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La cima

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El aire sopla. El viento ruge. Pero la ventisca que revolotea sobre mi cabeza hace estallar en mis oídos un maremágnum de gritos ensordecedores. Mis mejillas, cubiertas por un ya espeso manto de barba desaliñada se cubren de nieve que enrojece y congela mi piel, haciéndome perder la sensibilidad de la cara. Pero eso no me importa. Después de tanto tiempo, estoy ahí, tan cerca de alcanzarlo, que ni el frío polar me impedirá llegar…

Ya ni siquiera recuerdo cómo empecé. Hace tanto tiempo… o por lo menos me lo parece. Creo que alguien me dijo "¡Venga, apúntate!", y no me lo pensé. Me embarqué, como buen barquero, en esta empresa que al principio me pareció desquiciada. Tan desquiciada como yo. Quizá, incluso un poco más. Pero aquí estoy. El camino ha sido duro; los golpes, también, pero poco a poco, avanzando a cada instante, sabiendo que algún día lo lograría, estoy encaramándome a lo más alto.

Serpentean demasiadas frases en mi cabeza. Demasiadas frases y demasiadas personas. Aquellas que me dijeron "¿Por qué lo haces?", las que me dijeron "Hazlo" con un guiño, y también aquellas que cuchicheaban entre sí "Jamás lo logrará, no tiene capacidad". Pero aquí estoy. Subiendo, trepando, escalando, consiguiendo… demostrando.

Mis músculos, ateridos por el frío polar que se filtra por el abrigo y las botas, están a punto de desmoronarse en helados pedazos. El sudor parece querer congelarse sobre la superficie de mi piel, amenazando con petrificarme a tan corta distancia de la meta. Pero yo sigo subiendo, trepando sobre la pared de hielo y piedra, intentando olvidar el dolor de mi propio cuerpo. Una extraña rosa emerge altiva y coloreada desde la roca, que parecía sólo conocer el gris de su naturaleza y el blanco de la nieve que la plaga. ¡Qué bella flor! Parece tan ajena a todo lo que la envuelve… Ni frío, ni viento, ni la verticalidad del suelo de la que nace, parecen tener suficiente poder como para quebrar su débil tallo y hacerla caer por el infinito precipicio que abre su oscura y peligrosa altura bajo mis pies.

Podría pararme a recogerla, sin embargo, no quiero. La dejaré para los que vengan detrás de mí, porque siempre hay alguien que viene por detrás, empujando, demostrando mejorar a los antecesores. Sacudo la cabeza. He de dejar de malgastar el poco pensamiento que fluye de mi cerebro sin congelarse si quiero seguir soñando con arribar. Ahora me toca dar otro paso, y luego otro, y concentrar todos mis esfuerzos en el siguiente golpe del piolet sobre la roca nevada. Me toca volverme un intrincado mecanismo que hinque la herramienta en la roca y siga subiendo sin pensar. Ahora, en este momento, aquí y ahora, en este mismo instante de espacio y tiempo, me toca subir, llegar hasta arriba, aunque luego... ¡Bah! lo que ocurra luego, el tiempo lo dirá. Sólo existe el presente. Un presente gélido que empaña mi vista con el mismo vaho de mi aliento.

Mis orejas enrojecidas y amordazadas por la tela, captan un lejano tamborileo que se acerca. Casi sin tiempo, alzo mi vista. Unas piedras se desprenden de la pared casi vertical y se precipitan sobre mí con una velocidad terrible. Clavo con fuerza los instrumentos en la dura roca e intento aguantar el pequeño alud de cantos rodados que golpea mi espalda. El doloroso repiqueteo de las rocas sobre mi cuerpo parece no querer acabar nunca. Pero de pronto, una piedra algo más grande de lo normal me golpea y hace perder el agarre de los piolets.

Caigo. Me veo precipitándome al inmenso vacío que se extiende bajo mío. Caigo. Siento el aire frío pasar a toda velocidad por mi cara mientras, sin apoyo, sigo cayendo. Grito y de mis labios no sale más que un bufido agónico. Bajo mío, una caída cuasi infinita abre sus fauces soñando con devorarme. De repente, un tirón desde la cintura. Un golpe con la roca. Un gemido doloroso. Y dejo de caer. La argolla clavada en la piedra aguanta la cuerda a la que voy atado y detiene mi caída.

Escucho algo que vuela a mis oídos desde arriba. "¡Venga! ¡Tú puedes!", "Vamos, un poco más"... Voces femeninas, dulces y suaves. Voces masculinas, expertas y amistosa. ¿Serán ellos? Sí, lo son. La neblina se disipa ante mi vista y allí aparecen. Todos. Ellos, los que ya lo consiguieron, que ahora gastan sus gritos en mí, me animan a llegar, a acompañarlos. Me animan, sobre todo, a demostrar que soy capaz. Con sus gritos palmeándome la espalda, hundo con fuerza el piolet en la roca de la montaña, y subo. Otro golpe de piolet. Y subo un poco más. Estoy más cerca que nunca, aunque la caída haya aumentado los metros entre yo y la cima.

Miro hacia abajo por última vez. Los veo. Mis compañeros de escalada, que me siguen, con los que quiero repartir la gloria en cuanto lleguen. A mi lado, a mi misma altura, otra compañera se acerca también a la cima escalando con rapidez, mientras me guiña un ojo, "Vamos, con fuerza, que podéis". No me oyen, por que ni yo mismo me oigo. Mi voz es un susurro ronco, que escapa con dificultad de mis labios y seguramente muere de frío al enfrentarse al viento helado que rodea la cima.

"Venga", me digo. Unos golpes de piolet más y ya estoy ahí. Uno por cada persona que me ayudó a subir, y seguro que me sobran golpes. ¡Son tantos a los que se lo debería agradecer! No diré nombres, que seguro se me olvida alguno, pero ellos saben quiénes son, que hasta lo más mínimo me ha aupado hasta acá. Palabras maestras, besos vampiros, guiños amigos, muecas rivales, estrellas anónimas, opiniones valientes, ayudas compañeras… Por ellos, por todos, por vosotros, sigo aquí encaramado, con los músculos dolidos del esfuerzo al que están obligados, pero con el orgullo y el ansia intactos.

Un aleteo leve me saca de mis divagaciones. Allí, en un saliente de la roca, una pequeña sombra negra me observa. Arrebujado del frío bajo sus plumas negras, el cuervo me mira con sus pequeños e inquisitivos ojos negros, cargados de inteligencia. Casi me parece descubrir una sonrisa en su pico. Será la altura, que me hace ver cosas raras, sí, será la altura. Con elegancia, el cuervo abre las alas y sale volando por encima de mi cabeza. Su sombra me cruza el rostro, como queriéndome abanicar el frío. Al mirar hacia arriba, empero, me encuentro con una de sus negras plumas que desciende, lentamente y girando, siempre girando, hasta mi hombro, depositándose con dulzura. La cojo y, guardándola con una sonrisa, reanudo mi ascensión. Allí, lejos de mí, fuera de mis oídos acristalados por el frío, como un ronroneo de fondo, su suave aleteo me acompaña.

Estoy ya muy cerca. Casi siento el viento de poniente, revoltoso y juguetón, silbarme en los oídos. Estoy tan cerca… Respiro, rebufo, gruño, saco fuerzas de flaqueza, obligo a mi cuerpo a un último esfuerzo… Un estirón, un grito agónico, y una ráfaga de aire fresco envolviendo mi cara y taponando mis sentidos. Apoyo primero un brazo, luego el otro, y siento una docena de manos que me ayudan a subir. Pequeñas, suaves, elegantes, fuertes, incluso unas que parecen que no están pero sí que están, siempre están. Diez o doce manos que se notan acogedoras aún a través del grueso abrigo y que me atraen hacia ellos. He llegado.

Llego a la cima. La cima... ¡Joder, qué dulces suenan esas palabras dichas desde lo más alto! Me dejo caer en el suelo, boca arriba. Observo sus caras encima de mí, mirándome.

- ¡Por fin has llegado! ¡Lo has logrado!- Gritan mientras pierdo mi mirada por un cielo surcado por garabatos de aire que lo rayan de nieve, como la obra de un niño pintando con tiza en una pared azul.

Sí, lo he logrado. Lo hemos logrado. Hoy sí que sí. Después de la larga escalada, de luchar contra viento y marea, de subir gracias a la ayuda que me han brindado tantos y tantas, de romper las barreras que algún duende maquiavélico creía haber ideado indestructibles para alguien como yo, puedo. Lo puedo decir. Por fin puedo clavar mi bandera allí arriba, alzar las manos, saltar en la cima… Hoy, por fin, lo puedo gritar a los cuatro vientos.

¡Yo, Caronte, me proclamo: "Autor TR de TR"!

 

Muchas gracias a todos.

Caronte.

Autor TR de TR.

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