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Las vacaciones de Eduardo

en Amor filial

Capítulo 2: Teresa

 

  1. La seducción

 

Era todo un espectáculo, parada frente a la ventana, en punta de pie,  con su vestido de una pieza que traslucía la exquisita forma de su cuerpo  sin dejar nada a la imaginación de Eduardo, que miraba embobado a su madre recostada en el hueco en la pared, donde estaba apoyada negligentemente mirando hacia el exterior. Sus hermosas piernas, bien formadas y rellenas, eran un regalo a la vista. Sus caderas, insinuadas bajo la leve tela que cubría sus formas, daban cuenta de una mujer en la plenitud de su vida. Y su espalda, que parecía desnuda bajo el vestido, mostraba a las claras que Teresa no tenía nada de más ni nada le faltaba. Sus senos, se imaginaba Eduardo por el recuerdo que tenía de las veces que había logrado vislumbrar algo de ellos en algún descuido de su madre, debían estar rebosantes de vitalidad. En pocas palabras, tenía ahí delante a toda una hembra, a la que venía deseando desde hace mucho tiempo.

Se quedó parado al pie de la escalera, embobado viendo las sugerentes formas de su madre, que la tenía, cerca suyo, apoyada de manera descuidada contra la ventana, sin percatarse del efecto que producía en él, que tantas veces había soñado con poner sus manos sobre  ese cuerpo  y recorrerlo suavemente, acariciándolo, para terminar masturbándose mientras se imaginaba penetrándola y haciéndola gozar como a una poseída. El imaginarla bajo suyo y gozando con su verga era una sensación tan real y poderosa que  sus acabadas siempre fueron increíbles, como si realmente le hubiera hecho el amor y ella hubiera participado con el mismo entusiasmo que él ponía en ello.

Desde que entrara a la pubertad, nació en él un deseo obsesivo por su madre. A ello contribuyeron las páginas de relatos eróticos que visitaba con asiduidad, en donde los filiales le atrajeron desde el primer momento. Y especialmente aquellos en que madre e hijo se entregaban lujuriosamente al sexo.

Poco a poco se fue convirtiendo en un acosador secreto de su madre, pendiente de cualquier gesto descuidado de ella para captar algún retazo de piel que se asomara entre sus piernas o el escote. Y todo lo que lograba ver lo atesoraba en su imaginación para darle rienda suelta a sus prácticas solitarias. Incluso se hizo un hábito el buscar entre el cesto de la ropa sucia algún calzón o sostén de ella, los que pasaba entre sus genitales, que al contacto de la seda lo excitaba de inmediato. A veces encontraba prendas de sus hermanas, que también le daban momentos de placer, pero sus preferidas eran las de su madre, especialmente si no estaban limpias. Llegó al extremo de olerlas e impregnarse del fuerte olor de su orina y, se imaginaba, restos de alguna eyaculación nocturna.

A ella no le había pasado inadvertido lo que pasaba con su hijo y lo atribuyó a la etapa de su desarrollo por la que estaba pasando y en un principio puso más cuidado con su ropa interior. Pero tuvo que concluir finalmente que no le desagradaba lo que pasaba con Eduardo, más bien le hacía rejuvenecer el sentirse  objeto de deseo de alguien tan joven como él. A pesar de sus 36 años, sentía que todavía podía hacer que un muchacho de 19 años sintiera deseo con su cuerpo. Y ese pensamiento, junto al hecho de que su propio cuerpo ardía de deseos de tener sexo nuevamente, pero sexo de verdad,  la alentó a seguirle el juego a su hijo. Poco a poco se fue descuidando con  sus prendas íntimas, sabiendo que el muchacho las usaría para sus actividades en solitario. Y el pensar en Eduardo masturbándose con sus calzones le excitaba de manera increíble y empezó a ver a su hijo como objeto de deseo, a tal punto que  llegó incluso a masturbarse en la noche  pensando en él, para posteriormente  dejarle sus calzones con restos de su eyaculación, de manera que al día siguiente  comprobaba cuando él se lo llevaba furtivamente al dormitorio y lo devolvía aún más manchados. El pensar en que su hijo se masturbaba con lo que le había dejado, alimentó en ella un deseo irrefrenable por hacer realidad sus fantasías eróticas con el muchacho.

Teresa se había separado hacía ya un año y sentía que el cuerpo le pedía imperiosamente satisfacer sus necesidades íntimas, pero no tenía nadie cerca que pudiera tranquilizarla. Y su hijo había llegado a pasar las vacaciones con ellos y encontró que el muchachito que había partido hacía diez meses se había convertido en todo un hombre, bien parecido, atlético y lleno de vitalidad. Pero también lo había advertido algo distante, cosa normal en un muchacho que está en la búsqueda de su propio ser. Y esa distancia contribuyó a que ella lo viera con otros ojos.

La forzada separación de Eduardo para ir a estudiar a la universidad hizo de él todo un hombre y ahora Teresa lo miraba ya no con los ojos de una madre enternecida sino con los de una mujer que tiene ante sí a un hombre hecho y derecho. Lo quería, pero no podía evitar el sentir que su cuerpo se alteraba en presencia del joven. Y las miradas de éste, su forma de seguirla con la vista, no contribuían a que entre los dos hubiera un sentimiento maternal. Muy por el contrario.

Y ahora que Eduardo había vuelto a casa, después de tanto tiempo de separación, Teresa se sentía cada vez más atraída por él, de tal manera que la imagen del hijo se fue desdibujando en su mente para dar paso a un joven que, a todas luces, se sentía atraído por su cuerpo, por su belleza, lo que la hacía feliz. Con el paso de los días, la atracción mutua se hizo manifiesta, en todos los gestos, palabras y actuaciones de ambos. El la deseaba, lo sabía Teresa. Y ella lo deseaba, cosa que ignoraba Eduardo.

Madre e hijo se deseaban.

No hacía una semana que Eduardo había vuelto a casa cuando ella empezó a provocarlo a conciencia, ya fuera abriendo descuidadamente sus piernas para que el joven mirara entre sus muslos, o agachándose de manera que sus senos se asomaran impúdicos o saliendo del baño tapada solamente con la toalla cuando sabía que él andaba cerca o cambiándose ropa con la puerta de su dormitorio a medio cerrar para que su hijo la viera. Y cuando lo sorprendía espiando, se hacía la desentendida y seguía regalándole el espectáculo de su cuerpo desnudo hasta que él desaparecía para ir a su dormitorio. Ella lo seguía en sigilo y espiaba poniendo el oído contra la puerta para escuchar como su hijo se masturbaba,  desesperado. Y cada vez con más frecuencia ella volvía a su propio dormitorio para masturbarse también, pensando en su hijo.

¡Qué diferencia entre la madre cariñosa que despidiera a su hijo cuando éste partió a la universidad, y la Teresa de ahora, que buscaba por todos los medios seducirlo!

Y esa mañana, frente a la ventana, era un paso más en su plan de seducción. Se desprendió de sus prendas íntimas y se cubrió solamente con un vestido de tela delgada, de manera que se traslucieran sus formas al contra luz, para que su hijo gozara con el espectáculo de sus piernas, muslos y cuerpo desnudos. Apoyada contra la ventana, esperó a que Eduardo bajara a desayunar, adoptando una pose seductora. Y cuando él la vió a contraluz, movió sus piernas como acomodándose pero teniendo cuidado de que su cuerpo se trasluciera  bien y el muchacho pudiera tener una visión clara de la desnudez bajo el vestido.

Eduardo, ven

Lo llamó con voz casi apagada por la sensación de deseo que la dominaba, sabiendo que él acudiría y entonces empezaría un juego de seducción que sólo podía tener un  final.

Poseído por el deseo que le provocaba la visión de la figura de su madre a contraluz, el muchacho se fue acercando  como si estuviera hipnotizado por esas líneas y formas que se traslucían y se insinuaban por entre la delgada tela que la cubría, hasta quedar parado detrás suyo.

¿Qué miras, mami?

A tus hermanas.

El se acercó más a ella, procurando ver hacia afuera, para lo cual tuvo que pegar su cuerpo a Teresa, que no dijo ni hizo nada nada para cambiar de posición, que le impedía tener un hueco a su lado. Ella estaba consciente de que en esa posición al muchacho solo quedaba ponerse detrás suyo, con todo lo que ello implicaba. Mientras él intentaba ver hacia el exterior, acercó su pelvis a las nalgas de su madre, que seguía sin decir ni hacer nada. Y estaba seguro que tenía que haberse dado cuenta de que había algo apretándose contra sus globos traseros, ya que la posición de ella hacía que no hubiera manera de que él viera hacia la calle sin que su cuerpo se apretara al suyo.

¿Dónde están, que no las veo?

Preguntó no por curiosidad sino para esquivar la atención de ella de sus intentos de apretarse más aún a sus nalgas.

Ahí, en la esquina. ¿Las ves?

El se apretó más aún y se hizo evidente que el bulto contra las nalgas maternas ahora era un pedazo de verga erecta pugnando por ponerse entre ambos globos. No había manera de ocultar el hecho pues incluso el muchacho le pegó un par de apretadas para colocar su herramienta entre los muslos que le pareció que de alguna manera se movían, aunque levemente. Tal vez era idea suya y no era tal, pero lo que sí era claro es que  ella no podía ignorar lo que él pretendía entre sus glúteos.

¿Las ves ahora?

Si, ahí vienen

Y junto con la afirmación, pegó un nuevo apretón contra el cuerpo de su madre y su verga se apegó más aún, como si pretendiera salir del pantalón y ponerse ahí donde tanto deseaba tenerla.

Pero las muchachas venían entrando a la casa y su madre se enderezó, poniendo fin a sus intentos.

Le miró de una manera intensa, dándole a entender que no le había pasado percibido nada de lo sucedido entre los dos. Y para él eso significaba que lo que había pasado recién podría volver a pasar.

Teresa se separó de la ventana, poniendo fin con ello a la magia, no sin antes mirarlo intensamente y decirle:

¿Sabes? estuve casi un hora esperando a tus hermanas…

El mensaje era más que evidente

Mami…

¿Si?

¿Mañana vas esperarlas nuevamente?

Si, ¿por qué?

No, nada.

Ella  se limitó a mirarle con una sonrisa bailando en sus labios mientras se dirigía a la puerta a saludar a las muchachas, moviendo sus caderas de una manera que a Eduardo le pareció provocadora. El la deseaba y ella parecía corresponderle.

Y esa invitación sin palabras para el día siguiente. . .

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