Perla
Las gotas de lluvia caían por sus mejillas, donde se mezclaban con sus lágrimas. Llevaba varias cuadras caminando bajo la lluvia persistente, la única compañía que tenía en esa triste, desolada y gris tarde invernal. Una compañía helada y húmeda, ideal para hacer marco a sus pensamientos, que ese día eran particularmente negros, tal vez porque en un día similar a este quedó viuda, sin compañía y enfrentada a un mundo desconocido, hostil. De pronto su vida de dueña de casa sometida a los caprichos de Jorge, que con su embriaguez, su tacañería y abandono hicieron que fuera un calvario, terminó abruptamente y se encontró dueña de su vida, una vida menospreciada junto a Jorge y que ahora deseaba revitalizar. Pero sus 38 años le pesaban más de lo que hubiera deseado. Sabía que era joven aún, pero no se sabía joven. En su interior la Perla abandonada, menospreciada, se negaba a abandonarla y el recuerdo amargo de su pasado junto a Jorge le pesaba.
Caminaba bajo los añosos árboles sin una idea clara de lo que deseaba hacer o donde dirigir sus pasos. Salió a caminar para intentar librarse de esa oscura sensación de tristeza que aumentaba en la soledad de su pieza arrendada en un pasaje de la calle Los Corteses. Enfundada en un impermeable y protegida por un paraguas, caminaba sin rumbo fijo, pensando en todo y en nada. En su solitaria vida de mujer sola y en lo que esperaba de su vida, pero mientras mas intentaba encontrar una respuesta, solamente la oscuridad de un túnel sin salida veía frente a ella. Y no es que tuviera motivos de queja respecto de su trabajo, pues le daba lo suficiente para tener un pasar adecuado. Pero eran los interminables fines de semana a solas en su cuarto lo que le atormentaba, sin compañía con quien compartir alegrías, logros, victorias, derrotas, sinsabores, ilusiones. En fin, alguien que le escuchara, solamente eso deseaba: que alguien le escuchara. Fueron muchos años viviendo con un hombre que parecía no darse cuenta de que se había casado con un ser humano, sensible y con vida interior, que deseaba comunicarse, para dar y recibir. Pero fueron años de desamparo, de soledad acompañada. Sin nada para construir juntos.
Sentía ya el peso de la cercanía de los cuarenta sin un proyecto de vida por delante y con un pasado que deseaba olvidar. Conservaba las formas que tenía cuando se casó, aunque sus caderas y senos las notaba más anchas. Pero el pelo negro caído hasta los hombros, la piel de su bello rostro, todo en ella conservaba la lozanía de los veinte años. Y sus piernas se veían incluso mas seductoras que cuando era una adolescente.
No era alta, ni gorda. Su figura aun semejaba la de una chiquilla. Pero su interior era el de una mujer desilusionada de la vida, sin ánimo de luchar, sin nada por lo que luchar. Fue la constatación de su soledad sin límite y su abandono lo que gatillaron las lagrimas que inundaron su hermoso rostro.
Sintió que el paraguas ya no la cubría, colgando de su mano derecha a un costado, en tanto las gotas de lluvia resbalaban por su cabello y cubrían su rostro, mezclándose con el salobre gusto de sus lagrimas, que fluían sin tregua.
Señorita, ¿le puedo ayudar?
En un principio no escuchó al hombre que había detenido su caminar y le hablaba. Siguió con su cabeza gacha dejando caer sus lágrimas mezcladas con gotas de lluvia al suelo
Señorita, ¿le sucede algo?
Cuando se percató de la presencia de ese hombre a su lado, intentó inútilmente ocultar sus lágrimas, pero fue inútil, pues seguían acudiendo sin control a sus mejillas, bañándolas junto con la lluvia.
No, no es nada. No se preocupe.
Le respondió en medio del llanto que brotaba incontenible.
Le entiendo. También sé lo que es la soledad. Y este atardecer no ayuda en nada.
Quedó sorprendida por sus palabras. Había adivinado su estado de ánimo y había dicho justamente las palabras que ella necesitaba para tranquilizarse: era alguien que le comprendía y que estaba dispuesta a escucharla. Si, pues sus palabras eran una invitación al dialogo, a la confidencia. Pero, ¿cómo pudo ese desconocido darse tan perfecta cuenta de lo que ella sentía, de lo que necesitaba?
Estaban en una plaza que exhibía solamente los escombros de la construcción de la estación del Metro que pasaría por ese sector. No sabía cómo había ido a parar ahí. Tal vez el recuerdo de mejores momentos vividos en esos bancos, bajo la luz de los faroles, cuando el verdor reinaba alrededor.
Le invito a un café
Su voz suave, tranquila, pausada, le tranquilizó. Sin decir nada, le tomó del brazo y atravesaron la avenida y se adentraron en un café de esos de barrio, con mesas lustrosas por el paso de los años y con las huellas de los cientos de golpes de cachos, piezas de dominó y botellas de cerveza.
El calor ambiente del local la calmó y dejando que su acompañante la desprendiera del impermeable, se sentó y esbozó una sonrisa, que más pareció una mueca, sin levantar los ojos. El se sentó frente a ella, pidió café a la niña que se acercó a atenderlos y guardó silencio, mirándola intensamente, con el rostro profundamente concentrado.
Mientras esperaban el café, ella levantó la vista y la fijó en él.
¿Se siente mejor?
La calidez del café hizo renacer en ella la vitalidad perdida y los deseos de conversar. Y sin preámbulos le abrió su corazón al desconocido que tenía al frente.
La lluvia, lo gris de la tarde, no sé, pero se apoderó de mí una tristeza incontenible, y por eso me puse a llorar como una tonta.
El calló unos instantes. Sorbió café y encendió un cigarrillo. Una bocanada de humo escapó de sus labios y después de un profundo suspiro la miró y le habló.
Puede que el día ayude a ello, pero no creo que sea la única causa. En mi caso, salí a encontrarme con algunos fantasmas que me esperan en las ruinas de la plaza donde la encontré. Y la insoportable carga de los recuerdos estaba por vencerme cuando la ví parada, tan triste, tan desolada, tan vulnerable, que sentí el deseo de protegerla.
Perla sintió que sus palabras llegaban a lo profundo de su corazón. Había poesía en ellas, pero eran los pensamientos de un hombre que también sabía de soledad, de tristeza. Como ella, había escapado a buscar alivio en la humedad de esa tarde invernal.
Gracias. Debo confesarle que tiene razón, pues la lluvia fue la excusa para dar rienda suelta a mis frustraciones, contenidas por tanto tiempo. Necesitaba desahogarme y lo estaba haciendo cuando usted me habló.
Con una semi sonrisa, el hombre la invitó a continuar
De rienda suelta a sus penas, entonces.
Y ella le contó de las muchas razones de su penar. Le habló de su matrimonio fracasado y de su temprana viudez. De la falta de afectos y de la abundancia de problemas. De sus hermanas, de sus sobrinos, que eran su familia pero que no lograban ser algo solamente suyo. De sus pocas expectativas de trabajo. En fin, estuvo por media hora hablándole a ese desconocido como si fuera su confidente de toda una vida.
Después fue el turno de el para las confidencias.
Entre café y café el deshilvanó su vida ante ella, dándole el retrato de un hombre solitario, sin familia y cansado de aventurar en las cosas del amor. Sentía la necesidad de lo que los franceses llaman "el reposo del guerrero" pero a pesar de su búsqueda no había encontrado aún la mujer que le acompañara en su aventura final. Y sentía ya perdidas sus esperanzas, pues se acercaba a los sesenta años y estaba completamente solo.
Perla intentó darle un retrato amable de la vida, de lo que le esperaba aún y él le infundía ánimos a ella. Era increíble que esas dos almas venían conociéndose recién y que a pesar de sus propios pesares hubieran sacada fuerzas para infundirle ánimo al otro.
De pronto se encontraron riendo como viejos camaradas, cuando se dieron cuenta del rumbo que había tomado la conversación.
Al fin de cuentas hemos tenido una excelente terapia sin ir al psicólogo, ¿no cree?
Tiene razón.
Y después de un momento de reflexión, agregó:
Perla
El pareció no comprender.
¿Perdón?
Mi nombre. Me llamo Perla.
Disculpe. Y yo Salvador
Siguieron conversando largamente, hasta que cesó la lluvia. Mientras el hablaba, ella le miraba intensamente y cada vez se sentía más grata con lo que veía. Tal vez un poco viejo para ella, pero un hombre de rasgos interesantes y de conversación amena. Hacía muchos años que no se sentía tan bien en compañía de un hombre. Tal vez con Jorge, antes de casarse, antes de que se convirtiera en el verdadero Jorge.
Se levantaron y salieron del café. Ella no se atrevió a demostrar los sentimientos que habían nacido en su pecho por ese hombre en tan poco tiempo, al calor de varias tazas de café y se despidió sin dar ninguna posibilidad a un nuevo encuentro. El nada hizo para cambiar la situación, tal vez cohibido por la actitud de Perla. Y en la puerta del café se despidieron con un apretón de manos que les dolió a ambos pues algo había nacido entre los dos que les impulsaba a abrazarse, a decirse que deseaban volver a verse. Pero no fue posible y el breve roce de sus manos fue todo lo que hubo.
Ella partió por su lado, con el alma renacida por el nuevo sentimiento que había despertado ese hombre en su corazón. Ese hombre al que sabía no volvería a ver pero que recordaría siempre.