por no tener alguien a su lado que escuchara sus palabras.

- Lo siento.

No supo por que lo dijo. Quizá por que sentía que había sido injusto con el mundo. Un mundo al que le cerraba las puertas del alma. Un mundo que normalmente él derrotaba, pero ahora él era el derrotado. Miró por último a la orilla a la que jamás llegaría y se avergonzó de haber empezada a nadar hacia ella.

Derrotado. Vencido por el mar. Sus brazos y piernas ya no tenían fuerza para seguir sosteniéndolo sobre la superficie del agua. Sintió sólo vergüenza cuando su cuerpo se fue hundiendo en ese húmedo universo azul. Sintió en las fosas nasales el hormigueo insoportable del agua salada. Supo que allí estaba su tumba, en el fondo marino, viendo como los peces se daban un festín con su cuerpo. Admitió la derrota, y cerró los ojos. Se hundió...

Una mano delgada, fría y fuerte lo sacó violentamente del agua. Después de un corto vuelo, sintió su cuerpo golpeando sobre la dura cubierta de la barca.

- Tienes mucha prisa... ¿No podías esperar?- Con el escozor del agua salada en los ojos, José sólo veía una sombra negra delante suyo.

- La moneda.- De nuevo la voz profunda y oscura del barquero se hizo presente en el silencio de la barca.

José metió la mano en el bolsillo y extrajo el pequeño disco de oro. El barquero extendió su huesuda mano, y el joven depositó la moneda en ella.

- Está bien. Coge el remo y vamos hacia tu destino.- Dijo Caronte mientras la barca reanudaba su marcha sobre las oscuras aguas de la laguna Estigia.

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