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Visita a una playa nudista

en Gays

En la Playa

Antes de venir a vivir a Gijón solía ir a la playa en Vizcaya con mi familia. Ibamos en tren y tardábamos treinta minutos o una hora según fuéramos a una playa cercana o a las más lejanas. Había muchas cerca de Bilbao y según el tiempo de permanencia en ella, elegían mis padres.

Si solo permanecíamos la mañana, íbamos a la playa de Las Arenas o Neguri y si era para todo el día, Sopelana o Plencia. Había otras intermedias más pequeñas, pero como el acceso a pie era largo desde la estación del tren, no las elegían mis padres.

Los médicos habían recomendado para mi recuperación, entre otras cosas, que fuera a la playa, andar sobre la arena mojada de agua salina y tomar el sol allí.

 

Una de las que visitábamos con más asiduidad era la de Sopelana. Era grande, tenía una fuente de agua natural entre las rocas de la bajada y bastante sombra contra los taludes para hacer la siesta de la tarde, lo que la hacía perfecta.

Lo que tardé mucho en averiguar fue que la playa de Sopelana, era en realidad dos unidas por un cordón rocoso, difícil de atravesar en pleamar, pero perfectamente accesible si la marea estaba baja.

La zona de la playa que no visitábamos la llamaban Larrabasterra (lo he sabido después).

Tenía prohibido por mis padres pasar ese cordón de rocas, me decían que si subía la marea estando así mis piernas, no podría volver de nuevo. Incluso ellos se colocaban al lado contrario de la escollera, es decir al otro lado de la playa seguramente para evitarlo, por suerte para mí, por lo que voy a relatar.

Teniendo unos doce años, un domingo que habíamos ido a esa playa, me acerqué a las rocas que tenían una especial fascinación para mí y como mis padres no me veían, porque estaban casi a un kilómetro de distancia, al otro lado, echados en la arena donde había sombra, dormidos, me decidí a pasar.

La marea estaba baja y no me costó casi nada atravesar la escollera. Al aparecer por el otro lado me quedé atontado. ¡¡ Había otra playa !!.

Era casi igual de grande que la que estábamos nosotros y tenía un camino y dos escaleras de piedra para subir al acantilado que rodeaba todo el contorno del mar.

No era verdad lo que me habían dicho, no había problema para volver por tierra. Aunque si era verdad, que no hubiera podido hacerlo por mar, si subía la marea.

- ¿Por qué me habían mentido mis padres? - Me pregunté

Rápidamente lo averigüé al ver que había sobre las rocas, en los huecos de arena que se formaban entre ellas y sobre toda la superficie de la playa, un montón de personas tomando el sol, completamente desnudas.

Hasta aquel momento yo sí había visto algún adulto desnudo, pero casi de soslayo y de una manera momentánea y muy pocas veces pollas de mayores que yo, aunque vigilaba cuando meaba en los urinarios del instituto, para vérsela a los de los últimos cursos que estuvieran orinando al lado.

Encontrarme de pronto con aquella cantidad de cuerpos desnudos delante, allí mismo y los que vislumbraba paseando por la playa y a la orilla del agua, fue para mí como una llegada al paraíso.

Aunque no me había hecho mayor, es decir no me corría aún, sí sabía ya mucho sobre sexo y me gustaba mirarme mi pollita, sobre todo cuando estaba empinada, bajar el prepucio y tocarme el glande, yo le llamaba pellejo y haba, como había oído a mis amigos y disfrutaba mucho cuando podía ver la picha dura o frotándosela a alguno de más edad que yo.

En la inocencia de mi edad, me acerqué a aquellos cuerpos todo lo que pude y los miraba, si no descaradamente, sí con la suficiente intensidad para poder verles perfectamente.

Había cuerpos, morenos por el sol, con un cacharro enorme, que descansaba con la punta enrojecida sobre su vientre.

Cuerpos colorados como cangrejos cocidos, con los muslos y culos casi en sangre y con las pollas casi despellejadas por el sol tomado.

Cuerpos pálidos intentando oscurecerse con los rayos del sol que caían sobre nosotros y con la polla aún blanquita.

Había pollas que casi no se veían entre la pelambrera, pollas que descansaban tranquilas a lo largo del muslo, pollas cuya punta llegaba hasta la arena y estaba casi enterrada en ella, pollas gordas, oscuras, torcidas, derechas, flácidas, medio tiesas, largas, cortas, delgaditas, enanas, enormes, .....

Tenía a mi disposición toda una colección de pollas que se pueda imaginar

Fue ya el summun cuando me puse a pasear por la orilla y me empecé a cruzar con los que pasaban en dirección contraria a la que yo llevaba.

Exhibían su badajo, bamboleante, algunos con el glande al descubierto debido a una infantil operación de fimosis, otros enseñando solo la punta turgente, roja o un poco morada por el frío del agua, asomando curiosa entre aquellos pliegues de piel, de color más sangrante, que cuando se empinara pudieran cubrir toda su superficie.

Entonces comprendí todas la acepciones que se dan al miembro viril porque había verdaderos tronchos, trabucos, badajos y un sinfín de vergas, ciruelos y hasta gruesos troncos arbóreos como las seqüoyas de Estados Unidos.

Había también algún pito e incluso pililas en cuerpos escuálidos, que yo casi no miraba, que si hubieran sido mías, no me hubiese atrevido a enseñar para que no las compararan con las verdaderas pollas que se exhibían allí.

Entre aquel desfile de modelos de pichas destacaban las de los que jugaban con una pelota a las palas y a los que se tiraban un disco u otra cosa, pues con el movimiento, libre y saltarina, se ofrecía haciendo multitud de formas a mis extasiadas miradas.

Al fin elegí donde pararme y me senté junto a un grupo de mozalbetes de 15 a 16 años, que se veía que habían llegado en bicicletas, pues las tenían apoyadas en el suelo junto a ellos. Estaban desnudos, menos uno, que aún conservaba puesto el mallot de ciclista, con un bulto enorme marcado sobre él, que me ponía quizá más que los que estaban al aire.

Formaban entre todos un corro o círculo, que intentaba cercar y cubrir a dos de ellos, que ante el panorama de lascivias y desnudeces, no habían podido resistir y tenían sus miembros empinados, altos, subidos, tiesos, endurecidos, enervados, turgentes, "mirando al cielo" y que protegían con sus manos de las miradas de alrededor, en medio de bromas y choteos de sus amigos, que entre risas les animaban, prometiéndoles tapar de miradas indiscretas, a cascársela.

Ellos se negaban, tapándosela con sus manos pero a la vez, rozándola para quitarse la arena que se había pegado a ella, con lo que su endurecimiento no mermaba.

Uno de los chicos de la cuadrilla quiso apartarme de allí con un.

- ¿Qué haces ahí, mirando como un tonto chaval? ¡¡ Vete de aquí, joder !! Eres muy crío para aprender estas cosas.

Como los demás miraron, no dijeron nada quizá al ver mi edad y no apoyaron la orden, aproveché para permanecer y asistir como petrificado al espectáculo de aquel corro de jóvenes, en el que al fin uno de ellos, ante la presión y ánimos de los demás y también a su propio calentón de "tanta limpieza de arena", se la comenzó a menear.

Yo sabía de lo que se trataba, pues había visto amigos de mi edad y lo había intentado yo con mi colita aunque sin resultados, pero en el barrio no había visto a ningún chico tan grande hacerlo, pues los mayores nos apartaban cuando nos acercábamos para oír lo que decían y ver lo que hacían.

Al cabo de un rato de frotar aquella picha manchada de arena y lubrificada de saliva y ante el gozo general, comenzó a salpicar, primero un chorro y después varias gotitas de un liquido blanco y viscoso que se derramó sobre la arena de la playa.

Salió un ¡¡ Ohhh !! de los que formaban el corro y un ¡¡ Bieeen !! en voz muy alta, casi un chillido de mi boca, que había seguido ensimismado todo el proceso.

Ante la carcajada general que acompañó mi ¡¡ bieeeeeen !! y un poco avergonzado por haberme dejado llevar de la emoción, me retiré del grupo.

Yo llevaba un bañador puesto, pero sobre él aparecía un pequeño abultamiento, en forma de punta, que no me preocupaba en disimular, porque también yo quería presumir y exhibir de alguna manera, mi hombría en aquella playa.

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