Autor: Salvador
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Una madrastra muy especial ( I )
La vez primera que Marcela me dio a entender que mis miradas furtivas no le habían pasado desapercibidas y que mis fantasías sexuales con ella no le molestaban, tuve la sensación de que un mundo nuevo se habría ante mí, a mis 18 años pletóricos de deseos insatisfechos.
Y como no, si Marcela, mi madrastra tenía apenas tres años más que yo. Con sus 21 años mostraba la plenitud de sus bellas formas: una silueta que lucía con orgullo, sabedora del efecto que causaba en los hombres por lo generoso de sus senos, altaneros y voluminosos, que hacían resaltar todo el conjunto. Y qué decir de sus piernas, largas, llenitas, duras y de blanca piel, que ella sabía que al mostrarlas los hombres se descomponían de deseo. O sus nalgas, redondas, gruesas, que llamaban a gritos a que las tocasen, besasen y penetrarlas. Es que Marcela era toda ella un grito de deseo, que atraía a los hombres como si de su cuerpo emanara una química que hacía sucumbir al sexo opuesto. Y a más de una mujer, como se había dado cuenta por algunas miradas femeninas posadas en su cuerpo que sorprendió más de una vez.
Ella era hermosa, atrayente, de figura espectacular. Y lo sabía. Y le agradaba el efecto que provocaba en los hombres, por ello se vestía provocativamente, haciendo resaltar sus bellas formas en poses que siempre cargadas de erotismo. Es que mi madrastra era una mujer ardiente, en la plenitud de sus deseos sexuales, y le encantaba sentirse deseada, ya que su vida interior giraba exclusivamente en torno al sexo. Por ello se casó con mi padre, un hombre 25 años mayor, que podía darle lo que ella esperaba del sexo, claro que su apetito superaba las posibilidades de mi padre y muy pronto Marcela empezó a fantasear con la posibilidad de probar el sexo fuera del matrimonio, pero le era difícil decidirse a engañar a su esposo por los problemas que ello pudiera causarle.
Esa fue la razón por la cual mi madrastra empezó a fijarse en su hijastro, un joven casi de su edad, que vivía en la misma casa y con el que pasada mucho tiempo sin que llamara la atención de nadie.
Su coquetería innata se aplicó a la conquista de su hijastro, aplicándose con esmero a mostrarle partes de su cuerpo casi como al descuido, vistiéndose de manera sugerente, lo que pronto, muy pronto, produjo el efecto que ella esperaba. A decir verdad, yo estaba en plena etapa de desarrollo de mi libido, por lo que Marcela no necesitó esforzarse mucho conmigo, pues yo estaba siempre pendiente de la posibilidad de poder solazarme con sus partes íntimas, en cualquier parte donde ella estuviera.
Pero, a decir verdad, mi madrastra se limitó durante mucho tiempo a satisfacer su ego y vanidad, sin ir más lejos. Ella disfrutaba viendo el efecto que producía en mí e imaginaba las masturbaciones que yo me hacía a escondidas pensando en sus muslos, nalgas, senos e imaginándola teniendo sexo conmigo, para después desahogarse en la cama matrimonial, para satisfacción de mi padre, que finalmente era el más favorecido con el jueguito de madrastra e hijastro.
Con este tipo de relaciones nuestra existencia prosiguió sin mayores problemas, pues yo empecé a tener novias ocasionales que me ayudaban a aliviar la calentura que sentía por mi madrastra, cuyos juegos nunca decayeron, alimentando en mí un deseo insatisfecho que ella se esmeraba en mantener latente. Hasta que cumplí los 21 años.
Dejé de ser el muchacho manipulable, al que mi madrastra podía manejar a su antojo. Ahora era un hombre que había adquirido experiencia suficiente como para saber que podía volcar la situación de manera de ser yo quien manejara los hilos. Quería pasar de presa a cazador. Un cazador que pretendía acostarse con Marcela.
Ese verano empecé a usar casi exclusivamente shorts, sin camisetas. Y las siestas las hacía de manera que mi madrastra me viera, con mi torso varonil sudoroso y unos shorts en que sobresalía el paquete que formaba mi instrumento, cuyas dimensiones eran de admirar, a decir de mis novias ocasionales.
Ya no me limitaba a espiar las partes íntimas de mi madrastra, pues siempre que la encontraba en el pasillo, pasaba detrás suyo y mi paquete se apoyaba a su trasero de manera casi evidente, sabiendo que a ella no le pasaría desapercibido. O trataba de estar bien cerca de ella cuando conversábamos, de manera que mi torso desnudo estuviera casi rozando su cuerpo, ya que me daba cuenta que mi cercanía empezaba a ponerla cada vez más nerviosa. Y más de una vez me sorprendió en actitudes íntimas con alguna de mis novias, cuando la llevaba a casa a estudiar. En fin, me apliqué a fondo a la conquista de mi madrastra, la que empezó a sucumbir a la tentación, ya que el muchacho se había convertido en todo un hombre. Tenía dos hombres en casa y uno de ellos la hacía sentirse completamente mujer, deseosa de tener algo con el.
Era cosa de tiempo. Ambos lo sabíamos.
Y ese día llegó finalmente. Y fue como una explosión de deseo, de lujuria, que nos envolvieron en un mundo de sexo que nos trastornó completamente, haciéndonos vivir límites insospechados, dando rienda suelta a todas nuestras fantasías, sin que nada nos detuviera en el afán de satisfacer nuestros deseos del uno por el otro.
Mi padre dormía en el dormitorio matrimonial. Hacía algunos días que hacía cama debido a una gripe que le tuvo con una fiebre que demoró en ceder. Los cuidados de su esposa le permitieron superar la crisis, de la que salió bien débil, por eso se dormía temprano. Marcela, en tanto, se mantuvo todo el período de la enfermedad de mi padre atendiéndolo solícitamente, aunque ello significó que su vida sexual se viera interrumpida durante tres semanas. Y parecía que seguiría suspendida aún durante un tiempo más, considerando la debilidad que ahora tenía mi padre. Esta circunstancia gatilló en ella y en mí el deseo contenido y nos portamos como dos brasas que se encendieron al menor estímulo. Y ese estímulo fueron unos libros viejos que mi padre guardaba en el altillo y que necesitaba leer.
Llegué de la Universidad cuando Marcela estaba subida en una escalera que daba al altillo, donde estaban los libros que debía bajar. Me di cuenta que la posición de la escalera era inestable y me apresuré a ayudar a mi madrastra, sujetándola. Me ofrecí a subir en lugar de ella, pero mi oferta fue rechazada pues Marcela ya estaba subida, por lo que me limité a sujetar la escalera mientras ella buscaba el libro.
Cuando salió del altillo y puso sus piernas en la escalera, no pude evitar mirarlas, y sus muslos que se mostraban generosamente. En un momento determinado tuve la visión de su bikini blanco bajo el vestido. Era un espectáculo como nunca había tenido ante mis ojos, y me lo estaba dando casi de casualidad, pues cuando se dio cuenta de que yo la miraba se esmeró en hacer más lento el descenso, mostrando lo más posible la parte interior de sus muslos, sabiendo que ello me pondría como loco. Pero también sabía que yo no me contentaría con solo mirar. Ya no era un niño. Pero la falta de sexo durante tanto tiempo fue el mejor aliciente para seguir en su juego, deseosa que ahora las cosas tuvieran un final feliz, colmándola de aquello que tanto necesitaba.
Cuando terminó de bajar quedó tomada de la escalera, entre esta y yo, de espaldas a mi y a mi instrumento que se puso a la altura de su colita, empujando descaradamente. Yo no soltaba la escalera, por lo que Marcela quedó prisionera entre mis brazos y con mi instrumento empujando sobre su sensible trasero. Yo estaba decidido a llegar hasta el final, por lo que me mantuve firme, apoyando todo mi cuerpo contra el de mi madrastra, esperando su reacción.
Ella se dio vuelta y sin hacer ningún esfuerzo por salirse, me miró de frente, con una seriedad que mostraba que el deseo en ella estaba ganando la batalla. Sin quitarle la vista de los ojos, pues mis manos en sus hombros y empecé a empujar hacia abajo, lenta pero firmemente. Su cuerpo obedeció dócilmente, bajando poco a poco, sabiendo lo que esperaba yo de ella.
Cuando estuvo de rodillas frente a mi, llevó sus manos a mi pantalón y lo abrió, sacando mi instrumento a la luz. Sus ojos demostraron la sorpresa que le causó el tamaño de mi verga, la que completamente parada frente a su rostro se movía por si sola. Con el deseo pintado en la cara, abrió la boca y se tragó el trozo de carne completamente, regalándome una mamada increíble, producto, por una parte, de la práctica adquirida en su vida de casada y, por la otra, el deseo de probar mi instrumento.
No sin esfuerzo saqué mi pedazo de carne de la boca de mi madrastra y le pedí que se acostara en el suelo, para lo cual ella se desprendió de su bikini. Se acostó, abrió sus piernas y levantó sus brazos, en una muda invitación a penetrarla. Me puse entre sus piernas, con mi verga completamente parada. Me eché sobre Marcela y le enterré mi instrumento, que se hundió sin dificultades en su vulva completamente mojada por el deseo, lo que facilitó la penetración.
Subió sus piernas sobre mis espaldas y empezó a moverse desesperadamente, emitiendo quejidos apagados, ya que estábamos separados de mi padre solamente por una pared. Desesperado, hundía y sacaba repetidamente mi verga de su vulva, sin decir palabras, disfrutando completamente esa follada que tanto había deseado. Como es lógico, más pronto de lo que los dos hubiéramos querido, Marcela y yo acabamos por vez primera, casi al unísono.
Quedamos abrazados, apretadamente, como si quisiéramos fundirnos en ese momento para siempre. Es que para ambos esa experiencia era la culminación de un deseo largamente anhelado, que finalmente se había hecho realidad, casi sin proponerlo. De lo que estábamos seguros ambos era de que nuestras vidas ahora tomarían un nuevo giro, pues no podíamos ni queríamos echar pie atrás. Los dos deseamos y disfrutamos este momento y sabíamos que era el inicio de una nueva relación, sin importar el lazo familiar que nos unía. Es que el deseo sexual nos unía mucho más profundamente que cualquier parentesco.
- Te espero en mi dormitorio
Le dije al oído y la dejé partir. Ella entró al dormitorio con los libros que ambos recogimos del suelo donde habían quedado esparcidos. Yo me fui a mi pieza y esperé.
Al cabo de media hora apareció en la puerta de mi dormitorio.
- Tuve que esperar a que durmiera
Fue todo lo que dijo mientras se desprendía de su ropa y quedaba completamente desnuda ante mí. Y sin esperar invitación, se apoderó de mi verga y reinició la mamada que anteriormente yo le había hecho interrumpir.
- Lo deseaba tanto
Dijo mientras se aplicaba con dedicación a meter y sacar mi pedazo de carne del tubo que hacía su boca, chupando pausadamente el tronco y lamiendo mi verga en toda su extensión, todo con calma, como si nada más le importara en este mundo. Era una escena increíble estar ahí, sobre mi cama, con mi madrastra haciéndome una mamada a conciencia. Era mejor aún que las fantasías que me había forjado durante estos años.
Sus esfuerzos tuvieron recompensa y le brindé finalmente un chorro de semen que ella intentó tragar, cosa que era imposible considerando la cantidad de leche que le regalé, por lo que parte de mi acabada terminó por caer por la comisura de sus labios, que esbozaban una sonrisa de satisfacción que sellé con un apasionado beso.
La puse de espaldas en la cama y me dediqué a devolverle el trabajito, metiendo mi cabeza entre sus piernas y mi boca a su vulva, donde mi lengua se encargó de explorar todos los rincones interiores posibles, hasta chocar con su clítoris, el que masajeaba con deleite, sabedor de que muy pronto ella se rendiría. Y así fue, en efecto, pues mi madrastra subió las piernas y con convulsiones de su cuerpo empezó a derramar los jugos que denotaban el goce que estaba sintiendo.
Ya calmados, empezaron las confesiones
- No imaginas cómo te deseaba, Gabriel
- Y yo a ti. Tantos años deseándote
- Pero finalmente lo hicimos
- Si. Finalmente
- ¿No te da nervios que tu padre esté tan cerca?
- A mi no, ¿y a ti?
- Me excita sobremanera
- Ah, te gusta el peligro, ¿verdad?
- Si, lo reconozco. ¿Y a ti?
- No sé. Pero contigo puedo correr cualquier peligro
- Vamos a correr varios peligros, te aseguro, pero te haré muy feliz
- Estoy seguro que contigo seré muy feliz, Marcela
- ¿Estas dispuesto?
- Si. Contigo, todo.
Mientras hablaban, Marcela se había puesto en cuatro pies y le miraba con deseo, lo que comprendí inmediatamente como una invitación, poniéndome detrás suyo y llevando mi instrumento a su vulva, por entre sus nalgas. Aferrándome a sus senos, que amasé con deleite, empecé a bombear con fuerza, mientras ella echaba su cuerpo hacia atrás, fuertemente, como si quisiera fundirse conmigo, con mi pedazo de carne.
- Rico, mijito, rico
- Toma, toma, toma
- Eres tan rico, Gabriel
- Y tu. Toma, toma
- Ayyy, siiiiiiiiiiii
- Mijitaaaaaa
Sus expresiones ya no eran susurradas. Había tomado confianza y sabedora de que yo le seguiría el juego, empezó a hablar en voz más alta, pero no tanto como para que fuera escuchada en la pieza de mi padre. Había empezado el juego del peligro.
- Aghhhhhhhhhhh
- Rico
- Empuja, siiiiiiiiiiiiiiiiii
- Toma, mijita, toma
- Yaaaaaaaaaaaaaaaa
Mi madrastra perdió toda compostura y sus gritos ya no se medían. Afortunadamente ella sabía que mi padre estaba demasiado dormido para oirla. Quedó casi desmayada sobre la cama, con mi leche cayendo por sus piernas, mientras su propia eyaculación formaba un charco sobre la cama.
- Eres tan rica como te imaginaba, Marcela
- Y tu también. Incluso mejor, mijito
- Sabía que eras muy caliente, pero no pensé que tanto.
- Es que tu me enloqueces con ese instrumento que te gastas
- Tu culito es increíble, cielito
- ¿Te gustaría probarlo mañana, en mi dormitorio?
- Pero, ¿cómo? Si mi padre estará ahí
- Tranquilo, que mañana te invitaré a ver tele con nosotros
- No entiendo
- Voy a arrendar una película y la veremos los tres, en mi cama.
- Pero. . .
- Tranquilo, amor, que yo me encargo de todo
- Mmmmmm
- No te preocupes. Confía en mí.
Parecía increíble que mi relación con mi madrastra hubiera llegado a niveles tan lejanos, considerando que habíamos estado tres años en un coqueteo que nunca pasó de un deseo contenido. Sin embargo, en un par de horas se desató en los dos la lujuria y parecía que no tenía límites.
Nos separamos y yo quedé a la espera del día siguiente y de la aventura que Marcela nos haría vivir en su lecho matrimonial.
Lo que si sabía era que esta aventura que iniciábamos Marcela y yo nos llevaría por un camino de perversión que desnudaría nuestra verdadera naturaleza, que no trepidaría en nada para satisfacer nuestros deseos incontenibles, llevándonos a una camino de degeneraciones que no perdonaba nada ni a nadie.