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Historia de un apellido

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HISTORIA DE UN APELLIDO

El apellido Pirla, motivo de este escrito, nació durante las guerras que tuvieron lugar, cuando Fernando el Católico, rey de Aragón por herencia y de Castilla por casamiento con Isabel I, pudo reiniciar la reconquista del reino de Nápoles que había perdido su padre.

Para situarnos en la escena de su aparición hagamos un pequeño repaso a la historia del Reino de Aragón en aquel tiempo. La expansión territorial de este reino, cerrado el camino hacia el este por Castilla, terminada la reconquista a los moros de los territorios que le correspondían según los tratados entre los dos reinos y llegado al mar Mediterráneo, que limitaba su expansión, se había dirigido hacia el oeste entonces conocido, saltando hasta la península italiana donde el rey Alfonso V llegó a conquistar el reino de Nápoles en el año 1442.

Como lo perdió después su hijo, tuvo que ser su nieto Fernando el Católico a finales del año 1503, en el que suceden los hechos que aquí narramos, quien lo reconquistó y recuperó definitivamente permaneciendo a España hasta la alta Edad Media.

Fernando, nada más subir al trono aragonés hubiera deseado dedicarse a aumentar su poderío en las tierras de la península italiana, donde sus antecesores habían puesto su bandera, pero diversos sucesos lo fueron retrasando.

No pudo durante los primeros años de su reinado, al tener que firmar y discutir las capitulaciones y cláusulas de su matrimonio con Isabel, hermana de Juan II rey de Castilla, que pasó a la historia con el sobrenombre del desvalido, quien la había nombrado su heredera.

Muerto el rey de Castilla, Fernando tuvo que enviar sus ejércitos para consolidar el reinado de su esposa, cuando se enfrentaron las tropas de lo nobles leales a Isabel I, con los de La Beltraneja, quien se consideraba legítima heredera, presentándose como hija del fallecido rey.

Juan II, a quien Dios no le había dado la posibilidad de procrear, pues era estéril, nunca reconoció a La Beltraneja como su hija y heredera, pues tanto él, como todo el saber popular, conocía había sido engendrada por D, Beltrán, valido y amante de la esposa del rey.

Sin embargo tuvo sus defensores que presentaron una fuerte oposición a Isabel, que había sido proclamada reina de Castilla por las cortes castellanas nada más morir su hermano.

Cuando la guerra en las tierras castellanas marcó suficientemente una derrota de las huestes de La Beltraneja, Fernando pensó poder dedicarse libremente a los territorios allende el mar Mediterráneo, cosa que de nuevo retrasó porque, ya unido Aragón y Castilla formando España, dedicaron sus esfuerzos en expulsar de ella a los musulmanes, que habían penetrado en el 711. No lo consiguieron hasta 1492,

Tuvo la providencia que en este mismo año se descubrieron tierras allende el océano, que se prestaron a conquistar, lo que retrasó nuevamente las campañas italianas.

Cuando por fin Aragón posó nuevamente sus ojos en los territorios de la península italiana y decidió reconquistarlos, tuvo que enfrentarse a las artimañas políticas del papa Alejandro VI de la familia Borgia, de origen valenciano, aquel desgraciado pontífice que tuvo tres hijos y una hija, Lucrecia, sobre la que cometió incesto, preñándola y teniendo un hijo/nieto de ella, que ayudaba al rey Luis XII de Francia que pretendía el dominio de los mismos territorios que el rey español.

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Recordemos que durante la Edad Media, cuando los reyes necesitaban formar un ejército bajo su mando, bien para conquistar un territorio o para defenderlo, contrataban mercenarios, cuyo oficio era hacer la guerra, que unían a los guerreros que podían reclutar en sus territorios, mediante glebas o tomas de jóvenes que firmaban un compromiso de luchar bajo su mando durante un número determinado de años, nunca inferior a cinco.

Los mercenarios, oriundos de los territorios pobres europeos, se ofrecían al caudillo que más y mejor les pagaba, de manera que no era extraño, cuando la campaña era duradera, llegasen a luchar, primeramente con un bando y después con el contrario, por haberse acabado el dinero del primero o por pagarles mejor el segundo.

A esta dura y peligrosa manera de ganarse la vida se entregaban los jóvenes europeos del norte, que no conseguían entrar en la vida eclesiástica o casarse con una rica heredera con dote, porque no siendo primogénitos, en aquellos remotos tiempos, no se heredaban tierras para labrar.

El descubriendo de nuevos territorios al otro lado del mundo dio nuevas posibilidades de vivir o incluso enriquecerse a los europeos pobres y fueron muchos los mercenarios que se embarcaron hacia América, por ello, cuando ocurrieron los hechos que narramos, era muy difícil encontrar soldados en Europa dispuestos a luchar por una exigua soldada y sí en América para formar grupos que se adentraran en las tierras donde esperaban encontrar grandes riquezas.

Esto motivó que Fernando tuviera que enviar a buscar soldados entre los pocos jóvenes que quedaban en Aragón y también a lugares donde nunca antes lo habían hecho.

Como escaseaba el oro en la corte de Zaragoza para intentar que los jóvenes, súbditos leales, se uniesen al ejército, el rey aragonés ofreció la entrega de tierras de labrantío, de las que poseía la corona, cuando terminasen las hostilidades Para ello buscadores de soldados se presentaron en las plazas de los pueblos del norte del reino aragonés para cumplir con este cometido.

Mientras, otros mensajeros se acercaron hasta países no cristianos, ribereños del norte de Africa, principalmente a Libia y Túnez, donde eligieron adolescentes sanos, recién dejada la niñez, que firmaron ir a la milicia sin cobro alguno, simplemente por su mantenimiento y aprendizaje. La mayoría firmaba solamente por huir de la extrema pobreza en que vivían en aquellas regiones.

Con los que obtuvieron la aceptación de los mandos y fueron admitidos, formaron pequeños grupos o escuadras de veinte hombres, que bajo el mando de los soldados aragoneses, reclutados mediante el ofrecimiento de las tierras, se les dedicó a vigilar la frontera norte del reino de Nápoles, la que les separaba de las posesiones del Estado Pontificio, del papa Alejandro VI, con el que se mantenía las hostilidades.

El cometido de estas patrullas era simple, vigilar la línea fronteriza y avisar con rapidez si notaban movimientos de tropas enemigas que indicase se preparaba un ataque por sorpresa.

Los sucesos relatados a continuación ocurrieron durante esta reconquista, sucedida durante los primeros años del siglo XVI.

 

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Iñigo había nacido en un pueblo del Alto Aragón, llamado Almudéfar, perteneciente al partido judicial de Bellver de Cinca, donde las tierras recias y duras necesitan regarse con mucho sudor para que proporcionen sustento.

Hasta que cumplió los diez años, se le conocía entre los paisanos de su pueblo como Nacho, el de Damián.

El mote Pirla, que quedó después como apellido para sus descendientes y como se le conoció ya de mayor cuando retornó a su aldea y recibió las haciendas prometidas, casándose con una guapa moza, fue pronunciado por primera vez en tierras italianas, donde se desarrolló la carrera de armas de este joven.

Pirla es una palabra del dialecto napolitano y hace referencia a la hermosa y generosa virilidad que la naturaleza concedió a Iñigo. En su origen se refería, de una forma familiar y valiosa a los testículos, principalmente de los muchachos, tachándolos de huevines o cojoncitos. Posteriormente se comenzó a utilizar la palabra para todo el conjunto sexual sobre todo cuando éste era considerado, por algún motivo, excepcional.

Nada más llegado a tierras italianas, mientras se ejercitaba en el arte de la guerra, un día de mucho calor, al terminar una larga caminata, el grupo en el que se encontraba Iñigo llegó hasta la orilla de un río cristalino y fresco, donde sus jefes les permitieron descansar y refrescarse.

Un muchacho campesino que apacentaba sus vacas en una pradera cercana al río, al verle salir del agua desnudo, exclamó admirado, al comprobar el badajo que le colgaba entre sus piernas.

Eso sí que es una verdadera pirla.

El nombre hizo gracia a todos los presentes que desde aquel día le conocieron con ese sobrenombre, transformándose finalmente la palabra napolitana, pronunciada por el zagalillo, en su apellido al regresar a Aragón.

Iñigo era un chico, moreno, seco y duro, como la tierra de donde era oriundo y también guapo y apuesto, según palabras de los que le conocieron, que creció sano, ayudando a las tareas que la casa familiar le demandaba.

No se hubiese distinguido de los demás chicos de la aldea si no fuese por algo que Dios le concedió, poseía un pene muy superior en tamaño al de todos los muchachos de su edad.

Durante su niñez no fue cosa que le preocupó en demasía, aunque en más de una ocasión le sirvió para ganar a sus amigos, llevando más lejos el chorro de su orina en los concursos, que entre ellos hacían al salir de la escuela, situada en la plaza junto a la vieja iglesia del pueblo y ya de preadolescente, para presumir de su tamaño, cuando se lo enseñaban entre ellos, para mostrar su hombría.

La primera vez que Iñigo fue consciente, que además de tener un pene exageradamente grande para su edad, podía producir en las personas adultas el deseo de ser tocado, fue después del ensayo de una misa que preparaba el coro de su iglesia, al que pertenecía como solista, para cantarla el día de la patrona de Almudéfar, pues su voz, durante su niñez, sonaba pura y cristalina,

Un joven sacerdote de Osso de Cinca, un pueblo cercano, por saber de música, se había ofrecido para dirigir el coro y un día, después de un ensayo, le pidió a Iñigo se quedase al terminar, para hacerle unas recomendaciones.

Cuando estuvieron solos, mientras le indicaba en uno de los pasajes del canto como debiera subir y bajar la voz, aprovechó la mano que le quedaba libre, la otra la tenía ocupada con el clavicordio marcando las notas, para señalar sobre la pierna desnuda del muchacho, el recorrido que debiera llevar la voz.

Iñigo notaba que aquella mano, iba alargando el trecho recorrido, de manera que si no se paraba, llegaría a tocar su verga, que sin él quererlo, iba engrosándose de tal manera que estaba a punto de romper los amarras que la tenían sujeta.

Notó como el sacerdote iba cambiando de color, porque según iba moviendo la mano arriba y abajo del muslo, comprobaba como se hinchaba, ante sus desorbitados ojos, un enorme bulto entre las piernas del chico.

- ¡¡ Dios bendito !! - exclamó al final el clérigo, mirando embelesado la montaña de la entrepierna del muchacho.

Iñigo mantenía una lucha interna como no la había sentido nunca. Por una parte, una vergüenza que le hacía colorear su rostro, le obligaba a bajar la vista y rechazar aquella mano y por la otra, un placer desconocido, que le hacía desear que los dedos de aquel sacerdote llegasen hasta su sexo, lo tocaran, acariciaran, frotaran e hiciesen con él lo que deseasen.

La conjunción de estas dos fuerzas hizo que el joven no reaccionase en ningún sentido, quedándose quieto, sudoroso y anhelante.

El maestro de música, ante la paralización del muchacho, pensó tenía la autorización del chico para continuar e incitado por el bulto que tenía ante sí, lanzó primeramente sus manos y posteriormente su boca, sobre lo que destapó y sacó del calzón de Iñigo.

- ¿Todo esto es tuyo? - comentó enternecido y casi lloroso de placer cuando pudo palparlo bien, antes de sepultarlo entre sus fauces.

El joven aragonés estaba ya en la edad en la que comenzaba a cambiar su metabolismo, sus gónadas a producir testosterona y a notar extrañas sensaciones en el bajo vientre, pero aun no había expulsado por su polla nada que no fuese orina.

Cuando aquel joven de sotana, maravillado por lo que tenía en sus manos, inició la manipulación y después la mamada de lo que había dejado al descubierto, Iñigo comenzó a sentir unas extrañas sensaciones, como si entre sus piernas hubiese penetrado un pequeño hormiguero, que se movía de un lado hacia otro, produciéndole un cosquilleo placentero, tanto en la zona de sus testículos como a lo largo de su falo.

Cuando la mano del cura fue alcanzando velocidad, las hormigas se retiraron, para dejar pasar a una corriente de algo muy caliente, que tendía a elevarse, buscando su salida, desde el interior de su cuerpo.

La presión de aquella ardiente masa crecía y crecía, hasta que, encontrando un pequeño orificio por donde salir al exterior, como en una explosión, que Iñigo designó gloriosa y que le dejó exhausto, sin fuerzas y jadeante, contempló como unas gotas de algo blanco y lechoso salían a borbotones por la punta de su manipulado pene.

El deleite que sintió durante esta primera polución nunca la olvidó y cuando llegó a Nápoles y vio al volcán Estrómboli soltar lava hacia el firmamento, encontró la similitud que siempre había buscado para expresar lo que su cuerpo notó aquella primera vez que el semen de sus genitales salió al exterior.

El cura, maestro de canto y música, que había sabido tocar tan bien la polla del chico, se corrió simultáneamente, porque había masajeado su verga a escondidas debajo de su manteo, mientras frotaba la del joven.

Cantada la misa el día de la patrona de Almudéfar a satisfacción de todos, Iñigo recibió parabienes del pueblo, pero no volvió a pertenecer al coro de la iglesia, quizá porque el sacerdote que les preparó no siguió siendo el director del mismo. No olvidó sin embargo la parte extra que le había enseñado aquel cura, encontrar el placer que existía dentro de su cuerpo.

Posteriormente al crecer y desarrollarse, aunque no dejó de buscar solitario ese placer, las hormonas sexuales le hicieron saber que sentía una fuerte atracción sexual, no solo hacia las hembras, sino también hacia las personas de su mismo género, es decir, era como otros muchos humanos, bisexual.

Como esta manera dual de entender la sexualidad estaba tan mal vista en las tierras bajo el mandato del rey Fernando, católico convencido, de manera que si le encontraban follando con seres de su mismo sexo, podía ser denunciado a la Santa Inquisición y después de cortarle sus atributos de hombre, condenado a la cárcel durante largo tiempo, escondió la mitad de sus deseos carnales y no se acercó sexualmente a nadie con aspecto masculino.

Iñigo pasó su adolescencia ayudando a sus padres a trabajar las secas tierras y buscó su expansión sexual en la manipulación de su verga y en algún esporádico revolcón con alguna campesina caliente a la orilla del río Cinca, entre las pocas mozas que en su pueblo o alrededores lo consentían.

Fue en la plaza de Bellver de Cinca, su pueblo, donde habían reunido a los jóvenes de la comarca, el lugar en el que escuchó embelesado, junto a muchos de sus compatriotas, la proposición que la corona ofrecía a los jóvenes, firmar un contrato para servir como soldado, durante cinco años prorrogables, para luchar en los territorios, que allende el mar Mediterráneo, intentaba reconquistar la corona aragonesa, ofreciendo a cambio en propiedad tierras de las pertenecientes a la corona, si servían lealmente como soldados al rey.

Fueron varios los que atendieron la llamada, unos por estar deseosos de salir de aquel lugar, vivir aventuras, obtener gloria y fama y los más, entre ellos Iñigo, para poseer una finca de labrantío a su vuelta.

Sexualmente, cuando Iñigo salió de su pueblo era virgen de la parte trasera de su cuerpo y tampoco había metido su pene en ningún culo masculino, pero en tierras italianas, desde que perteneció a la milicia, pudo desquitarse y satisfacer a voluntad sus deseos tanto hetero como homosexuales. Allí nadie criticaba las expansiones del cuerpo, fuesen del tipo que fuesen.

- Mañana puedo estar muerto. Aprovechemos del único placer que Dios nos concedió sin gastar dinero - solían decir los soldados antes de buscar doncellas o mocitos para cumplimentar sus ansias de sexo.

 

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Fue así como Iñigo se encontraba un día de 1503 en tierras del reino de Nápoles, como jefe de un destacamento de veinte soldados tunecinos, encargados de vigilar las cinco leguas que distaban desde el pueblo de Lucarno a la aldea de Born, en la frontera que separaba las tropas francesas del rey Luis XII y del papa Alejandro VI, de las aragonesas.

Había dividido a la fuerza, puesta a sus órdenes, en dos grupos de diez hombres cada uno y mientras uno vigilaba durante un día completo, el otro descansaba en un improvisado campamento que había situado reparando dos viejas casas de una aldea abandonada, alejada tres leguas hacia el interior de la línea fronteriza a vigilar,

El destacamento disponía también de una cabaña de troncos de madera, situada casi en la misma línea de vigilancia, que un día cobijó a los pastores que apacentaron sus rebaños de ovejas y cabras en el lugar, donde pasaban el tiempo y descansaban los que no tuvieran asignado puesto de centinela.

Estaba amaneciendo. Desde la cumbre de la pequeña montaña, donde los españoles tenían colocados los puestos para observar los emplazamientos enemigos, se podía divisar, entre las sombras de la noche, la plateada línea del río Torber, que formaba la línea de separación de los dominios del Papa Alejandro VI de los pertenecientes a la corona de Aragón.

Nubes del vapor nocturno salidos del río, cubrían aun los campos que se extendían a los dos lados del agua, cuando Iñigo, después de tomar algo de alimento, salió de su cabaña del campamento para visitar los puestos.

Era una buena caminata la que tenía por delante, unas diez leguas que recorrería antes de regresar al calor de la casa que se había asignado, pero le gustaba preocuparse personalmente y comprobar si sus hombres cumplían a perfección su obligación para que su zona estuviese bien cuidada y vigilada.

Pasada la cabaña donde descansaban los cinco soldados que no tenían en aquel momento asignado puesto de guardia, iniciaba la subida hacia la cumbre que le llevaría a todos los emplazamientos de vigilancia.

A pesar de haberse vestido con las ropas de la lana de las ovejas merinas que había tejido allá en su pueblo su madre, que se trajo consigo, el relente de la madrugada otoñal, ampliado por la neblina acuosa del río fronterizo que se elevaba hacia la tierra de nadie, le hacía temblar de frío, por lo que aceleró su paso.

Había caminado ya como media legua. Veía ya desde donde se encontraba el montículo donde estaba ubicado el primer puesto de vigilancia, cuando sintió ganas de mear y paró su recorrido para aliviar su vejiga. Un pequeño resplandor, encima de las lejanas montañas del este, le anunció el comienzo de un nuevo día.

Al saberse solitario abrió su calzón y dejó al aire su enorme pene. Mientras la orina fluía, con su mano lo comenzó a balancear, jugando con el caliente chorro, como solía hacer de niño, intentando lanzarla lo más lejano posible y dibujando extrañas figuras en el suelo arenoso.

Al terminar su micción, en vez de guardarlo nuevamente entre sus ropas, se entretuvo en admirar una vez más la amplia virilidad con que la naturaleza le había dotado. La observó durante un rato, la descapulló y empuñándola con su mano, inició su frotamiento.

Cuando aquella enorme masa alcanzó su plenitud y sus testículos soltaron hacia el exterior sus jugos, la cobijó entre sus ropas, visiblemente satisfecho de verse poseedor de la polla más grande que sus ojos habían nunca contemplado y continuó después la marcha hacia la primera de sus paradas.

Antes de llegar hasta el puesto, normalmente el encargado de su vigilancia se levantaba porque había observado el acercamiento de su comandante. Al no ocurrir en esta ocasión, Iñigo, pensando encontrar que el centinela se había dormido, intentó acercarse sin hacer ruido.

Al recordar que el encargado de aquel puesto era un joven tunecino, de nombre Raftá, muy moreno y vivaracho, no le agradó tener que castigar fuertemente al infractor. Se había fijado en el chiquillo soldado porque cuando pasaba por su lado, observaba como le miraba con cara de embeleso como diciéndole con sus negros ojos.

Desearía ser como tú, alcanzar un día tu rango y llevar esas insignias de jefe.

Entre todos los africanos a su mando era quien ponía más entusiasmo en cumplir las obligaciones que le encomendaban, aunque si dormía durante la guardia, no le quedaba más remedio que castigarle.

Comprobó que el centinela estaba sentado con la cabeza en dirección al norte, donde se encontraban los territorios enemigos. Había colocado sus armas, un arcabuz y una pica de mango corto a su lado, en el suelo y parecía mirar algo que le ocupaba poderosamente la atención.

Se acercó a sus espaldas y pudo ver entonces, por encima de su hombro, de qué se trataba.

Raftá había bajado hasta sus pantorrillas su calzón y se entretenía jugando con su pene que acariciaba y frotaba suavemente de vez en cuando.

Iñigo tuvo que hacer un gran esfuerzo para no dar un grito de exclamación.

¡¡ Aquel chiquillo poseía una polla aun más grande, desarrollada, gruesa y hermosa que la suya !!

Cuando el moro notó un ruido tras de sí, casi se desmaya del susto, al comprobar no estaba solo, que había alguien detrás.

Sus manos abandonaron con rapidez lo que le había estado entreteniendo e intentaron dirigirse hacia las armas que reposaban a su lado pero no le dio tiempo a empuñarlas, porque antes de hacerlo, el pie de su jefe, puesto sobre ellas, se lo prohibió.

- ¿Que hacías insensato? - le afeó Iñigo con voz atronadora - ¡¡ Has dejado de vigilar !!.

- Perdón, perdón - solamente sabía balbucear el musulmán que intentaba besar sus manos.

- ¿Imaginas que en vez de ser yo quien llegó, hubiese sido alguno de nuestros enemigos? ¿Sabes que te puedo mandar ahorcar por negligencia en la guardia?

Mientras Iñigo le recriminaba no podía apartar su mirada de aquel cipote, que aunque se había ido deshinchando, mantenía un tamaño superior a las pollas que había visto o gozado en su vida.

- ¿Todos los de tu raza tienen eso tan grande? - no pudo evitar preguntar.

- No sé, saib - respondió nerviosamente el chiquillo tratando de guardarlo entre sus ropas.

- No lo guardes - ordenó Iñigo incapaz de dejar de recrearse en aquella celestial visión e intentando a la vez que su voz no dejase traslucir la profunda emoción que le estaba produciendo aquella vista.

¡¡ Había encontrado la verga que siempre había buscado !!

Obedeció el centinela dejando fuera de sus vestidos aquel mandoble de color oscuro, medio parado, por el que asomaba una enorme fresa de carne rosácea.

Iñigo dominado por el deseo irrefrenable que le sobrevino al ver aquel trozo de carne viviente, alargó su mano hasta tocar aquella cosa que palpitaba y recorrió con las yemas de sus dedos, desde su tallo hasta la punta, donde los mantuvo durante unos breves pero sublimes segundos.

El musulmán al notar que su pene se endurecía de nuevo al contacto de aquella mano extraña, murmuró lagrimeando.

Perdón, saib.

Iñigo por unos instantes casi olvidó que para ser respetado entre aquella gente extraña, temiendo perder su autoridad, había tomado, desde que se hizo cargo del destacamento, la decisión de no mezclar sus deseos carnales con el mando a sus hombres.

Interiormente había otra razón que no se atrevía a reconocer, el miedo que aquellos seres morenos, melancólicos, taciturnos y crueles le inspiraban si violaba a alguno. La forma de vida que llevaban, casi perdidos en el monte, la soledad y la distancia a que se encontraban sus camaradas españoles podían propiciar venganzas.

Se rehizo lo que pudo, pensó era mejor posponer aquel placer y dijo.

- Creo eres merecedor de un castigo. Así cuando alguien roba, se le corta la mano pecadora, debería cortarte eso que ha motivado el abandono de tus deberes militares.

La cara del muchacho se demudó y cambió de color pero no se atrevió a protestar.

Continúa con lo que hacías - ordenó al chico.

Las palabras habían salidos de su boca sin querer. Sabía que su deber era marchar y continuar la vigilancia de los otros cuatro puestos restantes, pero una fuerza superior a su voluntad le mantuvo atado al suelo. Quedó allí estático, plantados los pies fuertemente, sin apartar la mirada de la polla que había vuelto a tomar el tunecino en sus manos, mientras levantaba hacia él su implorante rostro, mirando alternativamente, sin decidirse a cumplir la orden, a su desnudo, duro e inhiesto pene y al gran espadón que su comandante tenía colgado de la cintura.

Iñigo, al notar que la turbación del joven africano era por el fundado temor, que cuando iniciase la manipulación de su pene, cumpliese el anunciado castigo, intentó dulcificar la voz.

-Cumple mi orden, a la noche decidiré si te perdono o castigo.

El casi-niño que había temido que aquel terrible y fuerte cristiano aragonés le cercenase allí mismo su virilidad, para congraciarse con la ciega obediencia que había tenido siempre hacia su jefe, arremetió con todo el vigor que pudo el frotamiento de su hermosa, sabrosa y dura polla.

Iñigo tenía las pupilas dilatadas, casi no respiraba, le temblaban las manos que soñaban frotar el duro y caliente sexo del joven morito. Todos los movimientos que las manos del chico hacían sobre su verga le parecían, sin apartar sus ojos de la escena, estar haciéndolos él.

Su excitación aumentaba al ver, una y otra vez, aparecer por la punta de aquel grueso mástil moreno, una enorme ciruela rojo/morada que parecía jugar con sus pecaminosos deseos diciéndole.

- Así entraré y saldré de tu agujero.

Temía que el aluvión de emociones y palabras que turbaban su cerebro salieran a borbotones y quedase a descubierto la carnal sexualidad que el chiquillo ejercía sobre él. Si se hubiese dejado llevar del deseo sentido, se hubiese arrodillado y sin dilación, metido aquella verga en su boca mientras acariciaba su joven cuerpo.

El jovencito siguió moviendo rítmicamente su mano y cuando aquel moreno trozo de carne expulsó un chorro de caliente esperma, entre juveniles ayes de placer que el centinela no pudo evitar manifestar, Iñigo clavó las uñas en sus manos, hasta proporcionarse sangre, mientras notaba que sus muslos recibían su propio semen, que resbalaba por el interior de sus piernas hasta penetrar en sus botas.

Cuando pararon las disimuladas convulsiones de su cuerpo, el aragonés se despidió del chiquillo moreno.

Te espero esta tarde en mi cabaña, cuando empiece a desaparecer el sol.

Terminó su ronda y entretuvo su regreso al campamento para calmar la excitación que se había apoderado de todo su ser.

Al llegar a la cabaña, solamente se quitó las botas, se tendió en su litera, donde quedó boca arriba, soñando con los placeres que disfrutaría aquella noche, cuando el excelso falo del chico le atravesasen sus entrañas.

 

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Raftá era el quinto hijo de los nueve que había tenido una pobre y numerosa familia tunecina que malvivía cultivando un pequeño terruño situado en las laderas del Atlas Oriental en el norte de Africa, donde el frío de las nieves endurecían en el invierno el suelo sembrado y las calimas del desierto, durante el estío, agostaban los labrantíos que habían recibido las semillas.

Aquella paupérrima y calcinada tierra, más árida y difícil de labrar que la trabajada por los padres de Iñigo en el Alto Aragón, no era capaz de proporcionar, a pesar del esfuerzo de todos los componentes de la familia de Raftá, suficientes alimentos para los que se sentaban a comer cada día alrededor de la mesa.

Sin embargo, no recibir alimentos suficientes, no fue la principal causa que motivó en el chico el deseo de abandonar su aldea, casa y familia.

Siempre se consideró un extraño en su hogar. Su vida se había desarrollado de manera diferente a la de los otros hermanos, no tenía la fuerza, el vigor y la determinación que veía en ellos y viéndole los demás constituido de una materia débil, dulce y soñadora, le apartaban de los trabajos duros, pero también de las decisiones familiares.

Pudo comprobar que los tres varones que le antecedieron y después los que le siguieron, luchaban entre sí o con sus compañeros de la aldea para demostrar su poder, se mostraban orgullosos de tener fuerza, valentía y argucias para conseguir lo que deseaban y desde su adolescencia desarrollaron trabajos iguales a los mayores en edad. Entre ellos hablaban de lo que harían a las chicas, pues allí, en aquella zona caliente, se alcanzaba la edad sexual prontamente y su mayor orgullo era que les considerasen ya hombres.

Él se parecía más a sus tres hermanas y aunque disimuló en lo que pudo esta feminidad de su carácter, despreciada en su aldea y entre su raza, en la que los seres femeninos se consideran inferiores, los demás miembros de su familia la notaban y rechazaban. Poseía una propensión mayor a sentir ternura, llorar cuando era reprendido, sufrir estados depresivos o dejar sus pensamientos volar hasta imaginarios lugares, intentando le apartaran de la realidad de la dura vida que se desarrollaba a su alrededor y le permitieran disfrutar de paraísos irreales que solo estaban en su imaginación.

Como esta forma de ser y pensar no era ninguna virtud masculina en aquel lugar, donde se necesitaba la lucha corporal diaria para obtener el sustento y donde las mujeres no tenían ninguna cabida en la sociedad, su padre, incapaz de comprenderle, solamente le recomendaba.

- Raftá, imita a tus hermanos.

Desde que pudo salir solo al campo, su progenitor, al notar que no podía contar con él para los trabajos duros de la siembra, recolección o cuidado del rebaño de cabras y ovejas, siempre acosado por los lobos hambrientos, le encomendó, también para separarle de puyas y palizas de sus hermanos, con un cuévano a sus espaldas, buscar pasto entre los riscos de las laderas de aquellas grandes e imponentes montañas, donde estaba encuadrada su aldea, para traer alimento suplementario a las dos escuálidas vacas que poseían.

Salía todas las mañanas con la gran cesta de mimbre que iba llenando, durante su largo recorrido, con los hierbajos que encontraba y regresaba, con lo encontrado, cuando se ponía el sol.

No era un trabajo que requiriese tanta fuerza como tirar del arado para roturar las secas y duras tierras que sembraban, pero tampoco era fácil, necesitaba moverse mucho para encontrar suficiente hierba, entre aquellos riscos calcinados por el sol y cargar a sus espaldas, toda la jornada, con el pesado fardo.

Si hubiese recibido caricias de sus padres, ajenos a hacer carantoñas o halagos a ninguno de sus vástagos, por la dura vida que se veían obligados a soportar, notado algo de cariño o comprensión de sus hermanos, en vez del repudio por su carácter feminoide, hasta tal punto que no le aceptaban en sus juegos y conversaciones, se hubiera sentido feliz y a pesar de sufrir privaciones y hambre, hubiese permanecido siempre en su aldea junto a su familia.

Durante su niñez, al no haber recibido de nadie manifestaciones de amor, encontró natural este trato, pero cuando fue creciendo y comprobó que no debiera ser así, que todo ser humano tiene el derecho de ser comprendido y amado en el seno familiar, al presentarse en su aldea los enviados por la corte de Aragón, en busca de soldados para reanudar sus conquistas italianas, solicitó autorización de su padre para unirse a ellos.

Por costumbre las tierras que trabajaba una familia las heredaba el hermano mayor y aunque debía dar cobijo a los que se quedasen solteros, su progenitor reconocía que Raftá no tenía posibilidad de futuro donde había nacido, por lo que le concedió el permiso solicitado.

Unido a la expedición aragonesa fue trasladado, en un largo viaje, tanto por tierra como por mar, junto a otros chicos de su edad, hasta la península italiana, donde una veintena de ellos fueron entregados al comandante Iñigo, a cuyas órdenes iban a estar en lo sucesivo.

 

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¿Cómo se había desarrollado la sexualidad en Raftá? Llegó a la edad de sentirla cuando cumplió los doce años. Nadie le había hablado de la transformación que sufriría su cuerpo, sus hermanos mayores no le explicaron lo que a ellos les había pasado y tampoco mantenía amigos entre los chicos de la aldea que le informaran.

Encontró el placer solitario por su propia iniciativa. Notó una vez que aquello que le servía para orinar estaba creciendo y cuando estaba endurecido, al tocarlo durante un largo rato, dejaba salir al exterior algo parecido a la leche, mientras sentía unos estremecimientos internos que le producían un gozo como nunca antes había notado en su persona.

En aquel momento no supo si cometía pecado o hacía algún mal y durante un tiempo creyó tener un secreto que guardó para sí, porque pensó ser el único que sentía aquello. Nunca se atrevió a comentarlo con sus hermanos para no aumentar la mofa y los ataques sobre él.

Al descubrir aquella fuente de placer, se dedicó a frotar "su cosa" con tanto entusiasmo que, mientras buscaba alimento para su paupérrimo ganado, se convirtió en su mayor distracción y aunque posteriormente, ya supo que era lo que hacía y por qué sentía los estremecimientos al derramar su leche, siguió con la costumbre adquirida, y ahora en el ejército, durante su soledad en las largas noches de guardia, por costumbre y como única salida a su sexualidad, continuó realizándolo.

En el tiempo que llevaba perteneciendo al ejército aragonés, se había relacionado poco con el resto de sus compatriotas para evitar, en ese lugar, para él desconocido, supieran de su manera de sentir o pensar. Se notaba también distinto de ellos, no era tan fuerte como algunos, religioso como otros, ni bullanguero, mezquino, ladrón o excesivamente sexual como también los había en el grupo.

Se volcó desde el primer día, como le habían enseñado en su casa, por el respeto que en su raza se le debía a quien tenía la autoridad, en obedecer ciegamente a su superior y cumplir sus órdenes rápidamente y se sintió tranquilo y feliz, por primera vez en su vida, al disponer de suficiente alimento, cosa que nunca tuvo, calor mientras dormía y como estaba acostumbrado a la soledad no le preocupaban las horas de guardia. No tenía vicios y su única distracción era, en solitario, tocar y frotar su pene para conseguir aquel estado de placer que sus pensamientos y la salida de su semen le originaban.

Cuando llevaba más de un mes en aquel campamento una sensación extraña y especial, que nunca antes había sentido, comenzó a perturbarle. La fortaleza de ánimo, la prestancia y algo indefinido que parecía irradiar su comandante le hizo surgir una ardiente ansia en su corazón, la de pertenecerle totalmente y que le mimase y cuidase.

Lo que se había iniciado como obediencia ciega, para que estuviera contento por la manera que cumplía y portaba, se fue convirtiendo en una adoración sin límites hacia aquel ser especial, fuerte y lejano pero lindo y celestial en las ensoñaciones de su cerebro.

Deseaba se fijase en él, le eligiese entre todos los demás tunecinos a sus órdenes y comenzó a solicitar interiormente a su dios Alá, que Iñigo fuese algo más que el jefe que le mandaba en el destacamento.

No dijo o hizo nada que denunciasen estos deseos porque sintió miedo que se diese cuenta, le castigase o repudiase por atreverse a pensar, de quien tenía el poder sobre su vida, de aquella manera tan cercana, atrevida y, sin él saberlo, sexual.

 

-o-o-o-o-

 

Iñigo permaneció mirando al agrietado y sucio techo de la cabaña donde pernoctaba, intentando calmarse. No podía apartar de su cerebro aquella visión casi celestial. Una y otra vez su mente evocaba "el nabo" más delicioso que nunca vio.

Recordaba los elogios, gritos, chupeteos, ayes y finalmente las tembladeras al correrse, que había notado siempre en las personas, que a lo largo de su vida, atravesó el culo con su polla o la metieron en la boca.

- Por fin, podré sentir los mismos placeres que proporcioné a otros - se dijo.

Durante los primeros tiempos en el ejército, cuando pudo dar rienda suelta a sus deseos sexuales, contenidos durante su adolescencia y primera juventud en su aldea de Aragón, folló a tantas mujeres y hombres como pudo encontrar dispuestos a compartir su lecho o violó ayudado por sus compañeros de lucha. Su ano también había sido atravesado multitud de veces por hombres con los que compartió su sexualidad aceptada u obligada. Gozó de las pollas y de los culos que las circunstancias pusieron, sobre o bajo su cuerpo, sin importarle tamaño, forma o color.

Posteriormente, cuando su sexualidad quedó apaciguada y satisfecha, es cuando le había entrado la manía que ofrecía al follar más que lo que recibía y se sintió estafado al compartir cama y cuerpo con otro semejante que no tuviese el pene tan grande como él. Pensaba, que por su parte, ponía su magnifico mandoble y su compañero le correspondía con una polla que consideraba enana y escuálida. Al culo le daba menos importancia.

Había llegado a tener a las vergas grandes en tan gran estima, que comenzó a sentir un deseo irrefrenable que fuese una similar la que la próxima vez que follase, penetrase en su cuerpo y le atravesase sus entrañas. Alimentó esta extraña actitud oír continuamente elogios hacia su falo por su tamaño, dureza, suavidad y fortaleza.

Cuando se miraba a través de un espejo o en unas aguas tranquilas y contemplaba su cuerpo desnudo con aquel grueso palo que sabía deseado por todos los que tenían conocimiento de su existencia, se decía.

- Uno similar es lo que anhelo para mi trasero.

El pensamiento de la falta de equidad durante sus coitos, llegó a alcanzar tal estado de verdad en su cerebro, que en vez de echarse la culpa de no encontrar el placer de antaño por la cantidad de veces que había jodido desde que pertenecía al ejercito, decidió no coger ni ser follado, si no encontraba una polla gemela a la suya. Por ello el encuentro con aquel sublime falo africano había suscitado tal reacción. Había puesto en alerta todas las fibras de su sexualidad, obligadas durante bastante tiempo a permanecer adormecidas.

Se congratuló de la estrategia que había desarrollado, no haberse lanzado sobre el chico nada más ver su maravillosa "firma" y obtener lo que deseaba en cuanto hubiese anochecido aunque fuese por medio del engaño.

- Debo mantener mi autoridad ante el resto de estos ateos porque de haber sido rechazado y llegado al conocimiento de todos mis subordinados me hubiese obligado a cumplir no solo con el castigo prometido, sino haberle ahorcado, cosa que no deseo en absoluto hacer.

Después sin él pedirlo, se durmió.

 

-o-o-o-o-

 

Marchado su capitán para continuar la vigilancia de los puestos de guardia, Raftá quedó allí solo, temblando y muy apesadumbrado y antes de ser librado de la vigilancia por el compañero que haría el turno de día, repasó lo ocurrido.

Se sintió muy preocupado y la vez triste, tanto por el miedo que su comandante cumpliese su amenaza como por el enfado que le había ocasionado. La reprimenda recibida aquella mañana había hecho terrible mella en él.

Sabía de la rectitud con que Iñigo dirigía aquel destacamento, lo que le daba la certidumbre que el recio y duro aragonés, si lo consideraba justo, cumpliría el castigo anunciado y ordenaría cercenarle de un tajo de espada, la picha que encontró se masajeaba.

Su cerebro oscilaba entre el terror que le producía le cortasen su pene y la invisible fuerza, que surgiendo de su interior, le acercaba a aquel ser, en el que veía fortaleza, apostura y masculinidad.

Con lo que acaba de ocurrir, quedo mutilado y además pierdo toda esperanza de ser especial para mi comandante y elegido un día por él. Me he convertido en la persona que tuvo que castigar severamente por no cumplir con su deber durante una guardia.

Y no pudiendo aguantar tanta desdicha maldijo en alta voz.

- ¡¡ Maldita sea mi baraka !!

Palideció después por miedo a que los espíritus de sus antepasados, como le había enseñado su madre, oyeran su imprecación y también le castigaran por blasfemo.

- No creí estar haciendo ningún mal mientras frotaba esto mío, porque mientras seguía vigilando el territorio enemigo - pronunció, humilde y entristecido, dirigiéndose especialmente a apaciguar estos espíritus.

Orientó su cuerpo, valiéndose de la mancha de luz en el horizonte, que le indicaba por donde se elevaría el sol, se arrodilló posteriormente, mirando hacia donde Mahoma, profeta de Alá estaba enterrado y comenzando a orar.

¡¡ Mahoma, mi profeta !! ¡¡ Misericordioso entre los misericordiosos, juez que todo lo sabes, si crees que debo recibir castigo que se cumpla en mí, pero haz que mi comandante sepa no fue mi intención abandonar la vigilancia y no me odie, ni me rechace !! ¡¡ Tú conoces lo que mi corazón desea, lo que siento en mi interior por él !! ¡¡ Ayúdame !!

Se arrebujó después en la chilaba de pelo de camello que había traído de su casa y esperó pacientemente que le sustituyera un compañero.

Cuando pudo abandonar su guardia se había levantado ya el sol con sus lanzas de luz, levantado nubes de vapor al secarse el territorio enemigo, el relente de la noche había desaparecido y prometía lucir un maravilloso y soleado día,

 

-o-o-o-o-

 

Iñigo tuvo un sueño muy inquieto y antes que se iniciase el ocaso despertó con sobresalto. Por los intersticios de la manta que cubría la puerta comprobó el alargamiento de las sombras, indicándole que el sol aun lucía, pero estaba pronto a desaparecer, por lo que comenzó a prepararse para recibir al chico.

Alisó la cama que había usado para descansar, se lavó concienzudamente todo el cuerpo con el agua de un tonel que sus subordinados mantenían siempre lleno y comenzó a vestirse.

Se enfundó en un jubón de terciopelo negro, que le había regalado una moza y le hacía esbelta su figura, eligió posteriormente para cubrirse la parte superior de su cuerpo una camisola blanca de mangas abollonadas que dejó semiabierta para que se apreciase su pecho varonil, fuerte y robusto.

Acercó después un escabel, desde donde pudiera contemplar, por debajo de la manta que cubría la entrada, quien se acercaba a la cabaña y se sentó a esperar al tunecino, imaginando placentero lo que se iba a desarrollar al cabo de muy poco tiempo.

He encontrado el falo que siempre soñé poder meter en mi cuerpo. Podré sentir las reacciones, estremecimientos y momentos de goce que noté a los que follé - se dijo muy complacido

Sentía en su sangre el regreso del deseo sexual, exacerbado por el tiempo que no había gozado de él y soñaba.

- ¡¡ Tocaré ese maravilloso trozo de carne palpitante !!, ¡¡ Sentiré sobre mi piel la dura y bella polla de ese chico !!, ¡¡ Atravesará mis entrañas mientras grito de doloroso placer, como he visto a quienes tuvieron la dicha de recibir en el pasado mi enorme minga !!. ¡¡ Notaré su penetración por el interior de mi recto, ensanchándolo, y agrandándolo, para finalmente penetrar entero en mi cuerpo !!,

Era tal el deseo de comprobar la reacción de su cuerpo, cuando le travesase aquello que la naturaleza había puesto entre las piernas del morito y sentir el dolor-placer-gozo, del que siempre hablaban los que él folló, que cerró toda puerta hacia la ternura. En su egoísmo, no pensó en los sentimientos del chico, ni en sus deseos o gustos sexuales.

Repasó su estrategia. Se presentará ante el muchacho sin temor a represalias vengativas de los musulmanes a su mando porque el chico, que espera le ofrezca todos los placeres imaginados esta noche, quedará tan satisfecho de ser perdonado y de conservar su pene entero, que se entregará totalmente.

La iniciará con la imagen del duro hombre de mando, para asustarle, si es necesario cruel, marcando la obligación de castigar la terrible falta cometida, recalcando. . . .

< Que un ataque del enemigo no visto y anunciado podía propiciar el aniquilamiento del ejército aragonés que permanecía en la reserva . . . . . .

< Que había puesto en peligro a sus compañeros con su negligencia. . . . .

< Que su obligación para mantener la disciplina del grupo seria someterle a un castigo ejemplar. . . .

< Que . . . .

< Que . . . .

Cambiará posteriormente, de manera paulatina adoptando otra posición más cercana y humana en la que dejará muy patente que desea perdonarle.

Balanceando ambas posturas, estaba seguro que en cuanto se mostrase suave, humano y cariñoso y le ofreciese la posibilidad del perdón, caería en sus brazos rendido de agradecimiento.

De pronto, bajo la manta, vio una sombra acercarse. Se puso en pie y colocó en medio de la habitación para recibirle. Notó que quedaba parada sin decidirse a entrar.

Usando el tono que solía adaptar para ser obedecido sin rechistar, lanzó una gritada y cortante orden que hizo reaccionar y seguro temblar al jovencito tunecino

¡¡ Entra !!, ¡¡ No te quedes parado ahí en la puerta ¡!

 

-o-o-o-o-

 

Raftá había permanecido despierto muchas de las horas que le correspondían de descanso, tumbado sobre uno de los pobres jergones de la cabaña que cobijaba a los soldados mahometanos, oyendo la respiración y los ronquidos de los otros compañeros, que como él, habían pasado la noche sin dormir. Finalmente, el cansancio le pudo y quedó sumido en un agitado sueño.

Soñó que un verdugo, con la parte superior de su cuerpo desnudo y con un yelmo tapándole la cara, blandía, con fulgurantes ojos, un hacha y cercenaba su verga que permanecía apoyada sobre un tocón de madera.

Había sido todo tan real, sentido incluso el dolor del tajo, que no puedo por menos, al despertar sobresaltado, agitado y sudoroso, que acercar su mano para cerciorarse, que aquello que lo distinguía como hombre, seguía en su lugar.

Se levantó. Asomó a la puerta, comprobó que el sol estaba acercándose hacia la montaña por donde desaparecería y decidió que había llegado la hora de cumplir con la orden recibida.

¡¡ En el momento que se oculte el sol preséntate en mi cabaña !!.

Rechazó vestirse con el uniforme de soldado ni cubrirse con la chilaba de lana de camello que heredó de uno de sus hermanos, que le servía, cuando las noches eran frías, para darse calor. Decidió utilizar, sacándola de entre sus exiguas posesiones, una prenda blanca de suave algodón, que le regaló su hermana mayor cuando marchó de su casa, quitándola del ajuar que preparaba para su casamiento y aun no había puesto nunca y bajo ella, en vez de ponerse la ancha tira de sarga blanca, que después de cubrir sus genitales y culo, ataba a su cintura, en esta ocasión no se colocó absolutamente nada.

Recordó la indicación que le hizo una vez su padre durante la visita al cadí de su aldea.

- Hay que descalzarse al entrar en esta casa en señal de respeto.

Por ello tampoco se calzó respetando la estancia de quien tenía la autoridad en aquel lugar.

Para evitar le viesen los que se habían ya levantado o los que libres de obligaciones. pululaban entre las viejas piedras de la aldea, se escondió tras las letrinas, donde en un reformado abrevadero, se retenía el agua de un pequeño manantial para uso del acampamento.

Llenó uno de los cubos de madera que había al lado y entre la maleza, donde se acurrucó, levantó la falda de su impoluto vestido y ayudándose de la mano que le quedaba libre, lavó concienzudamente sus desnudos genitales y pene, que ofrecería en sacrificio como expiación de su culpa, si así lo solicitaba su amado comandante.

A continuación, valiéndose del sol, buscó la dirección hacia donde debía arrodillarse y mirando a La Meca, murmuró dirigiéndose a su dios.

¡¡ Alá !!, ¡¡ Hágase tu voluntad !!.

Tomó lentamente el camino hacia la casa de su comandante, donde paró ante la vieja manta de campaña que hacía de puerta. Temeroso de entrar quedó mirando al cielo y en su interior rogó al sol que no desapareciera aquel día del firmamento para evitar atravesar aquella puerta.

Deseaba convencerse que no estaba en su mano lo que ocurriese después, que ni siquiera tenía el aragonés Iñigo poder sobre el destino, sería Alá quien impondría, con justicia, su voluntad, pero sin embargo el terror le inundaba y producía un sudor frió por todo su cuerpo.

Desde el interior salió la tronante orden de su superior.

- ¡¡ Entra !!, ¡¡ No te quedes parado ahí en la puerta ¡!

 

-o-o-o-o-

 

En el momento que la figura de Raftá se perfiló tras la retirada manta y quedó enmarcada en el hueco abierto, fue la casualidad, la intervención de Alá o que estaba escrito en el destino, que se encontrase tras él el rutilante disco solar, que en su ocaso, abandonaba el firmamento para esconderse por el horizonte.

Los multicolores rayos del astro rey, antes de desaparecer por encima de las montañas, teñidos de una amalgama de iridiscentes amarillos, naranjas, rojos y oros, quedaron proyectados sobre el chico y de la misma manera que lo hace el foco que produce las sombras chinescas en un escenario, la delgada tela de algodón de la chilaba que le cubría, desapareció de la vista de Iñigo, quedando eclipsada e invisible a sus ojos,

Desde el lugar donde se encontraba el aragonés esperando la entrada del mocito musulmán, solo vio aparecer por la puerta, como única visión, la rojiza sombra de un irreal ser, que aparecía ante sus ojos, tras una neblina luminosa, desnudo y estilizado, rodeado de luces fulgurantes que, como en un calidoscopio gigante, le envolvían, bailaban a su alrededor, le iluminaban y remarcaban.

Inicialmente, al contemplar aquella visión, Iñigo se sintió horrorizado, al recordar su mente los diabólicos planes que había preparado para poseer al chiquillo.

¿Eres un demonio que solicita mi alma pecadora? - exclamó, temiendo haber llegado su última hora y tener que rendir cuantas de sus pecados en el más allá.

Pero cuando la iluminada y esplendorosa visión, rodeada de fuegos y luces milagrosas, fue avanzando, siguiendo los lentos movimientos del chiquillo, originados por el miedo que le mantenía atenazado, aquella figura que se iba acercando le recordó de pronto la de un ángel, que en un retablo del altar mayor de la iglesia de Almudéfar, se aparecía a la Virgen María para anunciarla que daría a luz a Jesucristo.

-¿Eres en verdad un ángel del cielo que viene a solicitarme el arrepentimiento de mi mala acción? - preguntó a punto de arrodillarse de temor.

Notó como si una espesa nube pasase, en ese instante, por su cerebro que le hizo olvidar por completo los planes preparados y cuando la deslumbrante sombra, al apartarse de la puerta, se fue transformando en un real lloroso y doliente Raftá, que quedó parado, tieso, expectante y temeroso, se borraron de su mente las palabras, gestos y frases, que para aterrorizar al chiquillo, iba a pronunciar nada más presentarse ante él y rotas todas las reservas mentales exclamó.

- ¡¡ Dios mío, perdóname !!

No nos parezca extraña la reacción del soldado aragonés, que se había criado según el pensamiento místico e irreal de la edad media, entre creencias de seres fantásticos, leyendas de guerreros inmortales y ángeles y demonios que de pronto se aparecían en la tierra y lo mismo ofrecían dones por los buenos actos como castigos por los pecados que habías cometido.

A la par de pronunciar estas palabras sintió que nacía en su corazón, para tranquilizar su alma, la urgente necesidad de calmar y hacer olvidar a Raftá el miedo y pena que le había causado hasta ese instante y una fuerza incontrolable, para él desconocida hasta entonces que supo posteriormente se llamaba amor, le obligó a lanzarse con los brazos abiertos hacia el tembloroso y débil ser que tenía delante.

Al mismo tiempo su cerebro recibió la ineludible orden de disipar el temor que veía en el rostro del que ya amaba sin saberlo, de secar las lágrimas que inundaban las mejillas de aquella sublime criatura, apaciguar aquel suspirar agitado de su corazón, sostener aquellas piernas que temblaban y estaban a punto de dejarle caer al suelo y para ello, la fuerza amorosa que había surgido dentro de sí, le obligó a acercar su cuerpo, para recibir aquel ángel que Dios o Alá le enviaban.

El grito de su corazón fue más fuerte que la llamada del sexo y cambió en su cerebro el recuerdo del pene del chiquillo, que hasta la aparición del tunecino en la puerta, le había tenido en una constante excitación sexual, por un súbito estado de enamoramiento que había surgido en el corazón, pasado al alma y llegado después a todos los músculos y fibras de su cuerpo.

Raftá pleno de la congoja que le había acompañado durante todo día y que le había impedido descansar y del temor al terrible castigo prometido, que le había hecho perder totalmente el dominio que pretendía mantener al entrar en la cabaña de su comandante, al ver aquellos brazos que le recibían, posó su rostro sobre el fuerte pecho que le abrazaba y protegía y estalló en un compungido lloro.

Perdón saib - se le pudo escuchar entre sollozo y sollozo - no creí que hacía mal, perdóname.

Las manos de Iñigo palmearon su espalda y sus labios besaron aquella cabeza que reposaba sobre los latidos de su corazón.

Tranquilo, mi niño, ya te he perdonado.

El efebo tunecino levantó su mirada y quedó tan embelesado al percibir una sonrisa en el ahora afable rostro que ya amaba y amaría por toda la eternidad, que quedó asido a aquel cuerpo, como el que teme ahogarse y encuentra una roca donde agarrarse.

La cabeza del bello joven había quedado apoyada en el pecho de Iñigo que aspiraba embelesado y lleno de amor la fragancia de su morena piel y al rodearle con sus brazos sus dedos soltaron las cintas, que tras su cuello, sostenían la delgada túnica de albor algodón que resbaló hasta el suelo, dejándole completamente desnudo pegado a su cuerpo,

Sus robustos y fuertes brazos notaron la adolescente fragilidad del pequeño musulmán cuando suavemente, como si transportara el más preciado y frágil tesoro, lo hizo descansar sobre sus extendidos brazos y lo depositó en su propia cama, quedando arrodillado ante él.

La postura propició que sus rostros quedasen justamente enfrentados, se acercó a los húmedos y sabrosos labios del joven musulmán y le ofreció el beso más tierno, entregado, amoroso y total que nunca había dado.

Posteriormente con su mirada pidió permiso a Raftá para continuar con sus caricias. Aunque nunca lo había hecho, era la primera vez, le pareció natural solicitar esta autorización. La fuerza del amor que penetró en él, le había transformado, hecho diferente, desapareció de su cuerpo el egoísmo sexual que había tenido hasta entonces y enseñado que al compartir sexo debería desearlo y gozarlo también la otra persona.

Raftá permanecía con los ojos cerrados, pero el placer que parecía mostrar su rostro y la beatífica sonrisa que enmarcaba su cara, fue suficiente aquiescencia para que el enamorado Iñigo interpretase que podía iniciar su ardoroso y sexual caminar.

Nunca he tenido la posibilidad de disfrutar dentro de mi boca de una verga tan amplia y bella - se dijo sintiéndose feliz y satisfecho.

La polla que tenía ante sí era aun más grande y deliciosa que la que él poseía. Pensaba superar el placer de los que chuparon su trozo de carne que ahora pretendía explotar sus calzones al haber llamado toda la sangre de su cuerpo para endurecerse.

Buscó, deslizando sus labios a lo largo del moreno cuerpo del soldadito, el pene que le había mantenido loco de deseo desde aquella mañana y extasiado ante tan enorme belleza, la tomó en sus manos, sopesó y finalmente besó con unción.

Abrió las mandíbulas todo lo que fue capaz pero solamente el capullo, la fresca fresa rosada pudo entrar en la cavidad, que la recibió babeante, al no poder evitar que sus glándulas salivares, estimuladas por aquel manjar viviente, iniciaran una producción extra de saliva.

Después jugó con la sabrosa minga, la acaricio con los labios y lengua, chupó, lamió, absorbió y gozó de la mayor y mejor lamida que nunca pensó poder hacer, mientras observaba el rostro pleno de felicidad del chiquillo, que recibió todos estos actos preparatorios mostrando, mediante ayes, el placer que recibía, porque ahora la entrega de Raftá era voluntaria y mucho más completa y entusiasta que si hubiese sido motivada para conseguir el perdón.

A pesar del fuerte sol de toda la tarde, el interior de la cabaña, debido al frescor que los gruesos muros de piedra le proporcionaban, mantenía una temperatura tan agradable que los desnudos cuerpos no sintieron en ningún caso escalofríos de frío, solamente de placer.

Raftá novato totalmente en estas lides sexuales, que nunca había sentido tan gratos efectos en su cuerpo, ni tanta felicidad en su corazón, descubrió lo que había estando buscando durante toda su vida, sin encontrarlo, el amor y el contacto sexual de un cuerpo fuerte como el de su amado y venerado comandante.

Lo que notaba en la parte inferior de su cuerpo era glorioso, superior a lo que hasta entonces había experimentado al frotar su pene y cuando su semen subió desde sus gónadas para salir al exterior, el ardiente derrame fue cien veces más placentero que el obtenido con sus manipulaciones solitarias. Sintió en el momento de la salida de la lefa una entrega total y absoluta a aquel ser y que aquellos robustos, fuertes y amorosos brazos le protegiesen por toda la eternidad.

La vieja y deteriorada cabaña, que solo recibía luz por dos ventanucos estrechos y por lo que no tapaba la manta de la puerta, pareció iluminarse por el fulgor del amor que había surgido en sus dos corazones. El de Iñigo emocionado y feliz de haber encontrado, a la vez de una picha grande que se incrustaría en su cuerpo, a un bello muchacho que se derretía de amor entre sus brazos y Raftá un débil e inexperto chiquillo que había encontrado finalmente la compañía, el amor y la protección que su mente imaginó existía en algún lugar del mundo.

A petición, el tunecino obedeciendo ciegamente cuanto su superior le solicitó, intentó meter su descomunal falo por el agujero que el aragonés le indicó y ocurrió, que cuando su enorme pene intentó su penetración, oyó un grito desgarrador salir de su amor.

Perdón, saib, tu me pediste metiera mi verga por ahí ¿la saco?

¡¡ No !!, ¡¡ aprieta más !!, que pase toda dentro de mi cuerpo - fue la contestación del medio desmayado Iñigo.

Entre ayes, pujos, quejidos de dolor y ánimos a su amado, el pene del tunecino consiguió traspasar el ano y penetrar en sus entrañas y cuando el chiquillo inició su frotamiento de vaivén dentro del cuerpo que gemía bajo él, el transformado rostro de Iñigo sonreía de placer.

- Ya sé lo que sintieron los que follé.

El destino que pareció haber jugado con ellos terminó por ser benigno y los unió de tal manera que durante el tiempo que Iñigo sirvió en el ejército, Raftá fue su fiel ayudante delante de los demás tunecinos y amado compañero en la intimidad.

Esperaron a licenciarse juntos y cuando el aragonés volvió a su aldea y recibió lo prometido, trabajaron juntos la parcela que el reino de Aragón le entregó.

Raftá aceptó encantado que Iñigo se casase para tener un heredero de las tierras y del trabajo que desarrollaron en ellas y cuando éste nació recibió para sí y para todos sus descendientes la hacienda y Pirla como apellido.

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